Constitución del Estado de las Atonomías

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LA CONSTITUCIÃ N DEL ESTADO DE LAS AUTONOMÃ AS.I
DE LAS LEYES FUNDAMENTALES DEL REINO A LA CONSTITUCIÃ N DEL ESTADO DE LAS
AUTONOMà AS.1.- Consideraciones preliminares.Tras la muerte del general/dictador Franco, España ha vivido un singular y, espectacular proceso de
transformacio9n.
A nadie se le oculta, que la sociedad española ha conocido un cambio social substancial desde 1975, u no
digamos ya desde 1939 a nuestros dÃ−as.
Ahora bien, si esto es asÃ−, no es menos cierto, que no será sino con la entrada en vigor de la CE de 1978
cuando dicho cambio adquiere autentica entidad y realidad histórica. Nuestro Estado paso de un sistema
jurÃ−dico y polÃ−tico caracterizado por la total ausencia de una C en sentido técnico y que, de manera
básica, se regia por la voluntad soberana del detentador del poder, a configurarse como, un verdadero Estado
legal o legatario. De esta suerte, la C no solo se convierte en la clave del sistema jurÃ−dico, sino que
también, y en cuanto que obra del Poder Constituyente del Pueblo español, único titular de la
soberanÃ−a, se configurara como una autentica Lex Superior que, se situara por encima de la dicotomÃ−a
gobernantes-gobernados, obligando, aunque no de idéntico modo, a ambos por igual.
2.- La transición y la CE de 1978 como acto Revolucionario.Aceptando que la transición se limita a la etapa inmediatamente anterior al proceso constituyente de
1977-1978, este periodo aparecerá definido en el plano normativo por la aprobación de la que formalmente
no era sino la octava Ley Fundamental del Reino: Ley para la Reforma PolÃ−tica.
Lo de menos es entrar a discutir si la Ley para le Reforma PolÃ−tica fue, obra exclusiva de unos o de otros, lo
que realmente interesa poner de manifiesto es que, la LRP, no puede ser, considerada como la octava Ley
Fundamental del Reino toda vez que, en la medida en que viene a subvertir todos los principios en que se
basaba el sistema anterior, su aprobación significa, la total y definitiva ruptura con el régimen franquista.
Recodar este es mas pertinente por cuanto que hoy, se esta pretendiendo encontrar en la normativa franquista
el fundamento de la vigente CE.
La CE que, como norma que establece el procedimiento para la formación del resto de las normas y señala
el órgano competente para su emanación, es la fuente de validez del Derecho del Estado, requiere a su vez,
en cuanto que norma jurÃ−dica que es, extraer su propia validez y fuerza normativa vinculante de una norma
superior. Norma superior que, en primera instancia, se identifica con el Código Fundamental anteriormente
vigente. No obstante, es lo cierto que “siempre habrá una primera C mas allá de la cual no es posible
remontarse”.
Lo que nos interesa, es llamar la atención sobre el hecho de que esa búsqueda hacia atrás de los
fundamentos de la validez de la CE, hasta el primer Código JurÃ−dico-PolÃ−tico Fundamental que fue
aprobado por el Estado no es siempre posible de realizar. Fue ya Hans Kelsen quien puso de manifiesto esta
circunstancia. Señala que este proceso habrá de interrumpirse cuando en el Estado se verifique alguna
situación revolucionaria. Apreciación esta que, de una y otra forma, es asumida por nuestro TC en cuanto a
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la relación entre la C de 1931 y las Leyes Fundamentales del Reino, de la etapa franquista, pero no asÃ− en
lo que hace a la relación entre las ultimas y la CE de 1978. Será desde la última lÃ−nea marcada por
Kelsen desde donde, resulta imposible pretender presentar a la vigente CE como una norma que encuentra su
fuente de validez en el ordenamiento franquista. La razón es fácil.
Debemos a Raúl Morodo la acertada observación de que la tensión dialéctica entre la “reforma”
propuesta desde el propio gobierno, y la “ruptura” propuesta desde las filas de la oposición democrática,
acabo resolviéndose, a favor de de la segunda. Aparece entonces, el concepto de “ruptura pactada”. Con
él, lo que se pretende expresar es que lo que, en realidad vino a hacer la LRP fue el operar una autentica
ruptura polÃ−tica con las Leyes Fundamentales del Reino, realizada, eso si, desde el respeto
jurÃ−dico-formal a las mismas. Dicho con toda contundencia: en al medida en que se cambiaron los
presupuestos en que se basaba el poder soberano del general/dictador, la llamada “Reforma Suarez” adquiere
el carácter no de una reforma constitucional, sino el de ser una destrucción de la C en la mas pura
significación schmittiana del termino. Destrucción de la C cuya máxima virtualidad fue, justamente, la de
derogar, en el terreno de los hechos, las anteriores siete Leyes Fundamentales del Reino.
En cuanto que deroga de hacho el resto de las Leyes Fundamentales del Reino, la LRP excluye la posibilidad
de que el fundamento de fuerza normativa y vinculante de la C se encuentre en la normativa franquista,
debemos advertir, que tampoco puede sostenerse que la C de 1978 naciera condicionada por los principios y
directrices de aquella Ley.
Es ya afirmación común la de que, el Código JurÃ−dico-polÃ−tico Fundamental fue el resultado de un
proceso cuyo titular no es otro que el Poder Constituyente del Pueblo español, que actuó como un poder
soberano, absoluto e ilimitado en el contenido de su voluntad. Nos encontramos, entonces, ante un poder
polÃ−tico existencial y láctico, que brota espontáneamente del seno de la propia comunidad que decide
darse un C, y cuya actuación no puede quedar constreñida por los estrechos limites de un Derecho que
encuentra en él su fuente ultima, ni, mucho, menos, por un ordenamiento jurÃ−dico anterior a su propio
nacimiento.
Existe, por ultimo, otro argumento que hace difÃ−cil el poder entender que la fuente de la validez de la C se
encuentra en las Leyes Fundamentales del franquismo. Esto no es otro que el de que, en la medida en que
cambia todos los elementos estructurales del régimen polÃ−tico, si el único parámetro para enjuiciar la
validez de la C fuera la normativa franquista, lo que sucederÃ−a es que, de manera tan evidente como
inevitable aquella seria nula.
De cualquier forma, lo que si resulta innegable es que la aprobación de la LRP habrÃ−a de producir unos
nada despreciables efectos polÃ−ticos. Con la entrada en vigor de aquella Ley, se abrÃ−a en España un
periodo polÃ−tico caracterizado por su facticidad cuyo resultado final seria la aprobación de la C de 1978.
En definitiva, se ponÃ−a en marcha el proceso constituyente español.
Nadie puede negar, que se trato de un proceso ciertamente atÃ−pico y heterodoxo en su desarrollo. Tampoco
se corresponde con las formas tradicionales de ejercicio del Poder Constituyente. Lo mismo pude decirse en
cuanto a su duración temporal. Finalmente, la heterodoxia también se manifiesta en cuanto a la forma en
que se produjo el debate constitucional.
Pese a todo, el proceso constituyente existió. Si no tuvo ese carácter desde el punto de vista formal, si lo
tendrá desde la perspectiva polÃ−tica y material. Morodo lo ha expresado de manera contundente: “el
carácter constituyente, es claro: el resultado fue constituyente, es decir, hubo ruptura, ideológica e
institucional, aunque en principio, se simulase su especificidad constituyente o se hubieran realizado
irregularidades o practicas heterodoxas procedimentales”.
3.- Génesis y desarrollo de la Constitución normativa en las tradiciones americana y francesa.2
Recordaba el Profesor De Vega que el proceso de formación histórica de la ideologÃ−a del
constitucionalismo tuvo una importancia decisiva la teorÃ−a contractualista. Que ello sea asÃ−, no ofrece
grandes dificultades para su comprensión. Al fin y al cabo, lo que sucede es que, aunque con muy diversos
matices y consecuencias todas las construcciones contractualistas coincidirán en la idea de que al ser el
Estado el resultado de un contrato, el pacto social, el Estado es una obra humana.
De esta concepción del Estado se derivarÃ−a una muy importante consecuencia para la comprensión de la
polÃ−tica. Nueva concepción de que comenzarÃ−a a adquirir una verdadera dimensión practica a partir de
1620 con la firma del Mayflower Compact por los Padres Peregrinos. Momento a partir del cual, bajo la
innegable influencia del puritanismo calvinista, se procederÃ−a a la conversión del pacto de gracia puritano
en un autentico pacto polÃ−tico.
Al concebir el Estado como una obra humana, se rompÃ−a el carácter sacral de la comunidad polÃ−tica y,
con ello, cobrarÃ−a autentica entidad la idea de que es a los hombres a quienes corresponde decidir su
organización; desde esta óptica, se afirmarÃ−a que de igual modo que los hombres eran libres para fijar las
reglas de culto de su respectivo comunidad religiosa, también serian libres para organizar la comunidad
polÃ−tica.
No resulta exagerado, en tales circunstancias, afirmar q1ue todo proceso constituyente, puede ser explicado de
conformidad con los esquemas trazados, en 1717 por el reverendo John Wise.
La influencia de Wise es patente y manifiesta en lo que hace a las antiguas colonias/nacientes Estados. Fue
justamente, en la esfera de las futuras colectividades-miembros, y no en el nivel de la federación
estadounidense, donde se formulo, y se llevo a la práctica, la más correcta expresión de la teorÃ−a de la
soberanÃ−a del Pueblo.
No importa entrar a precisar que el ejercicio del Poder Constituyente se desarrollo de distinta manera en
EEUU y en Francia, lo que si interesa es llamar la atención sobre el que, a uno y otro lado del Atlántico,
surgió la idea de que en todo proceso constituyente han de distinguirse tres etapas: el momento de la libertad,
el del pacto social y el acto constitucional. Momentos estos que aparecerán como hechos claramente
diferenciados pero, a la vez, sucesivos y concatenados.
En el momento de la libertad, de lo que se trata, según Wise, es de determinar la “libertad civil” que
corresponde a los ciudadanos. Esta, no es otra que aquella parte de la libertad natural que permanece en poder
de los individuos una vez que estos han abandonado el estado de naturaleza para entrar en la sociedad civil.
Wise sienta las bases para la posterior distinción entre los derechos humanos, la “libertad natural” y los
derechos fundamentales, la “libertad civil”.
La propuesta de Wise fue rápida y ampliamente aceptada en la práctica, convirtiéndose, en uno de los
elementos indispensables para la existencia misma del Estado Constitucional. La primera tarea que abordaron
los revolucionarios liberal-burgueses de las antiguas colonias británicas en América, y como
posteriormente, y siguiendo su modelo, harÃ−an también los franceses, fue la de proceder al
reconocimiento de la existencia de una esfera de libertad individual absoluta, que se concretaba en el plano
normativo en las declaraciones de derechos fundamentales.
Lo de menos es indicar que, todavÃ−a en el ámbito de las antiguas colonias estas declaraciones de derechos
se incorporaron muy pronto al mismo documento escrito, formal y solemne de la C. Lo que realmente interesa
es el tratar de poner de manifiesto cual era la filosofÃ−a que habÃ−a inspirado la actuación de los
revolucionarios liberal-burgueses a la hora de proceder a la aprobación de las declaraciones de derechos;
debemos recordar que la concepción liberal del mundo, basada en la falacia de que Estado-aparato y
sociedad civil eran dos realidades absoluta y radicalmente diferenciadas, que animo la forja del primer
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constitucionalismo entendÃ−a que el punto de partida para la creación de la comunidad polÃ−tica era el del
reconocimiento de la existencia de una esfera de libertad individual absoluta en la que el Estado, no podÃ−a,
ni debÃ−a entrar, salvo para asegurar a los burgueses el pleno disfrute de sus derechos.
Ahora bien, si el reconocimiento de esa esfera de libertad previa, incluso, a la propia comunidad polÃ−tica
era, un requisito indispensable, ocurre, no obstante, que no bastaba con el reconocimiento de la existencia de,
esa “libertad natural”.
El segundo momento del proceso constituyente es, el del pacto social. La finalidad de esta etapa es,
justamente, la de proceder a la creación de la comunidad polÃ−tica. Dos son las observaciones que han de
realizarse para alcanzar una ponderada comprensión del pacto o contrato social. En primer lugar, es menester
aclarar que, frente a la critica generalizada en el positivismo, de que ningún Estado puede nacer de un
contrato, ni siquiera el Estado Federal, el pacto social no es, un contrato real de los que operan en el trafico
jurÃ−dico ordinario; antes al contrario, ocurre que, el pacto social ha de ser entendido como una hipótesis de
Derecho puro, destinada a explicar la situación reciproca de los individuos, ciudadanos de un Estado libre.
En segundo termino, deber dejarse absolutamente claro que la celebración del pacto social no es algo
privativo de aquellos supuestos en que, como sucedió en EEUU, se trata de fundar o crear el propio Estado,
sino que puede también tener lugar en el marco de Estados ya creados.
El resultado del pacto social es, en definitiva, el nacimiento de un Estado, o un gobierno civil.
Importa señalar que si, la conclusión del pacto social crea la comunidad polÃ−tica, esta no es, sin
embargo, su única virtualidad. Tanto o mas importante que aquella es la de que con su celebración, se esta
procediendo a identificar al titular de la soberanÃ−a en el marco del Estaco Constitucional naciente. La
razón es que cuando los distintos individuos, a través de su adhesión al pacto social, consienten en
formar una asociación, es decir, en crear una única comunidad polÃ−tica, lo que, en realidad, hacen es
culminar ese proceso, por el cual cada uno de los ciudadanos, que son los verdaderos titulares de la
soberanÃ−a, cede su ejercicio a una nueva entidad superior a cada uno de ellos, y a la vez, y esto es lo
importante, englobadota de todos ellos. El Pueblo, o la Nación, quedan, de esta forma, afirmado como el
único sujeto titular de la soberanÃ−a en el Estado.
Aunque, como es lógico, la aparición de un nuevo Poder Constituyente no supone, ni puede suponer, la
derogación total e inmediata de todas las normas jurÃ−dicas anteriores al nuevo Texto Constitucional, sino
solo a aquellas que se oponen materialmente al mismo, es lo cierto, empero, que su mera irrupción en la
escena polÃ−tica implica la creación de un orden jurÃ−dico y polÃ−tico totalmente nuevo, del que él, el
Poder Constituyente, no solo es la fuente, sino también su punto de referencia inexcusable.
Creada, o, en su caso, refundada, ya la comunidad, y habiendo surgido en su seno el soberano, dará
comienzo la tercera y última etapa del proceso constituyente: el momento constitucional. Su cometido es
evidente. Una vez que se ha reconocido la existencia de esa esfera de libertad individual, la preocupación de
los revolucionarios liberal-burgueses, se centrara en lograr que aquella sea eficaz. Para ello, se procederá,
con la aprobación del Texto Constitucional, a la organización polÃ−tica del Estado sobre la base de la
división de poderes. La C., entonces, se concibe ante todo y sobre todo, como un gran sistema de garantÃ−a
de la libertad individual frente al poder polÃ−tico.
El esquema general conforme al cual habrÃ−a de desarrollarse el proceso constituyente fue el mismo en
EEUU y en Francia, no fueron, sin embargo, iguales las consecuencias que en uno y otro se derivaron.
Desde el primer momento, las CC. de los distintos Estados y, de manera más evidente, el Texto Federal
fueron siempre comprendidos como obra del Pueblo soberano y, en consecuencia, como las Leyes Supremas
en el Estado.
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No sucedió lo mismo en el Europa, y que ello fuera asÃ−, se explica, en buena medida, por no decir que de
forma exclusiva, por las muy distintas circunstancias polÃ−ticas en las que la revolución liberal-burguesa se
desarrollo a uno y otro lado del Atlántico. En este sentido, debe tenerse en cuenta que la existencia de
monarquÃ−as, y, consecuentemente, la de unos reyes que se resistÃ−an a abandonar su status de monarcas
absolutos, determino que, a diferencia de los que habÃ−a sucedido en EEUU, la forja del Estado
Constitucional hubiera de realizarse en Europa sobre la confrontación entre el principio democrático y el
principio monárquico.
Las consecuencias fueron que frente a la afirmación de la soberanÃ−a del Pueblo que se hizo en EEUU, la
Europa de finales del siglo XVIII, el XIX y primeras décadas del XX vivirá una realidad bien distinta, lo
que en realidad conoció la vida polÃ−tica europea será la negación practica de la teorÃ−a democrática
del Poder Constituyente.
La negación del principio democrático, como elemento central de todo el edificio constitucional
liberal-burgués, se llevara a cabo de una manera radical, total y absoluta en la etapa histórica que se abre
con la que en Francia se dio en llamar la “Restauración”. Frente a la soberanÃ−a del Pueblo o de la Nación,
en la etapa revolucionaria, lo que ahora va a defenderse es la vuelta del principio monárquico. Los
documentos de gobierno se convierten en estas circunstancias, en meras C., cuya principal caracterÃ−stica es
la de que su aprobación se debe, única y exclusivamente, a la graciosa voluntad del monarca.
Tampoco el liberalismo doctrinario, como ideologÃ−a imperante en la generalidad del siglo XIX europeo,
vino a dar una respuesta satisfactoria al principio democrático con su celebre teorÃ−a de la soberanÃ−a
compartida, gracias a la cual el rey junto con los representantes de las oligarquÃ−as burguesas en el
Parlamento se convertÃ−an en los únicos depositarios de la soberanÃ−a en el Estado. El rey, en definitiva, y
pese a lo que parece dar a entender la teorÃ−a de la soberanÃ−a compartida, se convierte de hecho, en el
único titular de la soberanÃ−a. AsÃ− las cosas, a nadie debiera extrañar que las consecuencias jurÃ−dicas
que la aprobación de la C. tuvo en el sistema como el americano, al entender que el Código
jurÃ−dico-polÃ−tico Fundamental como obra del soberano, acaba convirtiendo al Texto Constitucional en la
norma jurÃ−dica suprema en el Estado, no pudieran ser las mismas en Europa.
Habrá que esperarse, hasta el final de la I Guerra Mundial para que el Estado Constitucional comience
verdaderamente a adquirir autentica entidad y realidad histórica en Europa. Y lo hará por cuanto que, como
consecuencia de un substancial cambio en las fuerzas polÃ−ticas, la confrontación entre el principio
monárquico y el democrático, va a conocer, una solución muy distinta a la que habÃ−a operado a lo largo
del siglo XIX. En efecto, frente a la afirmación expresa del principio monárquico, el ascenso al poder de las
fuerzas democráticas y progresistas determino que lo qua ahora se afirme sea el principio democrático. Los
Textos Constitucionales pasan a ser comprendidos como autenticas CC, y, como tales, comenzaran a surtir
todos sus efectos, incluso el de su singular fuerza normativa.
Todos estos cambios, sin duda substanciales y tanscendetales, traen causa del triunfo definitivo del principio
democrático. Es, justamente, merced a este triunfo como la C pasa a ser entendida como la expresión de la
voluntad del Poder Constituyente y, como talo, se configura, gracias a la distinción entre Poder
Constituyente y poderes constituidos que introduce el principio de rigidez convenientemente asegurado por el
control de constitucionalidad, como la Ley Suprema en el Estado. Debemos advertir de manera inmediata que
no fue tan solo este el cambio que va a conocer Europa con el surgimiento del constitucionalismo
democrático y social., en efecto, van a ser distintas las formas concretas en que el proceso constituyente va a
desarrollarse desde el fin de la Primera Guerra Mundial y, todavÃ−a de manera mas evidente, tras la Segunda.
En el marco del constitucionalismo democrático y social el proceso constituyente no sigue el iter procesal
marcado por Wise de momento de la libertad, momento del pacto social y momento constitucional. Por el
contrario, aquel arranca, ahora, del pacto social por el que nace el nuevo Poder Constituyente soberano,
continúa con el proceso de elaboración, discusión y aprobación de la C, en el que quedan incluidos, la
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parte sustantiva de la C, los derechos fundamentales
Se soslaya, de esta suerte, uno de los mayores absurdos y mas escandalosas contradicciones que habÃ−a
presentado el Estado Constitucional liberal en la vieja Europa, no referimos, a la paradoja que se derivaba de
la secuencia lógica con la que, como hemos visto, los revolucionarios liberal-burgueses ordenaban el proceso
constituyente. Y es que, al entender que los derechos fundamentales sirven de base a la conclusión de un
pacto social que, a su vez, actúa de barrera y regulador del acto constitucional, lo que sucede no es sin no
que habiendo definido al Poder Constituyente como un poder soberano, absoluto e ilimitado en el contenido
de su voluntad, en la practica, los liberales condenaban sin embargo, al legislador que elabora, discute y
aprueba la C a verse constreñido por los márgenes trazados en las declaraciones de derechos.
Frente a esto, lo caracterÃ−stico del constitucionalismo democrático y social va a ser el que las
declaraciones de derechos pierden esa fuete carga iusnaturalista que tenÃ−an en el Estado liberal y que, en
ultima instancia, las convertÃ−a en ese limite a la actuación del propio Poder Constituyente. Ahora, las
normas declarativas de derechos convierten en Derecho Positivo, cuya fuerza normativa se encuentra
justamente, y esto es lo que realmente reviste importancia y resulta trascendente, en que el Poder
Constituyente los ha reconocido como tales derechos fundamentales.
Recordar esto nos parece un deber inexcusable en la España de hoy. Nos referimos, en concreto, a la
pretensión de que da igual que el derecho de autodeterminación, que solo cabÃ−a entender como derecho
de secesión, no este literalmente recogido en la CE, o que, incluso, el mismo fuera expresamente rechazado
por el Constituyente, ya que, por un lado, al tratarse de un derecho humano y, por otro, al imponer la CE, en
su art. 10.2 que los derechos fundamentales han de interpretarse “de conformidad con la Declaración
Universal de los Derechos Humanos y los tratados y acuerdos internacionales, sobre las mismas materias
ratificadas por España”, lo que sucede es que su ejercicio será siempre posible en el marco del vigente
Código jurÃ−dico-polÃ−tico Fundamental. Problema al que desde la más lógica constitucional ha de
dársele una respuesta negativa. La razón es fácilmente comprensible. DeberÃ−a resultar innecesario
afirmar que, que porque, en el marco del constitucionalismo democrático y social, tan solo son derechos
fundamentales los que el Poder Constituyente ha reconocido como tales, serán únicamente los derechos
constitucional izados, y no otros por mucho que tengan la consideración de derechos humanos, los que deban
ser interpretados de conformidad con las normas internacionales sobre derechos.
4.- LA TEORà A DEMOCRÔTICA DEL PODER CONSTITUYENTE EN LA à LTIMA TRANSICION
POLà TICA ESPAà OLA.La aprobación de la CE de 1978, deberá ser reconducida a este segundo modelo constituyente. Esto es, hay
que hablar del momento del pacto social y del momento del acto constitucional.
A nadie puede abultársele que, en efecto, la determinación del momento en que se verifica el pacto social,
es muy difÃ−cil en la reciente historia polÃ−tica española. No existió entre nosotros un episodio como la
de la Convención de Filadelfia, tanto es asÃ−, que podrÃ−a muy bien entenderse que el pacto social se
verifico tanto con el referéndum de aprobación de la LRP, como en la campaña electoral, o, finalmente,
en el acto de votación de las elecciones, como punto de no retorno en la transición polÃ−tica. Ello no
obstante, lo que parece difÃ−cilmente cuestionable es que el pacto social existió. En aquellos años van a
producirse dos fenómenos paralelos que, confluirán en el proceso de transición polÃ−tica.
1º.- En e interior del aparato gubernamental, van a surgir algunos polÃ−ticos que, aunque con distintos y
diversos matices, van a entender la necesidad de introducir reformas legales en la normativa franquista, e,
incluso, la de operar una cierta apertura polÃ−tica en el régimen.
2º.- En la esfera no gubernamental, comenzarÃ−a a organizarse, ahora ya en el interior, el movimiento
“antifranquista”, hasta entonces prácticamente limitado al exilio.
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No es que dentro de España no existiera con anterioridad a los años 60 una repulsa a lo que el franquismo
significaba, lo que sucede es que esta critica se hacia casi de manera individual y, en todo caso, sin ninguna
estructura organizativa. Fue, en aquella década cuando la oposición comenzó a organizarse en el interior.
En una y otra modalidad, como grupos o como partidos, su esencia era la misma, su actuación en ultimo
extremo, estaba dedicada a desempeñar lo que el Profesor De Vega caracterizo como “oposición
ideológica”. Se trataba de grupos que, iniciando su desarrollo a nivel teórico, no estaban de acuerdo con los
sistemas de legitimidad existentes, y que, poniendo, en tela de juicio la fundamentación del sistema y del
poder, no podrÃ−an tener otra aspiración que la de, sustituir el régimen franquista por otro nuevo.
Muchos serian los ejemplos que podrÃ−an ponerse sobre la influencia de la oposición democrática en la
vigente formula polÃ−tica de la CE, no quisiéramos sin embargo, dejar de mencionar dos supuestos en los
que aquella influencia es muy evidente.
En primer lugar, lo relativo a la forma territorial del Estado. no es preciso recordar la posición que desde el
sector gubernamental se hacia a cualquier tipo de descentralización polÃ−tica. Frente a esta posición de la
España oficial, los sectores de la oposición, de una manera más o menos decidida, comprendieron la
necesidad de encontrar una cabal y ponderada respuesta a los problemas que plantea una Nación de
Naciones.
En segundo termino, es también menester referirse a la forma de gobierno. Tres son los datos
fundamentales para comprender el porque la confrontación monarquÃ−a-republica, apenas es discutida, a
favor de la primera alternativa, en las Cortes Constituyente.
a) Como es de todos conocido, desde el mismo dÃ−a de la proclamación de la II Republica, las derechas,
tomaron como principal tarea la de derrocar el régimen republicano y restaurar la monarquÃ−a.
Pretensión esta que harÃ−an suya los sublevados del 18 julio 1936, y que, con su victoria consumarÃ−an al
declarar en el mas alto nivel normativo que “España es un unidad de destino en lo universal”, cuya “forma
polÃ−tica es,…, la monarquÃ−a tradicional, católica, social y representativa”.
De esta suerte, la apuesta por la monarquÃ−a se convertÃ−a en un elemento central, primero del franquismo,
posteriormente de la actuación de los reformistas/aperturistas del régimen, y, por ultimo, de la de los
sectores gubernamentales que protagonizaron la transición. Circunstancia esta ultima que, determinarÃ−a la
introducción del arto. 168 de la CE, con el que se hacia inviable el cambio, para con ello, asegurar, entre
otras cosas, la monarquÃ−a.
b) Si esto era asÃ− en la España oficial, algo muy distinto ocurrÃ−a en la oposición. Los grupos de la
oposición democrática eran mayoritariamente republicanos.
c) De algún modo equidistante entre las dos posturas anteriores, nos encontramos con la tesis que
defenderá Tierno Galván, y que se concretarÃ−a en la conocida expresión de “la monarquÃ−a como
salida”. Lo que se hace es apelar a la monarquÃ−a como vehiculo para la democratización del Estado, y una
vez que esto se lograse, plantear ya en toda su magnitud la opción por la Republica.
La figura del “Viejo Profesor” tuvo una extraordinaria importancia en los años 60 y principios de los 70.
Buena prueba de ello, es que seria su alternativa de la monarquÃ−a como salida la que, a la postre, acabarÃ−a
siendo aceptada por parte de la mayorÃ−a de la oposición democrática y, finalmente acabarÃ−a
concretándose en la aceptación sin mayores discusiones de la forma de Gobierno monárquica en la
vigente CE.
A la vista de todo lo anterior, tres son las notas que deben destacarse:
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En primer lugar, ocurre que, el proceso constituyente español, o, si se prefiere, el proceso de cambio
polÃ−tico de la dictadura al Estado Constitucional democrático y social, no tiene lugar entre nosotros como
consecuencia de que alguien publicara, en 1972, una obra literaria sobre el principio monárquico. Lo que
realmente hay que poner de manifiesto es que nadie puede atribuirse a titulo individual ni la iniciativa, ni el
desarrollo del proceso de cambio. Este se produce como consecuencia de una decisión colectiva, y difusa, de
un ente colectivo, como es el Pueblo español en su conjunto. Nadie discute que el titular de la Jefatura del
Estado jugo, tras la muerte del dictador, un papel muy importante y transcendente en el proceso de cambio
polÃ−tico.
En segundo lugar, si esto es asÃ−, es menester poner de manifiesto que no ha de magnificarse la labor del
monarca en cuanto al desarrollo del proceso constituyente español. Frente a lo que se ha pretendido por
algunos, no fue el discurso del Jefe del Estado solicitando, en la apertura de las Cortes de 1977, una nueva C
lo que determinara el pacto social. Aquel discurso, por el contrario, es la lógica consecuencia, y mera
expresión formal, del pacto social. El gran acierto del rey fue, justamente, el de haber comprendido que no
podÃ−a, ni tampoco debÃ−a, oponerse a la voluntad del Pueblo.
Finalmente, nos encontramos con que de lo que no puede quedar duda es que cuando el Parlamento elegido en
1977 se autoproclamo como Cortes Constituyentes, lo que hizo fue, romper todo nexo de unión con la
situación jurÃ−dica y polÃ−tica anterior. Se inauguraba, de esta suerte, una situación láctica, en la que el
Constituyente de 1977-1978, procede, en nombre del pueblo español como único sujeto legitimado para
decidir como iba a ser gobernado, a establecer un nuevo orden jurÃ−dico y polÃ−tico. Nueva situación
jurÃ−dica que, de manera indubitada, acepta el Pueblo: de forma indirecta, a través de sus representantes
en el Parlamento; pero, también directamente, en el referéndum constitucional de diciembre de 1978.
Se aprobara, asÃ−, un Texto Constitucional que nace con vocación de ser una C normativa, al fin y al cabo,
se trata de un Código JurÃ−dico-PolÃ−tico Fundamental que es obra del Pueblo Soberano y que, como
expresión de la voluntad del Poder Constituyente, solo puede entenderse como LEY SUPERIOR.
5.- LA DIALÃ CTICA CAMBIO-ESTABILIDAD EN EL MARCO DE LA CONSTITUCIÃ N
ESPAÃ OLA DE 1978: LA CONSTITUCIÃ N COMO NORMA SUPREMA.Si la singular naturaleza del autor del Texto es, en principio, suficiente para configurar a la CE como
verdadera C. y, en consecuencia, como la Ley Suprema del Estado ante la que, en caso de conflicto, han de
ceder todas lasa demás normas jurÃ−dicas, ocurre que el ultimo Constituyente español no olvido
establecer4 un mecanismo en virtud del cual el principio supremacÃ−a constitucional y, con él, el
democrático, encontrarÃ−an su definitiva y total eficacia. Mecanismo que no es otro que el principio de
rigidez constitucional. Es, a través del principio de rigidez constitucional, por el cual se establece un
procedimiento distinto y, de manera usual, mas agravado que el previsto para actuar sobre las Leyes
ordinarias, como la C se consolida definitivamente en la posición de Lex Superior.
De esta suerte, el esquema polÃ−tico inaugurado en EEUU, como primera manifestación histórica del
constitucionalismo rÃ−gido, tiene tres puntos de inexorable referencia en cuanto a sus posibilidades
normativas.
1ª.- En primer término, el Poder Constituyente, En él reside la soberanÃ−a, y, por ello mismo, se
presenta como el único sujeto legitimado para, fijar las bases polÃ−ticas y las reglas jurÃ−dicas por las que
ha de conducirse la nueva organización polÃ−tico-estatal. Sus principales caracterÃ−sticas, por un lado, la
de que al tratarse del titular de un poder absoluto e ilimitado en el contenido de su voluntad, el Legislador
Constituyente se define como”res facti non iuris”. Por otra parte es también intrÃ−nseco al Poder
Constituyente el que una vez que la C ha sido aprobada y entra en funcionamiento, aquel desaparece de la
escena polÃ−tica, dando paso, asÃ−, a la actuación de los poderes creados y ordenados por el mismo.
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2ª.- En segundo lugar, con el poder de revisión, que actúa dentro del Estado Constitucional ya constituido,
y que se configura como un poder extraordinario toda vez que, observando, la exigencias y requerimientos
legal constitucionalmente previstos al efecto, es el único sujeto facultado para proceder a la modificación
formal del Código Fundamental.
Lo que a nosotros interesa es el determinar cual es el alcance de la obra de este poder de reforma. La respuesta
a nuestro interrogante aparece meridiana, ya se entienda que entre el Poder Constituyente y el poder de
reforma existe una nÃ−tido y definitiva diferencia, ya se sostenga que se trata del mismo Poder Constituyente
actuando en dos momentos distintos, sobre lo que no puede caber duda alguna es que, la revisión de la C es
una facultad constitucional y, por ello mismo, se trata de una competencia limitada por la propia C. Lo
anterior no significa si no que lo que, a la hora de revisar la C, no puede en ningún caso hacer el Legislador
Constituyente es excederse en las funciones que constitucionalmente tiene atribuidas, entre las que, no esta la
de llevar a cabo actos revolucionarios. Tales actuaciones quedan reservadas a la actuación del Poder
Constituyente como sujeto “legibus solutus”.
Nos encontramos de esta suerte, con que nada impedirÃ−a que el Pueblo, como Poder Constituyente
revolucionario, pudiera decidir darse una nueva C, ya que, como soberano, tiene siempre ese derecho y,
además, su actuación no podrÃ−a verse restringida ni siquiera en la hipótesis de que existan limites
materiales absolutos expresos.
3ª Por ultimo, el Legislador ordinario. Estamos ahora, ante un poder constituido, que ha sido creado por el
C y que, por lo tanto, le debe a la voluntad del Constituyente su existencia misma y todas sus facultades. Se
trata de un poder que se encuentra plenamente facultado para la aprobación, modificación y derogación
del Derecho ordinario, pero que queda excluido de la actuación en el ámbito de la Ley Constitucional.
Es en base a esta doble distinción entre Ley Constitucional, Ley de revisión y Ley ordinaria, por una parte y
ente Poder Constituyente, poder de reforma y Legislador ordinario, por otra, como la supremacÃ−a de la C
adquiere su autentico significado y verdadera eficacia, y tanto en su dimensión jurÃ−dico-polÃ−tica como
en la estrictamente jurÃ−dica. Con ello se salvaguarda la idea de que el Pueblo, es el único sujeto legitimado
para decidir los modos y las formas en que quiere ser gobernado. La razón es fácilmente comprensible.
En primer lugar, que la institución de un procedimiento distinto, para revisar la C, se traduce en el
reconocimiento de una cierta supremacÃ−a jurÃ−dica, formal y material, de la primera sobre las leyes
ordinarias. Lo que significa que la vulneración jurÃ−dica de la C por una ley posterior, queda
definitivamente aniquilada en un sistema de constitución rÃ−gida. Las únicas leyes validad contrarias a la
C, y posteriores a ella, serán las que, por atenerse a los procedimientos de Reforma, se presenten como
revisiones constitucionales.
En segundo termino, debe tomarse en consideración que el principio de rigidez, lo que en realidad hace es
perpetuar la distinción Poder Constituyente, como soberano, y poderes constituidos, extraordinarios u
ordinarios, sobre la base de delimitar claramente el ámbito normativo donde cada uno de ellos puede operar.
De este modo, se conjura, el mayor peli8gro que puede tener el Estado Constitucional: la confusión entre
Poder Constituyente y poderes constituidos.
Pero no es el principio de rigidez constitucional el único mecanismo que nuestro ultimo Constituyente
sanciono para asegurar el respeto de los poderes constituidos a su voluntad, junto aquel, en el Titulo IX se
establecerÃ−a la justicia constitucional, que, ante todo y sobre todo es un mecanismo de control de
constitucionalidad de las Leyes, el cual, por lo demás, tan solo se explica, y adquiere sentido pleno, gracias
al principio de rigidez. Su misión no es mas que la de asegurar la efectivaza real del principio de rigidez,
garantizando, asÃ−, la supremacÃ−a que, afirmada inicialmente por la singular naturaleza de su autor, el
Poder Constituyente, la C habÃ−a adquirido gracias a la rigidez.
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AsÃ− las cosas, ocurre, que al haber dado entrada al principio de rigidez y, al mismo tiempo, asegurar la
efectividad de este mediante el control de constitucionalidad, nuestro constituyente procede, a la
transformación del dogma polÃ−tico de la soberanÃ−a popular en el dogma jurÃ−dico de la supremacÃ−a
constitucional.
Lo que debemos destacar es que la soberanÃ−a popular, que, como hemos dicho, se erige en el fundamente
ultimo del nuevo orden jurÃ−dico y polÃ−tico español, queda, de este modo, a salvo toda vez que en caso
de divergencia entre la voluntad del Constituyente y la del Legislador ordinario será la primera la que deba
prevalecer.
Siendo lo anterior importante, no es, sin embargo, los más significativo de la C de 1978. Lo que realmente
reviste importancia y resulta trascendente es, la fortuna que el vigente Código Fundamental ha tenido, y de la
que no gozaron los anteriores. Y es que, la C de 1978, pese a todas las equivocaciones, contradicciones, ha
resultado un Texto que, a no despertar ni grandes entusiasmos ni fuertes rechazos, ha podido ser aceptado por
todos los “factores reales de poder”. En tales circunstancias, no resultarÃ−a exagerado afirmar que el gran
merito de la vigente C ha sido el de ser capaz de crear una autentica realidad constitucional.
6.- LAS CONSECUENCIAS DE LA APROBACIÃ N DEL TEXTO CONSTITUCIONAL DE 1978 PARA
EL SISTEMA DE FUENTES DEL DERECHO: LA CONSTITUCIÃ N COMO NORMA NORMARUM.
De entre todas los novedades que genera la irrupción de una verdadera C, hay una que, interesa sobremanera
a los juristas. Nos referimos a la substitución del sistema de fuentes del Derecho propio del Estado liberal,
por el sistema de fuentes del constitucionalismo democrático y social.
El viejo Estado Constitucional se edifico, sobre la base de la situación económica que existÃ−a bajo la
monarquÃ−a absoluta. Se establecÃ−a ya una separación total y definitiva entre el poder polÃ−tico y el
poder económico cuya finalidad era, precisamente, la de permitir el pleno desarrollo de los intereses de la
burguesÃ−a ascendente. Para que los intereses de la burguesÃ−a encontraran una respuesta satisfactoria, era
necesario que en el Estado liberal se estableciese, una nÃ−tida separación entre el Derecho Publico y el
Derecho Privado. AparecÃ−an, asÃ−, los conceptos de “Estado”, o “Estado-aparato”, y de “sociedad” o
“sociedad civil”.
Lo de menos es recordar ahora, que el liberalismo clásico concebÃ−a al Estado-aparato, como algo artificial
y como el reino de la arbitrariedad y la maldad, del que, en consecuencia, debÃ−a ser protegido el ciudadano,
mientras que la sociedad civil era comprendida como lo natural y el reino de la bondad natural.
Lo que realmente nos interesa destacar aquÃ− es, las repercusiones que esa pretendida separación entre el
Estado y la sociedad tienen en el ámbito jurÃ−dico.
Las consecuencias que se derivan de todo ello serian harto evidentes. AsÃ−, lo que sucedÃ−a es que la C
aparecerÃ−a configurada como estatuto fundamental de los publico (Estado), mientras que el Código Civil
se interpretaba como estatuto jurÃ−dico fundamental de los privado (sociedad civil), quedando, equiparados.
La respuesta que se otorgaba a la problemática de las fuentes del Derecho habrÃ−a de ser la de confiarla al
Derecho Privado. El razonamiento no podÃ−a ser mas claro.
1º.- Que porque de lo que se trata es de regular la libertad de los individuos, y esta se desarrolla en el
ámbito de la sociedad civil, evidente debiera ser que tal tarea habrÃ−a de corresponder al Derecho propio de
esta esfera, es decir al Derecho Privado.
2º.- Los liberales que en la medida en que estas Leyes de Derecho Privado pretendÃ−an regular la sociedad,
como reino de la libertad, las mismas deberÃ−an ser aprobadas por la propia sociedad civil a través de sus
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representantes en el Parlamento.
3º.- Por ultimo, que por que las fuentes, creadas por la sociedad en el Parlamento, afectaban a la sociedad
civil y no al Estado, evidente resultaba, para los liberales, que no habÃ−a de ser la C la que se ocupara de fijar
los modos de creación del Derecho por el que la propia sociedad habÃ−a a autorregulase. Por el contrario, la
determinación del sistema de fuentes habrÃ−a de encomendarse al Derecho Privado y de manera particular
al Código Civil.
Nada de particular tiene, desde esta perspectiva, que cuando, a principios del siglo XIX, se planteo en Francia
la problemática de la regulación de las fuentes del Derecho, fuera en el Código Civil, y no en la C, donde
se residenciase la tarea de dar cumplida respuesta a tan fundamental temática.
Ahora bien, para que la decisión de incorporar el sistema de producción jurÃ−dica a los contenidos del
Código Civil fuera verdaderamente efectiva, no bastaba con la mera consideración de que este era el
encargado de hacer real la libertad de los individuos en la sociedad civil, era necesario que concurriese otra
condición. Y esta no es otra que la del reconocimiento del valor jurÃ−dico del Código Civil.
Frente a lo que usualmente se mantiene, si fue el Derecho civil, y no el Constitucional, el que procedió a
ordenar la cadena de creación de normas jurÃ−dicas, ello se debió a que el Código Civil fuera entendido
como una autentica ley, mientras que la C liberal tenia la consideración de ser un simple documento
polÃ−tico. La verdadera causa de este fenómeno se encuentra, en el dato de que el gran Código de Derecho
Privado era comprendido, como el estatuto jurÃ−dico fundamental de la sociedad y, como tal, se le
entendÃ−a revestido de una cierta superioridad, respecto del resto del ordenamiento. Superioridad que
condenaba a la C en el Estado liberal, a ocupar de hecho la posición de la Ley ordinaria.
Este modelo, se mantuvo en España hasta la entrada en vigor de la C. de 1978. Se trata de un sistema que,
sin duda, resultaba plenamente coherente con los presupuestos que habÃ−an dado lugar al surgimiento de la
nueva forma polÃ−tica del Estado.
No obstante, tan pronto como el Estado liberal se consolida, comenzaron a ponerse de manifiesto sus propias
contradicciones. Contradicciones que se harina tanto mas patentes según vaya produciéndose, de la mano
de la ampliación del derecho a sufragio, el fenómeno de la democratización de la sociedad. Debe
recordarse, que la Revolución liberal-burguesa de la Francia de finales del siglo XVIII habÃ−a entendido
como una de sus principales misiones la de, como consecuencia de haber afirmado la igualdad entre los
hombres, convertir a todos los individuos naturales en ciudadanos. Ocurre sin embargo, que este inicial y
loable propósito seria pronto abandonado a favor de la creencia de que los “representantes del Pueblo (en el
Parlamento) han de impedir la corrupción del poderoso, pero también deben instruir al súbdito ignorante.
Es decir, han de constituir la elite del paÃ−s por su firmeza de carácter y su visión polÃ−tica. Resultado de
lo cual, será el que los Textos Constitucionales de la época procedieron a establecer el sufragio
restringido, fundamentalmente en la modalidad del sufragio censatario, de suerte tal que la consideración de
ciudadano quedara limitada a los burgueses.
Mientras pudo mantenerse esta situación polÃ−tica y social, no existirÃ−a ningún problema en el original
Estado liberal. El problema surge cuando se verifica la ampliación del cuerpo polÃ−tico. Hay un momento
en que para desarrollar la actividad estatal no basta con los ingresos obtenidos por el cobro de impuestos a la
gran burguesÃ−a. Será necesario, que nuevas capas sociales se incorporen a la tarea de contribuir al
mantenimiento del Estado. En este contexto es donde, pese a la radical oposición por parte de los sectores
mas conservadores y reaccionarios, la ampliación del cuerpo polÃ−tico deviene inevitable. Las
contradicciones del sistema liberal surgen entonces, con toda su intensidad.
No es el momento oportuno para precisar cual es el alcance real que tuvo la actuación de los llamados
partidos obreros en ese proceso de crisis del Estado liberal, lo que aquÃ− nos interesa es poner de relieve que
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ese proceso progresivo de crisis, llegarÃ−a a su culminación coincidiendo temporalmente con la Primera
Gran Guerra. De esta suerte, nos encontramos con que al finalizar esta guerra mundial el sistema polÃ−tico
liberal-burgués entra en una situación de crisis total que, a la postre, determinara que hubieran de buscarse
nuevas soluciones jurÃ−dicas para encauzar adecuadamente la vida polÃ−tica de un Estado no tenia nada que
ver con el primigenio Estado liberal.
Uno de los datos de identidad más evidente de esa situación de crisis total es, el de la quiebra de uno de los
supuestos centrales sobre los que se habÃ−a edificado el viejo edificio constitucional liberal. Nos referimos, a
la separación radical, total, absoluta y definitiva que, desde la concepción del mundo, se pretendÃ−a
encontrar entre el Estado-aparato y la sociedad civil. Frente a la falacia de la fisiocracia, asumida por los
revolucionarios liberal-burgueses, se entenderá, a partir de 1918, que existe una única realidad: el Estado o
si se prefiere, la Comunidad polÃ−tica, entendida como la unión indisoluble entre los anteriores conceptos
de Estado y la sociedad. Ni que decir tiene que todo lo anterior, supone que, con la entrada en escena del
constitucionalismo democrático y social, el entendimiento de la C habrÃ−a de cambiar. Y lo hará: “la C se
convierte no solo en el orden jurÃ−dico fundamental del Estado sino también de la vida no estatal dentro
del territorio del Estado”. Las CC tendrán que abordar la regulación en el más alto nivel normativo de las
relaciones económicas, dejadas con anterioridad al Derecho privado. Y asÃ− se hará desde la C de Weimar
1919.
Pero no solamente los contenidos de las CC van a verse afectados por el transito del Estado de Derecho al
Estado Constitucional democrático y social. La finalidad de los Códigos JurÃ−dico-PolÃ−tico
Fundamentales habrÃ−a de cambiar también. Como, entre otros ha advertido Francesco Galgano, las CC
pierden de alguna manera, su condición de ser tan solo la fuente suprema del Derecho publico, para
convertirse ahora, en la fuente suprema del Derecho tanto Publico como Privado. Se comenzaba asÃ−, y
desde la aprobación del texto weimariano, el que podemos llamar proceso de constitucionalización del
Derecho Civil.
Evidente debiera resultar, en tales circunstancias, que ha de ser la C, como estatuto jurÃ−dico fundamental de
la Comunidad, la que no solo declare la esfera de libertad de la que van a disfrutar los individuos, y los grupos
en los que se integran, en el propio Estado, sino también, la que prevea los medios a través de los cuales
aquella se hará efectiva. De manera particular, le competerá el establecer la forma en que han de generarse
las normas jurÃ−dicas que, por afectar inmediatamente a los ciudadanos afectaran de modo directo a su
libertad.
Culminaba asÃ−, un largo proceso de unificación jurÃ−dica que arranca de un momento anterior, incluso, al
nacimiento del Estado en el Siglo XV, y que conducirá a la consideración del Estado como el gran
expropiador, dado que se trataba de un orden que “no se sustentaba en normas generales, sino en un sistema
de privilegios positivos o negativos, es decir, en derechos privativos o particularizados en función de
territorios”. A partir del siglo XI, se inicio un proceso tendente a superar esta caótica situación. Para ello, lo
que se hará será comenzar la creación, bajo una más que notable influencia del Derecho Romano de
leyes general para todo el Reino. Leyes cuya máxima virtualidad consistÃ−a en que pretendÃ−an sustituir la
irracionalidad de la costumbre por la racionalidad jurÃ−dica de la Ley. Sin embargo, no será hasta el
nacimiento del Estado moderno cuando esta tendencia se consolide y además, adquiera autentica entidad y
realidad histórica.
Este proceso conocerÃ−a un nuevo, impulso con los procesos revolucionarios liberal-burgueses de finales del
siglo XVIII. Bajo la impronta del racionalismo jurÃ−dico, se pondrÃ−an en marcha dos procesos paralelos,
que, aunque respondiendo a la misma filosofÃ−a, presentarÃ−an no obstante, algunas diferencias en cuanto a
sus objetivos y estructuración. Nos referimos, a los movimientos consitucionalizadores y codificadores. En
efecto, la fe en la fuerza revolucionaria y normativa de la “Razón” por parte de los primeros liberales les
llevara a primar, el Derecho escrito, como expresión máxima de la racionalidad jurÃ−dica sobre la
costumbre. Con ello, lo que se estaba haciendo era, conferir de manera definitiva al Estado el monopolio sobre
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la creación del Derecho. Lo que con el paso del tiempo, conducirÃ−a a la elevación de la C a la condición
de NORMA NORMORUM. Esto es, para que, el Texto Constitucional pudiera ser comprendido, como la
verdadera fuente de las fuentes del Derecho, es absolutamente imprescindible que en Europa se recuperase el
sentido originario de la C y que, efectivamente, este comenzase a ser operativo. A este respecto, uno de los
elementos básicos del concepto Keynesiano de C material es, el de que aquella tiene por función esencial el
“designar los órganos encargados de la creación de las normas generales y determinar el procedimiento que
deben seguir”.
Solo entonces, adquiere sentido la pretensión de que la C, como Lex Superior, pueda ordenar el
procedimiento que los distintos órganos constitucionales han de observar para la aprobación, modificación
o derogación de las normas jurÃ−dicas.
Al pretender adscribir nuestro Texto al constitucionalismo democrático y social, este es el modelo de
producción de las normas jurÃ−dicas al que hubo de mirar el Constituyente español de 1977-1978. Y
asÃ−, la idea de la C como Norma Norrmorum se incorporarÃ−a a nuestro sistema jurÃ−dico. Aunque sin
derogar las disposiciones del Código civil y de otras normas del Derecho Administrativo que habÃ−an
atendido la materia durante la dictadura, la C de1978, procede no solo a determinar los órganos del Estado
con capacidad para la creación normativa, asÃ− como el procedimiento que estos han de observar para tal
fin, sino también al establecimiento, en su art. 6.3, de una serie de principios cuya finalidad es la de lograr
la armonización entre las distintas normas jurÃ−dicas.
Ocurre no obstante, que tan pronto como la C adquiere la consideración de ser la Ley de Leyes, es el propio
Texto Constitucional el que se encarga de poner de manifiesto la crisis que, ha de sufrir en un sistema
polÃ−tico tan complejo como el actual la idea de que el Estado tiene el monopolio sobre la producción del
Derecho.
No se necesita demasiada sagacidad para comprender que, con ello, la concepción Keynesiana del Código
Fundamental como “Constitución material” habrá de sufrir una notable conmoción entre nosotros. Es
menester, tomar en consideración que el proceso de institucionalización de la Democracia, y con él, el de
institucionalización de la descentralización polÃ−tica que se inicia con el Texto de 1978, ha implicado la
puesta en marcha de un singular sistema de fuentes del Derecho que, en primera instancia, se caracteriza por
su creciente complejidad. Complejidad que, en buena parte se debe al hecho de que nuestro Código
Constitucional rompe el tradicional monopolio estatal sobre la creación del Derecho al dar entrada a nuevas
formas de producción de normas jurÃ−dicas.
Tres ejemplos bastaran para demostrar la anterior afirmación:
1º.- Nos referimos a la acogida constitucional de las instancias representativas del pluralismo social en el
proceso de creación de normas jurÃ−dicas vinculantes. Lo anterior se traduce en el reconocimiento, en el art.
37.1 de la capacidad de los interlocutores sociales para crear normas jurÃ−dicas vinculantes. Nos referimos a
los convenios colectivos. El convenio colectivo es un contrato normativo o una norma de origen contractual,
sindicatos obreros y asociaciones empresariales quedan, definitivamente elevados a la condición de
auténticos “poderes privados” en el entendimiento de que siendo desde el punto de vista jurÃ−dico-formal
sujetos de Derecho Privado, su actuación, adquiere cada vez mayor importancia en el ámbito publico, y
que, sin embargo, escapan a todo control de constitucionalidad de su voluntad.
2º.- El gran motivo de quiebra de la C como norma sobre la producción jurÃ−dica al que querÃ−amos
referirnos se deriva de la necesidad de establecer relaciones internacionales. Cono a nadie se le oculta, este
fenómeno de apertura al orden internacional se hace especialmente cierta en relación con lo que se conoce
como el proceso de apertura que opera nuestro Texto Constitucional al llamado Derecho Comunitario, el cual,
en virtud de nuestro art. 93, es directamente aplicable en nuestro territorio. Nos encontramos aquÃ− ante un
claro supuesto de quebrantamiento constitucional de la C, o si se prefiere de autorruptura.
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3º.- El ultimo de los motivos de la quiebra del monopolio estatal en la creación de normas jurÃ−dicas, se
deriva de manera inmediata, del proceso de instituci8onalizacion del llamado Estado de las AutonomÃ−as o
Estado Autonómico. A este respecto, debemos tomar en consideración que, forma parte de la lógica del
Estado polÃ−ticamente descentralizado el que la atribución a las colectividades miembros de la condición
de entes dotados de capacidad de dirección polÃ−tica implica, el reconocimiento de la facultad de dotarse de
un ordenamiento, jurÃ−dico propio. Regla esta a la que no es ajena nuestra actual forma territorial del Estado.
art. 2º de la Constitución:”La Constitución(…) reconoce y garantiza el derecho a la autonomÃ−a de las
Nacionalidades y Regiones” se deriva, de manera clara, la capacidad de autonormacion de las CCAA. Lo que
significa que, en último extremo, hoy en España el Derecho no se produce ya en régimen de soberanÃ−a
sino en el de autonomÃ−a.
Fácilmente se descubre, a la vista de lo anterior, una de las caracterÃ−sticas más significativas de nuestro
sistema constitucional de fuentes del Derecho. En efecto, porque tanto el Estado como las CCAA tiene
constitucionalmente reconocido el poder de creación del Derecho, lo que ocurre no es sino que nuestro
sistema de fuentes va distinguirse por cuanto, de alguna forma, coexisten en él dos ordenamientos
jurÃ−dicos, el estatal y el regional, que tienen su origen y fundamento de validez en el vigente Código
constitucional, y cuyas relaciones no pueden articularse en base al principio de jerarquÃ−a normativa, sino,
por el contrario, atendiendo al criterio de la competencia material y territorial.
II
EL ESTADO DE LAS AUTONOMÃ AS EN EL MARCO DE LA FORMA “ESTADO POLITICAMENTE
DESCENTRALIZADO”.
1.- INTRODUCCIÃ N.Interrogarse hoy por la naturaleza de nuestro llamado “Estado de las AutonomÃ−as” es una tarea que, pueda
ser considerada como una mera frivolidad académica. Nos encontramos, ante una problemática que vive
entre nosotros una situación como mÃ−nimo sorprendente. Debe tenerse en cuenta, que la discusión sobre
cual es la forma de Estado a que ha dado lugar la C de 1978 es, una cuestión muy presente. Raro es, el dÃ−a
en que algún práctico de la polÃ−tica no nos sorprende con una intervención al respecto.
No ocurre lo mismo, entre los miembros de la clase académica. Como ya hace algunos años denuncio
Trujillo, la naturaleza del Estado de las AutonomÃ−as se presenta como un problema que, concito muy escaso
interés en los primeros años de nuestra andadura constitucional, para se, de un manera prácticamente
total, muy pronto abandonada como objeto de atención por parte de la doctrina.
PodrÃ−amos referirnos a afirmaciones como las que en su dÃ−a hizo el Profesor Rubio, conforma a la cual el
detenerse a discutir sobre el modelo territorial del Estado, no deja de ser una labor ociosa e, incluso un
esfuerzo vano y superfluo, ya que lo que de verdad interesa es encontrar respuestas adecuadas para los
problemas reales que se plantean en la practica.
La afirmación de Rubio no podÃ−a ser mas coherente con el status que en aquel momento ocupaba. Lo que
nos interese es ver cual ha sido la repercusión que aquel aserto ha tenido para la forja dogmática del Estado
de las AutonomÃ−as. Lo cierto es que esta afirmación de Rubio ha servido de coartada intelectual para el
actuar de no pocos profesores universitarios españoles; se ha procedido, a la construcción de una TeorÃ−a
Constitucional del Estado Autonómico, sin C y sin Estado de las AutonomÃ−as. La aprobación de la C de
1978 determino, escribió De Vega “La aprobación de la C (…) un florecimiento del Derecho
Constitucional en nuestro paÃ−s hasta el punto de que, una disciplina postergada y prácticamente eliminada
en los cuarenta años de dictadura franquista, ha ofrecido, en los (…) años que llevamos de democracia, la
mas rica y notable producción bibliografiÃ−ta entre todas las disciplinas jurÃ−dicas. (…) si bien en la
actualidad podemos sentirnos los españoles orgullosos del hecho que todos los grandes y pequeños temas
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del Derecho Constitucional hayan sido objeto de abundantes y prolijos tratamientos por parte de la doctrina,
ante lo que quizás no podemos ni debemos sentir la misma satisfacción es ante la manera en que se han
dilucidado los problemas subyacentes que todos esos temas encierran”.
El abandono de la cuestión sobre cual es la naturaleza del Estado de las AutonomÃ−as no responde, a una
revitalización del método de la Escuela Alemana de Derecho PolÃ−tico de que porque el Estado es
evidente, de nada sirve el interrogarse sobre el mismo. Se trata más bien, de dar satisfacción al nuevo
doctrinarismo tecnocrático.
El contenido del Derecho Constitucional, como ciencia jurÃ−dica autónoma, habrá de sufrir un mas que
notable estrechamiento. Algo parecido sucede hoy en la academia constitucionalista española. La ciencia del
Derecho Constitucional que, por mor de ese doctrinarismo tecnocrático, reducida exclusivamente a dos
contenidos: por un lado, la glosa, avaladora y acrÃ−tica, de las sentencias del TC, y, por otro, el limitarse a
ofrecer, en nombre de la pureza cientÃ−fica, soluciones puntuales a los problemas que se plantean en la
práctica polÃ−tica diaria.
Frente a estas dos formas de entender el Derecho Constitucional, se alza, esta nueva dinámica cuya lógica
vendrá definida, podrÃ−amos calificarla asÃ−, por la practicidad. Ahora ya no importa ni lo que la norma
dice, ni tampoco, la voluntad del Constituyente. Lo que resulta relevante es tan solo encontrar soluciones
puntuales a problemas concretos y que, además, satisfagan los intereses coyunturales de las fuerzas
polÃ−ticas mayoritarias. Y, para ello, da igual que la norma haya de ser violentada con un falseamiento de la
C, o que la solución propuesta/aceptada choque de manera frontal con lo que fue la voluntad del autor del
Texto Constitucional con el que, en principio., se opera.
Lo que nos interesa es destacar las consecuencias, cientÃ−ficas y polÃ−ticas, que se derivan de esta lógica
que hemos denominado de la practicidad. A nuestro juicio, nos encontramos hoy ante el deseo de hacer real
aquel aforismo de que “Tal vez eso sea correcto en teorÃ−a pero no sirve para la practica”. A nadie se le
oculta, el que frente a cualquier estudio critico, y no concordante con la voluntad de las fuerzas polÃ−ticas
mayoritarias, no es extraño que se le responda a su autor que en el fondo tiene razón, pero que ocurre que
no es ahora el momento de decir eso, sino que conviene lo otro. La situación no pede ser mas preocupante.
Que ello sea asÃ−, se explica fácilmente. Lo que sucede no es si no que, con tal modo de proceder, se esta
resucitando la idea mantenida por la Escuela Alemana de Derecho Publico, conforma a la cual existen dos
verdades que no siempre han de coincidir forzosamente. Se contraponÃ−an, de esta suerte, la “verdad” de la
construcción jurÃ−dica objetiva y pura, a la “verdad” que se manifiesta en la vida polÃ−tica.
Particularmente tenemos nuestras dudas sobre esta distinción entre la verdad jurÃ−dica y la verdad
polÃ−tico-social sea de alguna utilidad para operar de manera correcta en el ámbito del Derecho ordinario,
en cualquiera de sus variantes.
La moderna lógica de la practicidad ha determinado, que no pocas veces se haya procedido a distinguir entre
esas dos verdades. Siendo, precisamente, esta circunstancia la que explica que todos los que, con mayor o
menor dedicación, nos hemos ocupado del Estado de las AutonomÃ−as no encontremos hay bajo sospecha.
Y es, también, esta circunstancia la que justifica que, se haya podido escribir que ante la forja dogmática
que se ha hecho del Estado de las AutonomÃ−as, no se sepa realmente si las contribuciones de los diversos
autores “son geniales construcciones de la ingenierÃ−a jurÃ−dica constitucional, o simples adefesios de
juristas al servicio del pragmatismo polÃ−tico más grosero y vulgar”.
Nos encontramos, en primer lugar, con que desde la lógica de la practicidad se afirmara la necesidad de
abandonar la mera especulación teórica, para, con ello, lograr encontrar respuestas prácticas a los
problemas reales que plantea la vida del Estado en el dÃ−a a dÃ−a.
En segundo lugar, que para logarlo habrán de reunirse ciertos requisitos en su formulación. Mas
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concretamente, debe tenerse en cuenta que, si el Derecho Constitucional y la ciencia que lo estudia han de
servir para algo, el mismo habrá de estar fundado en un solidó y profundo conocimiento de lo que es el
Estado.
En tales circunstancias, queda sobradamente justificado el porque cuando de lo que se tata es de explicar la
existencia de una C del Estado de las AutonomÃ−as, entendida como complejo normativo integrado por la C
de 1978, los Estatutos de AutonomÃ−a y las Leyes Orgánicas de Transferencia y Delegación,
consideramos imprescindible el preguntarnos por la naturaleza del Estado Autonómico español. Al fin y al
cabo, sino se entiende adecuadamente este, difÃ−cilmente podrá alcanzarse una ponderada y cabal
comprensión de aquella.
2.- LA PUESTA EN MARCHA DEL ACTUAL SISTEMA JURÃ DICO-POLÃ TICO ESPAÃ OL EN
LA DICOTOMIA CONSENSO VERSUS DISENSO.a) Consenso general sobre la Constitución.Una de las cualidades que con frecuencia se destacan de la C de 1978 es, el carácter consensual de la misma.
Verdad es que el consenso pudo ser, y hubiera sido ciertamente deseable, todavÃ−a mayor que el que se
verifico. Ahora bien, si esto es asÃ−, no es menos cierto, que solo por dolo o por ofuscación podrÃ−a
ponerse en cuestión que el consenso existió. Fue, en efecto el deseo de pactar y de llegar a acuerdos el que
se convirtió en el principio que inspiro el largo proceso constituyente de 1977-1978. De lo que se trataba era
de alcanzar, un texto que no satisfaciendo a ninguno de los partidos presentes, al mismo tiempo, no disgustara
absolutamente a ninguna de las fuerzas polÃ−ticas, sociales y económicas que existÃ−an en la sociedad
española, y que se encontraban presentes en aquellos partidos polÃ−ticos. Se daba de esta suerte,
cumplimiento a lo que, es la esencia misma de la democracia, como ha indicado Carl Friedrich, el “sentido de
la Democracia constitucional es hacer posible un desacuerdo en lo fundamental y hacer existir una junto a
otra, opiniones distintas”. Este clima de consenso, encontrarÃ−a, sin embargo, su pleno desarrollo ya en la
etapa de los que se ha llamado la transición polÃ−tica. Fueron, los partidos polÃ−ticos, protagonistas del
moderno sistema democrático, los encargados de crear y actuar aquel consenso.
Del buen hacer de los distintos partidos polÃ−ticos presentes en la Constituyente en aras a lograr un Texto
consensuado, da, buena cuenta el muy elevado apoyo que recibió el proyecto constitucional en la votación
final realizada el 31 de octubre de 1978 en ambas Cámaras.
Y es que nuestro ultimo proceso constituyente, que tan atÃ−pico habÃ−a sido en cuanto a su iniciación y
desarrollo, acabo adscribiéndose a la mejor practica en el ejercicio del Poder Constituyente. Nos referimos
a la doble idea de que, por un lado, el Pueblo es el único sujeto legitimado para decidir los modos y las
formas en que ha de ser gobernado, y, por otro, que el Pueblo, como dueño único de su destino, no puede
delegar ni ceder su soberanÃ−a.
Como a nadie se le oculta, la imposibilidad real, de operar el gobierno en los modernos Estados desde los
esquemas de la Democracia de la identidad, determinarÃ−a que el proceso de toma de decisiones polÃ−ticas,
fundamentales, acabase siendo confiado a los representantes del Pueblo en las Asambleas. La confrontación
entre la Democracia de la identidad y la Democracia representativa, alcanza, de esta suerte, su máxima
expresión y realidad.
AsÃ− las cosas, de lo que se tratarÃ−a, es de encontrar una solución que, de una u otra forma, consiga
armonizar tan distintos sistemas. Sistema que, podrÃ−a enunciarse del siguiente modo:” para evitar que este
derecho irrenunciable del pueblo pudiera convertirse en una mera declaración nominal, y que el ejercicio
efectivo de la soberanÃ−a y del poder constituyente recayera exclusivamente en las Asambleas
representativas, se abrió paso, en los inicios del constitucionalismo moderno, la tesis rousseanuniana de la
necesidad de ratificar por el propio pueblo los textos constitucionales elaborados y discutidos por las
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Asambleas”. Este modelo se pondrÃ−a decididamente en marcha, en la tradición constitucional EEUU. En la
Europa de los albores del constitucionalismo, este sistema tan solo seria puesto en marcha con la C francesa
de 1973.
A esta buena practica es a la que, se adscribió nuestro ultimo Legislador Constituyente, quien no solo
aceptarÃ−a el referéndum constitucional, en sus dos modalidades de facultativo (art. 167 CE) y obligatorio
(art. 168 CE), para llevar a cabo la revisión del Código JurÃ−dico-PolÃ−tico Fundamental, sino también
para su aprobación definitiva. El referéndum se realizo en diciembre de 1978. Sus resultados no pueden
ser más contundentes: con una participación del 67,1 %, el voto afirmativo fue del 87,9 % de los votos
validos emitidos. A la vista de los resultados, fácil es deducir el absurdo de pretender, equiparar la C de
1978, fruto, de la voluntad del Pueblo soberano, con el Texto de 1876, que fue un producto tÃ−pico de la
falacia doctrinaria del pacto Rex-Regnum.
La observación de los resultados del refrendo constitucional permite, asimismo, mantener lo absurdo de las
afirmaciones de los partidos nacionalistas, y de manera singular la del PNV, de que en España no se ha
ejercido el derecho de autodeterminación. Su argumentación es que porque ellos no votaron el proyecto de
las Cortes, el actual Texto no es la C de los vascos. Baste aquÃ− con recordar que al articularse, desde los
procesos revolucionarios liberal-burgueses, de finales del siglo XVIII, el sistema polÃ−tico como Democracia
representativa con mandato libre, lo que sucede es que aplicado a nuestro caso, supone que de igual suerte que
los electores de los diversos distritos no se encuentran representados por los Diputados y Senadores elegidos
en ellos sino, por el contrario, por la totalidad de ellos en cuanto que representantes de la Nación, ningún
parlamentario, o grupo de parlamentarios, puede, aisladamente, atribuirse la representación exclusiva de una
o varias circunscripciones concretas.
La modalidad mas frecuente del referéndum constitucional, al celebrarse en el Estado ya operante, es la
aprobación de las reformas de la C. En este supuesto, la finalidad del referéndum no es la de convertir la
revisión, en un autentico acto de soberanÃ−a. Por el contrario, ocurre que aquÃ− el acto del referéndum
se presenta, ante todo y sobre todo, como un acto de control.
Si esto es asÃ−, no debe olvidarse que cuando la consulta al Pueblo tiene por finalidad la aprobación no de
las modificaciones formales de la C, sino la aprobación de la propia C y, con ello, la de la organización
concreta del Estado Constitucional, el referéndum constitucional tendrá un significado y alcance mucho
mas amplio.
La aprobación refrendatária de la C tiene esa naturaleza de control común a su modalidad de
referéndum de reforma, pero, junta a ella, y esto es lo que realmente es importante y resulta trascendente, la
intervención directa del cuerpo electoral adquiere, ahora, si, la condición de convertir la votación en un
verdadero, e indiscutible, acto de soberanÃ−a. El referéndum se presenta, de esta suerte, como la
manifestación del derecho del Pueblo, como titular de la soberanÃ−a y del Poder Constituyente, a decidir
por él mismo los modos y las formas en que desea ser gobernado. Esto es en definitiva, lo que sucedió
entre nosotros aquel 6 de diciembre de 1978.
Que el Pueblo español, ha ejercido el derecho de autodeterminación es claro a la luz del referéndum de
1978. De nada servirÃ−a, en tales circunstancias, el negarlo. Ahora bien, el reconocer esta circunstancia no
implica, el proceder a la anatemización de cualquiera de las opciones ideológicas que hoy existen entre las
fuerzas polÃ−ticas, y de manera particular a los partidos nacionalistas y sus pretensiones soberanistas. Y al fin
y al cabo, cualquier demócrata conoce perfectamente cual es el valor real de las manifestaciones de voluntad
del soberano. En este sentido, ocurre que si, como decimos, el resultado del referéndum expresaba de
manera inequÃ−voca la voluntad del Pueblo español, debemos reconocer inmediatamente que se trata de la
voluntad del Pueblo español en ese momento concreto y determinado de 1978, y que la mismo puede
cambiar en el futuro. Que la voluntad del soberano tiene, siempre naturaleza temporal, es lo que a la postre,
impide negar la legitimidad a las propuestas nacionalistas.
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Si esto es asÃ−, no puede olvidarse que, porque lo que el soberano quiere e incorpora al pacto social, lo quiere
hoy, pero puede no quererlo en el futuro, evidente resulta que a la única conclusión a la que cabe llegar
desde el pensamiento rousseauniano es a la que el propio Rousseau llegaba: Aunque debiendo observar las
mismas formalidades que se siguieron para su puesta en marcha, el soberano ha de poder, en todo momento,
modificar las condiciones del pacto social e, incluso, derogarlo.
Ahora bien, si esto es asÃ−, y cualquiera que se mueva desde los parámetros propios de la ideologÃ−a del
constitucionalismo tendrá que reconocer el derecho del Pueblo a revisar el pacto social y, en su caso,
cambiar de C, ocurre, no obstante, que este mismo derecho impondrá ciertas limitaciones a la actuación de
las fuerzas polÃ−ticas operantes en el Estado. Y es que, lo que sucede es que, reconocido el derecho a
cambiar de C hasta tanto no se verifique tal hipótesis lo que el pensamiento polÃ−tico democrático exige
es el mas estricto y escrupuloso cumplimiento de la legitima legalidad vigente.
Innecesario debiera ser, afirmar la imposibilidad de atender las reivindicaciones nacionalistas mientras este
vigente la C de 1978. Resulta, evidente que la única posibilidad de incorporar estas demandas es la de abrir
un nuevo proceso constituyente. En él, de manera absolutamente necesaria, habrÃ−a que volver a discutir
el propio pacto social sobre el que se asienta el actual Texto Constitucional, ya sea para modificar alguna de
sus cláusulas, ya sea para reconocer la condición de soberano a entes distintos al Pueblo español en su
conjunto, lo que implicarÃ−a la disolución del propio pacto social.
Porque todo Pueblo tiene el derecho imprescriptible de cambiar de C, nadie duda, del derecho que asiste a los
partidos nacionalistas a perseguir esta finalidad. Ocurre, sin embargo, que si se tiene el derecho a cambiar de
C, lo que no puede hacerse es falsear y destruir el Texto hoy vigente. Lo primero es lo que se pretende hacer
cuando, al no reconocer que la mutación es una facultad constitucional y, en consecuencia, limitada por el
propio texto constitucional, se proponen “interpretaciones generosas” o segundas lecturas de la C para hacerla
decir lo que en realidad no solo no dice, sino que, además, rechazo expresamente, supuesto del derecho de
secesión.
La segunda hipótesis, la del fraude constitucional, se producirá cuando no se reconocen los limites
materiales de la revisión para satisfacer asÃ− los intereses de algunos partidos, y de este modo, se pretende
“la utilización del procedimiento de reforma para, sin romper con el sistema de legalidad establecido,
proceder a la creación de un nuevo régimen polÃ−tico y un ordenamiento constitucional diferente”.
La segunda alternativa, conduce a la substitución de un único Estado Constitucional por otra forma de
organización polÃ−tica que recordara mucho en sus presupuestos al Estado absoluto, pues si se admite la
falsificación y destrucción de la C como medio para reconocer lo que el Poder Constituyente
manifiestamente excluyo o para convertir las actuales CCAA en Estados soberanos, cada uno de los cuales
contara con su propia C, lo que sucederá es que no habrá garantÃ−a alguna de que ni el Texto
Constitucional vigente ni, en su caso, las nuevas CC vayan a respetarse en el futuro, y que no se convertirán,
una y otras, en un mero juguete al albur del capricho de los gobernantes. Y es que en definitiva el peligro de la
actual situación polÃ−tica española no reside tanto en lo que los nacionalistas pretenden, sino en los
modos y las formas que se utilizan para materializar en la polÃ−tica práctica tales pretensiones.
b) Disenso generalizado sobre la forma territorial del Estado: Causas y consecuencias de un compromiso
apócrifo.Se podrá discutir si en la actualidad se mantiene, o no, el mismo grado de acuerdo que hubo para ponerla en
marcha. Sin embargo, lo que no podrá negarse es que su elaboración, discusión y aprobación la CE de
1978 gozo de un muy elevado consenso.
Ahora bien, no todas las partes de la CE disfrutaron del mismo nivel de conformidad. Tal es el caso, de la
problemática de la organización territorial del Estado. en este sentido, debemos advertir de manera
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inmediata que los representantes del pueblo Español, como soberano que deseaba darse una nueva
estructura jurÃ−dico-polÃ−tica, no fueron capaces de llegar a un verdadero acuerdo sobre la estructura del
Estado.
Que ello fuera asÃ−, no resulta sorprendente, sobre todo si se toma en consideración la composición de las
Cortes Constituyentes. En ellas, pudieron distinguirse claramente tres tendencias, en torno al como debÃ−a
organizarse el poder polÃ−tico desde el punto de vista territorial, que además resultaban de muy difÃ−cil
conciliación.
Una opción era favorable a la creación de un Estado Federal, en cualqui8era de sus manifestaciones
posibles. Dos eran, fundamentalmente, los principios que animaban la actuación de estos parlamentarios, en
primer lugar, que el federalismo, en tanto en cuanto se traduce en una división, territorial y funcional, del
poder polÃ−tico, se presenta como una excelentes y muy valiosa técnica a favor de la libertad.
En segundo termino, otro argumento que conducÃ−a a estos parlamentarios a defender la creación de un
Estado Federal, era la necesidad de conjugar y armonizar en un único sistema jurÃ−dico-polÃ−tico dos
realidades de algún modo contrapuestas. Por un lado, la existencia de la Nación española, creada como
consecuencia de quinientos años de vida en común. Por otro lado, estaba la reivindicación del
autogobierno por parte de las entidades sociológicas que en ella coexistÃ−an, y que, en definitiva, convierten
a España en una Nación de Naciones.
Junto a esta alternativa, estaban presentes en la Constituyente otras dos opciones polÃ−ticas que, siendo muy
distintas entre si, se oponÃ−an de manera frontal a la primera. Una y otra tendrÃ−an en común el que,
entendÃ−an la descentralización polÃ−tica como “un proceso montado desde un doble lenguaje” con el que
pretendÃ−an ocultar sus verdaderas intenciones.
Primero estaba el centralismo tradicional, que se trataba de los polÃ−ticos que provenÃ−an del régimen
franquista. Todos ellos, sentirÃ−an gran temor a la apertura de un proceso de descentralización polÃ−tica,
unas veces como herencia de un sistema polÃ−tico que habÃ−a nacido de una guerra civil, y otras por un
miedo irracional.
Distintos a estos, pero igualmente opuestos al federalismo, estaban los parlamentarios nacionalistas. Su meta
final, ni siquiera tiene que ver con el modelo de la Confederación de Estados, el principio de la nacionalidad,
que el que en el fondo defienden todos los partidos nacionalistas, se traduce en la pretensión de que toda
Nación sea un Estado soberano e independiente, y que todo Estado se corresponda con un ser nacional.
Las consecuencias de todo lo anterior no podÃ−an se, mas claras. El Maestro De Vega, ha realizado una doble
y fundamental observación.
En primer lugar, que el consenso entre las distintas fuerzas polÃ−ticas en torno a los modos y las formas en
que el Pueblo español deseaba ser gobernado una vez extinguida la dictadura, determino que el proceso de
institucionalización democrática encontrase un perfecto y acabado reflejo en la normativa constitucional.
En segundo termino, algo muy distinto sucede con el proceso de institucionalización de la descentralización
polÃ−tica. Nos encontramos con que las vacilaciones y condicionamientos que en el momento constituyente
condujeron a una inacabada construcción del infeliz y problemático Titulo VIII, han deparado un modelo
de Estado, el llamado “Estado de las AutonomÃ−as”, que, indefinido e inconcluso en sus planteamientos y
presupuestos polÃ−tico-constitucionales, forzosamente ha resultado dubitativo, errático no solo en sus
formulaciones dogmáticas, sino también en su desarrollo practico.
Las vacilaciones y problemas que han determinado que el desarrollo polÃ−tico-practico del Estado de las
AutonomÃ−as, se deben, en ultima instancia, a la tensión generada por el intento de conjugar dos institutos
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que aunque a veces se presentan como idénticos, son en realidad, contrapuestos. Nos referimos al
federalismo y al nacionalismo. El primero de estos términos, el federalismo, se traduce en una mera
técnica polÃ−tico-administrativa de distribución territorial y funcional del poder polÃ−tico, en principio
ideológicamente neutra, aunque, en rigor, únicamente es compatible con los sistemas democráticos, cuya
finalidad básica es la de lograr la unidad desde la diversidad. Todo lo contrario sucede con el nacionalismo,
este es una ideologÃ−a, no univoca, que, porque pone el acento en lo que diferencia a las distintas partes del
todo, tiende a la dispersión desde la diversidad. La dificultad de armonizar ambos es lo que, explica la
confusión en el desarrollo del Estado de la AutonomÃ−as.
No hace falta ser muy perspicaz para comprender que esta situación inicial se ha agudizado en los últimos
años, y que ello se debe a los particulares avatares que definen la vida polÃ−tica española de las
Legislaturas 1993-1996 y 1996-2000, y que proyectan sus efectos en la actualidad. Nos referimos, a la
debilidad de los dos partidos, que, al erigirse en los respectivos comicios como minorÃ−as mayoritarias,
fueron los encargados de formar el Gobierno de la Nación.
La debilidad parlamentaria del PSOE y la consecuente elevación de los partidos nacionalistas a la
condición de piezas claves para la gobernabilidad, llevo a estos últimos a hacer manifiesta una
reivindicación que, hasta entonces, no habÃ−a pasado de ser una demanda formal y tibia, con un partido
Socialista en minorÃ−a y fuertemente acosado por la oposición, el reconocimiento constitucional del
derecho de autodeterminación pasase de ser un deseo cuasi utópico, a presentarse, en opinión de los
partidos nacionalistas, como una exigencia inmediata e ineludible para logar la pacifica convivencia en el
Estado español. Esta situación se acentúa aun más en la Legislatura que se inicia con los comicios de
1996.
Si en la anterior Legislatura la reivindicaron nacionalista se acababa en la introducción del derecho de
secesión en la CE, ahora se da un paso mas en las demandas, de esta suerte, y con la excusa de la
integración en la Unión Europea que sueñan de las Naciones y no de los Estados, CiU, PNV Y BNG, se
ponen de acuerdo para exigir el reconocimiento constitucional del status de ente soberano a algunas de las
colectividad-miembros del Estado español. Pretensión esta que, en opinión de los nacionalistas, encuentra
su justificación, en el proceso de integración europea, toda vez que, la realidad práctica supone que, la
soberanÃ−a se encuentra hoy divida entre tres instancias: el Estado, una Unión Europea, y las CCAA.
La necesidad de replantearse la naturaleza de nuestro Estado de las AutonomÃ−as adquiere, en este contexto,
su máxima intensidad y su plena entidad.
3.- LA INDETERMINACION DEL MODELO TERRITORIAL DEL ESTADO EN LA CONSTITUCIÃ N
Y LA PERPEJIDAD DEL CELEBRE “JURISTA PERSA”.Importa recordar que nuestro último Constituyente no procedió a la concreción de cual iba a ser la forma
de Estado. Por el contrario, este se limito a establecer lo que se ha denominado “norma de apertura
histórica”, merced a la cual el Estado español, no nacÃ−a polÃ−ticamente descentralizado, pero podÃ−a
en cambio desarrollar plenamente esa vocación o pretensión descentralizadora que habÃ−a sido puesta en
manifiesto en la transición.
El constituyente español de 1977-1978 optaba por dejar indeterminado en el texto de la CE el modelo
territorial del Estado. Decisión esta que, ha dado lugar a muchos de los problemas que se han planteado en la
puesta en marcha de nuestro sistema autonómico y que, en todo caso, ha sido objeto de no pocas y
justificadas criticas.
Debemos advertir que cuando decimos que la opción del Constituyente es merecedora de las mayores
criticas, no nos estamos refiriendo a que omitiese la calificaron formal de la estructura estatal en el marco de
la tipologÃ−a de los modelos de Estado. Al fin y al cabo que la C designe expresamente al Estado de una
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determinada manera, no deja de ser una cuestión menor y, totalmente irrelevante para la atribución de una y
otra naturaleza jurÃ−dica. Lo que resulta criticable es, el que haya dejado indeterminados en el Texto los
elementos que configuran esa forma de organización determinada y concreta. Solución esta que no puede
ser sino considerada como altamente censurable desde una perspectiva técnico-jurÃ−dica.
Lo que cabe reprochar a los autores de la vigente CE es el que, en su actuación, optasen por dejar abierta la
problemática de la estructuración territorial del poder polÃ−tico. Acaso la solución, o mas bien la falta de
la misma, adoptada por el Constituyente español pudiera aparecer como algo justificado por cuanto que la C
ha de ser una norma abierta, incompleta e inacabada que, como tal, “no codifica sino que únicamente regula
aquello que parece importante y que necesita determinación …” . Ello no obstante, debe tenerse en cuenta
que ese carácter de norma abierta “no supone, sin embargo, su disolución en una absoluta dinámica en
virtud de la cual la C se viera incapacitada para encauzar la vida de la Comunidad”. Siendo asÃ−, evidente
resulta que existen materias que nunca, deberÃ−an quedar indeterminadas en la C. y con singlar trascendencia
para nuestro actual objeto de atención, lo relativo a la estructura del Estado y la división de competencia.
Nada de extraño tiene, que no faltase quien afirmara que nos encontramos ante una manifiesta y aparente
desconstitucionalización de la forma de Estado. AsÃ− opinaba por ejemplo Cruz Villalón. La tesis de este
profesor era la que si un curioso jurista persa quisiese conocer el sistema jurÃ−dico-polÃ−tico español, y
para saciar su curiosidad no hiciese mas que leer la C, este no lograrÃ−a conocer cual es la forma del Estado
en cuanto a la distribución, territorial y funcional del poder polÃ−tico. Que esto sea de este modo, se explica
por cuanto la forma territorial del Estado no se encuentra expresamente consignada en la CE. Para Cruz
Villalón, no cabe duda de que “nuestra C ha operado una desconstitucionalizacion de la estructura del
estado. No podemos detenernos aquÃ− en un análisis exhaustivo sobre si esta apreciación sobre las
posibilidades que abrÃ−a la C de 1978, el Estado Unitario, Estado Federal o Confederación de Estados.
Lo que realmente nos interesa aquÃ−, es poner de manifiesto que la tesis de la desconstitucionalizacion de la
forma de Estado no es, a nuestro juicio, del todo correcta. Que la solución adoptada por nuestro ultimo
Constituyente, en materias tan fundamentales para la vida de la Comunidad polÃ−tica como la estructura del
Estado o la distribución de competencias entre la organización polÃ−tica central y las regionales han
quedado indeterminadas en la CE, es verdad. Ahora bien, no puede ignorarse que esta indeterminación no es
total, por el contrario, y esto es lo que, aunque criticable en términos técnicos, excluye, en definitiva, la
hipótesis de la desconstitucionalizacion, nuestro Constituyente previo el mecanismo de corrección de estas
materias: la aprobación de los distintos Estatutos de AutonomÃ−a. De esta suerte, la única conclusión a la
que puede llegarse, es evidente. Lo caracterÃ−stico del sistema autonómico español es que la actividad
estatuyente adquiere, la consideración de ser la prolongación de un proceso constituyente que, en
términos jurÃ−dicos y formales, aparece cerrado desde el mismo dÃ−a en que se promulgo la CE.
Si por seguir con la imagen de Cruz, el curioso jurista persa comprendiera esta circunstancia, habrÃ−a
avanzado, mucho en su empeño por conocer el sistema jurÃ−dico-polÃ−tico español. HabrÃ−a
comprendido que para conocer la forma territorial del Estado no le basta con la mera lectura de la C formal,
sino que tendrá que acudir, junta a ella, a los distintos Estatutos de AutonomÃ−a, en cuanto que son estos
los que han procedido al menos en primera instancia, a concretar las estructura del Estado y la división
competencial.
La tarea, sin embargo, no le resultara aun fácil a nuestro curioso persa. La lectura conjunta de la C y de los
Estatutos de AutonomÃ−a le pondrán, si, en la pista para averiguar la estructura del Estado, pero todavÃ−a
no le dará la solución definitiva. Y ello es asÃ−, por la sencillÃ−sima razón de que, porque lo que
contiene el Titulo VIII no es mas que un proceso in fieri basado en el principio dispositivo que remite a
mayorÃ−as coyunturales, lo que ocurre es que, el modelo de Estado aparece notablemente incierto en cuanto
a su configuración definitiva.
A nuestro jurista persa, si de verdad quiere conocer la forma territorial del Estado español, ha de actuar
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desde la concepción smendiana de la C: norma jurÃ−dica y realidad polÃ−tica. ComprenderÃ−a,
también, que si esto es siempre necesario y conveniente, nunca como en relación con esta problemática
se hace necesario al acudir a las aportaciones de las llamadas “Ciencias del Estado” para lograr una ponderada
y cabal comprensión de la CE.
PÃ−enseme, que ya desde el mismo momento de la elaboración y discusión de la C, y desde luego, con su
aprobación, la naturaleza jurÃ−dica de la nueva estructura territorial ha provocado una muy profunda
división tanto en la clase polÃ−tica como en la académica. La controversia inicial sobre esta cuestión
puede reconducirse a dos posiciones: en primer lugar, nos encontramos con aquellos para quienes la nueva
estructura polÃ−tico-territorial española no es sino una de las variantes posibles del genero de los
federalismos. En segundo lugar, estarÃ−an aquellos que estiman que nos hallamos ante una variante del
llamado Estado regional, el cual en modo alguno es explicable desde los esquemas y conceptos acuñados
para el Estado Federal.
Si el jurista persa, fascinado por este confusionismo ha seguido interesado por el modelo constitucional
español, su sorpresa habrá sido mayor cuando haya comprobado que, sin saber exactamente cual era el
modelo constitucionalizado, prácticamente cada uno de los miembros de la clase polÃ−tica, tiene un
proyecto de reforma del sistema autonómico.
Aunque las propuestas son muy similares, cabe, sin embargo, distinguir en los proyectos de reforma dos
momentos claramente diferenciados en cuanto a su finalidad. En este sentido, no encontramos con una
primera etapa, que irÃ−a desde 1987 a 1995, en la que las alternativas de los polÃ−ticos y académicos
tendÃ−an a la equiparación del Estado de las AutonomÃ−as al modelo federal.
En una segunda etapa, el espectacular avance de las fuerzas nacionalistas desde la Legislatura de 1993-1996 a
nuestros dÃ−as, y de manera particular, la ofensiva terrorista, han hecho que la orientación de las propuestas
varié. Ahora parece tenderse a establecer una clara y nÃ−tida diferenciación del modelo español
respecto al sistema federal. De esta suerte, al nacionalismo de ámbito regional se le opone ahora otro
nacionalismo, para el que la Nación se equipara al Estado en su conjunto. La oposición a la técnica
federal esta, en este contexto, servida.
Si el nacionalismo regionalista rechaza el federalismo por cuanto que, tiende a la unidad y al establecimiento
de la igualdad entre los diversos componentes del Estado al primar lo que todos ellos tienen en común, el
nacionalismo estatalista, por su parte, hará lo mismo, pero desde una visión total y radicalmente contraria.
A estos últimos, el federalismo les repugna, precisamente, porque reconoce y admite la existencia de
diferencias y singularidades entre los integrantes de la organización estatal.
En cualquiera de sus fases temporales, lo que, en ultimo extremo, se discute es si la topologÃ−a de las formas
de Estado es trimembre /Estado Unitario, Federal y Regional/ o si, por el contrario, bimembre /Estado
Unitario, Estado Federal/.
La primera alternativa arranca de la tesis que, en defensa del Estado Integral, la idea central de esta teorÃ−a es
la de que junto a los clásicos conceptos de Estado Unitario y de Estado Federal, va a existir un tercer
género en cuanto a la estructuración territorial del poder polÃ−tico. Aparece de este modo, la expresión
Estado Regional. Este tercer género será concebido como una nueva forma de Estado, intermedia y
superadora de los modelos de Estado Unitario y Federal a cuyas categorÃ−as conceptuales nunca podrá ser
reconducido. Sus diferencias con ambos modelos son: 1ª es muy distinto su proceso de formación, 2ª
distinta solución en cuanto a la soberanÃ−a, 3ª los miembros del Estado Regional carecen de la
AutonomÃ−a constituyente propia de los Estados federados, 4ª no se produce la participación de las
organizaciones regionales en el proceso de formación de la voluntad unitaria del Estado y 5ª en el Estado
regional las competencias residuales se atribuyen a la organización polÃ−tica central y no a los miembros.
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Por su parte la concepción dual de la topologÃ−a de las formas de Estado se caracterizara, por negar la
existencia de ese tercer género. No niega, que entre los modelos agrupados en el Estado Regional y el tipo
ideal del Estado Federal puedan existir diferencias en cuanto al modo de estructuración concreta. Lo que
niega es que esas divergencias justifiquen su consideración como un concepto autónomo, intermedio, y
superador de los del Estado Unitario y el Federal.
Creemos que resulta más adecuado abordar el estudio de nuestro Estado de la AutonomÃ−as desde la tesis
de la clasificación bipartita. Fue ya Kelsen quien puso de manifiesto que por muy profundas que puedan ser
las diferencias entre las diversas estructuras estatales, estos son siempre reconducibles a la dicotomÃ−a
Estado Unitario - Estado Federal. De lo que se trata es de precisar si el Estado Regional es tan solo una
variante del Estado Unitario o si, es una de las múltiples manifestaciones estructurales posibles del Estado
Federal.
4.- LA IRRELEVANCIA DEL PROCESO DE FORMACION DEL ESTADO POLITICAMENTE
DESCENTRALIZADO PARA LA ATRIBUCION O NEGACIà N DE SU CARÔCTER FEDERAL.En el pacto de San Sebastián de 1930 las fuerzas polÃ−ticas de la oposición democrática habÃ−an
acordado la constitución de España en un Estado Federal, los Constituyentes de 1931 rechazaron esta
posibilidad por considerarla inviable. La razón era para Jiménez de Asua: “no hablemos de Estado
Federal, porque federar es unir. Se han federado aquellos estados que vivieron dispersos y quisieron reunirse
en colectividades”. Tan solo cabe hablar de Estado Federal cuando este es el fruto de la unión y progresiva
centralización de dos o mas Estado anteriormente independientes y soberanos. Por el contrario, estaremos en
presencia de un Estado Regional cuando el Estado polÃ−ticamente descentralizado surge como consecuencia
de la transformación de uno anteriormente Unitario.
No obstante no parece que esta tan radical afirmación sea la más correcta. Basta con observar la realidad de
los dos últimos siglos para comprobar que existen estructuras estatales cuya naturaleza federal nadie discute,
y que, no han repetido la experiencia centralizadora de EEUU o Alemania, sino que son el resultado de un
proceso inverso, como son Brasil, México, Austria.
Podrá decirse que el fenómeno es raro, sin embargo, no le falta razón a quienes entienden que el Estado
puede nacer tanto como consecuencia de un proceso de centralización como por la transformación, en el
sentido de descentralización, de un Estado anteriormente Unitario.
Es verdad, y a nadie puede ocultársele, que el nacimiento del Estado de las AutonomÃ−as presenta ciertas
peculiaridades respecto a los modelos de la TeorÃ−a Constitucional de la Federación. Es menester recordar
que, consagra el principio dispositivo o de voluntariedad como eje rector de la creación de las CCAA. Lo
que significa que la determinación de las colectividades particulares no se produce con la promulgación de
la C, sino en un momento posterior, como es el de la aprobación de los Estatutos de AutonomÃ−a.
No que decir tiene que, con la constitucionalización del principio dispositivo o de voluntariedad, el ultimo
Constituyente español no hace sino subvertir los tradicionales principios de la TeorÃ−a Constitucional de la
Federación sobre el status jurÃ−dico del territorio en el Estado Federal. En tales circunstancias, fácilmente
se descubre, la particular relevancia y trascendencia que adquiere en nuestro Derecho el proceso de
elaboración y aprobación de los Estatutos de AutonomÃ−a.
Cierto es que, al igual que en Italia, corresponde a los Estatutos la regulación de la estructura organizativa
básica de las colectividades, y el establecimiento de las reglas a que han de sujetarse los poderes regionales.
Ahora bien, en el Derecho español la principal virtualidad del proceso estatuyente es la de determinar y
concretar cuales son esas Nacionalidades y Regiones a las que, el Art. 2' de la CE se reconoce y garantiza el
derecho de la autonomÃ−a. Por este motivo es por el que, puede predicarse de las normas institucionales
básicas de las CCAA un carácter materialmente constitucional desde la óptica del ordenamiento en su
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conjunto.
AsÃ− las cosas, lo caracterÃ−stico principal de nacimiento del nuevo Estado descentralizado español se
define por el carácter voluntario que reviste el proceso de creación de las CCAA. Carácter este que, se
encuentra limitado por la eventual existencia de motivos de interés nacional que aconsejen que, incluso
pese al silencio de sus habitantes al respecto, un determinado territorio deba acceder al autogobierno, no
pierde, su teórica potencialidad ni siquiera por la presencia de los entes preautonómicos en que fue divido
el territorio nacional en el proceso constituyente. En esto consiste, el principio dispositivo o de voluntariedad.
De lo anterior se desprende, que el derecho a la autonomÃ−a, es concebido por el Constituyente español
como un derecho de ejercicio voluntario que, lógicamente, aparece dotado de un doble contenido. Desde un
punto de vista positivo, se traduce, en la facultad de las Nacionalidades y Regiones, que tienen de acceder a la
condición de colectividad-miembro de forma libre, es decir, respondiendo a un deseo inequÃ−voco de sus
correspondientes poblaciones de gozar del autogobierno.
Desde una perspectiva negativa, las Nacionalidades y Regiones tendrán la facultad de no acceder a la
condición de CA o, de renunciar al status ya adquirido de centro autónomo. De este modo, lo que
finalmente sucede es que, seria imaginable una situación en la que coexistieran unos territorios que hubieran
accedido a la condición de Cà junto a otros que, permanecieran con el status de Provincia y que, por lo
tanto, permanecieran directamente vinculados al poder central. Ahora bien, si con la consagración del
principio de voluntariedad o dispositivo lo que se perseguÃ−a era que el nacimiento de las nuevas entidades
fuera consecuencia de la voluntad de los ciudadanos de los diversos territorios, debemos advertir que la
virtualidad practica de este principio es mucho menor de lo que cabe suponer. No se puede ignorar, que de
manera coextensa a la elaboración discusión y aprobación de C se procedió a la creación, mediante
Decreto-Ley, de los entes preautonómicos, y que esta circunstancia habrÃ−a de condicionar, y, no de manera
pequeña, el definitivo mapa autonómico español.
No puede olvidarse, el trascendental papel que desempeñaron los partidos polÃ−ticos en la construcción
del Estado de las AutonomÃ−as. Nos encontramos con que la creación de las CCAA se hace depender de la
voluntad de las Diputaciones y Ayuntamientos, la Asamblea redactora del Proyecto de Estatuto y de las
Cortes Generales, sin embargo porque nos encontramos en una Democracia representativa en régimen de
partidos, quienes realmente decidieron la impulsión del proceso autonómico, fueron las organizaciones
polÃ−ticas partidistas con representación en aquellos foros. Debemos a Loewenstein la acertada
observación de que en realidad el que un Estado Federal se centralice o se descentralice no depende tanto de
las previsiones de la C como, por el contrario, del sistema de partidos que opera en ese Estado; a nuestros
partidos les corresponderá, la actuación de los factores descentralizadores y, los centralizadores, pero,
además, su voluntad condiciono la definitiva transformación de la otrora centralista España en un Estado
polÃ−ticamente descentralizado.
La constitucionalización del principio dispositivo o de voluntariedad puede parecer un gran acierto por parte
de nuestro Constituyente. La verdad es, sin embargo, que de el se derivan una serie de efectos distorsionantes
que, determinarÃ−an que fuera difÃ−cil realizar una racional organización del Estado, supuesto un sistema
de autonomÃ−as generalizado. Fruto de estas apreciaciones fueron, los acuerdos Autonómicos de 1981, con
los que, de algún modo, se vino a socavar el carácter de Lex Superior de la C. Lo que los pactos
autonómicos hicieron fue, lisa y llanamente, suprimir la vigencia del princi0io dispositivo en el terreno de
los hechos. Sin embargo, hemos de indicar que esta supresión factica de dicho principio no es, la más
adecuada desde el punto de vista de la corrección constitucional. Que ello sea asÃ−, es explica por cuanto
que esta materia no es disponible mas que por el poder de revisión constitucional.
Como se ve, son muchas y muy variadas las formas en que puede surgir un Estado descentralizado. Siendo
asÃ−, el interrogante se transforma en el de si el distinto proceso histórico para su surgimiento es, o no,
causa suficiente para atribuir una diferente naturaleza jurÃ−dica a uno y otros supuestos. Y la respuesta ha de
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ser, a nuestro juicio negativa.
No se nos oculta que a esta afirmación puede oponérsele, que entre un Estado polÃ−ticamente
descentralizado, y el que nace por la transformación de un anterior Estado Unitario pueden encontrarse
grandes diferencias. En este sentido, debe tomarse en consideración que cuando el Estado Federal nace desde
un Estado Unitario que se descentraliza, este fenómeno no supone que se proceda a una autentica creación
del Estado, sino que estaremos ante un claro supuesto de refundación del mismo.
Mayores complicaciones se plantean cuando el Estado Federal nace como consecuencia de un proceso de
unión y centralización de Estado hasta entonces independientes. En este caso, si estamos ante una autentica
creación, o fundación del Estado. Lo que se discute es tan solo si nos hallamos ante un acto jurÃ−dico o si,
por el contrario se trata de un acto de naturaleza polÃ−tica y existencial.
La concepción de que la fundación del Estado Federal se debe a un acto polÃ−tico y no jurÃ−dico, nos
parece la mas correcta, y será la defendida por Jellinek: el origen del Estado Federal se encuentra en un
hecho, que el denomina “hecho nacional” que en modo alguno puede ser objeto de construcción jurÃ−dica.
Que ello sea asÃ−, se explica por cuanto que, resulta imposible derivar aquel hecho nacional de cualquier acto
jurÃ−dico anterior a la entrada en vigor de la propia C federal.
A esta construcción se opondrá, y, de un modo radical, Meyer, en efecto, entiende que la fundación del
Estado Federal si es susceptible de ser explicada jurÃ−dicamente, y ello por cuanto que su origen se deriva de
la celebración de una serie de tratados entre los distintos Estados que lo integran.
Otra de las diferencias que se pueden hallar entre un Estado Federal que nace por la unión de Estados
independientes y otro que lo hace por la descentralización de un anterior Estado Unitario, es la que se refiere
a que son distintos los problemas técnico-jurÃ−dicos que hayan de solventarse. En este sentido, debe
señalarse que, cuando el Estado polÃ−ticamente descentralizado es la consecuencia de la unión y
centralización de varios Estados otrora independientes, el problema que se plantea será el de justificar el
poder federal y la sujeción de los miembros a este. Por el contrario, cuando el Estado compuesto es el fruto
de la transformación de un preexistente Estado Unitario, el problema ya no es el de la justificación del
poder central, sino el de concretar cuales van a ser la colectividades-miembros y como van a acceder a esta
condición.
Finalmente, podrÃ−amos consignar el que del diverso modo en que el Estado Federal puede surgir, va a
derivarse una cierta diferencia respecto de las colectividades federadas de uno y otro supuesto. No nos
referimos, a la distinta denominación que reciben las colectividades, de lo que se trata es de poner de
manifiesto como el proceso de creación del Estado Federal si genera consecuencia en la naturaleza de la
autonomÃ−a de que gozan los miembros. En este sentido dirá La Pérgola, que, en cuanto la capacidad de
autogobierno de los miembros aparece como una reminiscencia de su antigua soberanÃ−a, cuando el Estado
Federal ha surgido por la unión de varios Estados, puede decirse que estos gozan de una “autonomÃ−a
residual”, por el contrario, cuando nos hallamos en presencia de los miembros de un Estado descentralizado
anteriormente Unitario, su autonomÃ−a será “otorgada”.
Ahora bien, si esto es asÃ−, ocurre no obstante, que tales diferencias no parecen justificar el que se atribuya
una naturaleza jurÃ−dica distinta a uno y otro supuesto de Estado polÃ−ticamente descentralizado.
AsÃ− las cosas, la conclusión a al que debe llegarse es obvia, y no puede ser sino la absoluta irrelevancia del
proceso de formación histórica del Estado para su consideración, o no, como Estado Federal. Porque tan
federal puede se aquel Estado descentralizado surgido por la unión de dos o mas Estados independientes,
como aquel otro que nace por la transformación de uno anteriormente Unitario, evidente resulta que la
contraposición de Estado Federal-Estado Regional por su distinto proceso histórico de formación queda,
finalmente reducida a una mera diferencia semántica.
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5.- LA PROBLEMÔTICA DE LA SOBERANà A EN EL ESTADO POLITICAMENTE
DESCENTRALIZADO: LA EXISTENCIA DE UN Ã NICO PUEBLO SOBERANO COMO ELEMENTO
DE ASIMILACION ENTRE EL ESTADO FEDERAL Y EL LLAMADO ESTADO REGIONAL.Como ya hemos indicado, la actitud adoptada por los partidos nacionalistas desde 1995, ha determinado que
se produzca entre nosotros un nuevo intento de separar y diferenciar nuestro Estado de la AutonomÃ−as del
Estado Federal. Nos referimos a la problemática de la titularidad de la soberanÃ−a en los distintos tipos de
Estados descentralizados.
La mala experiencia del levantamiento cantonal, en buena medida alentado por ultraconservadurismo carlista,
durante la I Republica, determino que entre los sectores más conservadores de la clase polÃ−tica española
naciese gran temor hacia cualquier intento de institucionalizar la descentralización polÃ−tica en el Estado
español. Fue lo que llevo a la mayorÃ−a en la Constituyente ha imponer, en el Art. 2', la formula “La
soberanÃ−a nacional reside en el Pueblo español, del que emanan los poderes del Estado”. Lo de menos es
indicar que nos encontramos ante un precepto claramente desafortunado. Lo que realmente nos interesa es tan
solo advertir que este precepto fue utilizado para explicar la imposibilidad de considerar al Estado
Autonómico como una manifestación estructural especifica del Estado Federal. En efecto algunos
miembros de la academia, asÃ− como, los prácticos de la polÃ−tica, han pretendido, que resulta evidente
que nuestro Estado de la AutonomÃ−as, no puede ser reconducido al modelo federal, toda vez que, a la vista
de los sancionado en el Art. 1'.2. en España la soberanÃ−a es nacional y corresponde al Pueblo español
como ente unitario, de donde se desprende que, las CCAA tendrán un poder limitado, y bajo ningún
concepto pueden ser considerados como entes soberanos.
A nuestro entender, todos estos argumentos, desde el punto de vista de la practica polÃ−tica, carecen de la
mas mÃ−nima consistencia desde la perspectiva de la Ciencia del Derecho Constitucional, y, a la postre, no
viene a establecer una diferencia radical y absoluta entre el Estado Federal y el Estado Regional, antes al
contrario, lo que hacen es confirmar su posible asimilación. Debemos a Friedrich una observación
fundamental: la ponderada y cabal comprensión del Estado Federal obliga, a afirmar que en el no hay
soberano, o dicho de otro modo, que el único soberano posible es el Poder Constituyente que aprueba y
sanciona la C federal, de suerte tal que la organización polÃ−tica central y las organizaciones polÃ−ticas
regionales nunca podrÃ−an ser consideradas como titulares de la soberanÃ−a, sino de derechos de
autonomÃ−a.
Entendemos que lo que subyace en toda esta polémica no es, en el fondo, más que la discusión sobre la
propia naturaleza del Estado Federal. De lo que se trata, es de determinar si el Estado Federal es una
manifestación concreta y especifica del propio Estado Constitucional, o si por el contrario, nos encontramos
ante una estructura estatal singular a la que, no le son aplicables los conceptos medulares de una TeorÃ−a del
Estado Constitucional construida en base al Estado Unitario.
La caracterÃ−stico principal del Estado Constitucional es la de que el Pueblo, y únicamente el, puede
presentarse como titular de la soberanÃ−a y del Poder Constituyente. Pues bien, de lo que se trata ahora es de
analizar si este mismo esquema resulta aplicable al Estado Federal. La respuesta a este interrogante ha de ser,
positiva. Nos sumamos de esta suerte, a la opinión de Friedrich. Para quien la soberanÃ−a en el Estado
Federal corresponde única y exclusivamente al Pueblo como conjunto.
Pocas dificultades deberÃ−a haber para admitir lo correcto de esta afirmación cuando el Estado
polÃ−ticamente descentralizado surge como consecuencia de la transformación de una preexistente
estructura estatal unitaria. Confirmado en su soberanÃ−a, el Pueblo decide mantenerse unido en una
comunidad polÃ−tica única, bien que bajo otros principios y valores a los que regÃ−an en el momento
anterior. Y si esto es asÃ− cuando el Estado polÃ−ticamente descentralizado surge de un proceso
descentralizador, tampoco deberÃ−an existir demasiadas dificultades en admitir lo mismo cuando nos
enfrentamos al supuesto contrario: la actuación de un proceso de centralización de Estados hasta entonces
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soberanos e independientes, como ejemplo el de la Unión Federal americana.
En la Convención de Filadelfia, los representantes de los distintos Pueblos de los Estados se ponen de
acuerdo en la necesidad de profundizar y perfeccionar la unión y, en consecuencia, acuerdan crear una
única comunidad, lo que en realidad están haciendo no es sino renunciar a su propia individualidad como
Pueblos diferenciados, para integrarse en una unidad polÃ−tica superior y única: el pueblo de los EEUU.
Con ello, la titularidad de la soberanÃ−a pasa, de manera inevitable, de los ciudadanos de las Colonias, al
Pueblo de la nueva estructura estatal. El Estado Federal queda de esta suerte, equiparado en todo el Estado
Constitucional, y será la lógica de este último la que, en definitiva, actué en el seno del primero. Lo
anterior nos indica que también en el Estado Federal la cuestión del principio democrático acaba
convirtiéndose en la problemática de la revisión del Texto Constitucional aprobado por un soberano que
tan pronto como ha realizado esta tarea, desaparece de la escena polÃ−tica ordinaria. Es mas, justamente, en
el marco de los Estado polÃ−ticamente descentralizados es donde se plantea primeramente la necesidad de
prever legal-constitucionalmente un mecanismo especÃ−fico para llevar a cabo la modificación formal de la
C. La rigidez constitucional aparece, de esta suerte, estrechamente vinculada al federalismo.
Si esto es asÃ−, debemos realizar una aclaración. Es verdad que desde que fue aprobado el Art. V de la C
americana, el requisito de la modificación formal del Texto federal haya de ser aprobado por el voto
favorable de una mayorÃ−a cualificada de los miembros, y no por unanimidad como el la Confederación, se
ha convertido en regla general del Derecho Constitucional federal.
El nacimiento de un Estado Federal, cualquiera que sea su proceso histórico de creación, siempre supone la
actuación de un Poder Constituyente único que o bien crea (funda) el propio Estado, o bien transforma o
permite la transformación (refunda) en aquel modelo de un preexistente Estado Unitario, mediante el
establecimiento y sanción de una C en sentido moderno y técnico. La naturaleza del Estado Federal es,
desde esta perspectiva, evidente: este no es si no una manifestación estructural concreta del Estado
Constitucional.
Debemos insistir en la idea de que, porque el Estado Federal es una manifestación del moderno Estado
Constitucional, el único soberano posible en el es el Poder Constituyente que elabora, aprueba, establece y
sanciona el Texto federal. La organización central y las organizaciones polÃ−ticas regionales se
caracterizan, entonces, por ser titulares no de la soberanÃ−a, sino de la autonomÃ−a.
De esta suerte deberÃ−a ser innecesario afirmar que la finalidad del procedimiento de revisión no puede ser,
en el Estado polÃ−ticamente descentralizado, la de preservar para las colectividades-miembros una
soberanÃ−a que, no les corresponde. Por el contrario, de lo que se trata es de salvaguardar esa soberanÃ−a del
Pueblo que, de manera explicita, quedo proclamada y afirmada desde el mismo Preámbulo del Código
Fundamental EEUU.
Sea de ello lo que sea, lo que ahora nos interesa destacar es que la soberanÃ−a del Pueblo federal en su
conjunto, queda también a salvo en el marco del Estado polÃ−ticamente descentralizado como
consecuencia del procedimiento de reforma. Y es que, en efecto, fue la exigencia de que para reformar el
Código Fundamental debÃ−a observarse un procedimiento especifico y distinto del
legal-constitucionalmente previsto para aprobar, modificar o derogar la legislación ordinaria, lo que, al
permitir la clara y nÃ−tida separación entre Poder Constituyente/Poder de revisión/poderes constituidos y
Ley constitucional/Ley de reforma/Ley ordinaria, erigió, finalmente y de manera inequÃ−voca, a la C
federal en la posición de Lex Superior, a cuyo cumplimiento, quedan obligados de igual manera las
autoridades de la organización polÃ−tica central y las de las organizaciones polÃ−ticas regionales.
6.- LA PRETENDIDA OPOSICION ESTADO FEDERAL/ESTADO REGIONAL POR LA
NATURALEZA DE SU PODER EXTRAORDINARIO. PODER CONSTITUYENTE REGIONAL
VERSUS PODER ESTATUYENTE: DIFERENCIACION JURÃ DICO-FORMAL Y ASIMILACION
27
POLà TICA.Negada la contraposición entre el Estado Federal y el Regional en cuanto a su proceso histórico de
formación y, también, en cuanto a la titularidad de la soberanÃ−a, hemos de aludir ahora a otro
argumento. Nos referimos a su pretendida diferenciación según que sus miembros gocen o no de
autonomÃ−a constitucional o constituyente, es decir, según que las colectividades-miembros tengan
reconocido, o no, el derecho de darse libremente una C y, en su caso, el de reformarla también libremente.
Hay que comenzar señalando como la doctrina jurÃ−dica va a consignar como la principal divergencia entre
el Estado Federal y los diferentes modelos del llamado Estado Regional en el hecho de que los miembros del
primero están dotados de autonomÃ−a constituyente, mientras que en los otros es, el poder central quien
establece o, aprueba la norma institucional básica de las colectividades-miembros. AsÃ− se dirá que, en el
caso de los Estados Federales, la relación entre la C federal y las CC estatales se articula, única y
exclusivamente, con base en el criterio de la competencia. En el Estado Regional, por el contrario, será el
criterio de la jerarquÃ−a normativa quien, ante todo y sobre todo, presida las relaciones entre la Ley
Fundamental del Estado y las de los centros autónomos de decisión polÃ−tica. Si esto es asÃ−, es lo cierto,
sin embargo, que tal diferenciación pierde, toda su relevancia, de suerte tal que bien puede mantenerse, la
equiparación, desde una perspectiva polÃ−tica, entre el Poder Constituyente regional y el poder estatuyente.
Dos son las razones que nos conducen a esta última afirmación.
En primer lugar, que aunque no ha faltado quien atribuya al Poder Constituyente regional la condición de ser
originario y, a la vez, derivado, ocurre, no obstante, que las notas de poder soberano, absoluto e ilimitado en el
contenido de su voluntad que, se predican del Poder Constituyente operan, sin duda, en el ámbito del orden
federal, pero no asÃ− en el de los miembros. En efecto, Kelsen y otros, han puesto de manifiesto que, a
diferencia de lo que ocurre en el orden federal, la autonomÃ−a constituyente de las colectividades-miembros
se encuentra limitada por la propia C federal.
En segundo lugar, Friedrich ya advirtió que no existe en este punto una diferencia radical y absoluta entre los
Estados Federales y los Regionales. Los limites y controles a que se encuentra sometido el poder estatuyente
son, básicamente, los mismos que se imponen al Poder Constituyente de cualquier Estado-miembro.
En definitiva, lo cierto es que las CC federales van a establecer unos lÃ−mites al poder extraordinario de las
colectividades federadas para, lograr asÃ− una homogeneidad entre todas ellas que, en última instancia,
permita establecer una verdadera comunidad. No son excepciones a esta regla las CC de 1931 y la 1978
quienes, en sus relaciones jurÃ−dicas de supra y subordinación, van a establecer limites positivos y
negativos al contendido de la voluntad del poder estatuyente.
Desde un punto de vista negativo, el Texto federal limita la autonomÃ−a constituyente de los miembros
cuando, en primer lugar, establece que no puede existir, en ningún momento, contradicción entre las C
estatales y el Texto de la C federal. La existencia de este tipo de limitaciones se hace evidente a la luz del Art.
147.1 de la vigente CE. En efecto, piensese que cuando en este ultimo Art. se dice que “Dentro de los
términos de la presente C, los Estatutos serán la norma institucional básica de cada CA”, lo que nuestro
ultimo Constituyente hace es establecer el deber de permanente adecuación y concordancia de los Estatutos
con la C. TodavÃ−a en el ámbito de los lÃ−mites negativos al poder regional, debemos señalar que el
deber genérico de adecuación y concordancia de las CC estatales con el Texto federal, va a encontrar una
especial manifestación en relación con los Derechos Fundamentales. Ni que decir tiene que, con esta
limitación, lo que se pretende es crear una autentica comunidad mediante el establecimiento de un único, e
idéntico, status civitatis para todos los individuos de la Federación.
Tampoco son ajenos al llamado Estado Regional este segundo tipo de lÃ−mites negativos. Bástenos con
indicar, que de la mera redacción de los Art. 9.1 y 53.1 se desprende la obligación de los poderes públicos
regionales de respetar los Derechos reconocidos por la CE. De este modo, se viene a garantizar la existencia
28
de un mÃ−nimo de Libertad igual para todos los ciudadanos españoles y en cualquier parte del territorio
nacional.
Pero no es la única medida establecida por el Constituyente español para garantizar la igualdad de todos
los ciudadanos en el disfrute de derechos fundamentales, con independencia de la colectividad-miembro a la
que pertenezcan. A esta finalidad responden, los Art. 138.2 y 139.1. De su tenor literal, se desprende, que si
alguno de los Estatutos hubiera reconocido Derechos no contemplados en la CE, la titularidad y libre ejercicio
de estos últimos corresponderÃ−a a los ciudadanos de la Comunidad de que se trate, asÃ− como a todos los
ciudadanos españoles no naturales de aquella que se encuentren en el territorio de la misma.
Ahora bien, lo normal es que las CC federales no se reduzcan a establecer lÃ−mites negativos, sino que, desde
un punto vista positivo, estas suelen imponer determinadas opciones polÃ−ticas al Constituyente estatal. La
más frecuente de ellas es, la que se refiere a la imposición de una determinada forma de gobierno.
Por lo que se refiere a España, es menester referirse a los Art. 147.2 y 152.1. en este ultimo se establece que
en todas aquellas CCAA que vieron su Estatuto aprobado según lo establecido en el 151.2, sus órganos de
autogobierno serán la Asamblea Legislativa, el Consejo Ejecutivo ye el Presidente. De esta suerte, se
produce en nuestro Derecho la extraña paradoja de que, a la vista de los Art. 147.2 152.1, “Las CCAA de
autonomÃ−a plena, en la medida en que la C les señala una determinada organización institucional,
encuentran mas limitada su capacidad de autoorganización que las de régimen común, que podrÃ−an
optar por el modelo del Art. 152.1 o por otro cualquiera”.
Hemos de referirnos, finalmente, a la diferencia radical, que la doctrina jurÃ−dica pretende establecer entre el
Estado Federal y el Estado Regional atendiendo al distinto tipo de relaciones que, se establecen entre el
ordenamiento jurÃ−dico general y el de las colectividades particulares. El problema se planteara en cuanto a
las relaciones que existen entre el Código Fundamental del Estado, y por otro lado, las Leyes Fundamentales
de los miembros. Parte la doctrina jurÃ−dica, de la idea que al Legislador Constituyente de las colectividades
federadas le corresponde, exactamente igual que al de la Federación, la naturaleza de ser un poder absoluto.
Circunstancia esta que en modo alguno puede verificarse en cualquiera de las variantes estructurales del
llamado Estado Regional. La razón es muy simple: Al ser el Legislador estatuyente, un poder constituido,
sometido, entonces, a la voluntad soberana del Poder Constituyente, lo que sucede es que todo el Derecho
regional se integrara, formando un todo, en la pirámide normativa del Estado.
La conclusión a la que, ha de llegarse no puede ser mas clara. Afirmaran que en el supuesto de los Estado
Federales, en la medida en que los miembros poseen en Poder Constituyente propio, las reclamaciones entre la
C federal y las distintas C regionales, asÃ− como entre las distintas normas de Derecho ordinario, se
articularan, única y exclusivamente, en base al criterio de competencia. Por el contrario, en nuestro Estado
de la AutonomÃ−as será el criterio jerárquico el que, venga a informar las relaciones entre el ordenamiento
jurÃ−dico estatal y los ordenamientos autonómicos. Esto es asÃ− entre la C y los Estatutos de AutonomÃ−a,
pero el tema resulta más complejo en el ámbito del Derecho ordinario. Baste con indicar que existe una
practica unanimidad en la doctrina en la afirmación de que cuando el conflicto entre normas se produce entre
una del Estado y una de alguna CCAA, la solución requerirá que el principio de jerarquÃ−a sea
completado con el de competencia y territorial.
Lo que aquÃ− nos interesa es que esta concepción ha servido, por ejemplo a de Otto, para establecer no solo
la definitiva diferenciación entre el Estado Federal y el Regional, sino también para afirmar la existencia
de un lÃ−mite material absoluto a la reforma de la C. Entiende este autor que al reconocer en el Art. 2º tan
solo potestad legislativa, seria entonces imposible el proceder a la modificación formal de la C para
reconocer a las CCAA la posesión de un poder Constituyente propio y, con ello, convertir el actual Estado de
las AutonomÃ−as en un autentico Estado Federal. Tesis que ha sido desarrollada y llevada a sus últimas
consecuencias por Benito Alaez.
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Naturalmente si se aceptan los presupuestos desde los que parte, la construcción de Alaez resulta inapelable.
Ello no obstante, no creemos que sea la más adecuada para explicar el problema que ahora nos ocupa. Lo
que realmente nos interesa es poner de manifiesto que todas estas doctrinas que pretenden encontrar una
diferencia total, radical, absoluta e insalvable entre el Estado Federal y el Regional por el distinto sistema de
relaciones que se articulan entre sus normas jurÃ−dicas, parten de una concepción que, resulta errónea a
nuestro entender, en cuanto incompatible con la esencia misma del Estado polÃ−ticamente descentralizado.
Lo reconozcan o no, todas ellas se han elaborado pensando que el Poder Constituyente regional es expresión
de la soberanÃ−a de las colectividades-miembros. Lo que resulta incompatible con la naturaleza jurÃ−dica de
un Estado Federal en el que, no puede haber mas soberano que el Poder Constituyente que elabora, aprueba y
sanciona la C federal. Resultado de lo cual será que el Poder Constituyente regional será siempre un poder
limitado.
AsÃ− las cosas, habrá de darse la razón a Pedro de Vega, cuando afirma que nos encontramos ante una
diferencia que, adquiere una mayor significación ideológica y jurÃ−dica-formal que real y que, en todo
caso, tampoco permite contraponer de una manera radical el Estado Federal y al Regional.
Lo anterior se nos antoja meridiano si consideramos cuales son las consecuencias que se derivan de los
lÃ−mites a la autonomÃ−a constituyente de los miembros, y muy particularmente de la vigencia de que las
Leyes fundamentales regionales hayan de estar en permanente consonancia con el Texto federal. Cuando la
Federación modifique su Código Fundamental reformara, al mismo tiempo, los de los miembros toda vez
que, por un lado, estos verán inmediatamente derogadas cuantas disposiciones de las ultimas se opongan al
Texto resultante de la operación de revisión y, por otro, quedaran obligados a introducir en sus respectivas
C las modificaciones que sean necesarias para alcanzar, la concordancia con el Texto Federal. En tales
circunstancias, no resulta exagerado afirmar que, en el terreno de la realidad, los llamados Estado Federal y
Estado Regional quedan equiparados también en este punto. SupremacÃ−a jerárquica de la C federal que
se manifiesta no solo respecto de las CC particulares, sino también en lo que afecta al Derecho ordinario.
La conclusión a la que, de todo lo dicho, debe llegarse, es que siendo verdad que el vigente Texto
Constitucional español no reconoce a los centros autónomos de decisión polÃ−tica, democrática y
legitima la potestad constituyente. Siendo también cierto que esta decisión seguramente vino condicionada
por ese temor irracional que, despertaba la formula federal, sin embargo, es menester afirmar que en muy
poco, o en nada, hubiera cambiado el sistema si se hubiera reconocido la existencia de un Poder Constituyente
en cada una de la CCAA. Que ello sea asÃ−, se explica por la singular naturaleza del Poder Constituyente
regional, ya que se trata de un poder que no es absoluto, soberano e ilimitado en el contenido de su voluntad,
notas que solo asisten al Constituyente federal, sino de un sujeto no soberano, sometido, a la C federal, el cual
encuentra en su actuación los mismos o, al menos, similares, limites que os que el Texto Constitucional de
1978 impone al poder estatuyente.
Porque esto es asÃ−, nos encontramos con que, en realidad, no existirá ningún obstáculo para que se
llevara a efecto una reforma de la C a través de la cual se procediera a transformar el poder estatuyente con
el que actualmente cuentas las CCAA en un Poder Constituyente. De esta suerte, habrÃ−a que entender que
una tal modificación de la C seria una simple operación jurÃ−dica, que es, en rigor, lo que son las reformas
constitucionales, en la medida en que con ella se estarÃ−a satisfaciendo la finalidad básica del instituto de la
revisión de actuar como medio de articulación de la constitucionalidad jurÃ−dica del Estado.
7.- A MODO DE CONCLUSION: EL LLAMADO ESTADO DE LAS AUTONOMÃ AS COMO
MANIFESTACION ESTRUCTURAL CONCRETA DEL ESTADO FEDERAL.Hemos tratado de poner de manifiesto que, en realidad, no existen unas diferencias radicales y absolutas entre
el llamado Estado Federal y cualquiera de las variantes del genéricamente denominado Estado Regional. La
cuestión, en definitiva, se transforma en la de si la actual estructura territorial española es ya, o no, una
manifestación especifica del Estado Federal.
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Para dar respuesta a este interrogante, lo primero que homos de hacer, es desvelar que entendemos por Estado
Federal. En este sentido, debemos a Wheare una observación fundamental: que un Estado pueda ser
considerado, o no, como federal, no depende de que en su C se autodetermine como tal, sino, por el contrario
de que en ella se consagre el federalismo, o la autonomÃ−a, como un principio estructural del Estado y,
también, una serie de caracteres estructurales básicos.
En este contexto, conviene comenzar indicando que la AutonomÃ−a aparezca definida como un principio
estructural del Estado, significa que se configura como uno de los fundamentos de orden de la comunidad y
que, por ello, se integra en el núcleo estable o irreformable de la C. De esta suerte, lo que sucede es que, el
contenido del principio de autonomÃ−a queda sustraÃ−do no solo al Legislador ordinario, sino también, a
la actuación del poder de revisión.
Tampoco aquÃ− difiere nuestro Estado de la AutonomÃ−as de los expresamente denominados Estado
Federales.
No podemos detenernos a precisar cual es el núcleo estable de la C española. Lo que aquÃ− nos importa es
dejar constancia que, ente los contenidos de ese núcleo estable, se encuentra el principio de autonomÃ−a, el
cual, aparece como una materia tan solo disponible por el Poder Constituyente actuando como sujeto
revolucionario.
Otro requisito para que a una determinada estructura estatal pueda atribuÃ−rsele la naturaleza federal es, el de
que en su C se recojan los caracteres estructurales básicos de este tipo de Estado. Debemos indicar cuales
son los esos rasgos esenciales del Estado Federal, aunque no es sencillo. Por ejemplo, de las Cámaras de los
Estados, la mayorÃ−a de la doctrina ha afirmado como uno de los rasgos mas caracterÃ−sticos del Estado
Federal en de que, en él, las entidades polÃ−tico-territoriales han de concurrir, como tales, a la formación
de la voluntad unitaria de la Federación a través de una segunda Cámara parlamentaria. De esta suerte, el
federalismo, ha quedado inevitablemente unido al bicameralismo. No obstante, donde la doctrina no es
unánime es a la hora de cifrar la importancia que el sistema bicameral tiene para la atribución o negación
de la naturaleza federal a una determinada estructura estatal. AsÃ−, nos encontramos con que, por ejemplo
para Le Fur, la existencia de la Cámara de los Estado es un elemento esencial, del Estado Federal.
Contrariamente, la llamada Cámara de los Estados, supone a juicio de Charles Durand, el mas claro intento
de aplicar al Estado Federal instituciones y rasgos que son propios del la Confederación de Estados.
Cierto es que la opción por el bicameralismo, que se llevo a cabo originariamente en EEUU y en Alemania,
se ha convertido en la regla general del Constitucionalismo federal, en el entendimiento de que los distintos
Constituyentes se han limitado a recoger o bien el modelo de Senado o bien el modelo de Consejo. Ahora
bien, ocurre que, en tanto en cuanto que en la mayorÃ−a de los supuestos de los Estados no tenÃ−an los
mismos condicionantes históricos de EEUU y Alemania, los distintos Constituyentes podrÃ−an haber
articulado la participación de los miembros en la formación de la voluntad unitaria de la Federación
mediante otros mecanismos distintos a la Cámara de los Estados. Lo que, pone de manifiesto el carácter
formal, y no substancial de esta institución. Pero ocurre además, que la finalidad originaria perseguida con
la instauración de estos órganos federales ha perdido gran parte de su virtualidad como consecuencia de la
consolidación del fenómeno partidista.
Aplicando las anteriores consideraciones, a la polémica sobre la reforma del Senado español, la
conclusión es obvia. Porque ello habrÃ−a de implicar un substancial cambio en la composición y las
funciones que fueron sancionadas por el Constituyente de 1978, evidente resulta que cualquier intento de
transformar nuestro Senado en una verdadera Cámara de representación territorial, requiere la puesta en
marcha del procedimiento de reforma legal-constitucionalmente previsto para tal fin. De manera mas concreta
deberÃ−a utilizarse el procedimiento regulado en el Art. 167.
Existe un punto donde si va a producirse la unanimidad. La doctrina esta de acuerdo en que el principal de
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aquellos caracteres es el de que en este tipo de Estados ha de verificarse siempre una distribución del poder
polÃ−tico entre la Federación y las organizaciones regionales. División de competencias que, en definitiva,
se traduce en que cada una de estas entidades “posee, para el ejercicio de su competencia, todos los atributos
de la potestad estatal y también todos los órganos legislativos, gubernamentales y judiciales para el
ejercicio de esa potestad” o, cuando menos los miembros deberán contar con un Poder Legislativo y un
Poder Ejecutivo propios e independientes de los de la Federación.
En este contexto, se va a pretender que entre el Estado Federal y el resto de los Estados polÃ−ticamente
descentralizados va a existir una diferencia cuantitativa esencial que, determina la inviabilidad de su
equiparación conceptual. Argumento que goza de gran aceptación entre la clase polÃ−tica española. Se
dirá que lo que caracteriza al Estado Federal, es el mayor nivel de descentralización del que gozan las
colectividades federadas. Dicho en el lenguaje polÃ−tico vulgar, solo estaremos en presencia de un autentico
Estado Federal cuando se muy elevado el numero de materias atribuidas a la competencia exclusiva de los
Estados particulares.
No creemos, que sea el mayor numero de competencias exclusivas la circunstancia que, de manera definitiva
permita distinguir al Estado Federal de otras estructuras estatales descentralizas. Bástenos, con recordar que
también el Imperio estaba integrado por una multiplicidad de organizaciones polÃ−ticas, los Reinos, a
quienes el PrÃ−ncipe permitÃ−a gozar de una elevada capacidad de autogobierno, pero que la autonomÃ−a
dependÃ−a siempre de la voluntad del PrÃ−ncipe quien, llegado el caso, podÃ−a suprimirla arbitrariamente.
En el mismo orden de consideraciones, importa advertir que nadie duda que la Republica Alemana sea otra
cosa que un Estado Federal, democrático y social. Y ello es asÃ− aunque el vigente modelo alemán no se
distingue por reconocer a los miembros un alto grado de autonomÃ−a, sino más bien, todo lo contrario.
El reparto de poderes entre la Federación y los miembros es, ciertamente, un elemento esencial para la
existencia del Estado Federal, pero que, sin embargo, no es por si solo suficiente para caracterizar a este tipo
de Estado. Han afirmado La Pérgola y otros, que la única circunstancia que permite realmente
particularizar y definir al Estado Federal es el mayor garo de protección jurÃ−dica que encuentra la
autonomÃ−a de los miembros frente a la posible actuación unilateral, caprichosa y arbitraria de la
organización central. GarantÃ−a que, se articula mediante una C rÃ−gida y la existencia de algún sistema
de justicia constitucional que asegura aquella. Esta caracterÃ−stico no es, ni mucho menos, privativa del
Estado Federal, sino que también se encuentra en el llamado Estado Regional. La cuestión no ofrece duda
en el Derecho Italiano. Mayor complejidad reviste este tema en nuestro sistema autonómico. Complejidad
que, en ultimo extremo, no es sino consecuencia de la constitucionalización del principio dispositivo o de
voluntariedad como eje rector de la transformación de la otrora unitaria y centralista España en un Estado
polÃ−ticamente descentralizado. Lo que ahora interesa es destacar que el reparto de poderes va a verse
afectado, por este principio. Es necesario advertir que, peso a lo que pudiera suponerse por el tenor literal de
los Art. 148.1 y 149.1, nuestro Texto Constitucional no establece cual es el respectivo ámbito competencial
del Estado y las regiones. Por el contrario, lo que nuestra vigente C hace es tan solo fijar los máximos
competenciales que, pueden asumir las CCAA en el momento de constituirse como tales. De esta suerte, lo
que sucede es que han sido los Estatutos de AutonomÃ−a los que, han venido a delimitar el efectivo reparto
de competencias entre la organización central y los nuevos centros autónomos de decisión polÃ−tica.
La protección constitucional de la autonomÃ−a regional presenta notables singularidades en el Derecho
español. Básicamente, se concretan que no basta con que el Texto de 1978 sea una C rÃ−gida para que la
existencia polÃ−tica del Estado de las CCAA se encuentre realmente protegida, antes al contrario, la
realización de la defensa de la autonomÃ−a requiere, que los beneficios derivados del principio de rigidez
constitucional se proyecten no solo a la C federal, sino también a cada uno de los Estatutos de
AutonomÃ−a. En tales circunstancias, podemos afirmar que, en nuestro Derecho, también se verifica la
protección constitucional de la autonomÃ−a. Lo que sucede es que esta habrá de articularse, a través de
dos vÃ−as: la rigidez constitucional y la estatutaria. Téngase en cuenta, que es cierto que cada uno de ellos,
32
reforma constitucional y reforma estatutaria, ofrece, individualmente considerado, un adecuado sistema de
garantÃ−a para la existencia polÃ−tica de las dos instancias de decisión polÃ−tica que integran el Estado de
las AutonomÃ−as,
Recapitulando todo lo dicho, nos encontramos, en primer lugar, con que no existen unas diferencias absolutas
y radicales entre los llamados Estados Federales y los Regionales, sino que presentan una serie de rasgos que,
a la postre, vienen a equipararlos desde un punto de vista material. Pero además, y en segundo lugar, no
puede olvidarse que entre los diversos Estados expresamente denominados Federales van a existir grandes
divergencias en cuanto al modo de articulación concreta del sistema. Es precisamente desde esta doble
óptica, desde donde La Pérgola pude proclamar que, en realidad ambos modelos no son sino distintas
manifestaciones estructurales de una misma realidad: el Estado Federal.
Desde esta perspectiva, la cuestión, la de cual es la forma territorial del Estado, tiene una respuesta muy
simple, en tanto en cuanto la AutonomÃ−a es un principio estructural del Estado español y que, además, el
ámbito competencial de los miembros se encuentra constitucionalmente protegido, innecesario resulta
afirmar que nuestro Estado de las AutonomÃ−as es ya una de las múltiples manifestaciones estructurales del
general Estado Federal. Lo que en definitiva, se traduce ñeque seria necesario acudir a la técnica de la
revisión constitucional para colmar las lagunas y omisiones inadvertidas.
Cuestión distinta es la que si nuestros teóricos prácticos de la polÃ−tica, hablan de la necesidad de
“federalizar” España, lo que pretenden es transformarla en un modelo concreto de Estado Federal, para lo
que fuera preciso introducir substanciales modificaciones en la actual configuración de la división de
competencias entre el Estado y las CCAA. Si este fuera el caso, entonces la reforma de la Constitución
aparece como el único cauce jurÃ−dicamente adecuado para lograr tal transformación.
Fácilmente se descubre, que se hace necesario acudir a la técnica de la revisión allÃ− donde se plantee
una situación limite, en el entendimiento de que si las exigencias polÃ−ticas obligan a interpretar el
contenido de las normas de forma distinta a lo que las normas significan, es entonces cuando la reforma se
hace jurÃ−dica y formalmente necesaria. Sin embargo, que la reforma de la C se presente, a los efectos de
Federalizar España, como jurÃ−dicamente necesaria no significa, sin embargo, que aquella sea
polÃ−ticamente conveniente, e históricamente ineludible e inaplazable. Y este es, lo que sucede con las
reformas propuestas. No parece que las mismas se deban a una demanda apremiante y generalizada del cuerpo
polÃ−tico, antes la contrario, se muestran como el resultado de las elucubraciones intelectuales, de la clase
polÃ−tica al margen de la realidad social que las rodea.
Para concluir este epÃ−grafe, debemos resaltar que España es ya un autentico Estado Federal. Que
ciertamente, presenta algunas peculiaridades respecto de los otros modelos que conocen el Derecho y la
PolÃ−tica comparados. Entre ellas, la que se refiere a la ordenación jurÃ−dica fundamental de la vida
polÃ−tica del Estado en su conjunto. En este sentido, nos encontramos con que la regla general del Derecho
Constitucional federal es la de que, mientras que, el ordenamiento jurÃ−dico fundamental de las
colectividades-miembros se encuentra en el Texto federal y en la Constitución particular de cada una de
ellas, la de la Federación, por el contrario, se encuentran tan solo en el Código JurÃ−dico-PolÃ−tico
Fundamental. Pues bien, en el sistema español no sucede lo mismo, el Legislador Constituyente español al
abordar la problemática de la distribución territorial y funcional del poder polÃ−tico, han determinado que,
no solo a nivel regional, sino también en el plano del Estado en su conjunto, la ordenación jurÃ−dica
fundamental de la vida del Estado se encuentre, naturalmente, en la C de 1978, pero también, y
completando aquella, en los distintos Estatutos de AutonomÃ−a.
III
ALGUNAS CUESTIONES SOBRE EL RÃ GIMEN CONSTITUCIONAL DE LOS ESTATUTOS DE
AUTONOMÃ A.
33
ESPECIAL REFERENCIA A SU CARÔCTER DE NORMAS MATERIALAMENTE
CONSTITUCIONALES.
Nuestro Estado de las AutonomÃ−as, es, una de las múltiples manifestaciones estructurales de esa
realidad única, a la que podemos denominar Estado Federal.
1.- CONCEPTO DE ESTADO DE AUTONOMà A.De acuerdo con el art. 147.1 de la CE los Estatutos de AutonomÃ−a son la norma institucional básica de las
CCAA dentro de la propia C, que el Estado reconoce y ampara como parte integrante de su ordenamiento
jurÃ−dico. AsÃ− las cosas, debe reconocérsele la naturaleza de Estatuto de AutonomÃ−a a toda Ley
Orgánica que, actué como “norma institucional básica” de alguna CA. Queda asÃ− resuelta la duda de si
la Ley Orgánica 13/1982, de Reintegración y Amejoramiento del Régimen Foral de Navarra, es en rigor
un Estatuto de AutonomÃ−a o no.
Sea como sea, se ha dicho, que la definición de Estatuto contenido en el art. 147.1 incorpora una buena dosis
de retórica. En este sentido, debemos decir que, de este precepto no se deduce con claridad el singular
carácter que el en Derecho español revisten los Estatutos de AutonomÃ−a. Dicho de otro modo, del hecho
de que nuestro Constituyente optara por no determinar en la C cuales eran las nuevas
colectividades-miembros sino que esta tarea se pospuso a un momento posterior: a la aprobación de los
Estatutos. Esto significa que, el Estado español, no nació descentralizado, sino tan solo con vocación de
descentralizarse.
Ha sido pues, la aprobación de los Estatutos lo que, en ultima instancia, ha concretado cuales eran las
Nacionalidades y Regiones que integran la Nación española a las que, en su art. 2º, la C reconoce y
garantiza el derecho a la autonomÃ−a y, además, es precisamente el acto de aprobación del Estatuto el que
determina el nacimiento jurÃ−dico de las CCAA.
Si lo anterior es cierto, no lo es menos, sin embargo, que al decirse en el art. 147.1 que “Dentro de los
términos de la presente C, los Estatutos serán la norma institucional básica de cada CCAA”, nuestro
Constituyente nos indica claramente cual es el concepto y el régimen jurÃ−dico de estas normas.
En primer lugar, al definir a los Estatutos como la norma institucional básica de las CCAA, lo que nuestra C
hace no es sino configurarlas como las normas fundamentales de cada uno de los miembros.
En segundo término, debe tenerse en cuenta que cuando, en el art. 147.1 se dice que los Estatutos son la
norma institucional básica de las CCAA, tal virtualidad se predica “Dentro de los términos de la presente
C”. con ello, lo que el Constituyente hace es recoger una de las mas conocidas consecuencias de las relaciones
jurÃ−dicas de supra y subordinación del EF, como es la de que, como medio de garantÃ−a para su propio
mantenimiento, las C de los estado miembros ha de estar en permanente consonancia con la C federal.
2.- VALOR POLà TICO-FUNCIONAL Y VALOR JURà DICO DEL ESTATUTO.El segundo gran interrogante que se plantea en relación con la naturaleza de los EA es el de su valor. En la
doctrina española, existe un amplio acuerdo en considerar que, desde un punto de vista polÃ−tico-funcional,
los EA desempeñan en la CCAA un papel equivalente al que tiene atribuida la C en cualquier Estado
miembro de un Estado Federal. En primer termino, al igual que las CC regionales, es al EA a quien
corresponde la regulación de la estructura organizativa de la CA de que se trate. En segundo lugar,
corresponde, la doble virtualidad de, por un lado, actuar como fuente directa en todo tipo de relaciones
jurÃ−dicas que, tengan lugar en su ámbito territorial de vigencia y, por otro, establecer el procedimiento de
creación del resto de las normas jurÃ−dicas regionales.
34
Si esta equiparación entre el valor polÃ−tico y funcional de los EA y la CC regionales es aceptable desde
una óptica polÃ−tica, resulta insostenible en términos jurÃ−dicos. Mientras que en el caso de los llamados
EEFF en sentido estricto, el orden jurÃ−dico fundamental de la colectividades-miembros viene determinado
por su propia C regional, en el caso español, lo que sucede es que el orden jurÃ−dico fundamental de las
CCAA no lo constituye únicamente el EA sino que aquel esta integrado por la C y, a la vez, por los EEAA.
Con carácter general, la doctrina iuspublicista ha advertido que la constitucionalización de las Leyes
Orgánicas esconde un deseo de prolongar y mantener abierto sine die el proceso constituyente, será, en
relación con los EEAA donde esta nota va a alcanzar su manifestación mas plena. Lo que sucede es que,
desde una perspectiva politológica, los EEAA adquieren la virtualidad de ser la prolongación natural de un
proceso constituyente, que si jurÃ−dicamente aparece cerrado desde el momento de la promulgación de la C,
polÃ−ticamente no concluirá hasta que se produzca la definitiva creación del modelo único de
Comunidad previsto por la C.
3.- EL ESTATUTO COMO ACTO NORMATIVO DEL ESTADO.En la medida en que la elaboración de los EEAA exigen que, se verifique una participación de los propios
entes territoriales interesados en la creación de la nueva colectividad-miembro, surge la pregunta de si esa
participación permite afirmar que, , los EEAA son un acto normativo regional o, si por el contrario, estamos
en presencia de una autentico acto normativo estatal.
Interrogante que ha sido contestado de muy diversas maneras por nuestra doctrina. AsÃ−, cabe destacar la
postura del P. Balaguer Callejón, para quien las normas institucionales básicas de las CCAA son un Ley del
ordenamiento constitucional, esto es, una Ley del Estado como ordenamiento global. Afirmación a la que
llega desde la aceptación de la teorÃ−a del Estado Federal de tres miembros.
Ahora bien, es necesario advertir que la tesis de las tres entidades estatales, resulta tan ingeniosa como, a
nuestro juicio, insostenible. Lo que sucede es que, sus defensores proceden a la errónea identificación de
los órganos centrales del Estado o, como ocurre en el caso español, parte de los órganos centrales con la
existencia de una organización polÃ−tica que, aunque integrada por ellos, se pretende diferente y superior al
EF y a los miembros.
En este sentido, podemos decir que afirmar que los EEAA no son un acto normativo del Estado, ni de las
CCAA, sino que son una norma “de la comunidad total” es razonar en el vació, porque de lo que se trata es
de demostrar la existencia de esa comunidad jurÃ−dica total que englobe al mismo tiempo al EF y a los
Estados particulares. Porque esto es asÃ−, de lo que se trata es de determinar si las normas institucionales
básicas de nuestros miembros tienen naturaleza estatal o regional. Problema este que se planteo ya en Italia,
donde su C diseña un modelo donde van a coexistir dos tipo de modelos de Regiones AutonomÃ−as. Uno
primero, al que se le reconoce un mayor grado de autonomÃ−a. Un segundo que son las que tienen
reconocido un Estatuto ordinario.
La solución correcta vendrá dada por la consideración del papel que desempeña el Parlamento central
en el proceso de estatuyente. Esto es, si el Legislador central tiene o no reconocido un poder de enmienda
respecto del texto regional del que conoce. En Italia, el Parlamento central no puede incorporar ninguna
enmienda al texto del Estatuto ordinario del que conoce, sino limitarse a aprobarlo o rechazarlo en bloque. En
España, por el contrario, las Cortes Generales tienen reconocido un poder de enmienda sobre el texto
estatutario del que conocen, de suerte tal que pueden introducir en él cuantas modificaciones estimen
pertinentes, sin mas limite en su actuación que el de respetar el contenido autonómico mÃ−nimo
garantizado por la C. pero si esto es cierto. No lo es menos que también es distinto, el papel que los
Constituyentes italiano y español atribuyen al Parlamento central en el proceso de elaboración y
aprobación de los EA. Nos interese ver la diferente intervención de ambos Parlamentos en el proceso
estatuyente. En Italia la tarea estatuyente se configura como una actividad fundamentalmente regional, en
España, por el contrario, la intervención del poder central se verifica a lo largo de todo el proceso
35
estatuyente. Evidente resulta, desde esta óptica, la naturaleza del acto normativo estatal que en nuestro
Derecho tienen los EEAA, pues no solo se reconoce a las Cortes Generales la facultad de introducir en el
Texto elaborado por la Asamblea regional cuantas modificaciones estimen oportunas, sino que, además, los
propios proyectos estatutarios fueron obra, del poder central y no de as CCAA.
Si de todo lo dicho hasta aquÃ− queda claro que nuestra C configura los EEAA como actos normativos
estatales, existe ogro argumento que, resulta definitivo para la afirmación de esta naturaleza. Nos referimos,
al hecho de que es la aprobación del EA lo que determina el nacimiento de la CA. La conclusión a que debe
llegarse es evidente: porque la CA es, el fruto de la Ley que apruebe su respectiva norma institucional
básica, difÃ−cilmente puede imputársele, la creación de la norma estatutaria a quien, en rigor, no es sino
el resultado del proceso estatuyente.
4.- RANGO DE LA NORMA INSTITUCIONAL BÔSICA DE LAS CCAA. EL ESTATUTO DE
AUTONOMÃ A COMO “FUENTE ATIPICA”.Determinada la naturaleza de Ley estatal que, en nuestro Derecho Constitucional, tienen los EEAA, surge a
continuación la necesidad de interrogase sobre el rango, que aquellos ocupan en el sistema de fuentes.
Cuestión esta que se encuentra Ã−ntimamente relacionada con la de si nuestro Constituyente, al establecer
dos procedimientos de aprobación de los EEAA, pretendió trasladar, el modelo italiano en el que hay dos
tipos de estatutos.
Hay que comenzar señalando que, para los profesores Alzaga y Trujillo, la respuesta ha de ser positiva. Esto
es, de la existencia de loa art. 146 y 151.2 y, en particular, del hecho de que los elaborados por el ultimo de
ellos requieren, tanto para su aprobación (art. 151.2º, y 5º CE) como para su reforma (art. 152.2 CE), la
celebración de un referéndum se deriva la existencia de dos modelos, claramente diferenciados de
Estatuto.
No creemos que esta tesis sea acertada, y ello por cuanto que no parece lógico afirmar que la intervención
del cuerpo electoral en la aprobación y modificación del EA haga variar su naturaleza. Mas adecuada
resulta la opinión entre otros de Cascajo, Machado, de que los EEAA, cualquiera que haya sido el
procedimiento seguido para su aprobación, tendrán el rango que le determina el art. 81.1: son leyes
estatales, con el rango formal de Ley Orgánicas. Ahora bien, afirmar que los EEAA son Leyes Orgánicas
no quiere decir, que no deba reconocérseles ciertas especialidades respecto de las demás Leyes
Orgánicas. Y es que en efecto las peculiaridades que presentan en cuanto a su régimen de iniciativa
legislativa/autonómica, su elaboración y su reforma, hacen que nos encontremos ante un tipo de normas
que cuadran mejor con el concepto de lo que La Pérgola ha denominado “fuentes atÃ−picas”.
Dos son las circunstancias que determinan el carácter especial de las normas institucionales básicas de las
CCAA.
• Singularidades en el proceso de elaboración y aprobación del EA: la dicotomÃ−a consenso versus pacto
entre soberanos.En primer lugar nos referiremos a la titularidad de la iniciativa y al modo en que se elabora el proyecto
estatutario. Debe decirse que, mientras que, en cualquiera de las LO “ordinarias”, la iniciativa legislativa se
ejercerá según lo dispuesto en los art. 87, 88 y 89 de la CE en el caso de los EA tales preceptos no son
aplicables. Nuestra C, con carácter general, y salvo que existan motivos de interés general atribuye la
iniciativa estatuaria a las Diputaciones Provinciales y Ayuntamientos, y en algunos casos se exige que la
voluntad de estas corporaciones sea ratificada por el cuerpo electoral (art. 151.1) o las Cortes Generales /art.
144. a) y b) y Disp. Trans. 5ª/.
Ni que decir tiene que es, precisamente, este singular modo en que se ejerce la iniciativa legislativa el que nos
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permite, atribuir a las normas estatutarias un inequÃ−voco carácter jurÃ−dico. De manera mas concreta, no
ha faltado quien entienda que al atribuir a los EA un inequÃ−voco carácter consensual, lo que se pretende es
conferirles la naturaleza de Ley paccionada, fruto de un pacto entre soberanos. Lo que en modo alguno ha
estado en mÃ− ánimo. En efecto, cualquiera que sea el proceso histórico de formación del EF, no es
posible concebir a la norma fundamental de las colectividades-miembros como un pacto entre soberanos.
Es menester recordar, que, la doctrina es prácticamente unánime en afirmar que el transito de la
Confederación de Estados al EF habrá de producir unos mas que sobresalientes efectos en la problemática
de la soberanÃ−a. Lo que, por lo demás, no es sino la lógica consecuencia de la transformación de una
organización de diversos Estados a una única entidad estatal.
Es, obviamente, desde la óptica anterior desde donde se formularon las mas clásicas teorÃ−as sobre la
titularidad de la soberanÃ−a en el EF. No referimos, a la doctrina de la doble soberanÃ−a, conforma a la cual
la soberanÃ−a reside en la Federación y, de una y otra suerte, el EF queda equiparado al Estado Unitario; la
federación es la titular de la soberanÃ−a, pero no se niega la cualidad estatal a los miembros.
Es menester, comenzar constatando que la tesis de la cosoberania, ha experimentado un mas que sobresaliente
renacimiento en la España de hoy. A partir de la legislatura 1996-2000, los partidos de llamado
“nacionalismo democrático” se han hecho eco de aquella clásica construcción. Su intención ultima es la
de logar la consideración de ente soberano para las llamadas “nacionalidades históricas”.
Pretendiendo superar los problemas que se derivarÃ−an de la existencia en un mismo territorio de dos sujetos
dotados de un poder absoluto, soberano e ilimitado en el contenido de su voluntad, es para lo que, en
definitiva, surge la teorÃ−a de la doble soberanÃ−a. No se trata de que la organización polÃ−tica central y
las regionales sean titulares de una soberanÃ−a plena total y absoluta respecto de cualquier materia. De serlo,
el EF estarÃ−a condenado al conflicto bélico permanente.
Ahora bien, ocurre que, como observa Waitz, tampoco es posible, en el marco de este tipo de Estados, afirmar
que la soberanÃ−a, en su totalidad pertenece a las colectividades federadas, o a la federación. En el primer
supuesto, no estarÃ−amos en presencia de un autentico EF, sino que seguirÃ−a vigente el modelo de
organización polÃ−tico-estatal confederal. En la segunda hipótesis, por el contrario, el EF quedarÃ−a
equiparado en todo al Estado Unitario. Lo que sucede, entonces, es que la única manera posible de articular
el Estado polÃ−ticamente descentralizado será la de proceder a la división de ese poder soberano entre las
distintas instancias de decisión polÃ−tica. De esta suerte, la organización polÃ−tica central y las distintas
colectividades particulares se presentan como verdaderos soberanos, bien que cada uno en su respectivo
ámbito de actuación. Dos son las objeciones que, según nuestro entender, ha de hacerse a la teorÃ−a de la
doble soberanÃ−a.
La primera de estas se deriva, del propio concepto de soberanÃ−a. Esto es, frente a la idea de que en el EF se
produce una división de la soberanÃ−a entre la Federación y los miembros, es menester recordar, y afirmar,
que esta, como poder absoluto e ilimitado, es, por definición, única e indivisible.
La segunda que ha de hacerse a la doctrina de la cosoberania, se refiere ya en concreto a la más que
difÃ−cil, puesta en marcha de un tal sistema en el marco del constitucionalismo moderno y, en particular,
para el correcto funcionamiento del federalismo. Debe tenerse en cuenta que, el nacimiento de la Federación
como Estado, se produce como consecuencia del pacto social. Siendo asÃ−, la única conclusión a la que
cabalmente cabe llegar no es sino la de que no le falta razón a Friedrich cuando, afirma que el Estado
polÃ−ticamente descentralizado es una manifestación concreta y especifica del propio Estado
Constitucional. Lo que, en ultimo extremo, significa que el EF habrá de ser explicado desde los conceptos y
esquemas medulares de la TeorÃ−a del Estado Constitucional. Y es, justamente, desde esta óptica desde
donde la insostenibilidad de la tesis de la doble soberanÃ−a se hace patente.
37
Forma parte de la lógica del moderno Estado Constitucional el que, una vez que el Texto Constitucional ha
sido aprobado y entra en funcionamiento, el Poder Constituyente, desaparecerá de la escena polÃ−tica para
entrar en una fase de letargo, dando paso asÃ−, a la actuación de los poderes constituidos, que han sido
creados por la C y que reciben de ella todas sus competencias. Este es el esquema que, ha de ser aplicado al
EF.
En tales circunstancias, la conclusión a la que, desde la más elemental lógica jurÃ−dica, debe llegarse es
clara. En este sentido, debemos a Friedrich una serie de observaciones fundamentales.
En primer lugar, ocurre que, como quiera que el Estado polÃ−ticamente descentralizado no es mas que una
manifestación estructural concreta del Estado Constitucional, en él, no puede existir mas soberano que el
Poder Constituyente que elabora, aprueba y sanciona la C federal y, de este modo, organiza la comunidad. Lo
que, significa que la soberanÃ−a pertenecerá al Pueblo federal en su conjunto, y no a cada uno de los
Pueblos de las colectividades particulares individualmente considerados.
En segundo termino, que el mismo concepto de soberanÃ−a resulta incompatible con el propio sistema
federal. Será, de nuevo Friedrich quien lo ponga claramente de manifiesto, cuando advierte que “podemos
hablar apropiadamente de federalismo tan solo si un conjunto de comunidades polÃ−ticas coexisten e
interaccionan como entidades autónomas, unidas en un orden común y, por supuesto, cada cual con su
propia autonomÃ−a. … no cabe descubrir soberano alguno en el sistema federal: autonomÃ−a y soberanÃ−a
se excluyen mutuamente en un orden polÃ−tico… el único modo teóricamente claro y admisible de
plantear el asunto es admitir que, en vez de ser dirigido por un poder soberano, un sistema constitucional
descansa sobre el poder constituyente”.
Por ultimo, hemos de decir que porque toda la construcción del EF descansa en la idea de que el único
soberano posible es el Pueblo en su conjunto, que como titular del Poder Constituyente, aprueba y sanciona la
C federal, evidente debiera ser el que una vez esta ha sido aprobada, y el EF empieza a funcionar, lo que
operara en el sean tan solo poderes constituidos que deberán al Texto federal si no su propia existencia, si, al
menos, todas sus facultades. Hablar en tales circunstancias, del reconocimiento de la condición de soberano
a la organización polÃ−tica central y a los centros autónomos de decisión polÃ−tica democrática y
legitima, es, en definitiva, ignorar la esencia misma del Estado polÃ−ticamente descentralizado, que se
confunde asÃ− con una realidad, la Confederación, que poco tiene que ver con un autentico Estado
Constitucional.
En el lenguaje polÃ−tico norteamericano, y desde luego en la primigenia formulación de la tesis de
cosoberania, suele utilizarse la expresión soberanÃ−a referida al poder de los miembros. Circunstancia esta
que podrÃ−a parecer esta dando la razón a los partidos nacionalistas españoles en sus demandas. Sin
embargo, en modo alguno puede interpretarse asÃ−, ya que a lo que en rigor se refieren en tales supuestos es
a la posesión de los atributos de potestad estatal. Lo que sucede es que si se pretende compatibilizar el
reconocimiento del status de soberano a las colectividades federadas y el mantenimiento del Estado
Constitucional, seria solo admisible como una perversión del significado clásico, y, por lo demás real, de
la soberanÃ−a.
Nos sumamos, de este modo, a la opinión de Carre, conforme a la cual la tesis de la cosoberania, en el fondo,
no hace sino confundir la titularidad de la soberanÃ−a con el hecho de que la organización polÃ−tica central
y las particulares, que son siempre3 poderes constituidos, han de contar con todos los atributos de la potestad
estatal, y con todos los órganos necesarios, para poder ejercer las competencias que les han sido atribuidas
por el Poder Constituyente. Federal.
Cuando el EF nace por la transformación de una preexistente estructura estatal centralizada, tal
transformación se verifica en el marco de una comunidad polÃ−tica ya existente. Evidente resulta, en tales
circunstancias, que el momento del pacto social, no tiene, en este supuesto, la finalidad de fundar el Estado,
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sino la de refundar la comunidad polÃ−tica. Esto es, el pacto social se traduce en la ratificaron del deseo de
los ciudadanos de mantenerse unidos en la misma comunidad polÃ−tica, bien que, ahora, articulada en base a
otros principios y valores a los que, como Pueblo soberano, va a dar expresión normativa en el nuevo
Código JurÃ−dico.-PolÃ−tico Fundamental, rompiendo con la situación jurÃ−dica anterior. A la vista de lo
hasta aquÃ− expuesto, evidente debiera resultar que, aunque puedan existir quienes asÃ− lo afirman en el
panorama teórica y practico, polÃ−tico español, las normas institucionales básicas de nuestras CCAA no
se conciben por nosotros como Leyes paccionadas, fruto del acuerdo de dos voluntades soberanas. Y ello es
asÃ−, no tanto por cuanto que el Constituyente pretendiera dejar claro que nunca deberÃ−a atribuÃ−rseles tal
naturaleza, como de la propia imposibilidad ontológica de esa concepción en el marco de un Estado
Constitucional en su variante EF. Ahora bien, que los EEAA no sean Leyes paccionadas no ha de ser óbice
para reconocer a las normas estatutarias un cierto carácter consensual. De manera singular, este carácter
inequÃ−vocamente consensual de los EEAA se hace especialmente patente cuando se compara el proceso que
ha de observarse para la aprobación de las normas estatutarias atributivas de competencias. Piénsese, en
este sentido, que si bien es cierto que, la lógica parece indicar que, si realmente se quiere que la delegación,
o transferencia sea efectiva, “estos mecanismos de ampliación competencial no pueden ser impuestos a la
CA, y que habrán de contar con la aceptación de la misma” ocurre que el consentimiento de las
colectividades particulares, aunque sea deseable, no es, un elemento constitutivo para la operatividad del
sistema. Será únicamente la voluntad de la organización polÃ−tica central la que decidera sobre la
oportunidad de que determinadas competencias suyas pasen a ser ejercidas por alguno o algunos centros
autónomos de decisión polÃ−tica.
Todo lo contrario, sucede con las normas estatutarias. La idea del consenso se encuentra ahora muy presente.
Las normas estatutarias requerirán para su aprobación, modificación y derogación la observación de un
procedimiento distinto al legal constitucionalmente establecido para la emanación del resto de las Leyes
Orgánicas. Procedimiento que encuentra su singularidad en el hacho de que en el han de concurrir
obligatoriamente, la voluntad del Estado y la de las Nacionalidades o Regiones.
Admitiendo que no estamos ante un pacto entre soberanos, ocurre, sin embargo, que el carácter
inequÃ−vocamente consensual de las normas estatutarias aparece, en toda su magnitud e intensidad.
Afirmación que no obstante ser tan clara para nosotros, ha sido negada desde las más diversas
consideraciones. Los argumentos esgrimidos para negar el carácter consensual de los EEAA no pueden ser
en verdad, más contundentes.
1º)En primer lugar, se dirá que difÃ−cilmente podrÃ−a entenderse que la aprobación de este tipo de
normas es el fruto del acuerdo entre la voluntad del Estado y la de las colectividades-miembro, toda vez que
estas ultimas todavÃ−a no existen desde el punto de vista jurÃ−dico.
2º) En segundo termino, se afirmara, que tampoco cabe hablar de concurrencia de voluntades atendiendo al
sujeto que elabora el proyecto de Estatuto. Que ello sea asÃ−, se explica por cuanto quienes son llamados a
formar dicha Asamblea, no tienen conferido el status de representantes de los habitantes de la Nacionalidad o
Región que desea acceder a la autonomÃ−a, sino el de representantes de la Nación española en su
conjunto.
3º) Finalmente, y de manera particularmente cierta para los Estatutos de la CC de autonomÃ−a plena,
tampoco podrÃ−a hablarse, en la llamada “fase de conciliación” entre la Asamblea redactora del proyecto, y
la Comisión Constitucional del Congreso, a la que se refiere el art. 151.2.2º, de la existencia de un
verdadero acuerdo de voluntades entre el Legislativo Central, como representante del Estado, y la Asamblea
de parlamentarios, como representante de la Nacionalidad o Región.
No creemos sin embargo, que esta sea la interpretación mas adecuada para explicar el actual sistema
autonómico español. Debe recordarse que, nuestro ultimo Constituyente, opto por no ser él quien
determinase cuales iban a ser las colectividades-miembros, sino por la formula contraria. Con ello lo que se
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pretendÃ−a no era sino, que el regionalismo, quedase subordinado al principio democrático. Se
consitucionalizaba, de este modo, el principio dispositivo o de voluntariedad, conforme al cual la C se limita a
establecer una serie de vÃ−as por los que, debidamente cumplimentados los tramites procesales, las
Nacionalidades y Regiones podrán, voluntariamente, y sin mas limites que los derivados de la existencia de
motivos de interés nacional, acceder al autogobierno mediante, su conversión en CCAA. Si es cierto que
hasta la aprobación de sus respectivos Estatutos las Nacionalidades y Regiones, no son sino meras entidades
sociológicas carentes, de autentica personalidad jurÃ−dica, lo que sucede es que “la voluntad de estos
titulares de ese derecho a la autonomÃ−a (…) la que se expresa en la iniciativa legislativa, de la que resultara
el Estatuto mismo”.
Interesa recordar en este sentido, que la confrontación entre la Democracia de la identidad, y la Democracia
representativa, se resolvió en Europa, a favor de la segunda alternativa. Frente al principio que alumbro el
nacimiento del Estado Constitucional en EEUU, de que la soberanÃ−a no puede ser representativa, en
Europa, por el contrario, operaria el principio de que la soberanÃ−a puede ser delegada. Delegaron que se
hará a través del instituto de la representación polÃ−tica con mandato libre. Lo que significa que, al no
poder recibir instrucciones por parte de su representado, que es un ente abstracto, el representante actuara
libremente, según su propia iniciativa y su exclusiva responsabilidad.
AquÃ− nos importa la cuestión de cual es el valor que ha de atribuirse a la actuación de los representantes
en el proceso de toma de decisiones polÃ−ticas. La tarea en modo alguno es sencilla. Es menester, tomar en
consideración que el significado real de la representación polÃ−tica con mandato libre será muy distinta
según que la interpretación se realice desde planteamientos polÃ−tico-materiales o, por el contrario, desde
una óptica jurÃ−dica y formal. Desde la primera perspectiva, se planteara la distinción entre la voluntad de
los representados, la Nación, y la de los representantes, los parlamentarios, y se pondrá en cuestión si
ambas voluntades son, o no, siempre coincidentes.
Desde la segunda interpretación, la solución es bien distinta. Punto de partida de esta será la idea, de que
la Nación, como ente colectivo, tiene una voluntad propia y única. De esta suerte, de lo que se tratarÃ−a es
de articular algún mecanismo por el cual esa voluntad pueda materializarse y se haga expresa. Será
mediante la representación como esto último puede verificarse. Sieyes afirmara.”(…) se ha llegado a
considerar la voluntad nacional como si pudiera ser otra cosa que la voluntad misma de los representantes de
la Nación, esto es, como si la Nación pudiese hablar de otra forma que no fuese a través de sus
representantes”. Esta afirmación, solo adquiere sentido si se acepta una condición previa. Los
representantes, que expresan la voluntad unitaria de la Nación, pueden hacerlo porque realmente conocen el
sentir de sus comitentes. Es desde la aceptación de esta ficción jurÃ−dica desde donde, el carácter de
norma consensual de los EA, en cuanto que requiere para su aprobación del concurso de la voluntad de la
Nacionalidad o Región de que se trate y del Estado, aparece como algo indiscutible. La cuestión esta clara
en los supuestos en que existe un referéndum popular entre los actos de impulsión del proceso
autonómico. Pero también ha de resultar evidente en las otras vÃ−as de creación de las CCAA. Desde
los esquemas propios del gobierno representativo, no cabe sino entender que cuando los concejales, diputados
provinciales, Diputados y Senadores, que han sido elegidos todos ellos democráticamente, son llamados por
el Constituyente de 1971978 a convertirse en los sujetos impulsores del proceso autonómico hasta la
elevación del proyecto estatuario a las Cortes Generales, aquellos, en su actuación, no hacen mas que poner
de manifiesto la voluntad de los habitantes del territorio que desea acceder al autogobierno.
En tales circunstancias, la única conclusión a la que debe llegarse es, a nuestro juicio, que en la
elaboración y aprobación de los EEAA no hay, ni además podrÃ−a haberlo, un pacto entre soberanos. Lo
que no excluye, sin embargo, que existe un cierto consenso en aquel proceso. Y es que, en efecto, el
nacimiento de nuestros centros autónomos de decisión polÃ−tica democrática y legÃ−tima, que tiene
lugar con la aprobación de la norma estatutaria, requiere el concurso de dos voluntades. Por un lado, la
voluntad de los habitantes de la Nacionalidad o Región, que se expresa a través de sus representantes o,
también directamente, de ejercer una facultad constitucional, y por tanto, no un acto de soberanÃ−a sino
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una actividad limitada y sometida a la voluntad del Poder Constituyente materializada en el Texto
Constitucional. Por otro, esta la voluntad del resto de los ciudadanos de la Nación, expresada a través de
las Cortes Generales, aceptando el deseo de los primeros de acceder a la condición de CA. Es, en todo caso,
desde esta perspectiva desde donde, no resultarÃ−a exagerado el concebir la aprobación de los EEAA como
una expresión normativa del “pacto federal” permitido por la C, entendiendo que, como consecuencia del
principio de voluntariedad, no es con la C, sino, justamente, con la aprobación de sus normas institucionales
básicas con la que, las Nacionalidades y Regiones “reciben un nuevo status polÃ−tico de conjunto, de modo
que coexisten, una junto a otra, la unidad polÃ−tica de la Federación como tal y la existencia polÃ−tica de
los miembros”.
• La problemática de la rigidez estatutaria en la consideración de los Estatutos como normas atÃ−picas.El segundo de los motivos que permites afirmar el carácter de Ley Orgánica sui generis de los EA hacer
referencia al singular modo en que estos pueden ser reformados. Básicamente se traduce en que, para la
reforma de los EA pueda llevarse a efecto, será preciso que concurran la voluntad estatal y regional en un
procedimiento en el que, una vez que haya sido aceptado por la CA que se trate, ser aprobado, en su caso, por
la Cortes Generales, mediante Ley Orgánica (art. 147.3 CE). Con esta solución se introduce una notable
peculiaridad en el ordenamiento español respecto al Derecho Constitucional Comparado. Nos referimos al
hecho de que, en nuestro Derecho la C no es la única norma que establece el modo por el cual puede ser
modificada, sino que también concurre esta circunstancia en los EEAA lo que pone de manifiesto el que las
normas institucionales básicas de nuestras CCAA no son, unas meras Leyes reforzadas, sino que responden
al concepto de fuentes atÃ−picas.
Dos son los aspectos en que va a manifestarse la atipicidad de las normas. El primero, viene a consagrar el
carácter inequÃ−vocamente consensual de los EA frente al resto de las Leyes Orgánicas. Básicamente
podrÃ−a resumirse esta problemática en los siguientes términos: de igual manera que el Poder Estatutario
es un sujeto único, pero que da expresión normativa a una doble voluntad, el poder de revisión estatutaria
es, también, un único sujeto, cuya actuación es el resultado de la concurrencia de la voluntad regional y
estatal. El segundo nos sitúa ante una mas que notable singularidad en torno a la naturaleza jurÃ−dica de las
normas institucionales básicas de las CCAA, nos referimos al carácter de Ley suprema, que como
consecuencia del propio procedimiento de reforma estatutaria, revisten los EEAA..
b.1) Consenso y reforma de los EEAA. La problemática de la titularidad del poder de revisión estatutaria y
la participación conjunta de la organización polÃ−tica central y las organizaciones regionales.El carácter consensual, de los EEAA se ve, confirmado por el singular modo en que pueden modificarse
estas normas. Las normas institucionales básicas de las CCAA se diferencias del resto de las Leyes
Orgánicas por cuanto que su modificación formal o, incluso su supresión, ha de verificarse a través de
un procedimiento especial, diverso del que ha de observarse para las demás Leyes Orgánicas estatales. Y lo
harán en procedimiento en el que el proyecto de reforma habrá de tramitarse en dos etapas. La primera se
sustanciara siempre en sede regional. La segunda se verificara en el ámbito nacional, y se concretara en la
aprobación, mediante Ley Orgánica, por parte de las Cortes Generales. Porque esto es asÃ−, ocurre que
una de las grandes cuestiones que plantea la reforma estatutaria es, la de la titularidad del poder de revisión.
Debe recordarse, que las normas fundamentales de los centro autónomos de decisión polÃ−tica,
democrática y legitima han de estar, como medio de garantÃ−a para su propio mantenimiento, en
permanente consonancia y adecuación con la C federal. En efecto, ocurre que, de igual manera que los EA
solo podrán ser aprobados si se encuentran en consonancia con la C, los mismos perderán su validez y
vigencia cuando, en virtud de una revisión de la C, o de la propia norma institucional básica, dejen de estar
en concordancia con los mandatos constitucionales. Circunstancia esta que, es únicamente el lógico
correlato del efecto derogatorio de la C “Lex superior derogat legi inferiori” propia del constitucionalismo
rÃ−gido, se contiene, en el apartado 3º de la Disposición Derogatoria de la CE.
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Admitido lo anterior, de lo que se trata de determinar es si la organización polÃ−tica central, actúan de
manera unilateral, podrÃ−a introducir reformas “ordinarias” en las normas institucionales básicas de las
CCAA. La cuestión aparece formulada en los siguientes términos: para llevar a cabo la revisión de los
EEAA ¿es necesario articular un procedimiento especial, en el que obligatoriamente han de concurrir la
voluntad estatal y la regional, o, por el contrario, cabe que aquella sea realizada por las Cortes Generales,
actuando como un sujeto distinto, al poder de revisión estatutaria? A esta segunda alternativa es a la que,
desde una interpretación estrictamente literal del art. 147.2 3 de la CE, llega Machado. De acuerdo con este,
nuestro Constituyente de 1977-1978, en el art. 147.3 abrió la puerta para que los diversos Legisladores
estatuyentes pudieran establecer un procedimiento para su reforma distinto y más agravado que el de la C
prevé, en el art. 81.2 para la aprobación, modificación o derogación del resto de las Leyes Orgánicas.
La hipótesis de reformas estatutarias verificadas por la voluntad unilateral del Estado vendrÃ−a, con
carácter general, excluida en todos aquellos casos en que, como de hecho es la regla general, los EA
contengan previsiones sobre su propia reforma. Por el contrario, la intervención unilateral de las Cortes
Generales seria valida en relación con lo EEAA en los que no se hubiera establecido un mecanismo
especifico de reforma.
No creemos que sea la solución más adecuada para solucionar el problema. Para empezar, ocurre que el
literalismo, resulta de muy poca utilidad para la ponderada interpretativa de los Textos Constitucionales. Pero
es que, además, con ella se olvida que el propio objeto de regulación del Derecho Constitucional: la vida de
Estado, convierte a la C en una norma peculiar, para cuyo estudio resulta indispensable el previo
conocimiento del Estado.
En todo caso, diremos que, llevada a sus últimas consecuencias, la interpretación propuesta por Machado
supone que materias tan fundamentales para la vida el Estado como son la estructura estatal, quedarÃ−an tan
solo sujetas a una mera reserva de Ley Orgánica. Al permitir que los EEAA puedan, ser modificados por una
simple LO, supone dejar la estructura del Estado y la división, territorial y funcional, del poder polÃ−tico, en
una total, absoluta e indefinida indeterminación, toda vez que su modificación se hace depender de unas
cambiantes mayorÃ−as parlamentarias.
La única solución posible a las preguntas de quien y como pueden reformarse los EEAA es, según nuestro
parecer, la de entender el art. 147.3 CE, no como la norma que autoriza al Legislador estatuyente a proceder a
la regulación del procedimiento de reforma estatutaria, sino como la norma mediante la cual el Constituyente
de 1977-1978 excluye la posibilidad de que la modificación formal de las normas institucionales básicas de
las CCAA pueda verificarse por la intervención unilateral del Poder Legislativo central. Aprobado por la
vÃ−a que sea, el EA, para proceder a su reforma habrá que seguirse, siempre, un procedimiento especial, en
el que, obligatoriamente, deberán participar tanto la organización polÃ−tica regional como la central,
actuando ambas, y de manera inescindible, como poder de revisión estatutaria.
PodrÃ−a plantearse la cuestión de que ocurre en la hipótesis de que las Cortes Generales, haciendo uso de
la facultad que le reconoce el art. 144.b de la CE, hubiera elaborado y aprobado un EA, de manera mas
concreta: ¿Que sucederÃ−a si un EA “acordado” no contuviese ninguna previsión sobre el modo en el que
el mismo puede ser modificado formalmente?
También en este caso, seria necesaria la concurrencia de voluntades regional y estatal. Lo que sucede es
que, al no prever nada expresamente el EA, su reforma deberá ser aprobada por el Parlamento regional, que,
siguiendo la regla general en el Derecho Constitucional en este supuesto, lo hará por el procedimiento
legislativo ordinario, es decir, por mayorÃ−a simple, para después ser también aprobado por el legislador
central, mediante una LO. Bien entendido que el Legislador central puede, y esto es lo importante, libremente
aprobarlo, rechazarlo en bloque o, incluso, introducir modificaciones sobre lo actuado en sede regional,
aunque siempre con algunos limites en el contenido de su voluntad, fijado el principio de reforma por el
Legislador ordinario autonómico, lo que le poder de revisión estatutaria, no podrÃ−a nunca hacer es
aprovechar la puesta en marcha del procedimiento de reforma para proceder a la modificación formal de
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contenidos distintos a los contenidos en aquel.
b.2) La rigidez estatutaria y la posición de las normas institucionales básicas en la pirámide normativa.
El Estatuto como norma cuasi-suprema, intermedia entre la C y el resto de las Leyes.El. Carácter de norma rÃ−gida de los EA atribuye a estos una singular naturaleza jurÃ−dica que, en
definitiva, los diferencia y dota de una especificidad propia, del resto de las LO. Los EA, y como
consecuencia directa e inmediata del propio procedimiento de reforma estatutaria, aparecen revestidos del
carácter de ley suprema o, mas exactamente y habida cuenta de su necesaria subordinación a la C,
cuasi-suprema. Afirmación cuya aceptación no ofrece ninguna dificultad si se toman en consideración los
siguientes argumentos:
1º) Por un lado, en la medida en que en nuestro ordenamiento constitucional el principio de rigidez opera
tanto en relación con la C como con los EA, lo que sucede es que la tradicional distinción, entre Poder
Constituyente y poderes constituidos, se completa ahora con la de poder estatuyente, en cuanto a Poder
Constituyente constituido, y poderes constituidos estatales y regionales, cada uno de los cuales tiene
perfectamente delimitado su ámbito de actuación.
2º) Por otra parte, ocurre que, en tanto en cuanto para la reforma de los EA se exige la observación de un
procedimiento distinto y mas agravado que el previsto para modificación de la Legislación ordinaria, se
produce, cuando menos a nivel formal, la distinción entre Ley estatutaria y Ley ordinaria, entendiendo por
esta ultima tanto las Leyes emanadas por las CCAA, como las del Estado en sus distintas variantes de LO.
Direferenciación esta que, a la postre se traduce en el reconocimiento de una supremacÃ−a
jurÃ−dico-formal de las Leyes estatutarias sobre las ordinarias.
Porque nos hallamos ante unas normas rÃ−gidas y supremas, en sus relaciones con el resto de la Legislación
Ordinaria, el único criterio jurÃ−dico de interpretación aplicable es el de “Ley superior deroga Ley
inferior” de manera que, salvo lo dispuesto en el art. 150 de la CE, las únicas Leyes validas contrarias a los
EA, y posteriores a los mismos, serán o bien los que se presenten como revisiones del Texto Constitucional,
o bien como reformas de los propios EA.
3º) Debe recordarse que fueron ya autores como Jellinek, quienes pusieron de manifiesto la insuficiencia de
la técnica de la reforma para por si sola, asegurar la supremacÃ−a constitucional. Pues bien, en el caso de
nuestros EA este problema de la transformación de la supremacÃ−a forma en una autentica superioridad
material aparece resuelto en cuanto que el art. 28.1 de la LOTC, eleva a las normas instituciones básicas de
los miembros a la condición de ser, junto con la propia C, parámetro de la validez y eficacia del resto del
ordenamiento jurÃ−dico, permitiendo la declaración de inconstitucionalidad de toda Ley estatal o regional
que sea contraria a los EA.
De lo anterior se deduce, que resulta imposible equiparar plenamente los EA al resto de Leyes Orgánicas
previstas en el art. 81 de la CE. Porque todo EA ha de regular, como contenido necesario, un procedimiento
para su propia reforma, bien puede concluirse, que se trata de una peculiar clase de normas jurÃ−dicas que se
encuentra mas próxima a la C que a cualquiera de las otras existentes en nuestro ordenamiento.
5.- EL ESTATUTO DE AUTONOMÃ A COMO DERECHO CONSTITUCIONAL MATERIAL. LA
CONSTITUCIà N TERRITORIAL DEL ESTADO.Si los EA se presentan como normas formalmente próximas a la C, debemos advertir que cuando se toma en
consideración las materias que regulan, no resultarÃ−a exagerado afirmar que aquellos forman parte de la
propia C, dando asÃ−, lugar a lo que Cruz Villalón ha denominado la “Constitución territorial del Estado”.
No se trata aquÃ− de proclamar que los EA son, equiparables a la C de cualquier EF, o que, constituyan, junto
con la C, el ordenamiento jurÃ−dico fundamental de las CCAA. Lo que se pretende, es únicamente poner de
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manifiesto que los EA se integran, de manera inequÃ−voca en la categorÃ−a del Derecho Constitucional,
entendiendo por tal el ordenamiento de máximo rango para Comunidad polÃ−tica.
Lo anterior obliga, lógicamente, a que, deba admitirse la distinción de Stein entre “Derecho Constitucional
formal” y “Derecho Constitucional material”, o si se prefiera, entre “C en sentido formal” y “C en sentido
sustancial”.
El primero de estos conceptos, estarÃ−a representado por el Texto de la C.
El segundo, se refiere, por su parte, al conjunto de normas jurÃ−dicas que, regulan aspectos fundamentales
para la vida del Estado. Se integra por la C en sentido formal, asÃ− como por todas aquellas normas de
Derecho ordinario referidas a la materia constitucional.
Siendo asÃ−, podrÃ−amos decir, en primera aproximación, que el Derecho Constitucional material
español lo compone, el Texto Constitucional de 1978, pero también, y junto a él, las LO del
Régimen Electoral General, del TC, y del Poder Judicial, asÃ− como los Reglamentos del Congreso y del
Senado. Lo que debemos preguntarnos es si, en rigor, nuestros EA pueden ser reconducidos a la categorÃ−a
de la Constitución en sentido sustancial. La respuesta, a nuestro juicio, ha de ser positiva. La razón es
fácilmente comprensible si se toman en consideración las materias que regula el EA y el modelo de Estado
ante el que nos encontramos. Recuérdese, que la vida el EF, descansa, en el hecho de que el poder
polÃ−tico se encuentra divido entre organización central y las distintas colectividades-miembros.
Distribución en la medida en que las dos instancias de poder están interesadas no solo en mantener su
ámbito de poder, sino en aumentarlo, no puede quedar confiada a la buena voluntad de las partes, sino que
tan solo resulta efectiva, cuando la misma se encuentra positivizada por el Derecho, es decir, cuando es la
propia C, escrita y rÃ−gida, la que la establece y sanciona.
No cabe duda, de que la problemática del reparto competencial es, en este tipo de Estados, una materia
inequÃ−vocamente constitucional.
El tema adquiere mayor complejidad entre nosotros. En el Derecho español, y como consecuencia de la
constitucionalización del principio dispositivo o de voluntariedad, los EA adquieren la virtualidad de ser,
cuando menos en términos polÃ−ticos, la prolongación de la C. Lo que sucede es que, en nuestro
ordenamiento no existe ninguna norma que, en cuanto que su aprobación, modificación o derogación ha
de hacerse según el procedimiento previsto para la reforma de la Ley Fundamental, venga a integrarse en la
categorÃ−a de la “C en sentido formal”. Por el contrario, nuestro ultimo Constituyente deja la regulación
concreta de no pocas instituciones básicas del Estado sujeta a una mera reserva de LO que, al fin y al cabo,
no es sino obra de los poderes constituidos y que, aunque reforzada, se presenta como una manifestación de
la Legislación Ordinaria.
No ha faltado quien ha pretendido que la indeterminación del reparto, territorial y funcional, del poder
polÃ−tico, es uno de los mayores logros de nuestra vigente C. Y ello por cuanto que, se dirá, que con
semejante opción nuestro ultimo Constituyente no hizo sino satisfacer el carácter de “norma abierta” que de
forma necesaria ha de tener la C.
No creemos, sin embargo, que esta postura sea la más adecuada. Desde luego, no lo es desde los esquemas
propios de la TeorÃ−a de la Constitución. La razón es., que aun siendo cierto como ya pusiera de
manifiesto Smend, que los Textos Constitucionales no pueden presentarse como un orden jurÃ−dico perfecto,
completo y cerrado, en que no hay lugar a lagunas. Por el contrario, sucede que dada la singularidad de su
objeto de regulación: la vida del Estado, sus normas han de permanecer forzosamente inacabadas. Ahora
bien, debemos a Hesse, la acertada observación de que, siendo lo anterior absolutamente cierto, ese carácter
abierto, incompleto e inacabado de las CC, no pueden ser, sin embargo, absolutos, sino que existen
determinadas materias cuya regulación ha de ser abordada, de manera directa e inexcusable, por el
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Legislador que elabora, discute, aprueba y sanciona la propia C.
Fácilmente se descubre, en este contexto, que lejos de ser un gran acierto, la solución adoptada por el
último Constituyente español resulta altamente criticable desde un punto de vista jurÃ−dico-publico.
Piénsese, que dejar a la libre voluntad del Legislador ordinario la determinación y concreción de
materias fundamentales para la vida del Estado, y la problemática de la división de competencias, conduce
de manera inevitable, a la confusión ente Poder Constituyente y poderes constituidos. Lo que como ya
ocurriera con la construcción del doctrinarismo liberal, acabarÃ−a generando un constitucionalismo ficticio,
antesala de situaciones de dictaduras encubiertas.
Importa advertir que la indeterminación de la distribución de competencias no es, total e indefinida.
Nuestro Constituyente previo el mecanismo de concreción de esta materia: la aprobación de los EEAA
(Art. 147.2.d CE), y, asimismo, procedió a establecer ciertos limites. El principio dispositivo se trasformara,
de esta suerte, en lo que podemos llamar principio de voluntariedad limitada. Esto es, la C, en sus artÃ−culos
148 .1 y 149.1, lo que hace es fijar el máximo competencial al que podrán optar, en función de la vÃ−a de
acceso al autogobierno utilizada, las CCAA en el momento de su nacimiento. Pese a esto, son muchos, y muy
importantes los problemas que la puesta en marcha de un tal sistema genera. Téngase en cuenta, que, como
de la extensión del principio dispositivo, aunque sea limitado, a la problemática del reparto territorial y
funcional del poder polÃ−tico, lo que sucede es que, frente al tradicional principio del constitucionalismo
federal de que, porque es el Texto federal el que establece y sanciona la distribución de competencias, tan
solo acudiendo a la técnica de la reforma constitucional podrÃ−an alterarse las competencias de la
Federación y los miembros, en nuestro Derecho, por el contrario, el ámbito de poder del Estado y las
CCAA podrá variarse naturalmente mediante la modificación formal de la C, pero también, y aquÃ−
reside la gran peculiaridad española, a través de la revisión de la norma institucional básica de las
CCAA.
Se comprende, asÃ−, que no hayan faltado voces que lamentes el que nuestro ultimo Constituyente no hubiera
recogido la figura de la Ley Constitucional. Tanto mi estrecho colaborador S. Roura, como yo mismo, no
hemos pronunciado, sobre la conveniencia y necesidad de reconducir la regulación de la división de
competencias entre el Estado y las CCAA a una norma que tenga el carácter de norma constitucional formal.
Lo que podrÃ−a hacerse o bien, y seria la hipótesis mas correcta, llevando a cabo una reforma constitucional
tendente a incluir en el propio Texto esta problemática, o bien, convirtiendo, los EA en Ley Constitucional,
o, finalmente, y en propuesta muchotas audaz, otorgándole la naturaleza formalmente constitucional a los
preceptos estatutarios que se dedican a la misma.
Es en este contexto, desde donde adquiere sentido, el interrogante que antes nos formulábamos sobre si las
normas institucionales básicas de las CCAA pueden ser reconducidas al concepto de Derecho Constitucional
material. Y es, desde estas circunstancias donde la respuesta positiva nos parece obvia. Porque, en nuestro
Derecho, han sido los EEAA quienes han venido a delimitar el ámbito competencial del Estado y de las
CCAA, evidente resulta que nos encontramos ante una norma cuyo contenido afecta, a la vida fundamental
del Estado, de suerte tal que, por mas que formalmente no sean mas que LO (Art. 81.1 CE), desde un punto de
vista material responden al concepto de “Constitución en sentido sustancial”. Circunstancia esta, que, en
último extremo, explica y justifica que el Art. 28.1 de la LOTC eleve a los EEAA a la condición, en cuanto
que parte de la C, de parámetro de la validez del resto del ordenamiento jurÃ−dico, y que, en definitiva
pueda reconocérseles una posición jerárquica superior a la de las demás Leyes estatales y regionales.
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