Caso de estudio - Los Añaños EL nombre es difícil de memorizar y

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CASO DE ESTUDIO - LOS AÑAÑOS
EL nombre es difícil de memorizar y ese par de eñes crean serios
problemas fonéticos a los extranjeros, pero vale la pena hacer el esfuerzo
de recordarlo porque la extraordinaria historia de la familia Añaños - que
parece vivida para ilustrar las ideas que promovemos los liberales - debe
ser divulgada como un ejemplo de lo bien que le podría ir a América
Latina si los "perfectos idiotas latinoamericanos" la imitaran en vez de
gastar
sus
energías
manifestándose
contra
la
globalización
o
amenazando, a la manera del boliviano Evo Morales, con aniquilar a la
cultura occidental, dos maneras de perder el tiempo equivalentes a
escupir a la luna o protestar contra la ley de gravedad.
Hace tiempo que quería escribir sobre la hazaña de esa familia de
modestos ayacuchanos, pero me faltaba conocer muchos detalles de su
trayectoria, lo que esta semana he subsanado gracias a The Economist,
que le ha dedicado un artículo, y, sobre todo, al excelente reportaje de
David Luhnow y Chad Terhune, en The Wall Street Journal (27 de octubre,
2003), de quienes me he prestado muchos datos.
Eduardo y Mirta Añaños tenían una pequeña chacra en la ladera oriental
de los Andes, en el interior de Ayacucho, el empobrecido departamento
donde nació Sendero Luminoso - la región peruana que más sufrió en
muertos y desaparecidos y en daños materiales los años del terror -, que
fue asaltada y devastada por un destacamento revolucionario. La pareja y
sus hijos escaparon, ilesos, pero, en vez de huir hacia la costa como
hicieron decenas de millares de familias campesinas y de clase media, se
refugiaron en su pequeña vivienda de la ciudad de Ayacucho, dispuestos
a sobrevivir con el sudor de su frente.
¿Cómo ganarse la vida en esa tierra asolada por el
terrorismo y el contra-terrorismo que de ser pobre pasó
en los años ochenta a miserable, con millares de
desocupados y marginales mendigando por las calles?
Los Añaños estudiaron el entorno y advirtieron que,
debido a las acciones terroristas, los ayacuchanos se
habían quedado sin bebidas gaseosas. Los camiones de
Coca Cola y Pepsi Cola, provenientes de Lima, que subían
por la carretera central eran continuamente atacados por
los senderistas o por delincuentes comunes que se
hacían pasar por guerrilleros, y, hartas de las pérdidas
que ello les significaba, las respectivas compañías
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cesaron los envíos o los espaciaron de tal manera que las
bebidas que llegaban resultaron insuficientes para cubrir
la demanda local. Uno de los cinco hijos de Eduardo y
Mirta Añaños, Jorge, ingeniero agrónomo, elaboró la
fórmula de una nueva bebida. La familia hipotecó la
vivienda, se prestó dinero aquí y allá, y reunió 30 mil
dólares. Con esa suma fundó Kola Real en 1988 y
comenzó a fabricar gaseosas en el patio de su casa, que
embotellaba ella misma en botellas variopintas y que la
misma familia etiquetaba.
Quince años después los analistas de Wall Street calculan que esa
empresa familiar, nacida en tan precarias condiciones,
tiene ingresos anuales que superan los 300 millones de
dólares, y que su competencia, en el Perú, Ecuador,
Venezuela y México, está creando serios problemas a
los gigantes norteamericanos de la Coca Cola y la Pepsi
Cola, a los que la agresiva irrupción de la gaseosa
peruana en esos cuatro países -y, sobre todo, en
México, el segundo país consumidor de bebidas no alcohólicas en el
mundo después de los Estados Unidos- ha comenzado a encogerles los
mercados de manera dramática, obligándolos a reducir precios y a
multiplicar las campañas publicitarias. En Perú, Kola Real tiene casi el 20%
del consumo; en Venezuela, el 14%, y en México, donde los Añaños
entraron apenas el año pasado instalando una planta ultramoderna en las
afueras de Puebla, el 4%.
¿Cuál ha sido el secreto del éxito de esta emprendedora familia? La
calidad del producto ante todo, me imagino. (Personalmente, detesto el
gusto dulcete y la efervescencia de todas las gaseosas del mundo pero
cuando la Kola Real se ponga a mi alcance la probaré, qué remedio).
También, la sagacidad con que estudió las condiciones del mercado y se
adaptó a él, ofreciendo, primero a los empobrecidos ayacuchanos y luego
a los peruanos, ecuatorianos, venezolanos y mexicanos golpeados por la
recesión una gaseosa más económica que las otras y en envases más
abundantes. Para poder ofrecer el producto a precios tan atractivos, Kola
Real reduce drásticamente sus gastos generales, gastando lo mínimo en
publicidad, adoptando un régimen de extremada austeridad en sus
locales -la joya de la corona, que es la fábrica de Puebla, luce como un
espartano convento- y montando sus propias redes de distribución en
vez de ceder ésta a concesionarios.
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Donde la batalla de la competencia entre Kola Real y Coca Cola y Pepsi
Cola tiene contornos más llamativos es México. Pues en este país la Coca
Cola obtiene un 11% de sus ganancias mundiales. Kola Real ha lanzado su
botellón de Big Cola, de 2.6 litros, a un precio de 75 centavos de dólar,
muy por debajo de la botella de la Coca Cola, de 2,5 litros, que se vende
a 1 dólar 30, es decir algo más de medio dólar más cara. El gerente de
Kola Real en México, Carlos Añaños Jeri, explicó a The Economist que los
600 camiones de la compañía llevan en la actualidad las bebidas a 24
centros de distribución que alimentan unos 100 mil puestos de venta, los
que, si el plan previsto por la compañía funciona, crecerán hasta 900 mil
en los próximos cinco años.
No va a ser fácil. Los periodistas de The Wall Street Journal han
entrevistado a tiendas y almacenes de la capital mexicana y comprobado
que la Coca Cola se ha movilizado enérgicamente ofreciendo gangas e
incentivos a muchos de sus clientes para que retiren la Big Cola de sus
vitrinas y se provean exclusivamente de su bebida, política por la que la
empresa mereció el año pasado una severa reprimenda de la Comisión
Federal de México que regula la limpieza de la competencia. ¿Terminará
derrotando el David peruano de las gaseosas al Goliat estadounidense o
acabará éste por absorber a su insolente competidor poniendo sobre la
mesa una suma vertiginosa de 500 millones o un billón de dólares?
Para la moraleja de esta historia no importa nada cómo termine la saga
de los Añaños. Lo importante de ella es cómo empezó y hasta dónde ha
llegado. Que una familia humilde y prácticamente sin otros recursos que
su ingenio y su voluntad de trabajar haya encontrado en un mercado tan
saturado como el de las gaseosas un nicho donde colarse y desarrollarse
y prosperar de la fantástica manera en que lo ha hecho, sólo muestra
algo que muchos sabíamos, pero que todavía muchos más ignoran o se
empeñan en América Latina, por prejuicios ideológicos, en negar: que en
un mercado abierto a la competencia siempre hay sitio para las empresas
dotadas de un espíritu verdaderamente emprendedor y un olfato certero
para detectar las necesidades de los consumidores. Y que es por lo tanto
una flagrante mentira que las grandes trasnacionales estrangulen a las
pequeñas empresas e instalen siempre, a la corta y a la larga, el
monopolio. (Esto sólo ocurre cuando los gobiernos corruptos o ineptos lo
permiten). Y cómo el éxito de un empresario que gana puntos sobre sus
competidores favorece al conjunto de la sociedad reduciendo los precios
y obligando a aquellos a mejorar la calidad del producto y los servicios
para no perder clientes o ser expulsados del mercado.
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¿Cuántos puestos de trabajo ha creado Kola Real hasta ahora en los
cuatro países donde opera? Varios cientos, sin duda, e, indirectamente
muchos más, y, a la vez que creaba empleo y riqueza, ha inyectado una
corriente dinámica de creatividad en un ramo de la economía que parecía
adormecido en los brazos de los dos grandes gigantes que se repartían a
los bebedores de gaseosas. La que representan los Añaños es una cara
del capitalismo que en América Latina prácticamente es desconocida o
negada: su cara popular, sus raíces humildes, el de esos campesinos
expulsados de sus tierras por la guerra o la sequía o los tinterillos, y de
los obreros que perdieron sus salarios porque las fábricas quebraron o se
quemaron o las saquearon, y debieron inventarse un trabajo para poder
comer, y, del mismo modo que lo hizo esa familia ayacuchana, abrieron
talleres, tiendas, artesanías, comercios, fábricas, enfrentándose a los
abrumadores obstáculos que la burocracia, el mercantilismo, y la
desconfianza, cuando no el odio de los Estados hacia la empresa privada
y el mercado, han puesto en el camino de los desvalidos latinoamericanos
que no tienen padrinos y quieren, en vez de ser parásitos del
Presupuesto, trabajar por cuenta propia.
Es verdad que no muchos tienen el éxito de los Añaños. Pero muchos
más lo tendrían si en América Latina hubiera una política que, en vez de
desalentar y hostilizar, alentara la iniciativa individual y celebrara el éxito
de una empresa, de un empresario, como un logro del conjunto de la
sociedad, como un beneficio de toda la ciudadanía, en vez de recibirlo
con desconfianza, rencor y envidia. Es verdad que en América Latina
muchas veces el éxito empresarial no resulta del talento y el esfuerzo
sino del privilegio, de las corruptelas entre gobiernos y empresarios que
terminan pagando los desamparados consumidores, pero eso ocurre, en
gran parte, por el miedo cerval hacia el mercado, hacia la libre
competencia, por los tentáculos que el Estado proyecta por todos los
resquicios de la vida económica, asfixiándola y corrompiéndola. Ahora
que, aquí y allá, el populismo de ingrata memoria y trágicas credenciales
comienza a rebrotar una vez más en tierras latinoamericanas -Venezuela
a la cabeza del error-, vale la pena divulgar por el continente la historia
de la familia Añaños, como una vívida recordación de lo que podría ser
América Latina, si, como esos valientes ayacuchanos, se lo propusiera.
© Mario Vargas Llosa, 2003.
© Derechos mundiales de prensa en todas las lenguas reservados a Diario El País, SL, 2003
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