Águilas Humanas Crónicas del adiós Águilas humanas Crónicas del adiós Martín Ale Editor Ale, Martín Crónicas del adiós. - 1a ed. - La Plata : Universidad Nacional de La Plata, 2011. 124 p. ; 19x12 cm. ISBN 978-950-34-0767-7 1. Crónicas Periodísticas. I. Título CDD 070.4 Arte y diseño: Eríca Anabela Medina Revisión de textos: Alcira Martínez y Guadalupe Giménez Editor: Martín Ale Derechos Resevados Facultad de Periodismo y Comunicación Social Universidad Nacional de La Plata La Plata, Provincia de Buenos Aires, República Argentina. Octubre de 2011 ISBN 978-950-34-0767-7 Queda hecho el depósito que establece la Ley 11.723. Queda prohibida la reproducción total o parcial, el almacenamiento, el alquiler, la transmisión o la transformación de este libro, en cualquiera forma o cualquier medio, sea electrónico o mecánico, mediante fotocopia, digitalización u otros métodos, sin el permiso del editor. Su infracción está penada por la Leyes 11.723 y 25.446. Índice Prólogo .................................................................. 9 Cristian Alarcón La epopeya futura ............................................... 13 Lucía Álvarez El cortejo peronista ............................................. 25 Martín Ale El miedo y lo sagrado .......................................... 35 Laura Meradi Papeles ................................................................ 51 Patricia Serrano No se ilusionen, mamá es una leona .................... 63 Naimid María Cirelli Asef La muerte en la sala de traumatología ................ 71 Candelaria Schamun Los cuerpos cuentan ............................................ 79 María Eugenia Ludueña Le voy a contar mis nietos .................................. 95 Sebastián Hacher El nuevo hombre ............................................... 103 Juan Tauil Prólogo En el bar de Avenida de Mayo y Bernardo de Irigoyen había un tipo con los ojos rojos. Pensé que era un funcionario, un allegado al gobierno; tenía esos sacos grises que usan algunos militantes que se hicieron políticos profesionales. Aún no habían trasladado el cuerpo, era la noche del miércoles. A mis amigos les daba vergüenza reírse fuerte, había algo de murmullo de iglesia en el antro, apenas si se escuchaban los autos que pasaban por la calle y algún canto a lo lejos, un bocinazo, el pedido de monedas de los borrachos, la orden de cerveza de los mozos al cantinero. Si uno se acercaba a la Plaza, el de los ojos húmedos se repetía por mil, por miles. Los cuerpos obstinados, anónimos, muchos, se acomodaban frente a la Casa Rosada en una vigilia que recién comenzaba. Los días que vendrían serían una ceremonia del adiós impensada, un constante martillar del recuerdo y el miedo que Águilas humanas 9 produce la muerte de un ser cercano, fundamental. La fila del responso, esa manera tan argentina de ordenar la espera, con esa forma que derrota al caos y dejar afuera al aprovechado, esa manera de poner el cuerpo y el tiempo propios para conseguir lo que se busque, ya había nacido. En el comienzo los deudos avanzaban a pasos lentos, apenas perceptibles. En el final aquellos que habían podido mantener cierta distancia civilizada con los demás, debían entregarse al apretuje, el convivir de los olores y las respiraciones cercanas, sosteniéndose en la muchedumbre. En ese instante se podía pesar la tristeza masiva, el dolor colectivo, la epifanía política de un Néstor Kirchner naciendo como mito al morir como un hombre común, de un paro, en su casa, junto a su mujer. Esta edición de Águilas Humanas –cómo llamar a este colgar nueve textos en el blog en un mismo momento sino– nació un día después de la muerte de Kirchner, como ocurre con lo que uno inventa para saciar el ansia que produce la falta, el vacío, el sentirse sin manos ni brazos para campear el ventarrón: de súbito, de repente, así nomás. Los cronistas que se sentaron a escribir lo que no podrían publicar en los medios, lo que no escribirían en esas cuartillas antojadizas en las que se ciñe la narración periodística, tuvieron la libertad para hacerlo en el blog, sin más intención que la de contar desde lo propio, desde el haber estado, desde la percepción, desde aquello que podríamos llamar interior, lo que les dejó la experiencia. Es un homenaje de quienes, tal vez por ser parte de este colectivo de cronistas en el que se ha ido convirtiendo Águilas Humanas, pueden sumergirse en la ca10 Crónicas del adiós lle habitada por los miles de miles siendo uno, y siendo el todo. En esa radicalidad casi espiritual es que estriba la condición política de la crónica. Lo subjetivo e individual, personal e íntimo, se funde en los relatos con la conciencia de que la mirada propia se extiende más allá y al infinito al restituir para los demás lo que nos sucede a todos. Cristian Alarcón* * Escritor, maestro de la FNPI, coordinador de la especialización de Periodismo Cultural de la UNLP y maestro de Águilas Humanas. Águilas humanas 11 LA EPOPEYA FUTURA Los censistas usarían mulas, sulkys, avionetas. Llegarían adonde no hay rutas, ni Internet. Al fin del mundo, donde todo es hielo. Lucía Álvarez Es socióloga y periodista. En la actualidad trabaja en el diario Tiempo Argentino. Águilas humanas 15 La placa dice que está muy grave. «Néstor Kirchner internado. Estaría muy grave». Un canal y otro y otro, hasta que al fin aparece: Murió. Kirchner no era alguien capaz de pensar su muerte. Tampoco nosotros. A pesar de sus internaciones y de sus infartos, de sus descuidos evidentes. No era un panorama posible, para él ni para nadie. Por eso, todos desconfiamos. «Es la guerra mediática», pensaron los más incrédulos. «Al Papa lo mataron dos veces», buscaron en archivos. En el relato que cada uno hará más adelante, cuando se necesite compartir el arrebato, todos preguntarán: ¿y vos? ¿Cómo te enteraste? Y las respuestas serán varias, pero todas coincidirán en eso. Tenía que ser un error. Fue el día del Censo Nacional. Un día en el que el Estado despliega su poderío: seiscientos cincuenta mil personas en la calle buscando información de todos los argentinos. De todos. Los censistas usarían mulas, Águilas humanas 17 sulkys, avionetas. Llegarían a donde no hay rutas, ni Internet. Al fin del mundo, al mundo donde todo es hielo. La noticia llega y los argentinos están en sus casas. La placa dice que Néstor Kirchner murió y están adentro, sin poder salir, sin saber qué hacer. Entonces todo parece escrito de antemano: Néstor Kirchner moriría el día del Censo Nacional y el país se enteraría en silencio. * En las calles ese silencio se convirtió en luto. Circulaban apenas unos pocos autos, y no había más personas que los seiscientos mil de bolsita plástica con el logo del Bicentenario. Las radios y la tele, preparadas para transmitir una jornada única, una en diez años, pronto cambiaban sus programaciones y buscaban ansiosas alguna voz que diera cuenta de un suceso todavía mayor. Los funcionarios más cercanos habían enmudecido y en su reemplazo espectros del pasado, como el ex presidente Fernando De la Rúa, explicaban lo inexplicable. Representantes del gorilismo mediático también salieron a mostrar especulación y misoginia y no faltaron bocinazos en los barrios más pudientes de la ciudad, en una especie de remake de: «Viva el cáncer». El hermetismo era su modo de ejercer el poder. También fue el modo de administrar la muerte. Recién el domingo sabríamos cómo fueron sus últimos momentos de vida. Él se desplomó en los brazos de ella, tras incorporarse de un dolor en el pecho que lo dejó sin aire. 18 Crónicas del adiós Dos horas más tarde, a las diez de ese miércoles, Cristina estaba destrozada, pero entera. Tal como la vería el mundo durante las veinticuatro horas de velorio en la Casa Rosada. Pero esa mañana nadie sabía qué había pasado ni qué vendría. En la sección sociedad del diario donde trabajo, la consigna fue clara: cumplir la cobertura del Censo tal como la habíamos preparado. Una misión que nos obligó a no distraernos con las corridas de una redacción alienada, ni contagiarnos de los llantos esporádicos. Conectarnos con el duelo sólo cuando no deambulábamos por distintos puntos de la Ciudad y el conurbano. Me tocó ir a Ciudad Oculta con Carla, una censista trans. En la villa no estaba el silencio de la ciudad porque todo es circulación. El feriado había permitido torneos de básquet y un correteo inquieto de los más chicos entre los pasillos de tierra. Más allá de algunos comentarios –«¿El Calafate queda en Argentina?»– en Ciudad Oculta no había lugar para la conmoción o el duelo. La muerte de un ex presidente sigue estando lejos. El poder todavía está muy lejos de esos escenarios. * Taty Almeida abrió el programa especial de 678 en homenaje a Néstor. No se hablaba ya de Kirchner: un mito necesita de nuevos bautismos. Él era Kirchner y Ella, Cristina. Ahora los dos eran llamados, cálidamente, por su nombre. Taty dijo que se les había perdido otro hijo, otro más entre sus treinta mil. Ese gesÁguilas humanas 19 to se reafirmó en la mañana cuando, con la llegada de Cristina al velatorio en Casa Rosada, las Madres dejaron expuestos sus pelitos chuzos y colocaron sus pañuelos sobre el féretro. «Nosotras sabemos de pérdidas», dijo. Y todos los que nunca vimos a las Madres o a las Abuelas como locas o locas cooptadas, empezamos a entender lo que venía. La calle, la Plaza, la misma que el kirchnerismo se resistió a abandonar con los primeros cacerolazos de la 125, se llenaba de gente. El pueblo, en otra aparición espontánea. Durante los primeros años del 2000, se salía por bronca. Coincidían en ese sentimiento los que cortaban rutas, los que no tenían trabajo, los jóvenes escépticos, los que creían que las cosas podían ser distintas, las clases medias sin ahorros. «Piquete y cacerola», fue el mejor cántico de esas jornadas en que se quería cambiar todo, tirar al país por la borda. Aún no se sabía quiénes habían salido ahora ni por qué. Pero era seguro que no movilizaba el desencanto y que esa gente había sido tapada por los principales constructores de opinión pública del país. El poeta político Martín Rodríguez dijo que la irrupción era superficialmente conservadora. La gente salió a la calle para sostener, o mejor, para mantener y profundizar. Para que no vuelvan los que, fieles al ideal corporativo, buscan hacer de la política «un salto con red». La gente salió esa noche a decir que sí, que iban a defender banderas largamente desoídas. Que habían conseguido la Ley de medios, la Asignación Universal por Hijo, el matrimonio igualitario, una Corte digna 20 Crónicas del adiós y un Juicio y Castigo a los genocidas de ayer y de hoy. Irrumpió. Arrasó. Fue irreductible. * Ella acariciaba el ataúd y acomodaba las ofrendas con gestos de madre. Cristina, la impecable oradora, la guerrera, la presidenta coraje, había perdido a su marido, al padre de sus hijos, a su compañero. Y nosotros, acostumbrados a sus ver sus manos acomodando micrófonos con sobredosis de arrogancia, ahora las veíamos en ese movimiento sutil e íntimo. La seguíamos cuando estiraba los pañuelos de las madres sobre el féretro, terminando con la duda sobre el cinismo de ese vínculo. «Los derechos humanos son su escudo», se decía hasta hace unos días. También vimos a sus hijos, los conocimos. A Florencia, que seguramente desprecia la política como ninguno en su familia. La conoce y la quiere lejos. No así su hermano. Muere el padre, y resurge la imagen del otro hombre. Entendemos su herencia. El joven líder cuida y respeta el duelo de su madre. Pero también deja su marca. A la noche, cuando ella descansa en Olivos, él recibe a sus compañeros de La Cámpora y el velorio es asaltado por unos minutos trasnochados. Los presidentes de Latinoamérica nos tienen acostumbrados a gestos humanitarios. La última gran imagen había sido Rafael Correa arrancando irresponsablemente los botones de su camisa frente a rebeldes uniformados. Ahora los veíamos llorar la muerte. Vimos el doble beso de Chávez, resistente a la despediÁguilas humanas 21 da, y a Lula cabizbajo, moqueando sobre el féretro de su «compañero». Varias páginas de la historia habían pasado de un saque. * La muerte mostró así que todo destino sigue a su merced, que llega cuando no se la llama. Pero al mismo al mismo tiempo, esta muerte cayó para mostrar a un hombre en su esencia, o al menos, al tipo que hoy elegimos ver. Entonces la imagen del patagónico revoleando el bastón de mando parece indicio de toda la audacia posterior. Y el seseo es encantador. Y el cuadro de Videla entra en el eterno retorno, haciéndonos disfrutar su caída una y otra vez. Sobran las imágenes para que cada uno arme con ellas su propio relato. Total, afuera está la gente para trascenderlas. La que quiere ser protagonista, y que está dispuesta a hablar de dignidad recuperada, de vivienda, de trabajo, de militancia, decir todo eso, confuso y obvio al mismo tiempo. Nadie hace cola de ocho horas por nada. Mucho menos por un choripán o un vaso de vino. El jueves fue más sorpresivo que el miércoles y el viernes no se quedó atrás. En Buenos Aires la gente vio despegar ese avión desde Aeroparque y fue su despedida. En Río Gallegos otra multitud esperaba su momento para decir «Fuerza, Cristina». Nadie sabe qué pasará en un país de intensidades y sorpresas. Una mujer conduciendo al PJ es una epopeya, por lo menos, delicada. Tal vez, otra vez, por última vez, los gordos y los monigotes vuelvan a afa22 Crónicas del adiós narse el entusiasmo y las ganas de tiempos mejores, de hacer todo lo que falta. Por lo pronto, hoy parece haber un pueblo dispuesto a tomar las calles para que eso no suceda. Águilas humanas 23 EL CORTEJO PERONISTA Las trompetas de los granaderos dicen que avanza el enemigo, pero acá los que despliegan pabellones al viento son peronistas en todas sus formas. Martín Ale Nació en 1979. Periodista. Estudió en la Facultad de Periodismo y Comunicación Social de la UNLP. Ha publicado crónicas y reportajes en los diarios Miradas al Sur, Crítica de la Argentina, Hoy de La Plata, la revista Lamujerdemivida y el blog <http://www.aguilas humanas.blogspot. com>, entre otros medios. Subeditor del sitio <http://www.cosecharoja.fnpi.org>. Desde el 2009 trabaja con Cristian Alarcón en distintos proyectos de formación de cronistas y producción de textos y libros de no ficción. Águilas humanas 27 El Mercedes negro y brilloso avanza por la explanada de la Casa Rosada. Con la empuñadura del sable contra el pecho, marciales, los granaderos dispuestos en dos hileras despiden al hombre que custodiaron por cuatro años. Otros granaderos, los de la fanfarria, apostados en las escalinatas tocan la «Marcha de San Lorenzo» con sus trompetas y trombones. El febo no asoma un carajo. Detrás del coche fúnebre va la viuda con sus hijos y más atrás otro auto cargado de ministros. El cortejo rodea el frente de la casa de gobierno. La multitud se amontona contra las rejas negras que separan la plaza de la Rosada. Grita, llora, estira los brazos, arroja flores. Con mi amigo el Uruguayo nos hacemos lugar a los empujones para llegar a la Avenida Alem. El Uruguayo es fotógrafo y camarógrafo pero vino de civil. Es entrerriano y aunque apenas terminó el secundario tiene una admirable habilidad para argumentar y ganar cualquier disÁguilas humanas 29 cusión. Escucha a Víctor Hugo, mira 678 y fue el primero en enviarme un mensaje de texto para decirme «que bajón hermano». Las trompetas de los granaderos dicen que avanza el enemigo pero acá los que despliegan pabellones al viento son peronistas, en todas sus formas. Los del trapo gigante de La Cámpora, la mujer de anteojos salpicados que aprieta contra el pecho una foto del matrimonio, los de las remeras de la Juventud Sindical Peronista, el pibe de barba rala y pulóver marrón con las llamitas en el pecho, los de las gorras que dicen Ishi conducción; hasta ese hombre con una pelada incipiente, que trabaja de mozo en un bar de la Avenida de Mayo al 700, que no lo votó a él porque no sabía bien de qué la iba pero la votó a ella, y que ahora levanta un puño y grita: «¡Fuerza!»; hasta ese hombre hoy es un peronista que llora a su líder. Son las 13.20 de un viernes gris. Recontragris. Después de 26 horas de funeral y dos días de pesadumbre total, se lo llevan. El cortejo llegará hasta Aeroparque para luego volar a Río Gallegos, su pago chico. Un primer auto de custodia toma la Avenida Alem. Lo sigue el Mercedes negro. A los costados van ocho motos de la guardia motorizada, federales con pecheras naranjas y unos tipos de cabeza rapada, trajeados: le meten pecho a los que buscan apoyar su mano contra la luneta del coche que lleva el cajón. Los últimos trompetazos de los granaderos, esos del soldado heroico y la libertad naciente, quedan tapados por un grito tribunero de advertencia al gorilaje: «si la tocan a Cristina, qué quilombo se va’rmar». Con el Uruguayo tratamos de llegar hasta el Mercedes. Flores rojas, 30 Crónicas del adiós pecheras y banderas vuelan sobre nuestras cabezas. El cortejo hace un metro y para, un metro y para. La multitud estira sus manos y desborda la custodia. Un federal regordete empuja. Alguien devuelve el empujón. Otros federales se suman y empieza un forcejeo. Entonces se abre la puerta de un auto gris y la viuda se asoma. Son tres segundos. Ella tiene puestas las gafas oscuras que la cubrieron durante todo el funeral. No habrá foto de su mirada, como tampoco habrá foto del líder muerto. — No le peguen a la gente, –ordena con un grito seco y vuelve al auto. — ¡Cris-ti-na, Cris-ti-na!, –ruge la muchedumbre. Ella devuelve el saludo apoyando su mano derecha contra el parabrisas, gesto que repetirá cada vez que alguien toque el vidrio. Lleva una alianza dorada y las uñas impecables. En Alem y Perón un hombre de melena canosa y bigote al tono sostiene un paraguas con los alambres torcidos. Cuando un grupo de pibes pasa a su lado gritando que son soldados del pingüino, él también grita. — Cómo no voy a venir a despedirlo si nos devolvió la dignidad. Hay que ser muy turro para no ver lo que era este país hace unos años –dice. Un oficinista filma con su celular desde una de las ventanas del edificio Bunge y Born, en Alem y Lavalle. Un grupito de chicas bajó de otro edificio de oficinas para no perderse la noticia del día. Sobre la recova, la foto del matrimonio cubierta con nylon cuesta cinco y el paraguas, veinte. — ¡Este es el pueblo, caretas! –les grita el Uruguayo a los que miran pasar el cortejo desde la vereda y no cantan ni aplauden. Águilas humanas 31 El trapo de La Cámpora copó la parada y le abre paso al cortejo. Vinieron también los muchachos de la CGT, los movimientos sociales y algunos pocos de las intendencias conurbanas peronistas. Pero los jóvenes son mayoría. Esas gargantes exigen: «para Cristina, la reelección» y a los gorilas «que no toquen a Cristina». Y como sucede desde hace dos días, la bronca hace blanco en el judas radical. «Andate, laputaqueteparió». Desde una traffic que marcha por un carril lateral de la avenida tres tipos de saco y corbata sonríen y saludan con los dedos en V. — Aquel es Mariotto –le dice Marcos a su amigo. Marcos tiene 22 años y estudia Comunicación en Quilmes. La Ley de medios lo hizo K. Richard, su amigo que abandonó Ingeniería y trabaja en una empresa de sistemas, tiene más pergaminos: se hizo K en la pelea contra el campo. Las dos batallas fueron con Cristina como presidente. — Pero el conductor era él –responde rápido Marcos. — No sé, mirá que esta mina se le planta a cualquiera –retruca el Uruguayo. En unos segundos se forma un círculo de cinco o seis. — Y usté, don, qué opina –le dice el Uruguayo a un tipo bajito, que vino sin paraguas y está empapado. — Yo soy clase media, tengo una ferretería con mi hermano en Lanús. Tengo sesenta y dos pirulos y siempre voté al peronismo, menos en el noventa y cinco que voté en blanco –dice Jorge Pedro Elizalde, que pide figurar con nombre y apellido, no vaya a ser que se piense que su apoyo al gobierno es una adhesión timorata. Don Elizalde es un peronista leal y también pragmático: 32 Crónicas del adiós — ¿Querés ir a la ferretería y que te muestre los libros de contabilidad del noventa y pico y los de este año? Alcanzamos al cortejo en Córdoba y Reconquista. El «che gorila che gorila» ahora se canta señalando a los vecinos que se asoman por los balcones y no aplauden. De algunos departamentos caen papelitos. Hay que correr para seguir a los autos o caminar junto a la multitud peregrina que viene detrás. En Córdoba y 9 de julio decimos basta. Cuando el cortejo tome Lugones va a ser imposible seguirlo. El Uruguayo me invita a seguir viendo la ceremonia desde la oficina donde trabaja. Caminamos bajo la lluvia. El paraguas está torcido por todos lados y mi amigo lo tira en un tacho de basura. Todavía agitados, comentamos lo que vimos: los pibes, los laburantes, el aparato, los clase media, los jubilados. Tiramos hipótesis al voleo: ahora Duhalde esto, Macri aquello y el Judas que no se va. Enseguida nos quedamos callados. Caminamos por San Martín y doblamos en Tucumán. El cortejo debe estar llegando a Aeroparque. O capaz que ya lo subieron al avión para llevarlo al sur. — Qué bajón, hermano. Y todavía queda el fin de semana –me dice el Uruguayo y me da una trompada cariñosa en el hombro. Águilas humanas 33 EL MIEDO Y LO SAGRADO Decir lo que uno no quiere decir, no poder expresarse, es el terror. Laura Meradi Trabajó como guionista de ficcion y documental en cine y televisión, y como entrevistadora y guionista en la Audiovideoteca de Escritores de Buenos Aires desde el año 2005. Varios de sus cuentos fueron publicados en la revista lamujerdemivida. Águilas humanas 37 Por todos lados, las cosas explotan. Y en mi opinión, está muy bien que exploten las cosas. Explotan las plazas, explotan los congresos, explotan las leyes, explota la tierra desde el centro de la tierra, explotan las masas de agua, explotan las minas, explotan los líderes, explotan los trabajadores, explotan los estómagos, explotan las cabezas, explotan las imágenes, explotan las ideas, explotan los corazones, explotan los pies, explotan las manos desde el centro de las manos, explotan los ojos, explotan las bocas, explotan las lenguas, explotan las palabras. Todo ha explotado. Lo que explotó el miércoles con la muerte de Néstor Kirchner, era inminente: hacía meses que pulsaba por salir. Se necesitó que explotara un cuerpo como un símbolo, que un cuerpo fuera entregado como sacrificio a la tierra, para que explotara el pueblo que se articulaba alrededor de ese cuerpo. Para que explotaran las ideas, las dudas, los miedos, las creenÁguilas humanas 39 cias. Para que explotaran los moldes, las burbujas de ilusión, los anteojos negros, los antifaces, las máscaras. Escribo con la panza revuelta y los ojos explotados, las manos en los pies y la cabeza suelta a unos centímetros de mi cuerpo, desprendida, dando vueltas por el aire, navegando en la información, porque todo ha explotado el miércoles pasado. Éramos una burbuja enorme que explotó, y la realidad, la realidad de saber que éramos muchos los que mirábamos parados desde el mismo lugar, y la realidad de los que les cayó la realidad como un balde de agua helada y pudieron ver dónde estaban parados, nos explotó en la cara. Nos explotó adentro y nos explotó afuera. Y fuimos durante tres días un manojo de sensaciones descontroladas, porque lo único que queríamos era estar ahí, en Plaza de Mayo, todo el día en Plaza de Mayo, y el deber nos llamaba a otras cosas en las que no podíamos poner ni un segundo de nuestro pensamiento. * Tal vez tenga que decir que todo explotó, para decir que yo exploté. Que explotó en mí algo que tímidamente latía. Una fuerza y una esperanza, que tal vez sea como decir convicción: la sensación de que en todos explotó esa fuerza, y de que en todos explotó esa esperanza. Me sorprendí de la fe que teníamos en la muerte. La sensación de que podíamos ver más allá de la tristeza, que a nosotros, que nos dicen nostálgicos, la muerte se nos apareciera de pronto como un camino de flores hacia el futuro. 40 Crónicas del adiós Porque si bien había tristeza en la Plaza y había tristeza en la gente que esperaba para despedirse del cuerpo, una alegría de vivir nos sostenía durante horas en la fila de diez o doce personas de ancho que ocupaba diez, doce, quince, veinte cuadras de largo sobre la Avenida Rivadavia, la Avenida 9 de Julio y la Avenida de Mayo. La sensación de que al explotar la burbuja se clarificó la visión. Y de que en el agua clara viven los peces. * Hace un mes fui a ver la obra en la que actúa un amigo en el Teatro del Pueblo. Todos los personajes que estaban al principio de la obra eran jóvenes militantes que finalmente desaparecían. El único que no desaparecía era un librero que, mientras todo sucedía en su lugar de trabajo, se ocupaba de vender más libros. Cuando terminó esperé a mi amigo para felicitarlo, y le dije que mientras miraba la obra había tenido una terrible conciencia del presente, y que me había preguntado: si todo explota, ¿dónde voy a estar? Salimos del teatro. Caminamos por Diagonal Norte, cruzamos la 9 de Julio y avanzamos por Corrientes hasta Guerrín. Estaba lleno y doblamos por Rodríguez Peña para encontrar otra pizzería. Yo caminaba muda, miraba las cosas y las cosas me daban miedo. Pensaba que detrás de todo lo que veía había otra cosa, detrás de cada persona había otra cosa, otra cosa que estaba pulsando por salir. Al otro día cuando me desperté todo seguía estando raro. Una sensación en el cuerpo. Estar tomado. Águilas humanas 41 Me fui a escribir a otro lado porque no podía concentrarme en mi casa. Fui a un bar de San Telmo, me senté, y frente a mí vi un televisor prendido en el canal TN. Traté de no prestarle atención, de seguir en lo mío. Pero el televisor me hacía levantar la cabeza de mi cuaderno cada vez más seguido, y de pronto escuché a un periodista que informaba desde la calle sobre Papel Prensa, y decía que el gobierno quería «censurar a los medios de comunicación». Nada nuevo. Pero le miré la cara al periodista, lo vi ahí, paradito sobre una vereda, informando desde la calle, con su rostro color aceituna y los rulos peinados, su mano sujetando el micrófono, su voz diciendo eso que decía, y pensé: ¿de verdad este hombre piensa eso que está diciendo? No creo, pensé. No, no puede estar creyendo eso que dice. Pero entonces, ¿por qué lo está diciendo? ¿Quién lo está obligando? ¿Por qué se siente obligado? ¿Qué se le juega en su verdad? ¿Qué se le juega en su mentira? ¿Qué pone en juego de sí mismo lo que él piensa acerca de lo que está informando? Y miré por la ventana y vi la gente caminando con sus perros, los autos manejados por sus dueños, una señora arrastrando el carrito con sus compras, y pensé: Todos escuchan todos los días las mentiras que se siente obligado a decir este señor. Traté de volver al cuaderno para continuar lo que estaba escribiendo, pero no podía. Me di cuenta de que estaba temblando, y al volver la mirada a la televisión me saltaron las lágrimas: ese hombre que prestaba su cuerpo frente a una cámara para informar algo que no quería informar, me devolvía la imagen de la tortura. Decir lo que uno no quiere decir, no poder expresarse, es el terror. Porque uno convive con sus monstruos adentro 42 Crónicas del adiós para siempre, sólo con sus monstruos. Veía cómo le temblaban las amígdalas al periodista: como un sapo. Y yo, que me había sentado a hacer mi trabajo en la mesa de un bar, lo miraba y lloraba y la mano me temblaba, y no podía decir lo que me había sentado a decir. Tracé una raya como dando por terminado mi trabajo, y escribí: «Estoy muerta de miedo, quiero volver a mi casa». * Una amiga me escribió al otro día de la muerte de Kirchner que ella no sabía qué pensar, pero que percibía que algo se estaba moviendo, y que tenía miedo. Que todos tenían miedo, mucho miedo, Laura, me decía. Tenía miedo de decir lo que pensaba, y me contestaba en privado un mail que tenía que ser general. Tenía miedo de pensar una cosa o la otra, me decía, de quedar fijada en un polo, cuando ella creía que la realidad era un caleidoscopio. Esa amiga está medicada contra el miedo hace más de un año, porque no se anima a salir a la calle, y cuando yo le conté unas semanas atrás el episodio del televisor y del bar, me dijo: tenés que hacerte preguntas chiquititas, cada vez más chiquititas, para entender qué es lo que te atemoriza. Y pensé que era como ir partiendo al monstruo en pedacitos, hasta ver que lo que me daba miedo era un animal tan inofensivo como una lagartija. * La mía es una generación atravesada por los ataques de pánico. Es el miedo que heredamos de nuesÁguilas humanas 43 tros padres: de los que desaparecieron, de los que resultaron cadáveres, de los que no vieron nada, de los que callaron, de los que debieron irse. La generación del yo y la generación del Panic Attack. Panic de que nos critiquen, panic de que nos descubran equivocándonos, panic de que nos pongan un dedo sobre la ventana del yo que con esfuerzo hemos lustrado, y nos dejen una huella en el pecho. Porque las huellas se leen como manchas. Como si uno pudiera ser independiente de sus huellas, o como si la libertad no dependiera de nada. No podemos seguir hablando como hijos que le echan la culpa a sus padres de lo que no supieron hacer bien. Crecimos, y somos responsables de la historia y del miedo que heredamos. Y cuando digo responsables no digo culpables. Digo que tenemos eso en nuestras manos. Y que es nuestra responsabilidad arrancarnos el miedo del cuerpo. Y ayudar a quebrar la cáscara del miedo de nuestros padres, nuestros hermanos, nuestros amigos, nuestros vecinos, para que la expresión deje de ser una reacción defensiva del yo, y el lenguaje pueda hablar de la vida. * El miércoles por la noche, reunidos en Plaza de Mayo, nos apretábamos contra el vallado y mirábamos por los agujeritos de hierro hacia la Casa Rosada, esperando que apareciera alguien, que alguien nos dijera una palabra para irnos a dormir en paz. La sensación era que esperábamos a Néstor Kirchner, que esperábamos que apareciera y nos dijera que todo había sido un malentendido. Pero no había 44 Crónicas del adiós malentendidos. Y todos volvimos a nuestras casas y tuvimos que conciliar el sueño y despertarnos al día siguiente con la dura realidad de que Kirchner estaba muerto. Y al explotar eso, esa seguridad donde creíamos que nuestra Presidenta descansaba, todos tuvimos que medirnos con nosotros mismos. Y nos medimos en la calle: en el cuerpo en la calle y en la palabra en la calle. En la palabra en circulación, en las aseveraciones y los comentarios en facebook y en twitter, en los videos, los textos y las fotos que fueron enlazándose y pasando de unos a otros por Internet. Y en la gente que fue llegando desde el miércoles temprano a Plaza de Mayo para colgar sus carteles en el vallado. Gente que con sus fibras, sus hojas, sus manos, sus colores, llenaba las vallas de palabras que le explotaban en el cuerpo. Ahí, en la calle, en el piso, escribiendo las palabras que les venían a las manos. Esa gente que pegaba al vallado de la Casa Rosada los carteles que acababa de escribir sobre el piso de la Plaza: militaba. Comunicarse es militar. Si uno no se comunica, vive sólo con sus monstruos para siempre. Uno se convierte en la casa de los monstruos. * El día en que temblaba y miraba TN y me moría de miedo en el bar, me acordé lo que me dijo alguien una vez: «Vos no podés tener miedo. Si comprendes, no podés tener miedo. El planeta no puede hacer masa en vos. Y si tenés miedo es que te ganaron.» Pensé a qué se debía el miedo que tenía, cómo el miedo había crecido en mí. Y pensé en la parálisis. En Águilas humanas 45 que estaba parada en la duda. En que dudaba y no accionaba. Que la duda, en vez de hacerme investigar en mí y en los otros, me paralizara en el centro de la contradicción. La contradicción como una pinza que me agarraba de la garganta y no me dejaba hablar. Y pensé en que tengo derecho a dudar, sí, pero igual tengo que accionar. Dudar y accionar es vivir en el presente, es vivir la contradicción, fluir entre los polos, procurando reducir la brecha al comprender lo real en su complejidad. * ¿Qué pretende uno cuando apoya un modelo que garantizaría los derechos fundamentales del ser humano? Supongo que reivindicar la vida. Su carácter sagrado. La dignidad como el último reducto de la civilización del carácter sagrado de la vida. Dignificar lo que nuestra naturaleza pretende destruir: la cultura. Comer, tener una casa, agua potable, una cama donde dormir, salud, un trabajo que le permita al hombre ser su propio sostén, y desarrollarse creativamente mediante la técnica o el arte en relación al don que descubra en él. Por eso estábamos en la Plaza: por el derecho a la vida sagrada. Entonces estábamos de duelo, pero también de festejo, porque estábamos vivos y queríamos la vida. Porque los monstruos salían por la boca, por las manos, por los ojos, por los pies, y se volvían a la caverna de la que habían venido a asustarnos, y nosotros estábamos juntos y vivos, teníamos cosas que expresaban la vida, y que la expresaban en la calle, acompañados por el viento que agitaba el follaje 46 Crónicas del adiós de los árboles y bajo la presencia de una luna gorda y partida a la mitad, y las estrellas. Muchas estrellas y sobre todo una que se hacía notar más que las otras: una estrella roja. Roja como Marte, el planeta guerrero y el planeta de los deseos. El planeta que indica que si uno no invade los territorios para conquistar los espacios donde puedan vivir sus deseos, la ley es que lo invadan a uno, que lo conquisten, y que uno termine siendo terreno donde viene a cumplirse un deseo ajeno. Me parece importante recordar eso: que peleamos porque sabemos algo sobre una vida que aparentemente es nuestra y es sagrada. Me contaba borracha y con alegría una brasilera el verano pasado en Salvador Bahía, acerca del MST, que cuando empezó a militar un viejo de cien años se puso a cantar y a bailar después de haber asentado campamento en un terreno, y ella comprendió por qué estaba haciendo ese trabajo: porque ella, como ese hombre que bailaba y cantaba a sus cien años, tenía pasión por la vida. * Había euforia en algunos que no les hacía tristeza la muerte de Kirchner. No hablo de alegría, no. La alegría es otra cosa. Era una euforia en la que se podía leer el terror al pueblo. Gente que le da la espalda a la vida, me dijo después una amiga. Es como no querer mirar. Gente que tiene mucho miedo de vivir. Gente que tiene vidas de mentira, que no cree que la vida sea sagrada, ni la de ellos ni la de nadie, pero empezando por ellos y empezando por sus familias y sus vecinos: no creen que nadie sea sagrado. Águilas humanas 47 Un amigo tampoco es sagrado, y por eso se lo puede traicionar. De la misma manera, estas personas se traicionan a sí mismas. Viven tan adormecidos, en su sueño de cristal, que la realidad los asusta y los desestabiliza. Están llenos de miedo. Y se ocultan de su propio miedo odiando todo lo que tienen alrededor. Y cuando digo esto se me viene el 2001 y cómo los barrios privados se llenaron de clientes. Cómo la gente se encerraba y permanecía rodeada de aquello a lo que le temía: sus vecinos. Y no hay encierro que les alcance, porque aunque se aíslen de todo lo que sospechan, viven encerrados en sí mismos, mascullando con la masa de muertos que los mantiene vivos. * La gente hoy está más amable: tiene menos miedo porque está más afuera de sí misma. Más afuera de su cuerpo, con la palabra, y más afuera de su casa, con el cuerpo en contacto con otros cuerpos, en la calle. Eso fue para mí la Plaza la semana pasada, y esto es la calle para mi ahora: vínculos que ponen a cada uno, desde su encrucijada con la realidad, en el centro de la escena política de su propia vida, que es la vida que se lleva de la piel hacia adentro y de la piel hacia fuera: una voz. Todas las voces. Porque no poder expresarse es el terror. * Hace dos años atrás pensaba que el mundo era una mierda, y llegaba casi al final de mi libro de cró48 Crónicas del adiós nicas sobre trabajo precario haciendo esa aseveración. Hoy pienso que nos merecemos la vida. Que si la gente que estaba el otro día en la calle es mi compañera en el mundo, tenemos que pelear por esto, por ser todos los días como el día en la Plaza. Y que frente a la desesperanza y la alienación, tenemos que anteponer esa certeza: que nos merecemos la vida, y que la vida es sagrada. Que tenemos algo en la vida que es sagrado. * El viernes es el tercer y último día de duelo nacional. Llego del cortejo empapada por la lluvia del mediodía y veo a mi vecina en la puerta del edificio. Hola, le digo, cómo estás. Se detiene y me mira. Tiene el pelo rubio, lacio y largo casi por la cintura, y los ojos negros. Tenemos la misma edad, dos gatos cada una, y la misma cinta negra pegada en la puerta de nuestras casas desde el día en que murió Néstor Kirchner, pero nunca cruzamos más palabras que las referidas a los gatos que se cruzan de un patio a otro. Aprieta los labios y me dice: Triste. Y con temor. No, le digo, no hay que tener temor. ¿No?, pregunta. No, ¿no sentiste la fuerza que hay en la calle? Sí, dice, puede ser. Mirá, le digo, ayer hice la fila para entrar a la Casa Rosada, entré a las 4 de la mañana, y en la fila había tristeza, sí, pero también una gran alegría y serenidad, porque si todas esas personas estábamos ahí, es que estamos mejor de lo que pensábamos. Sí, dice, ayer estuvimos mirando con mi novio la cantidad de gente que había en la Plaza, y dijimos: somos muchos más de los que Águilas humanas 49 dicen los medios. Sí, le digo, somos muchos más. Cómo nos mienten, ¿eh?, dice, y sonríe y se le hacen dos pocitos en los cachetes. Bueno, me dice, me tengo que ir a trabajar. Sí, andá. Nos miramos un segundo, atinamos a irnos cada una para su lado, y volvemos a dar un paso hacia el frente: ella hacia a mí, yo hacia ella, y nos abrazamos. Cualquier cosa estoy al lado, le digo. Sí, me dice ella, vos también, estoy al lado, ya sabés. 50 Crónicas del adiós PAPELES La gente cantaba con termos de café y mate en las manos. Había familias, militantes jóvenes, gente grande, niños. Patricia Serrano Trabajó en la Agencia de Noticias DIB (Diarios Bonaerenses) y fue Directora de Comunicación de la Municipalidad de San Vicente. Actualmente se desempeña como periodista freelance. Águilas humanas 53 Miriam dobla las cartas con cuidado. Los papeles crujen entre sus dedos. Están secos por el sol, mojados por la lluvia del viernes y vueltos a secar en las rejas de Plaza de Mayo. La acompañan dos hombres, cada uno con una bolsa de plástico grande desbordada de papeles y cartulinas de colores, remeras, banderas, flores de plástico. Se acercan a las rejas y miran con detenimiento los mensajes, los leen, se fijan que estén enteros, que todavía sean legibles. Cuando se deciden por uno lo quitan despacio, como si la reja sufriera con cada desprendimiento. Juntan los mensajes que durante estos días miles de personas dejaron a la presidenta Cristina Fernández de Kirchner. Porque los necesita, dicen. Y hay que hacerlo ahora, tal vez llueva de nuevo a la tarde. Buscan los dibujos de los nenes. — Esto es lo que va a dar fuerza a Cristina. Águilas humanas 55 Miriam Quiroga lo dice y se emociona otra vez. No se acuerda cuántas veces lloró desde el miércoles por la mañana. Se siente huérfana de padre y con una madre a quien cuidar. Sabe que la mejor forma de proteger es dar amor y eso es lo que junta de las rejas para llevar en bolsas de plástico a la Casa Rosada. Es la Directora de Documentación Presidencial, un área que ella llama «carteros del pueblo» y que se encarga de leer y dar respuesta a las infinitas cartas con destino a CFK. Ahora sé que los papeles que tantas personas dejaron en esas rejas, increíblemente, sí van a llegar hasta Cristina Fernández. La tarea se le ocurrió a ella. No hubo una orden, pero el viernes por la noche retiraron, clasificaron y guardaron los mensajes dejados en las rejas de Balcarce 50. A pesar de la lluvia, la mayoría se salvó. Y hoy siguieron con los del centro de la Plaza. Miriam me cuenta una idea que se le está ocurriendo ahora: tal vez pueda hacerse un museo, exponerlos, que todos puedan ver el apoyo de miles de argentinos para siempre. Pero antes los va a ver Cristina. Quieren llegar al lunes con los mensajes selectos preparados para ella. Es el mediodía del sábado 30 de octubre. Hace más de setenta y cuatro horas murió Néstor Kirchner y todavía, en Plaza de Mayo, llega gente a dejar carteles de apoyo y agradecimiento. La escena se repite, se multiplica. Aunque ahora también estén los turistas sacando fotos como si las rejas empapeladas y el olor a flores muertas fueran un atractivo más de Buenos Aires que olvidaron marcarles en el mapa for export. Miriam mira un papel de agenda adolescente. Le digo que esa hoja con dibujos de colores la dejó hace 56 Crónicas del adiós un rato una pareja. La chica sacó de su cartera un alfiler de gancho con un crespón negro y enganchó la hoja a una bandera azul. Y se fueron por la misma vereda y de la misma forma en que habían llegado, abrazados. «A nuestra querida Presidenta, en este momento de tanto dolor, desde mi corazón y el de mi esposa, nuestras más sentidas condolencias. Queremos alentarla para que siga adelante porque la necesitamos y pueden pasar muchas cosas pero Dios siempre va a estar de su lado. Juan y Sol, de veintisiete y veintiun años, con todo amor y respeto». Después de leerlo, Miriam me dice que van a dejar los que son de hoy así pueden cumplir su cometido, el de dar apoyo y amor. * Es domingo, cinco días después de la muerte de Kirchner. Miro mi bolso. Es rojo, con líneas verdes, amarillas y naranjas. De colores de altiplano. En este bolso de correa atada sobre el hombro hay varios papeles sucios, rotos, con trozos de cinta adhesiva que se despegan y que yo agarro para que no se vayan. Están pisoteados y amontonados hace varios días. Los junté antes de conocer a Miriam. Ahora me doy cuenta que siguen acá. El jueves por la madrugada estaba en la Plaza con unas amigas que tampoco tenían mejor plan para esa noche. El viento me molestaba, las zapatillas me quedaban chicas de tanto usarlas para caminar y saltar, tenía frío, había tomado la cerveza suficiente para dormirme y no para emborracharme. Eran las 2.30 de la mañana y, por primera vez, quería irme a mi casa. Águilas humanas 57 Sentada en el cordón de la vereda frente a la pantalla gigante que durante tres días mostró en vivo, pero sin voz, las imágenes del velorio, miraba a un padre con su hija de tres años. Comían un paty y la nena no lloraba, no decía papá por qué no nos vamos, qué hacemos acá, tengo sueño. Yo seguía sin entender demasiado ese amor que desbordaba la Plaza, las ganas de estar tan tarde. Había más gente que a las diez de la noche y el viento era tan fuerte como para desprender los papeles de las rejas y juntarlos en un remolino bajo la Pirámide de Mayo. Me acerqué hasta la pila de papeles y agachada, con las manos sucias, empecé a darlos vuelta y leerlos. Seleccioné varios, los que más me gustaban. Uno que dice «Por algo moriste en primavera, tus semillas hoy son brotes» y nada más, sin firma. Letras negras en imprenta mayúscula sobre una hoja blanca A4. Tres dibujos de nenes firmados por sus madres. Un papel chiquito de volante entregado en la calle con una letra chiquita de birome azul que dice «Señora presidenta fuerza le brindo con mucho amor hermanos peruanos». Y otros más. Caminé hasta el final de la cola, quería ver el último rostro y saber cuántos a esas horas, ya las tres de la mañana, seguían sumándose a esa fila que prometía diez horas de noche parados en la calle. Avancé por Avenida de Mayo hasta la 9 de Julio. La gente cantaba con termos de café y mate en las manos. Había familias, militantes jóvenes, gente grande, niños. A esa hora la fila doblada por Rivadavia y seguía dos cuadras. No había un último con el gesto desahuciado en el rostro, como yo imaginaba. No había un últi58 Crónicas del adiós mo siquiera. De las veredas se iban sumando deudos a ese final y hacían que la cola siempre se moviera, siempre se alargara, y que el último nunca fuera el último salvo por unos segundos. * Los papeles de Miriam, los míos, los que se habrán llevado otros, son los mismos que vi desde el miércoles, temprano, en Plaza de Mayo. Yo no escribí nada. No vi que ninguno de mis amigos lo hiciera. Tal vez me haya animado a llevar unas flores que regalé a mi hermana de ocho años y no dejé en ninguna reja. Valentina aprendió tres cosas el jueves en la Plaza: a gritar «un médico un médico un médico» si alguien se desmaya en un lugar donde hay muchísima gente; a hacer rimas que reemplacen laputaqueteparió del hit Andate Cobos; y a leer por segunda vez con las mismas ganas un libro que había terminado hace pocos días. Por esas tres cosas y porque no va olvidar nunca la Plaza llena de gente, vale la pena que la hayas traído, mamá. El miércoles la resaca de la noche anterior se me fue de repente, sin ibuprofeno, sin nada, o con todo, con una noticia, con algo que me dijeron, con tantas llamadas que no atendí porque no entendía por qué, a esa hora, 9.30, tantos me llamaban. Entonces me levanté y prendí esta computadora y abrí las páginas de los diarios. Tenía muchas llamadas perdidas de gente del trabajo y pensé que podría haber pasado algo más en San Vicente: un tornado, otro muerto al costado de la ruta. No quería atender sin estar enterada. Águilas humanas 59 Lo leí. Leí y llamé a mi papá. Le dije que tenía una tristeza que no entendía. Estoy intentando entender esta tristeza hace cinco días. Y a veces puedo y a veces no. Mi forma de entender es mirar. Para entender observo, escucho y después, a veces, escribo. Entonces fui a la Plaza desde el miércoles y hasta el domingo; siempre volví, unas horas, una tarde, un día. Me sorprendió mi papá que siempre habló de política y nunca se involucró y hoy está con esta tristeza que no entiende del todo. Me sorprendió más mi mamá, triste, llorando, diciéndome que este vacío ella lo sintió otras veces en su vida y que no se va, que no se va rápido. Esas veces son la muerte de su hermano, cuando ella tenía seis años, y la muerte de su padre, cuando tenía once. No entiendo. ¿Por qué estás tan triste mamá? ¿Por qué si no militás? ¿Por qué si no discutís de política en la sobremesa de los domingos? Mi mamá tiene cincuenta y uno, y este año, por primera vez en su vida, comenzó a trabajar en blanco. Es portera de una escuela. Y le encanta su trabajo. Hice seis horas de cola el jueves para entrar a la capilla ardiente del salón de los Patriotas Latinoamericanos. En esa procesión estuvo a mi lado una señora que vino desde Santa Clara del Mar para verlo, para decir adiós. Se desmayó adelante mío y la ayudé. Le había bajado la presión. Antes le había preguntado por qué había ido. La señora tiene setenta años y viajó desde la costa hasta Moreno, donde pasó a buscar a una amiga. Estaba sin dormir porque llegó de madrugada en un micro. Volvió a la cola a desmayarse de nuevo cuando se recuperó. Y le pregunté por qué. Dijo que había que estar, que era él, que era ella, que 60 Crónicas del adiós por los dos había vuelto a sentir que ella importaba acá, en este país, en Argentina. Con eso basta, pensé. * Tengo un miedo estúpido. Temo no poder hablar de otro tema. Dije que no podía salir, que cómo se les ocurría invitarme a una fiesta de disfraces. El sábado, cuatro días después, no podía disfrazarme de nada. Y me da miedo. Miedo de no estar a la altura, de alucinar con mártires y héroes. No paro de leer los diarios, nacionales e internacionales. Estoy con facebook y twitter. Vivo a seis cuadras de Plaza de Mayo. Desde que murió Néstor Kirchner pasé más horas en esa Plaza que en mi casa. Cada vez que volvía también me volvía esta necesidad de entender qué pasa, qué me estaba pasando para salir de nuevo hacia la Plaza y querer cruzarme con la gente, abrazarme con amigos, cantar bien fuerte. Necesitaba abrazos. Van cinco días en los que escucho radio, miro tele, leo diarios, reviso redes sociales, salgo a la calle, voy a la Plaza, escucho las conversaciones de la gente, miro rostros y pienso al mismo tiempo. Me estoy atolondrando de información. Quiero entender. Esta tarde volví. Busqué más cartas ocultas en el borde de las rejas, caídas por el viento y la lluvia. Las tengo acá. Bien dobladas, prolijas. Se las quiero dar a Miriam. Pienso llevárselas esta semana. Quiero que el dibujo de Ruth, de cuatro años, le llegue a Cristina. Si el hombre de mi vida se fuera así tan de golpe de mi lado yo también quisiera mil dibujos de niños que me dieran amor, aunque no supieran nada de la muerte. Águilas humanas 61 "NO SE ILUSIONEN, MAMÁ ES UNA LEONA" Palabras, aplausos. Más palabras, más aplausos. En el medio, silencio. Naimid María Cirelli Asef Estudiante de antropología en la Universidad de Buenos Aires y periodismo en Taller Escuela Agencia. Productora del programa radial «Doble de Ancho» del Club de Osos de Buenos Aires. Águilas humanas 65 Es jueves 28 de octubre, son casi las doce de la noche y Plaza de Mayo está cerca, ahí a la vuelta nomás, pero enfilando por Rivadavia hacia la entrada del lateral derecho de la Casa Rosada no se ve a la gente. Tal vez un murmullo de fondo, un poco ajeno. De este lado está todo vacío, sólo se ven cordones de policías y vallas; detrás la gran entrada. Así que con mi familia y algunos amigos encaramos la primera barrera de uniformados. No somos los únicos: un tipo dice un nombre y lo dejan pasar, un grupito de chicos lo intenta pero son rechazados y se ven obligados a dar marcha atrás. Ahí nos preguntan y no escucho la respuesta, pero sí, entramos. Llega un hombre de seguridad y nos escolta. A diferencia de los policías que charlaban y reían, a él sí se lo ve triste. Camina los cincuenta metros hasta la reja de la Casa con la cabeza gacha. Subimos las escalinatas y entramos al Hall de Honor o Galería Águilas humanas 67 de los Bustos, el nombre que le pusieron en 1973 cuando Lanusse decidió mover todos los bustos de los presidentes a la entrada principal. Seguimos por una alfombra roja hasta salir al Patio de Honor o Patio de las Palmeras: cuatro palmeras en el centro rodeando una fuente de hierro francés con la escultura de un niño que arroja agua de un jarrón. Más adelante un pasillo amplio y amarillo plagado de cuadros de personajes históricos, tan parecidos. Ya se escuchan los primeros gritos de los que entran y se paran frente al cajón para dejar su mensaje de apoyo. Ya se escuchan los aplausos que les dan por respuesta los que rodean de este lado al cuerpo. Parece algo casi mecánico. Palabras, aplausos. Más palabras, más aplausos. En el medio, silencio. Ya se ve la entrada a la Capilla Ardiente. Una de mis hermanas hace un chiste y de los nervios, inoportuna, se me escapa la risa. Mirada fulminante y pocas palabras: — Chicas, estamos entrando a un funeral. * Al mirarlo por televisión todavía dudaba de la autenticidad de toda la ceremonia, pero una vez allí, el prejuicio cae en segundos. Dentro de la Capilla Ardiente no hay sentimientos exagerados ni falsos. Dentro de la Capilla Ardiente, ahí donde se encuentra el cajón de Néstor Kirchner, no hay nada forzado. Lo que se ve, lo que se hace, es producto de esa gran tristeza que surge ante el sentimiento de ausencia y ante la necesidad de que a pesar de todo no signifique un final. 68 Crónicas del adiós Esas palabras y esos aplausos, una vez atravesado el umbral, se entienden. No son mecánicos. Qué más se puede hacer, si no es aplaudir, cuando cientos de personas que desfilan heridas y cansadas tras nueve horas de espera, frente a Alicia, la hermana, y Florencia, la hija, intentan dar palabras de consuelo, cuando se los ve desconsolados. Es así: el cajón se encuentra a la derecha de Alicia Kirchner, a la izquierda de las personas que circulan y aclaman: «Alicia tranquila, que esto es el pueblo que las apoya». Detrás de Alicia y Florencia hay unas treinta personas, silenciosas, inmóviles, casi invisibles, infinitamente tristes. Enfrente, detrás de una valla y un par de guardias de seguridad, avanzan los miles de miles, que aclaman. Y ese que aclama, el pueblo, es heterogéneo. Es jóvenes con banderas políticas o buzos de egresados, ancianos con la mirada vidriosa o miradas firmes hacia adelante, adultos en sillas de ruedas, nenas aferradas a las faldas de sus madres. Es madres, es hijos, es abuelas y también es padres. Algunos circulan en silencio, sin levantar la mirada del piso, como si esas horas de espera hubiesen sido sólo para pasar junto a él, sin necesidad de mirarlo. Otros pasan en grupos y son segundos de mucha confusión y ruido: gritan, aplauden, lloran, después continúan. Si no, toman la palabra y dicen «Viva Néstor» o «Fuerza Alicia» y ahí los aplausos y ahí el llanto. Y hay quienes dejan regalos, que son aceptados y colocados sobre en cajón o a un costado. Un hombre se asoma y le entrega al guardia una camiseta de San Lorenzo gastada. «Hace veinte años que la tengo», explica, «yo sé que él era de Racing, pero que me la cuide». La colocan a Águilas humanas 69 un costado. Abajo, un cartelito prolijo dice: «Ni se ilusionen, Mamá es una leona». * Son las dos de la mañana y la Plaza está casi vacía. Un amigo bromea: «Ves, no hay nadie». Después camina junto su mujer hasta un puestito improvisado y compran dos patys y una cerveza. Caminamos hacia el centro de la Plaza. Está sucio: hay papeles tirados, latas de cervezas y gaseosas vacías; restos de lo que dejó la multitud. A un costado, sobre Hipólito Yrigoyen, la fila. Otro amigo sube la apuesta: «Vamos, vamos a seguir la fila a ver si no hay nadie». Hace mucho frío y las personas enfilan hacia la Rosada encorsetadas por un par de vallas. Por los márgenes pasan chicos vendiendo comida y bebidas o banderas de Argentina. Cada tanto alguien comienza un canto que se sostiene por unos minutos. Uno arranca diciendo: «Néstor no se murió / Néstor no se murió / que se muera Magnetto / la puta madre que los parió». Pero al rato toma una nueva forma y la última estrofa cambia a: «Néstor vive en el pueblo / la puta madre que los parió». A la tercera cuadra, ahora por Avenida de Mayo, las vallas se terminan. La gente, sin embargo, sigue en una fila prolija hasta llegar a 9 de Julio, donde dobla y continúa unos metros más. La noche será larga, ya son las tres de la mañana. Llegando al final unos chicos venden posters y pins del ex presidente en traje y con la banda presidencial. Comentamos con mis hermanas: «¿quién lo va a pegar en su cuarto?». 70 Crónicas del adiós LA MUERTE EN LA SALA DE TRAUMATOLOGÍA Nilda sigue gritando. Los enfermeros le piden que abra la boca. Ella se niega. Candelaria Schamun Nació en La Plata el 5 de octubre de 1981. Estudió bellas artes en la Universidad Nacional de La Plata. En 2007 creó el blog Viajé como el orto, en 2008 por el espacio obtuvo el premio creativa argentina otorgado por el Circulo de Creativos Argentinos. Trabajó en la sección policiales de Crítica de la Argentina y actualmente trabaja como redactora en la sección Sociedad de Clarín. Águilas humanas 73 Nilda grita como lo hizo toda la noche. Ruega que la dejen, pide que no la muevan más, dice que el cuerpo le arde de dolor. Tiene ochenta y cinco años. Su cadera está quebrada, delira por la morfina. Piensa que está en el geriátrico pero estamos en la misma pieza: la trescientos cincuenta y tres. Sólo escucho sus gritos, una cortina color maíz me impide verla. — Sacate el pijama y levantá los brazo –me pide Natalia, una enfermera. De fondo, los lamentos de Nilda. Natalia apoya una palangana azul sobre las sábanas blancas y ásperas de la cama que ocupo en el Hospital Británico. Moja una gasa y la frota contra un jabón naranja hasta sacar un poco de espuma. Mientras acaricia con suavidad mis tetas, mis axilas y mi panza entra otra enfermera. — ¡Se murió! –grita. — ¿Quién se murió? –pregunta Natalia. Águilas humanas 75 — Estaba en la 350 atendiendo a un paciente y un familiar dice murió Kirchner, pero no sé si es verdad o es una joda. Mi cuerpo está mojado. Mojado y lleno de espuma. Natalia me limpia la cara. Le pido por favor que termine. Prendo el televisor: «Murió Kirchner», dice la placa roja de Crónica. Cambio. «Murió el ex presidente Néstor Kirchner», dice el zócalo de TN. — ¿Viste que es verdad? Se murió –dice la enfermera. Durante 20 horas mi dedo pulgar apretó el botón del control remoto: cinco canales para arriba, cinco canales para abajo. Y cada vez que lo hacía la Plaza de Mayo estaba más llena. Por la impotencia de no poder salir corriendo a la Casa Rosada mandé mensajes de texto a mis amigos: «Murió Néstor». En la pieza había Wi-Fi. Recorrí todos los diarios tratando de encontrar más información. Le chateé a todos los que estaban en verde para sentir la sensación de no estar en el hospital. 10:16 am. Yo: estoy. 10:17 am. Yo: helada por la noticia. No tuve respuesta y pasé al siguiente contacto. 10:25 am. Yo: estoy helada lo de Néstor es terrible. 10:28 am. Mariano: tremendo, gordita es una pérdida increíble. Yo: una terrible pérdida 10:30 am. Mariano: hoy no lo vamos a dimensionar del todo cómo va tu pierna, gordita? Yo: hoy no claro pero es una pérdida clave en este gobierno, la pierna es un infierno me duele demasiado 10:31 am. Mariano: uf. 76 Crónicas del adiós Nilda sigue gritando. Los enfermeros le piden que abra la boca. Ella se niega. En la Plaza ya hay cientos de miles de personas llorando, despidiendo a su líder. Llega la bandeja con la cena. Más tarde el silencio del hospital, sólo el ruido de las mujeres de delantal que caminan por los pasillos llevando calmantes a los pacientes. Las luces de la Casa Rosada iluminan mi pieza. Las gotas de morfina lograron una vez más tranquilizar a Nilda. No la pueden operar porque su corazón no resistiría, entonces retrasan su agonía con la bendita mano de la medicina. En la Plaza el pueblo grita que la muerte de Néstor fue injusta. Águilas humanas 77 LOS CUERPOS CUENTAN Ese día en las boleterías del subte había carteles que decían Pase Libre. Crucé el molinete sin terminar de entender por qué parecía vital estar ahí. María Eugenia Ludueña Se licenció en Ciencias de la Comunicación en la UBA. Escribió en diversos medios de editorial Perfil y Atlántida, en la revista del diario La Nación y en Las Doce de Página/12, Elle, Travesías y Gatopardo, entre otros. Productora de documentales para The History Channel con Anima Films, coordina talleres de periodismo para jóvenes con la Asociación Miguel Bru y trabaja como periodista independiente. Ha recibido la Beca Avina, el Pléyade al Equipo de Investigación, la distinción Orgullo Ciudadano de la FALGBT. Una nota que escribió para Hecho en Buenos Aires fue elegida Best Feature Story: Writing for social impact (mejor crónica con impacto social) por International Network of Street Papers. Águilas humanas 81 El jueves 28 de octubre a las 13:30 bajé corriendo las escaleras del subte en la estación Congreso de Tucumán, en el barrio de Núñez. Pretendía hacer lo más rápido posible. Ir hasta Plaza de Mayo, dar una vuelta, escuchar, zambullirme y volver temprano para seguir trabajando en las cuestiones con las que pago las cuentas. En ninguno de esos issues -documentales, colaboraciones en medios gráficos variados- figuraba esta vez escribir sobre la Plaza donde había estado hacía una semana, a la misma hora, grabando copetes para un documental. No alcanzaba a discernir si el no estar cubriendo la muerte de Néstor Kirchner era bendición o maldición; me incliné por lo primero (como optimista puedo ser bastante idiota). Me encendía una tremenda curiosidad, un deseo perturbado de tener mi propio relato. Había hojeado diarios, me había metido en twitter y había vuelto a facebook donde la gente subía notas de señores sesudos, alguÁguilas humanas 83 nas memorables y otras patéticas, muchas escritas al resplandor de televisores de alta definición. Había hablado con mi amiga Marcela –nos conocemos de cuando trabajamos en editorial Perfil- y habíamos quedado en encontrarnos en cuanto pudiéramos en la Plaza para volver temprano (tenemos hijos pequeños). Ese día en las boleterías del subte había carteles que decían: «Pase Libre». Crucé el molinete sin terminar de entender por qué parecía vital estar ahí. Tenía algo claro, poco: no quería que me la contaran. La sensación de que el foco periodístico estaba más en analizar, opinar, reflexionar que en tratar de navegar esa ola con la antena satelital de los cinco sentidos. Periodismo de inmersión, se me ocurrió. Algo básico, que es, desde cierta óptica, todo lo contrario a una red social virtual: tiempo, paciencia, trabajo de campo y cuerpo. Periodismo de inmersión fue como un mantra; me chupa un ovario todo lo demás. Todo lo demás es que no los voté. Estaba de acuerdo con muchas de sus medidas, en especial con las de fondo (parte en que te dicen «ah, sos re k» y sonríen), fui crítica con algunas de sus formas, con ciertos pliegues históricos del pejotismo. No compartía el cien por ciento de la Kosa. Ahí estaba, llegando a Catedral. * 13:55 El cielo primaveral, sol, brisa, banderas por todos lados de tamaño de pequeño a mediano. El aire huele a mi perfume preferido: choripán. Marcela envía SMS, está en Avenida de Mayo al 600. Mucha gente. Algunos van solos o en grupo hacia la Plaza. Otros bordean una valla que corre sobre un lado de la calle. 84 Crónicas del adiós Delimita la cola de gente esperando para saludar a Néstor. Al terminar la valla la fila sigue, menos apretada. En la esquina hay un tipo inmóvil, de cara al viento. Con los brazos abiertos en cruz sostiene una cartulina donde escribió: «Gracias Néstor». Hay jóvenes, sí, pero está también lleno de gente grande. Me llaman más la atención ellos que los jóvenes. No son todos tan militantes ni tan parecidos. Una nena posa sonriente delante de un cartel con la foto de Néstor y Cristina; con un ramo de rosas rococó entre las manos, sonríe para la cámara de su papá. * 14:10 Avenida de Mayo y Piedras Me encuentro con Marcela en la fila. Ella se encontró con dos amigas que a su vez están con un grupo. En el Café Martínez de la esquina compramos expressos en vasitos descartables. Dicen que la cola llega a 9 de Julio. Ahí me quedo, debajo del pasacalles que el viento arenga: «Néstor con Perón y el pueblo con Cristina». La cola avanza despacio. Mi amiga quiere imponer un cantito: «Yooooo / yo soy argentina / soy guerrera/ de Kristina!». Pero la multitud se enciende con: «Olé Olé Olé Olé Néstor Néstor». * 14:20 Llama mi cuñada Silvia, psicoanalista. «Néstor se murió el día del censo. El día que nos cuentan uno por uno, ¿entendés lo que significa eso?» Uno por uno, están llegando. Águilas humanas 85 14:30 Uno de mis hermanos, Maxi, avisa por teléfono que viene. Me disculpo con el señor de atrás. Le pregunto si no le molesta que mi hermano se sume a la fila. El tipo es un morocho sesentón, macizo, los ojos vivos y amables de aquellos que han recibido muchas órdenes. «Hoy se perdona todo, si no dije nada antes… Hoy sólo importa él», dice sonriente. Vino desde Hurlingham y lleva hora y pico de cola. Ayer también: apenas se enteró de la noticia, no podía estar solo. La caravana avanza lenta. Unos pocos pasos continuos y largas esperas. No hay tristeza en esta fila a esta hora. Hay cierto alivio mezclado con celebración, la certeza de estar ahí. Las conversaciones con los vecinos de cola versan sobre «la custodia de Cristina». Con quién cuenta. La gente repasa el núcleo duro. ¿Aníbal Fernández?: «sí, claro Está bueno tenerlo para el partido». ¿Qué onda Moyano?: «No sé… estuvo un poco frío…me da cosa». Cuando la energía amenaza con caer, un pibito fornido y retacón arranca uno de los hits. Es el único donde todos se ríen. «Andáte Cobos la putá que te parió / Andáte Cobos la putá que te parió/ Andáte Cobos la putá». * 14:50. Llegando a Chacabuco Sobre el asfalto un hombre envuelto en la bandera argentina extiende su mercadería. Plancha cada bandera con la mano. Las banderas dicen: «Gracias Kirchner» y al lado del solcito tienen la foto de Néstor. Cuestan veinte pesos. La venta de banderas es el negocio del día. Banderas y flores. ¿A qué hora toda esta 86 Crónicas del adiós gente la ve venir? Unos metros adelante una familia con dos hijos y un cartel que dice: «Fuerza Cristina Gracias Néstor familia Rozas». Están la madre, el padre, dos chicos. Llega mi hermano. * 15:15 Llega una señora de ochenta años, la más coqueta de la plaza, pelo lacio y plateado, ramo de flores envuelto en celofán. Pregunta al señor de Hurlingham dónde empieza la cola. El morocho le dice: «se puede quedar acá con nosotros». * 15:45. Entre Chacabuco y Perú Hace minutos que no avanzamos nada. Con Marcela salimos a pispear. Al llegar a Perú y Florida nos damos cuenta de que del lado derecho se armó recién otra cola, varias cuadras más corta. Dicen que la original llega hasta Bernardo de Irigoyen y más. La gente se queja de la falsa cola. Tensión. Al final, una treintañera de la cola original mira a los que la rodean y dice tajante: «Hoy estamos todos por lo mismo compañeros, no vamos a pelear». Nadie le discute y cada uno a su fila. Pero ahí donde la cola original se encuentra con la falsa para ingresar al vallado hay todavía más avalanchas. Siento la anatomía de los vecinos clavada en la mía. No empujen que hay chicos. Alguien se pone a cantar el himno en versión cancha de fútbol/rugby/bicentenario. Inmediatamente después el canto sigue: «Patria sí / Colonia no». Águilas humanas 87 15:35. A metros de la London Todo el mundo quiere llegar adentro del vallado. Se produce un embudo. A nuestra izquierda entra la columna de Madres de Plaza de Mayo. La gente las aplaude y grita. Despacio, paren, no avancen, hay criaturas. Lo más parecido que estuve a esta multitud prieta, salvando las insalvables distancias, es un recital de Madonna. Mi hermano distingue a nuestro lado a una nena y la levanta. Se llama Yeny, tiene cuatro años. Vino con su abuela Ana de Moreno y se han perdido del grupo. Ana anda con una botella de agua mineral con la parte superior cortada y tres rosas reposando mucho más cándidamente que nosotros en agua fresca. Todos los que estamos ahí pensamos cómo carajo se le ocurre venir acá con una nena de cuatro años, pero a ella no le cabe duda de sus motivos y jamás hará un comentario al respecto. Vemos el edificio del Gobierno de la Ciudad. «Es para Macri que lo mira por tevé». * 16:11 El sol molesta, pega fuerte. Perdí a Marcela. De un lado tengo a dos muchachos trajeados, treinta y pico, arreglados, rosas blancas en alto. Raro ver a tantos hombres con flores en alto para otro hombre. El aire huele a desodorante, a champú, a jabón en polvo, al suavizante de ropa de los que me rodean y contra los que apoyo la nariz. El cuerpo como un arma moderna. Un extraño pacto. El tipo asumió, recuerda alguien, y se tiró a la multitud. «Después van a decir que venimos por el pancho y la coca». 88 Crónicas del adiós Atrás tengo una chica hablando por celular, campera negra, cuarenta añitos bien cuidados. «Sí, necesito mucho de mi espacio terapeútico. Pero no voy a llegar. Vine a despedirme de Kirchner». Dice Kirchner como si hablara de un jefe al que llama por el apellido y probablemente así sea. Suena mi celular. Marcela. ¿Dónde estás? Donde está el payaso blanco con sombrero violeta. Cuando pasó la columna de Madres, la multitud se llevó a mi amiga. Salió de la cola y de la valla. Entró a la plaza. No sabe cómo volver a entrar. No hay por dónde. * 16:45. Estamos llegando al Cabildo Mensaje de Marcela en el celu: «Me compré una cerveza para brindar por Néstor al irme de la plaza. Ahora en el subte en la vida normal, parece desubicado. Por la vida eterna, compañero!». Volverá al día siguiente y le dirá a Cristina: «Nunca vi tanto amor». A la valla se acercan vendedores y periodistas. La niña Yeny pide palitos salados y mi hermano, que la lleva durante horas a caballito, compra palitos y gaseosas. Tengo hambre, sed, pero, de solo pensar que es imposible hacer pis, no como. En la esquina de la plaza hay fotógrafos subidos a los faroles. Por los costados se acercan periodistas, camarógrafos, movileros. Se arriman a la valla y sacan fotos, información, testimonios. Esta visión desde adentro me vuelve reflexiva: metodología periodística. Esa distancia. Al lado mío hay un señor con la cara morena, agrietada y el labio leporino. Aprieta bajo el brazo un ejemplar de Clarín envuelto en El ArgentiÁguilas humanas 89 no. ¿En qué momento el millonario corrupto, el impresentable, el déspota, se convierte en el apasionado por la política? Todos disparan, como en un zoológico. Me quedé si baterías en el celular, genial. Hay móviles de tv y antenas. Alguien dice: «ése es el de TN pero no le pueden poner identificación. La gente los reputea». Alguien cuenta que ayer se acercó un movilero y le preguntó a una chica –por la que nadie daba dos mangos– por qué estaba ahí en la plaza. Y la chica dijo: «porque Kirchner terminó con muchas cosas. Y nosotros vamos a terminar con ustedes. Se va a acabar/ se va a morir/ el monopolio de Clarín. El que no salta es de Clarin». * 17:30. Diez pasos en media hora Le digo a mi hermano que estoy harta, no aguanto más, llevo más de tres horas para saludar a un tipo que está muerto y no era la presidenta del club de fans. Mi hermano, el mismo que sólo mira 678 para maldecir lo que repiten los panelistas y cómo editan las notas, me dice que tenemos que quedarnos. Es histórico. La última vez que estuve con mi hermano en la plaza fue en la madruga del 21 de diciembre del 2001. * 18:00 El humo del paty es irresistible, ocho pesos. Compro bandera argentina, cinco pesos («La última, te la dejo a precio peronista»). No veo a la vendedora de chipa. Nadie tiene plena conciencia de hasta dónde vamos a 90 Crónicas del adiós llegar, cómo es el recorrido o cuánto falta. El aire ya huele a transpiración, a efluvios corporales, a algo acre. — Acá hay algunos compañeros que no saben lo que es una ducha -grita una voz femenina. — No seas mala mamita. Estamos hace horas. — Igual, querido. Acá hay gente que no se baña hace años. Estamos debajo del edificio de la Franco Argentina. Veo la plaza de perfil. En el centro hay una figura inflable de mujer. La gente debate si es Evita o Cristina. El cielo empalidece; a ella la parte un rayo de sol. No veo mucho más, estoy perdida entre cuerpos, cansada, me duele la cintura. Y empieza la parte más difícil, avalanchas permanentes. La revolución -o lo que sea- necesita de cuerpos en forma. * 18:30 En el reloj del Cabildo los minutos no pasan. El tiempo se ha vuelto algo muy raro, algo que invierto acá, por curiosidad. Algo que habitualmente cuido mucho porque entiendo que es lo único que no se puede comprar. Tiempo y cuerpo en suspenso. Siento contracturas. Horas de pie en la experiencia más nac & pop de mi vida. Un pibe sub treinta, de barbita cool, lee mentes: — Nunca estuve en algo así. — Vos porque no estuviste cuando murió Perón, querido -agrega una señora de sesenta y largos, saco camel y pelo planchado. Dos tipos de chomba, sencillos, sacan cuentas: — Yo recuerdo cosas así dos veces: cuando la muerte del General y Ezeiza. Águilas humanas 91 — En el cuarenta y cinco yo tenía nueve años. Onganía y Lanusse me cagaron el voto. Milité siete años pero no podía votar. Alguien empieza a cantar la marcha peronista. Los jóvenes sólo conocen la primera estrofa. * 19:00 A la altura del Standard Bank, la peor parte. La cola se tuerce, y eso hace que los empujones sean más bruscos. Uno cree que está por llegar pero no. Pésimo momento para intentar colarse, pero nunca falta uno. Un señor canoso va a detener al colado. «Hacé la cola la putá que te parió». Un muchacho con gorra dice: «vamos a hacerle el aguante al canoso, si fuera otro momento lo cagamos a piñas». La gente grita: «Sos un boludo» y enseguida todos cantan: «Sos un Cobos la puta que te parió». Pasa una columna al costado con carteles de una asociación de inmigrantes. Aplausos. * 19:22 Al lado hay, además de miles de personas, alguien que escucha la radio. Dice que Cristina está ahí. Como llevamos más de cinco horas de cola no sabemos qué pasa ahí adentro ni en ningún lado. Tampoco que esa cola al día siguiente será noticia. «Despacio despacio despacio», grita uno que vino con tres hijas. Muchas mujeres. Las más divertidas son un grupo de cuatro amigas de La Plata, empleadas administrativas. Cada vez que se pierde una del resto de sus amigas, la 92 Crónicas del adiós gente canta «que la dejen pasar». Sorprende que se hayan bancado todo esto las más grandes pero sorprende también que estén impecables. Mi hermano me señala hacia un costado y vemos a la anciana de ochenta con las flores envueltas en celofán. Alguien dice: «cantemos para que la dejen pasar». La señora no quiere privilegios, si llegó hasta acá, es para entrar con todos. Cuando el ánimo cae, Rosa le pide a los chicos que canten, canten. «Borombonbóm borombonbóm para Cristina la reelección». * 19:55 Los pocos que tienen banderas las enrollan. Se termina el vallado y hay una barrera de policías. Alguien dice que llega Chávez, Lula. Si tengo que elegir me quedo con dos imágenes: Kirchner bajando el cuadro en la Esma y la identidad latinoamericana. Intuyo que algunos amigos van a adherir al realismo mágico y van a decir que el neopopulismo y los caudillos latinoamericanos. Cruzamos la valla. Falta poco. Caminamos sueltos. Sentimos el aire fresco, la noche oscura, la Casa Rosada envuelta en luces. La gente acomoda en las rejas los souvenirs, las rosas que esperaron más de seis horas. Piden apagar celulares. Nadie me revisa. Detrás nuestro viene una pareja de chicas envasadas en cuerpos originalmente masculinos. Llevan remeras del movimiento Evita. Una rubia, flaquísima, otra morocha, de cara más redondita. La rubia se detiene un instante a metros de la entrada, podría llamarse Marlene. Su mano busca algo en el fondo de Águilas humanas 93 una cartera. Saca su polvera, abre el espejito y se aplica polvo volátil antes de despedirse. * 20:00 La explanada de Casa de Gobierno está tapiada de coronas, nunca vi tantas. El olor a flores llena el aire, junto con el sonido del agua de las fuentes. En segundos estamos en el Salón de los Patriotas. Adentro hay más coronas. El cajón y ella. Erguida, elegante, silenciosa. Acaricia el cajón. Atrás está Alicia K y una séquito de hombres de traje. Segundos. Chau Néstor. Alguien grita Fuerza Cristina. Otros hacen la V de la victoria. Ella se lleva la mano al corazón. Mira a uno por uno. Ya estamos saliendo. Seis horas por cinco segundos. Después mi cuñada me dirá que este fenómeno de masas excede algunos lugares comunes. Que es el fenómeno del uno por uno. Uno a uno se expresaron desde la subjetividad: desde el cantante, el de campo, el más militante y también el más psicótico. Bajo al subte en el obelisco. Un grupo de nenes mugrientos, lloriquean y corren, comparten un cono de Mac Donalds. Las cifras de indigentes siguen siendo patéticas. Abro la cartera y encuentro el libro que manoteé al salir de casa. Lo cargué porque era finito. Lo abro y me acuerdo de que ya lo leí. Recién hoy, cuando me senté a escribir, no podía creer cuál era el título, obviedad pura: Elegía. Cuenta la vida de un hombre a través de su funeral. Pienso en la connotación de la palabra contar: una historia o una cantidad. En uno a uno desfilando para saludar. Hoy sé que los cuerpos cuentan. 94 Crónicas del adiós LE VOY A CONTAR MIS NIETOS Tenía una camiseta da la selección argentina y unos pantalones de Boca. Cada vez que la columna giraba, él se movía para seguir dos metros al frente. Sebastián Hacher Nació en Ciudadela, Provincia de Buenos Aires en 1976. Es periodista desde el 2001. Escribe en diversos medios: Miradas al Sur, Soy (Página/12), SOHO, Revista THC, Rumbos, Diario Z, entre otros. Trabajó en la sección de policiales del diario Tiempo Argentino. En televisión formó parte de las producciones de Punto.doc, La Liga (Telefé) e Historias Prestadas (Canal 7). Fue uno de los fundadores de Indymedia Argentina, y es miembro de Sub Cooperativa de Fotógrafos, con quienes ganó la Bienal de Arte de Cuenta de 2009. En 2008 ganó la Beca Avina para la Investigación Periodística y en 2011 fue seleccionado junto para un taller con el escritor mexicano Juan Villoro, organizado por la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano (FNPI). Publicó los libros Gauchito Gil (2008) y Sangre Salada (2011). Águilas humanas 97 Llegué a Plaza de Mayo tres horas después de la noticia. Faltaba casi un día para que empezara el velorio, pero la gente hacía fila para atravesar la valla y dejar su ofrenda en la entrada a la Casa Rosada. Nunca había visto a tantos llorar juntos. Eran de esas lágrimas que caen a borbotones, que se deslizan por la nariz y manchan lo que tienen adelante. Una mujer de clase media lagrimeaba mientras hablaba con un evangelista al que Kirchner le había dado una casa. Una pareja joven, ella embarazada, lloraba hombro con hombro mientras leían los carteles que alguien había pegado en el piso. Un hombre alto y grandote se frotaba la cara mojada contra la manga de su camisa de jean. Un grupo de militantes con ropa colorinche y zapatillas de lona caminaban hacia la explanada. Tenían los ojos y las manos llenas de regalos: flores, afiches, banderas. Algunas de ellas le habían pedido a un reportero gráfico que no les sacara fotos. «No queremos que el enemigo nos vea Águilas humanas 99 llorando», le dijeron. Una pena: se las veía hermosas, fuertes, aguerridas. A la tarde, poco antes de que cayera el sol, el ambiente cambió. De espacio para el homenaje devoto y la tristeza íntima, la plaza pasó a ser un lugar de militancia. Una de las primeras columnas en llegar fue la de la La Cámpora. Eran unos trescientos, la mayoría de mi generación: gente mayor de veinte y menor de cuarenta. Al frente de la columna venía un pibe mucho más chico que los demás. Me llamó la atención porque apretaba los ojos y hacía muecas con la boca para contener el llanto. Lo seguí un rato. Tenía una camiseta da la selección argentina y unos pantalones de Boca. Cada vez que la columna giraba, él se movía para seguir dos metros al frente. Cuando estuvieron frente al vallado, el pibe desapareció. Al rato lo volví a encontrar. Había conseguido papel y marcador y estaba agachado en el piso concentrado en lo suyo. «Néstor: yo te apoyo con todo mi corazón. Te quiero mucho», escribió. Y después se quedó unos segundos con el fibrón en la mano, pensando como seguir. «Gracias por ayudarme y por el abrazo que me diste en Ferro. Si hay que donarte algo, yo te dono mi sangre. Franco Bogado». Me contó que vivía en un hotel de San Telmo, que tenía doce años y que había estado con Kirchner durante un acto en Ferro. «Me abrazó como media hora –dijo–. Iba a conseguir una casa para mi familia pero ahora se murió y no me va a poder ayudar». * El jueves llegué al mediodía. Ya había empezado el velorio y la fila para entrar a la Casa Rosada y tocar 100 Crónicas del adiós el féretro iba desde Plaza de Mayo hasta la 9 de julio, volvía por Rivadavia y doblaba por Avenida San Martín. Eran algo así como veinte cuadras, entre siete y nueve horas de espera. En la fila me encontré con Eva, una Mai de Florencio Varela al fondo que cura con una imagen de Evita Perón y otra de Yemanya. Estaba Raquel: me dijo que era la primera vez desde la muerte de su hijo que iba un velorio. Después supe que también andaba por ahí Juanito, que el día anterior había llorado como si fuera el final de una novela. Y que Isabel, que venía con tanta bronca, había entrado a la mañana temprano solo para romper una corona de flores que llevaba la firma de Menem. A la noche, cuando el velorio ya era parte de la historia, llegó Diego, que está con prisión domiciliaria pero sin pulsera electrónica y entonces aprovechó para venirse desde Budge y hacer la fila. Todos decían más o menos lo mismo: le voy a contar a mis nietos que estuve acá. * A las once de la noche nos sentamos a mirar televisión. Cristina estaba en el centro de la escena y cada tanto se levantaba para abrazar a la multitud que entraba a la capilla ardiente. En la pantalla, el desfile de gente parecía cumplir con la profecía de Andy Warhol: cada uno de lo de los deudos aprovechaba esos pocos segundos frente al poder y las cámaras para gritar un discurso, recitar un poema, llorar o hacer un pedido. Poco antes de la medianoche, la presidenta se fue y le dejó el centro a Máximo, su hijo. En algún momento entraron a la sala sus compañeros de La Cámpora y Águilas humanas 101 se levantó para abrazarlos. Entonces lo volví a ver: era Franco, el pibe del día anterior. Llegó frente al cajón y se largó a llorar con todo, como se llora cuando se es niño y todavía no se tienen las reservas del caso. La escena duró pocos segundos y fue incómoda. Franco se abrazó con Máximo -le llegaba a la altura de la panzay gritó que Néstor era su amigo, que él lo quería mucho. La trasmisión cambió de cámara enseguida. * Yo también le voy a contar a mi nietos que estuve ahí. Es más, les voy a decir que estuve dos veces. La primera fue hace nueve años y todo era distinto. La Casa Rosada tenía un vallado débil, casi decorativo. No costaba nada cruzarlo y romper los vidrios de la puerta, prender fuego en la arcada, colgarse de las ventanas. De esos tiempos me vienen a la mente escenas sueltas: alguien que saca pecho, varios que levantan una valla y la tiran contra el cordón de la infantería, otros que rompen baldosas y las convierten en proyectiles. Y enseguida las balas de goma, los gases. En aquellos años no conocíamos el miedo. Les voy a contar a mis nietos que nueve años después volví: que nos encontramos con varios de aquella época, que estábamos más gordos y más felices. Que habíamos aprendido que no todo lo que viene del Estado es el enemigo, y que la realidad es mucho más compleja, que vale la pena soñar y ser parte de la historia con todas sus contradicciones. Y entonces, cuando eso ocurra, Franco Bogado será un tipo grande que nunca habrá tenido que dar su sangre para defender lo que es suyo, para dar cuenta de los sueños de todos. Eso espero. 102 Crónicas del adiós EL NUEVO HOMBRE Los frutos de los plátanos desperdigaban sus dardos alergénicos y el humo de los choripaneros hacía de la espera un momento asfixiante. Juan Tauil Es cronista y documentalista nacido en Santiago del Estero. Forma parte de Águilas Humanas, escribe para el Suplemento Soy de Página/12, está trabajando en su ópera prima el documental «T, trava el que ve» y forma parte del grupo literario-musical «Sentime Dominga», con el que explora la musicalidad de la crónica al tiempo que realiza performatividades de género. Águilas humanas 105 Aterricé solo en la fila que llevaba al pueblo rumbo a la capilla ardiente para despedir al prócer: eran las seis de la tarde. Recorrí de punta a punta esa guirnalda humana que se desplegaba colorida pero sumida en el dolor, hasta que llegué a su comienzo, o a su fin; quién sabe dónde empiezan y terminan estos actos de amor. Ni por un segundo fui el último, pues detrás de mí se ubicaron un chico de San Antonio de Areco y su amiga. Y detrás de ellos otros cinco, diez, cientos de miles más. Adelante caminaba una mujer y su hija veinteañera que sostenía una caña tacuara con dos banderas, la argentina y la whipala, símbolo de la presencia argentina en esta brillante unidad del sur. Media hora estuve solo, solo sin hablar, hasta que divisé a Damián, un viejo amigo, judío, que caminaba en silencio. «¿Puedo quedarme con vos?», me preguntó. Pronto se acercaron más conocidos: Cristina, una analista de sistemas que llamó para unirse, no tenía Águilas humanas 107 con quién compartir su dolor; Daniel, pareja de Damián, colaborador de Clarín, presente para conjurar su conflicto interno entre el trabajo y el país; Juan Pablo, un muchacho hippie, hacedor de hornos de barro, que nos acercó sus teorías energéticas: «Néstor era una de esas almas que vienen a curar el pasado, tanta oscuridad tuvo que absorber, que su corazón se partió como un cristal». La fila avanzaba lenta, cuatro cuadras por hora, según contabilizaban algunos. Desde San Martín hasta avenida de Mayo, pasando por 9 de Julio, la formación se iba nutriendo de compañeros que se iban encontrando en el peregrinar. A la una de la madrugada el viento empezó a soplar con furia. Los frutos de los plátanos desperdigaban sus dardos alergénicos y el humo de los choripaneros hacía de la espera un momento asfixiante. Entonces la cola se detuvo, no avanzaba ni un centímetro. «Hay otra que va por 25 de Mayo», nos avivó un muchacho joven que cargaba una bandera celeste y blanca a sus espaldas. Algunos fuimos a corroborarlo, con la promesa de avisar si eso era cierto a los que se quedaban a cuidar el lugar. Me acompañó Verónica, una joven que trabajaba en una oficina, y su madre, ambas de la conurbana San Martín. Era cierto, la cola por la que entraban los funcionarios ya le pertenecía al pueblo: ya había dos cuadras de ciudadanos que avanzaban mucho más rápido, así que nos sumamos, no sin antes avisar a los que esperaban. Aplausos esporádicos, cánticos de repudio contra el vicepresidente traidor y vivas para Cristina, la Viuda del Pueblo. Eran las dos y cuarto de la mañana y ya avanzábamos rápido hacia la Casa Rosada, tomados de la mano, agarrados del brazo, acompañándonos. «Los 108 Crónicas del adiós putos de Clarín», gritaba un chongo militante, rubio como la cerveza. «Forros u otro adjetivo quedaría mejor, ¿no?», le dije. Y dejó de cantar. En la entrada enrejada ya se sentía el aroma a flores. El sonido de las fuentes de agua arrullaban a los deudos que íbamos llegando. Los zorzales cantaban a deshora su tristeza. En el patio de las palmeras estaban Alex Freire y su marido, sentados, extenuados, agradecidos por quien tanto hizo por la construcción identitaria de millones de argentinos. El resto del recorrido lo guardo en mis retinas: la hermana doliente, estoicamente parada al lado del féretro, amigos, funcionarios, gente común que gritaba mensajes de agradecimiento, de amor, de devoción. No estaba Cristina, obviamente extenuada. Ya en la explanada, salimos todos en silencio. Unos brazos fuertes detuvieron mi caminata: era el militante. Me abrazó, me dio un beso y me dijo: «sin ofensas, compañero». Ahí comprendí que Néstor se fue, nos dejó, pero no sin antes dejar la semilla de un nuevo hombre argentino. Águilas humanas 109 Este libro se terminó de imprimir en el mes de noviembre del 2011.