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Águilas Humanas
Crónicas del adiós
Águilas humanas
Crónicas del adiós
Martín Ale
Editor
Ale, Martín
Crónicas del adiós. - 1a ed. - La Plata : Universidad
Nacional de La Plata, 2011.
124 p. ; 19x12 cm.
ISBN 978-950-34-0767-7
1. Crónicas Periodísticas. I. Título
CDD 070.4
Arte y diseño: Eríca Anabela Medina
Revisión de textos: Alcira Martínez y Guadalupe Giménez
Editor: Martín Ale
Derechos Resevados
Facultad de Periodismo y Comunicación Social
Universidad Nacional de La Plata
La Plata, Provincia de Buenos Aires, República Argentina.
Octubre de 2011
ISBN 978-950-34-0767-7
Queda hecho el depósito que establece la Ley 11.723.
Queda prohibida la reproducción total o parcial, el almacenamiento, el alquiler, la transmisión o la transformación
de este libro, en cualquiera forma o cualquier medio, sea
electrónico o mecánico, mediante fotocopia, digitalización
u otros métodos, sin el permiso del editor. Su infracción
está penada por la Leyes 11.723 y 25.446.
Índice
Prólogo .................................................................. 9
Cristian Alarcón
La epopeya futura ............................................... 13
Lucía Álvarez
El cortejo peronista ............................................. 25
Martín Ale
El miedo y lo sagrado .......................................... 35
Laura Meradi
Papeles ................................................................ 51
Patricia Serrano
No se ilusionen, mamá es una leona .................... 63
Naimid María Cirelli Asef
La muerte en la sala de traumatología ................ 71
Candelaria Schamun
Los cuerpos cuentan ............................................ 79
María Eugenia Ludueña
Le voy a contar mis nietos .................................. 95
Sebastián Hacher
El nuevo hombre ............................................... 103
Juan Tauil
Prólogo
En el bar de Avenida de Mayo y Bernardo de
Irigoyen había un tipo con los ojos rojos. Pensé que
era un funcionario, un allegado al gobierno; tenía esos
sacos grises que usan algunos militantes que se hicieron políticos profesionales. Aún no habían trasladado
el cuerpo, era la noche del miércoles. A mis amigos les
daba vergüenza reírse fuerte, había algo de murmullo
de iglesia en el antro, apenas si se escuchaban los autos que pasaban por la calle y algún canto a lo lejos,
un bocinazo, el pedido de monedas de los borrachos,
la orden de cerveza de los mozos al cantinero. Si uno
se acercaba a la Plaza, el de los ojos húmedos se repetía por mil, por miles. Los cuerpos obstinados, anónimos, muchos, se acomodaban frente a la Casa Rosada en una vigilia que recién comenzaba. Los días que
vendrían serían una ceremonia del adiós impensada,
un constante martillar del recuerdo y el miedo que
Águilas humanas
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produce la muerte de un ser cercano, fundamental. La
fila del responso, esa manera tan argentina de ordenar la espera, con esa forma que derrota al caos y
dejar afuera al aprovechado, esa manera de poner el
cuerpo y el tiempo propios para conseguir lo que se
busque, ya había nacido. En el comienzo los deudos
avanzaban a pasos lentos, apenas perceptibles. En el
final aquellos que habían podido mantener cierta distancia civilizada con los demás, debían entregarse al
apretuje, el convivir de los olores y las respiraciones
cercanas, sosteniéndose en la muchedumbre. En ese
instante se podía pesar la tristeza masiva, el dolor
colectivo, la epifanía política de un Néstor Kirchner
naciendo como mito al morir como un hombre común,
de un paro, en su casa, junto a su mujer.
Esta edición de Águilas Humanas –cómo llamar a
este colgar nueve textos en el blog en un mismo momento sino– nació un día después de la muerte de
Kirchner, como ocurre con lo que uno inventa para saciar el ansia que produce la falta, el vacío, el sentirse
sin manos ni brazos para campear el ventarrón: de súbito, de repente, así nomás. Los cronistas que se sentaron a escribir lo que no podrían publicar en los medios,
lo que no escribirían en esas cuartillas antojadizas en
las que se ciñe la narración periodística, tuvieron la
libertad para hacerlo en el blog, sin más intención que
la de contar desde lo propio, desde el haber estado, desde
la percepción, desde aquello que podríamos llamar interior, lo que les dejó la experiencia.
Es un homenaje de quienes, tal vez por ser parte de
este colectivo de cronistas en el que se ha ido convirtiendo Águilas Humanas, pueden sumergirse en la ca10
Crónicas del adiós
lle habitada por los miles de miles siendo uno, y siendo el todo. En esa radicalidad casi espiritual es que
estriba la condición política de la crónica. Lo subjetivo e individual, personal e íntimo, se funde en los relatos con la conciencia de que la mirada propia se
extiende más allá y al infinito al restituir para los demás lo que nos sucede a todos.
Cristian Alarcón*
*
Escritor, maestro de la FNPI, coordinador de la especialización de
Periodismo Cultural de la UNLP y maestro de Águilas Humanas.
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LA EPOPEYA FUTURA
Los censistas usarían mulas, sulkys, avionetas.
Llegarían adonde no hay rutas, ni Internet.
Al fin del mundo, donde todo es hielo.
Lucía Álvarez
Es socióloga y periodista. En la actualidad trabaja en
el diario Tiempo Argentino.
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15
La placa dice que está muy grave. «Néstor Kirchner
internado. Estaría muy grave». Un canal y otro y otro,
hasta que al fin aparece: Murió.
Kirchner no era alguien capaz de pensar su muerte. Tampoco nosotros. A pesar de sus internaciones y
de sus infartos, de sus descuidos evidentes. No era un
panorama posible, para él ni para nadie. Por eso, todos desconfiamos. «Es la guerra mediática», pensaron los más incrédulos. «Al Papa lo mataron dos veces», buscaron en archivos. En el relato que cada uno
hará más adelante, cuando se necesite compartir el
arrebato, todos preguntarán: ¿y vos? ¿Cómo te enteraste? Y las respuestas serán varias, pero todas coincidirán en eso. Tenía que ser un error.
Fue el día del Censo Nacional. Un día en el que el
Estado despliega su poderío: seiscientos cincuenta mil
personas en la calle buscando información de todos los
argentinos. De todos. Los censistas usarían mulas,
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sulkys, avionetas. Llegarían a donde no hay rutas, ni
Internet. Al fin del mundo, al mundo donde todo es hielo.
La noticia llega y los argentinos están en sus casas. La placa dice que Néstor Kirchner murió y están
adentro, sin poder salir, sin saber qué hacer. Entonces
todo parece escrito de antemano: Néstor Kirchner
moriría el día del Censo Nacional y el país se enteraría en silencio.
*
En las calles ese silencio se convirtió en luto. Circulaban apenas unos pocos autos, y no había más
personas que los seiscientos mil de bolsita plástica
con el logo del Bicentenario. Las radios y la tele, preparadas para transmitir una jornada única, una en
diez años, pronto cambiaban sus programaciones y
buscaban ansiosas alguna voz que diera cuenta de
un suceso todavía mayor. Los funcionarios más cercanos habían enmudecido y en su reemplazo espectros del pasado, como el ex presidente Fernando De
la Rúa, explicaban lo inexplicable. Representantes
del gorilismo mediático también salieron a mostrar
especulación y misoginia y no faltaron bocinazos en
los barrios más pudientes de la ciudad, en una especie de remake de: «Viva el cáncer».
El hermetismo era su modo de ejercer el poder.
También fue el modo de administrar la muerte. Recién el domingo sabríamos cómo fueron sus últimos
momentos de vida. Él se desplomó en los brazos de
ella, tras incorporarse de un dolor en el pecho que lo
dejó sin aire.
18
Crónicas del adiós
Dos horas más tarde, a las diez de ese miércoles,
Cristina estaba destrozada, pero entera. Tal como la
vería el mundo durante las veinticuatro horas de velorio en la Casa Rosada. Pero esa mañana nadie sabía qué había pasado ni qué vendría.
En la sección sociedad del diario donde trabajo, la
consigna fue clara: cumplir la cobertura del Censo tal
como la habíamos preparado. Una misión que nos
obligó a no distraernos con las corridas de una redacción alienada, ni contagiarnos de los llantos esporádicos. Conectarnos con el duelo sólo cuando no
deambulábamos por distintos puntos de la Ciudad y
el conurbano.
Me tocó ir a Ciudad Oculta con Carla, una censista
trans. En la villa no estaba el silencio de la ciudad
porque todo es circulación. El feriado había permitido torneos de básquet y un correteo inquieto de los
más chicos entre los pasillos de tierra. Más allá de
algunos comentarios –«¿El Calafate queda en Argentina?»– en Ciudad Oculta no había lugar para la conmoción o el duelo. La muerte de un ex presidente sigue estando lejos. El poder todavía está muy lejos de
esos escenarios.
*
Taty Almeida abrió el programa especial de 678
en homenaje a Néstor. No se hablaba ya de Kirchner:
un mito necesita de nuevos bautismos. Él era Kirchner
y Ella, Cristina. Ahora los dos eran llamados, cálidamente, por su nombre. Taty dijo que se les había perdido otro hijo, otro más entre sus treinta mil. Ese gesÁguilas humanas
19
to se reafirmó en la mañana cuando, con la llegada de
Cristina al velatorio en Casa Rosada, las Madres dejaron expuestos sus pelitos chuzos y colocaron sus pañuelos sobre el féretro. «Nosotras sabemos de pérdidas», dijo. Y todos los que nunca vimos a las Madres
o a las Abuelas como locas o locas cooptadas, empezamos a entender lo que venía.
La calle, la Plaza, la misma que el kirchnerismo
se resistió a abandonar con los primeros cacerolazos
de la 125, se llenaba de gente. El pueblo, en otra aparición espontánea. Durante los primeros años del
2000, se salía por bronca. Coincidían en ese sentimiento los que cortaban rutas, los que no tenían trabajo, los jóvenes escépticos, los que creían que las
cosas podían ser distintas, las clases medias sin ahorros. «Piquete y cacerola», fue el mejor cántico de
esas jornadas en que se quería cambiar todo, tirar al
país por la borda.
Aún no se sabía quiénes habían salido ahora ni
por qué. Pero era seguro que no movilizaba el desencanto y que esa gente había sido tapada por los principales constructores de opinión pública del país. El
poeta político Martín Rodríguez dijo que la irrupción era superficialmente conservadora. La gente
salió a la calle para sostener, o mejor, para mantener
y profundizar. Para que no vuelvan los que, fieles al
ideal corporativo, buscan hacer de la política «un
salto con red».
La gente salió esa noche a decir que sí, que iban a
defender banderas largamente desoídas. Que habían
conseguido la Ley de medios, la Asignación Universal
por Hijo, el matrimonio igualitario, una Corte digna
20
Crónicas del adiós
y un Juicio y Castigo a los genocidas de ayer y de hoy.
Irrumpió. Arrasó. Fue irreductible.
*
Ella acariciaba el ataúd y acomodaba las ofrendas
con gestos de madre. Cristina, la impecable oradora,
la guerrera, la presidenta coraje, había perdido a su
marido, al padre de sus hijos, a su compañero. Y nosotros, acostumbrados a sus ver sus manos acomodando micrófonos con sobredosis de arrogancia, ahora
las veíamos en ese movimiento sutil e íntimo. La seguíamos cuando estiraba los pañuelos de las madres
sobre el féretro, terminando con la duda sobre el cinismo de ese vínculo. «Los derechos humanos son su
escudo», se decía hasta hace unos días.
También vimos a sus hijos, los conocimos. A
Florencia, que seguramente desprecia la política como
ninguno en su familia. La conoce y la quiere lejos.
No así su hermano. Muere el padre, y resurge la imagen del otro hombre. Entendemos su herencia. El joven líder cuida y respeta el duelo de su madre. Pero
también deja su marca. A la noche, cuando ella descansa en Olivos, él recibe a sus compañeros de La
Cámpora y el velorio es asaltado por unos minutos
trasnochados.
Los presidentes de Latinoamérica nos tienen acostumbrados a gestos humanitarios. La última gran imagen había sido Rafael Correa arrancando irresponsablemente los botones de su camisa frente a rebeldes
uniformados. Ahora los veíamos llorar la muerte. Vimos el doble beso de Chávez, resistente a la despediÁguilas humanas
21
da, y a Lula cabizbajo, moqueando sobre el féretro de
su «compañero». Varias páginas de la historia habían
pasado de un saque.
*
La muerte mostró así que todo destino sigue a su
merced, que llega cuando no se la llama. Pero al mismo al mismo tiempo, esta muerte cayó para mostrar
a un hombre en su esencia, o al menos, al tipo que hoy
elegimos ver. Entonces la imagen del patagónico
revoleando el bastón de mando parece indicio de toda
la audacia posterior. Y el seseo es encantador. Y el
cuadro de Videla entra en el eterno retorno, haciéndonos disfrutar su caída una y otra vez.
Sobran las imágenes para que cada uno arme con
ellas su propio relato. Total, afuera está la gente para
trascenderlas. La que quiere ser protagonista, y que
está dispuesta a hablar de dignidad recuperada, de
vivienda, de trabajo, de militancia, decir todo eso, confuso y obvio al mismo tiempo. Nadie hace cola de ocho
horas por nada. Mucho menos por un choripán o un
vaso de vino.
El jueves fue más sorpresivo que el miércoles y el
viernes no se quedó atrás. En Buenos Aires la gente
vio despegar ese avión desde Aeroparque y fue su despedida. En Río Gallegos otra multitud esperaba su momento para decir «Fuerza, Cristina».
Nadie sabe qué pasará en un país de intensidades
y sorpresas. Una mujer conduciendo al PJ es una epopeya, por lo menos, delicada. Tal vez, otra vez, por
última vez, los gordos y los monigotes vuelvan a afa22
Crónicas del adiós
narse el entusiasmo y las ganas de tiempos mejores,
de hacer todo lo que falta. Por lo pronto, hoy parece
haber un pueblo dispuesto a tomar las calles para que
eso no suceda.
Águilas humanas
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EL CORTEJO PERONISTA
Las trompetas de los granaderos dicen que avanza
el enemigo, pero acá los que despliegan pabellones
al viento son peronistas en todas sus formas.
Martín Ale
Nació en 1979. Periodista. Estudió en la Facultad de
Periodismo y Comunicación Social de la UNLP. Ha publicado crónicas y reportajes en los diarios Miradas al
Sur, Crítica de la Argentina, Hoy de La Plata, la revista
Lamujerdemivida y el blog <http://www.aguilas
humanas.blogspot. com>, entre otros medios. Subeditor
del sitio <http://www.cosecharoja.fnpi.org>. Desde el
2009 trabaja con Cristian Alarcón en distintos proyectos de formación de cronistas y producción de textos y
libros de no ficción.
Águilas humanas
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El Mercedes negro y brilloso avanza por la explanada de la Casa Rosada. Con la empuñadura del sable contra el pecho, marciales, los granaderos dispuestos en dos hileras despiden al hombre que custodiaron por cuatro años. Otros granaderos, los de la fanfarria, apostados en las escalinatas tocan la «Marcha
de San Lorenzo» con sus trompetas y trombones. El
febo no asoma un carajo. Detrás del coche fúnebre va
la viuda con sus hijos y más atrás otro auto cargado
de ministros. El cortejo rodea el frente de la casa de
gobierno. La multitud se amontona contra las rejas
negras que separan la plaza de la Rosada. Grita, llora, estira los brazos, arroja flores. Con mi amigo el
Uruguayo nos hacemos lugar a los empujones para
llegar a la Avenida Alem. El Uruguayo es fotógrafo y
camarógrafo pero vino de civil. Es entrerriano y aunque apenas terminó el secundario tiene una admirable habilidad para argumentar y ganar cualquier disÁguilas humanas
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cusión. Escucha a Víctor Hugo, mira 678 y fue el primero en enviarme un mensaje de texto para decirme
«que bajón hermano».
Las trompetas de los granaderos dicen que avanza
el enemigo pero acá los que despliegan pabellones al
viento son peronistas, en todas sus formas. Los del
trapo gigante de La Cámpora, la mujer de anteojos
salpicados que aprieta contra el pecho una foto del
matrimonio, los de las remeras de la Juventud Sindical Peronista, el pibe de barba rala y pulóver marrón
con las llamitas en el pecho, los de las gorras que dicen Ishi conducción; hasta ese hombre con una pelada incipiente, que trabaja de mozo en un bar de la
Avenida de Mayo al 700, que no lo votó a él porque
no sabía bien de qué la iba pero la votó a ella, y que
ahora levanta un puño y grita: «¡Fuerza!»; hasta ese
hombre hoy es un peronista que llora a su líder.
Son las 13.20 de un viernes gris. Recontragris. Después de 26 horas de funeral y dos días de pesadumbre
total, se lo llevan. El cortejo llegará hasta Aeroparque
para luego volar a Río Gallegos, su pago chico. Un
primer auto de custodia toma la Avenida Alem. Lo
sigue el Mercedes negro. A los costados van ocho
motos de la guardia motorizada, federales con pecheras naranjas y unos tipos de cabeza rapada, trajeados:
le meten pecho a los que buscan apoyar su mano contra la luneta del coche que lleva el cajón. Los últimos
trompetazos de los granaderos, esos del soldado heroico y la libertad naciente, quedan tapados por un
grito tribunero de advertencia al gorilaje: «si la tocan
a Cristina, qué quilombo se va’rmar». Con el Uruguayo tratamos de llegar hasta el Mercedes. Flores rojas,
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Crónicas del adiós
pecheras y banderas vuelan sobre nuestras cabezas.
El cortejo hace un metro y para, un metro y para. La
multitud estira sus manos y desborda la custodia. Un
federal regordete empuja. Alguien devuelve el empujón. Otros federales se suman y empieza un forcejeo.
Entonces se abre la puerta de un auto gris y la viuda
se asoma. Son tres segundos. Ella tiene puestas las
gafas oscuras que la cubrieron durante todo el funeral. No habrá foto de su mirada, como tampoco habrá foto del líder muerto.
— No le peguen a la gente, –ordena con un grito
seco y vuelve al auto.
— ¡Cris-ti-na, Cris-ti-na!, –ruge la muchedumbre.
Ella devuelve el saludo apoyando su mano derecha contra el parabrisas, gesto que repetirá cada vez
que alguien toque el vidrio. Lleva una alianza dorada
y las uñas impecables.
En Alem y Perón un hombre de melena canosa y
bigote al tono sostiene un paraguas con los alambres
torcidos. Cuando un grupo de pibes pasa a su lado gritando que son soldados del pingüino, él también grita.
— Cómo no voy a venir a despedirlo si nos devolvió la dignidad. Hay que ser muy turro para no ver lo
que era este país hace unos años –dice.
Un oficinista filma con su celular desde una de las
ventanas del edificio Bunge y Born, en Alem y Lavalle.
Un grupito de chicas bajó de otro edificio de oficinas
para no perderse la noticia del día. Sobre la recova, la
foto del matrimonio cubierta con nylon cuesta cinco
y el paraguas, veinte.
— ¡Este es el pueblo, caretas! –les grita el Uruguayo a los que miran pasar el cortejo desde la vereda y
no cantan ni aplauden.
Águilas humanas
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El trapo de La Cámpora copó la parada y le abre
paso al cortejo. Vinieron también los muchachos de la
CGT, los movimientos sociales y algunos pocos de las
intendencias conurbanas peronistas. Pero los jóvenes
son mayoría. Esas gargantes exigen: «para Cristina, la
reelección» y a los gorilas «que no toquen a Cristina».
Y como sucede desde hace dos días, la bronca hace
blanco en el judas radical. «Andate, laputaqueteparió».
Desde una traffic que marcha por un carril lateral
de la avenida tres tipos de saco y corbata sonríen y
saludan con los dedos en V.
— Aquel es Mariotto –le dice Marcos a su amigo.
Marcos tiene 22 años y estudia Comunicación en
Quilmes. La Ley de medios lo hizo K. Richard, su amigo que abandonó Ingeniería y trabaja en una empresa de sistemas, tiene más pergaminos: se hizo K en la
pelea contra el campo. Las dos batallas fueron con
Cristina como presidente.
— Pero el conductor era él –responde rápido Marcos.
— No sé, mirá que esta mina se le planta a cualquiera –retruca el Uruguayo.
En unos segundos se forma un círculo de cinco o seis.
— Y usté, don, qué opina –le dice el Uruguayo a un
tipo bajito, que vino sin paraguas y está empapado.
— Yo soy clase media, tengo una ferretería con mi
hermano en Lanús. Tengo sesenta y dos pirulos y siempre voté al peronismo, menos en el noventa y cinco que
voté en blanco –dice Jorge Pedro Elizalde, que pide figurar con nombre y apellido, no vaya a ser que se piense que su apoyo al gobierno es una adhesión timorata.
Don Elizalde es un peronista leal y también pragmático:
32
Crónicas del adiós
— ¿Querés ir a la ferretería y que te muestre los
libros de contabilidad del noventa y pico y los de
este año?
Alcanzamos al cortejo en Córdoba y Reconquista.
El «che gorila che gorila» ahora se canta señalando a
los vecinos que se asoman por los balcones y no aplauden. De algunos departamentos caen papelitos. Hay
que correr para seguir a los autos o caminar junto a
la multitud peregrina que viene detrás. En Córdoba y
9 de julio decimos basta. Cuando el cortejo tome
Lugones va a ser imposible seguirlo. El Uruguayo me
invita a seguir viendo la ceremonia desde la oficina
donde trabaja. Caminamos bajo la lluvia. El paraguas
está torcido por todos lados y mi amigo lo tira en un
tacho de basura. Todavía agitados, comentamos lo que
vimos: los pibes, los laburantes, el aparato, los clase
media, los jubilados. Tiramos hipótesis al voleo: ahora Duhalde esto, Macri aquello y el Judas que no se
va. Enseguida nos quedamos callados. Caminamos por
San Martín y doblamos en Tucumán. El cortejo debe
estar llegando a Aeroparque. O capaz que ya lo subieron al avión para llevarlo al sur.
— Qué bajón, hermano. Y todavía queda el fin de
semana –me dice el Uruguayo y me da una trompada
cariñosa en el hombro.
Águilas humanas
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EL MIEDO Y LO SAGRADO
Decir lo que uno no quiere decir,
no poder expresarse,
es el terror.
Laura Meradi
Trabajó como guionista de ficcion y documental en
cine y televisión, y como entrevistadora y guionista
en la Audiovideoteca de Escritores de Buenos Aires
desde el año 2005. Varios de sus cuentos fueron publicados en la revista lamujerdemivida.
Águilas humanas
37
Por todos lados, las cosas explotan. Y en mi opinión, está muy bien que exploten las cosas. Explotan
las plazas, explotan los congresos, explotan las leyes,
explota la tierra desde el centro de la tierra, explotan
las masas de agua, explotan las minas, explotan los
líderes, explotan los trabajadores, explotan los estómagos, explotan las cabezas, explotan las imágenes,
explotan las ideas, explotan los corazones, explotan
los pies, explotan las manos desde el centro de las
manos, explotan los ojos, explotan las bocas, explotan las lenguas, explotan las palabras. Todo ha explotado. Lo que explotó el miércoles con la muerte de
Néstor Kirchner, era inminente: hacía meses que pulsaba por salir. Se necesitó que explotara un cuerpo
como un símbolo, que un cuerpo fuera entregado como
sacrificio a la tierra, para que explotara el pueblo que
se articulaba alrededor de ese cuerpo. Para que explotaran las ideas, las dudas, los miedos, las creenÁguilas humanas
39
cias. Para que explotaran los moldes, las burbujas de
ilusión, los anteojos negros, los antifaces, las máscaras. Escribo con la panza revuelta y los ojos explotados, las manos en los pies y la cabeza suelta a unos
centímetros de mi cuerpo, desprendida, dando vueltas por el aire, navegando en la información, porque
todo ha explotado el miércoles pasado. Éramos una
burbuja enorme que explotó, y la realidad, la realidad de saber que éramos muchos los que mirábamos
parados desde el mismo lugar, y la realidad de los
que les cayó la realidad como un balde de agua helada y pudieron ver dónde estaban parados, nos explotó en la cara. Nos explotó adentro y nos explotó
afuera. Y fuimos durante tres días un manojo de sensaciones descontroladas, porque lo único que queríamos era estar ahí, en Plaza de Mayo, todo el día
en Plaza de Mayo, y el deber nos llamaba a otras
cosas en las que no podíamos poner ni un segundo
de nuestro pensamiento.
*
Tal vez tenga que decir que todo explotó, para
decir que yo exploté. Que explotó en mí algo que
tímidamente latía. Una fuerza y una esperanza, que
tal vez sea como decir convicción: la sensación de
que en todos explotó esa fuerza, y de que en todos
explotó esa esperanza. Me sorprendí de la fe que teníamos en la muerte. La sensación de que podíamos
ver más allá de la tristeza, que a nosotros, que nos
dicen nostálgicos, la muerte se nos apareciera de
pronto como un camino de flores hacia el futuro.
40
Crónicas del adiós
Porque si bien había tristeza en la Plaza y había tristeza en la gente que esperaba para despedirse del
cuerpo, una alegría de vivir nos sostenía durante
horas en la fila de diez o doce personas de ancho que
ocupaba diez, doce, quince, veinte cuadras de largo
sobre la Avenida Rivadavia, la Avenida 9 de Julio y
la Avenida de Mayo. La sensación de que al explotar la burbuja se clarificó la visión. Y de que en el
agua clara viven los peces.
*
Hace un mes fui a ver la obra en la que actúa un
amigo en el Teatro del Pueblo. Todos los personajes
que estaban al principio de la obra eran jóvenes militantes que finalmente desaparecían. El único que
no desaparecía era un librero que, mientras todo sucedía en su lugar de trabajo, se ocupaba de vender
más libros. Cuando terminó esperé a mi amigo para
felicitarlo, y le dije que mientras miraba la obra había tenido una terrible conciencia del presente, y que
me había preguntado: si todo explota, ¿dónde voy a
estar? Salimos del teatro. Caminamos por Diagonal
Norte, cruzamos la 9 de Julio y avanzamos por Corrientes hasta Guerrín. Estaba lleno y doblamos por
Rodríguez Peña para encontrar otra pizzería. Yo
caminaba muda, miraba las cosas y las cosas me
daban miedo. Pensaba que detrás de todo lo que veía
había otra cosa, detrás de cada persona había otra
cosa, otra cosa que estaba pulsando por salir. Al otro
día cuando me desperté todo seguía estando raro.
Una sensación en el cuerpo. Estar tomado.
Águilas humanas
41
Me fui a escribir a otro lado porque no podía concentrarme en mi casa. Fui a un bar de San Telmo, me
senté, y frente a mí vi un televisor prendido en el canal
TN. Traté de no prestarle atención, de seguir en lo mío.
Pero el televisor me hacía levantar la cabeza de mi cuaderno cada vez más seguido, y de pronto escuché a un
periodista que informaba desde la calle sobre Papel
Prensa, y decía que el gobierno quería «censurar a los
medios de comunicación». Nada nuevo. Pero le miré la
cara al periodista, lo vi ahí, paradito sobre una vereda,
informando desde la calle, con su rostro color aceituna
y los rulos peinados, su mano sujetando el micrófono,
su voz diciendo eso que decía, y pensé: ¿de verdad este
hombre piensa eso que está diciendo? No creo, pensé.
No, no puede estar creyendo eso que dice. Pero entonces, ¿por qué lo está diciendo? ¿Quién lo está obligando? ¿Por qué se siente obligado? ¿Qué se le juega en su
verdad? ¿Qué se le juega en su mentira? ¿Qué pone en
juego de sí mismo lo que él piensa acerca de lo que está
informando? Y miré por la ventana y vi la gente caminando con sus perros, los autos manejados por sus dueños, una señora arrastrando el carrito con sus compras, y pensé: Todos escuchan todos los días las mentiras que se siente obligado a decir este señor. Traté de
volver al cuaderno para continuar lo que estaba escribiendo, pero no podía. Me di cuenta de que estaba temblando, y al volver la mirada a la televisión me saltaron las lágrimas: ese hombre que prestaba su cuerpo
frente a una cámara para informar algo que no quería
informar, me devolvía la imagen de la tortura. Decir lo
que uno no quiere decir, no poder expresarse, es el terror. Porque uno convive con sus monstruos adentro
42
Crónicas del adiós
para siempre, sólo con sus monstruos. Veía cómo le temblaban las amígdalas al periodista: como un sapo. Y
yo, que me había sentado a hacer mi trabajo en la mesa
de un bar, lo miraba y lloraba y la mano me temblaba,
y no podía decir lo que me había sentado a decir. Tracé
una raya como dando por terminado mi trabajo, y escribí: «Estoy muerta de miedo, quiero volver a mi casa».
*
Una amiga me escribió al otro día de la muerte de
Kirchner que ella no sabía qué pensar, pero que percibía que algo se estaba moviendo, y que tenía miedo.
Que todos tenían miedo, mucho miedo, Laura, me decía. Tenía miedo de decir lo que pensaba, y me contestaba en privado un mail que tenía que ser general.
Tenía miedo de pensar una cosa o la otra, me decía,
de quedar fijada en un polo, cuando ella creía que la
realidad era un caleidoscopio. Esa amiga está
medicada contra el miedo hace más de un año, porque no se anima a salir a la calle, y cuando yo le conté
unas semanas atrás el episodio del televisor y del bar,
me dijo: tenés que hacerte preguntas chiquititas, cada
vez más chiquititas, para entender qué es lo que te
atemoriza. Y pensé que era como ir partiendo al monstruo en pedacitos, hasta ver que lo que me daba miedo era un animal tan inofensivo como una lagartija.
*
La mía es una generación atravesada por los ataques de pánico. Es el miedo que heredamos de nuesÁguilas humanas
43
tros padres: de los que desaparecieron, de los que resultaron cadáveres, de los que no vieron nada, de los
que callaron, de los que debieron irse. La generación
del yo y la generación del Panic Attack. Panic de que
nos critiquen, panic de que nos descubran equivocándonos, panic de que nos pongan un dedo sobre la ventana del yo que con esfuerzo hemos lustrado, y nos
dejen una huella en el pecho. Porque las huellas se
leen como manchas. Como si uno pudiera ser independiente de sus huellas, o como si la libertad no dependiera de nada. No podemos seguir hablando como
hijos que le echan la culpa a sus padres de lo que no
supieron hacer bien. Crecimos, y somos responsables
de la historia y del miedo que heredamos. Y cuando
digo responsables no digo culpables. Digo que tenemos eso en nuestras manos. Y que es nuestra responsabilidad arrancarnos el miedo del cuerpo. Y ayudar
a quebrar la cáscara del miedo de nuestros padres,
nuestros hermanos, nuestros amigos, nuestros vecinos,
para que la expresión deje de ser una reacción defensiva del yo, y el lenguaje pueda hablar de la vida.
*
El miércoles por la noche, reunidos en Plaza de
Mayo, nos apretábamos contra el vallado y mirábamos por los agujeritos de hierro hacia la Casa Rosada, esperando que apareciera alguien, que alguien nos
dijera una palabra para irnos a dormir en paz. La sensación era que esperábamos a Néstor Kirchner, que
esperábamos que apareciera y nos dijera que todo
había sido un malentendido. Pero no había
44
Crónicas del adiós
malentendidos. Y todos volvimos a nuestras casas y
tuvimos que conciliar el sueño y despertarnos al día
siguiente con la dura realidad de que Kirchner estaba
muerto. Y al explotar eso, esa seguridad donde creíamos que nuestra Presidenta descansaba, todos tuvimos que medirnos con nosotros mismos. Y nos medimos en la calle: en el cuerpo en la calle y en la palabra en la calle. En la palabra en circulación, en las
aseveraciones y los comentarios en facebook y en
twitter, en los videos, los textos y las fotos que fueron
enlazándose y pasando de unos a otros por Internet.
Y en la gente que fue llegando desde el miércoles temprano a Plaza de Mayo para colgar sus carteles en el
vallado. Gente que con sus fibras, sus hojas, sus manos, sus colores, llenaba las vallas de palabras que le
explotaban en el cuerpo. Ahí, en la calle, en el piso,
escribiendo las palabras que les venían a las manos.
Esa gente que pegaba al vallado de la Casa Rosada
los carteles que acababa de escribir sobre el piso de la
Plaza: militaba. Comunicarse es militar. Si uno no se
comunica, vive sólo con sus monstruos para siempre.
Uno se convierte en la casa de los monstruos.
*
El día en que temblaba y miraba TN y me moría
de miedo en el bar, me acordé lo que me dijo alguien
una vez: «Vos no podés tener miedo. Si comprendes,
no podés tener miedo. El planeta no puede hacer
masa en vos. Y si tenés miedo es que te ganaron.»
Pensé a qué se debía el miedo que tenía, cómo el miedo había crecido en mí. Y pensé en la parálisis. En
Águilas humanas
45
que estaba parada en la duda. En que dudaba y no
accionaba. Que la duda, en vez de hacerme investigar en mí y en los otros, me paralizara en el centro
de la contradicción. La contradicción como una pinza que me agarraba de la garganta y no me dejaba
hablar. Y pensé en que tengo derecho a dudar, sí, pero
igual tengo que accionar. Dudar y accionar es vivir
en el presente, es vivir la contradicción, fluir entre
los polos, procurando reducir la brecha al comprender lo real en su complejidad.
*
¿Qué pretende uno cuando apoya un modelo que
garantizaría los derechos fundamentales del ser humano? Supongo que reivindicar la vida. Su carácter
sagrado. La dignidad como el último reducto de la
civilización del carácter sagrado de la vida. Dignificar lo que nuestra naturaleza pretende destruir: la cultura. Comer, tener una casa, agua potable, una cama
donde dormir, salud, un trabajo que le permita al hombre ser su propio sostén, y desarrollarse creativamente
mediante la técnica o el arte en relación al don que
descubra en él. Por eso estábamos en la Plaza: por el
derecho a la vida sagrada. Entonces estábamos de duelo, pero también de festejo, porque estábamos vivos y
queríamos la vida. Porque los monstruos salían por la
boca, por las manos, por los ojos, por los pies, y se volvían a la caverna de la que habían venido a asustarnos, y nosotros estábamos juntos y vivos, teníamos cosas que expresaban la vida, y que la expresaban en la
calle, acompañados por el viento que agitaba el follaje
46
Crónicas del adiós
de los árboles y bajo la presencia de una luna gorda y
partida a la mitad, y las estrellas. Muchas estrellas y
sobre todo una que se hacía notar más que las otras:
una estrella roja. Roja como Marte, el planeta guerrero y el planeta de los deseos. El planeta que indica que
si uno no invade los territorios para conquistar los espacios donde puedan vivir sus deseos, la ley es que lo
invadan a uno, que lo conquisten, y que uno termine
siendo terreno donde viene a cumplirse un deseo ajeno.
Me parece importante recordar eso: que peleamos porque sabemos algo sobre una vida que aparentemente
es nuestra y es sagrada. Me contaba borracha y con
alegría una brasilera el verano pasado en Salvador
Bahía, acerca del MST, que cuando empezó a militar
un viejo de cien años se puso a cantar y a bailar después de haber asentado campamento en un terreno, y
ella comprendió por qué estaba haciendo ese trabajo:
porque ella, como ese hombre que bailaba y cantaba a
sus cien años, tenía pasión por la vida.
*
Había euforia en algunos que no les hacía tristeza la muerte de Kirchner. No hablo de alegría, no. La
alegría es otra cosa. Era una euforia en la que se
podía leer el terror al pueblo. Gente que le da la espalda a la vida, me dijo después una amiga. Es como
no querer mirar. Gente que tiene mucho miedo de
vivir. Gente que tiene vidas de mentira, que no cree
que la vida sea sagrada, ni la de ellos ni la de nadie,
pero empezando por ellos y empezando por sus familias y sus vecinos: no creen que nadie sea sagrado.
Águilas humanas
47
Un amigo tampoco es sagrado, y por eso se lo puede
traicionar. De la misma manera, estas personas se traicionan a sí mismas. Viven tan adormecidos, en su sueño de cristal, que la realidad los asusta y los
desestabiliza. Están llenos de miedo. Y se ocultan de
su propio miedo odiando todo lo que tienen alrededor.
Y cuando digo esto se me viene el 2001 y cómo los
barrios privados se llenaron de clientes. Cómo la gente se encerraba y permanecía rodeada de aquello a lo
que le temía: sus vecinos. Y no hay encierro que les
alcance, porque aunque se aíslen de todo lo que sospechan, viven encerrados en sí mismos, mascullando
con la masa de muertos que los mantiene vivos.
*
La gente hoy está más amable: tiene menos miedo
porque está más afuera de sí misma. Más afuera de
su cuerpo, con la palabra, y más afuera de su casa,
con el cuerpo en contacto con otros cuerpos, en la
calle. Eso fue para mí la Plaza la semana pasada, y
esto es la calle para mi ahora: vínculos que ponen a
cada uno, desde su encrucijada con la realidad, en el
centro de la escena política de su propia vida, que es
la vida que se lleva de la piel hacia adentro y de la
piel hacia fuera: una voz. Todas las voces. Porque no
poder expresarse es el terror.
*
Hace dos años atrás pensaba que el mundo era
una mierda, y llegaba casi al final de mi libro de cró48
Crónicas del adiós
nicas sobre trabajo precario haciendo esa aseveración. Hoy pienso que nos merecemos la vida. Que si
la gente que estaba el otro día en la calle es mi compañera en el mundo, tenemos que pelear por esto, por
ser todos los días como el día en la Plaza. Y que frente
a la desesperanza y la alienación, tenemos que anteponer esa certeza: que nos merecemos la vida, y que
la vida es sagrada. Que tenemos algo en la vida que
es sagrado.
*
El viernes es el tercer y último día de duelo nacional. Llego del cortejo empapada por la lluvia del mediodía y veo a mi vecina en la puerta del edificio. Hola,
le digo, cómo estás. Se detiene y me mira. Tiene el pelo
rubio, lacio y largo casi por la cintura, y los ojos negros. Tenemos la misma edad, dos gatos cada una, y
la misma cinta negra pegada en la puerta de nuestras
casas desde el día en que murió Néstor Kirchner, pero
nunca cruzamos más palabras que las referidas a los
gatos que se cruzan de un patio a otro. Aprieta los
labios y me dice: Triste. Y con temor. No, le digo, no
hay que tener temor. ¿No?, pregunta. No, ¿no sentiste
la fuerza que hay en la calle? Sí, dice, puede ser. Mirá,
le digo, ayer hice la fila para entrar a la Casa Rosada,
entré a las 4 de la mañana, y en la fila había tristeza,
sí, pero también una gran alegría y serenidad, porque
si todas esas personas estábamos ahí, es que estamos
mejor de lo que pensábamos. Sí, dice, ayer estuvimos
mirando con mi novio la cantidad de gente que había
en la Plaza, y dijimos: somos muchos más de los que
Águilas humanas
49
dicen los medios. Sí, le digo, somos muchos más. Cómo
nos mienten, ¿eh?, dice, y sonríe y se le hacen dos pocitos
en los cachetes. Bueno, me dice, me tengo que ir a trabajar. Sí, andá. Nos miramos un segundo, atinamos a
irnos cada una para su lado, y volvemos a dar un paso
hacia el frente: ella hacia a mí, yo hacia ella, y nos abrazamos. Cualquier cosa estoy al lado, le digo. Sí, me dice
ella, vos también, estoy al lado, ya sabés.
50
Crónicas del adiós
PAPELES
La gente cantaba con termos de café
y mate en las manos. Había familias, militantes jóvenes,
gente grande, niños.
Patricia Serrano
Trabajó en la Agencia de Noticias DIB (Diarios Bonaerenses) y fue Directora de Comunicación de
la Municipalidad de San Vicente. Actualmente se desempeña como periodista freelance.
Águilas humanas
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Miriam dobla las cartas con cuidado. Los papeles
crujen entre sus dedos. Están secos por el sol, mojados por la lluvia del viernes y vueltos a secar en las
rejas de Plaza de Mayo. La acompañan dos hombres, cada uno con una bolsa de plástico grande desbordada de papeles y cartulinas de colores, remeras,
banderas, flores de plástico. Se acercan a las rejas y
miran con detenimiento los mensajes, los leen, se fijan que estén enteros, que todavía sean legibles.
Cuando se deciden por uno lo quitan despacio, como
si la reja sufriera con cada desprendimiento. Juntan
los mensajes que durante estos días miles de personas dejaron a la presidenta Cristina Fernández de
Kirchner. Porque los necesita, dicen. Y hay que hacerlo ahora, tal vez llueva de nuevo a la tarde. Buscan los dibujos de los nenes.
— Esto es lo que va a dar fuerza a Cristina.
Águilas humanas
55
Miriam Quiroga lo dice y se emociona otra vez.
No se acuerda cuántas veces lloró desde el miércoles
por la mañana. Se siente huérfana de padre y con una
madre a quien cuidar. Sabe que la mejor forma de proteger es dar amor y eso es lo que junta de las rejas
para llevar en bolsas de plástico a la Casa Rosada. Es
la Directora de Documentación Presidencial, un área
que ella llama «carteros del pueblo» y que se encarga
de leer y dar respuesta a las infinitas cartas con destino a CFK. Ahora sé que los papeles que tantas personas dejaron en esas rejas, increíblemente, sí van a llegar hasta Cristina Fernández.
La tarea se le ocurrió a ella. No hubo una orden,
pero el viernes por la noche retiraron, clasificaron y
guardaron los mensajes dejados en las rejas de
Balcarce 50. A pesar de la lluvia, la mayoría se salvó. Y hoy siguieron con los del centro de la Plaza.
Miriam me cuenta una idea que se le está ocurriendo ahora: tal vez pueda hacerse un museo, exponerlos, que todos puedan ver el apoyo de miles de argentinos para siempre. Pero antes los va a ver Cristina. Quieren llegar al lunes con los mensajes selectos preparados para ella.
Es el mediodía del sábado 30 de octubre. Hace más
de setenta y cuatro horas murió Néstor Kirchner y
todavía, en Plaza de Mayo, llega gente a dejar carteles de apoyo y agradecimiento. La escena se repite, se
multiplica. Aunque ahora también estén los turistas
sacando fotos como si las rejas empapeladas y el olor
a flores muertas fueran un atractivo más de Buenos
Aires que olvidaron marcarles en el mapa for export.
Miriam mira un papel de agenda adolescente. Le
digo que esa hoja con dibujos de colores la dejó hace
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Crónicas del adiós
un rato una pareja. La chica sacó de su cartera un
alfiler de gancho con un crespón negro y enganchó
la hoja a una bandera azul. Y se fueron por la misma
vereda y de la misma forma en que habían llegado,
abrazados. «A nuestra querida Presidenta, en este
momento de tanto dolor, desde mi corazón y el de mi
esposa, nuestras más sentidas condolencias. Queremos alentarla para que siga adelante porque la necesitamos y pueden pasar muchas cosas pero Dios
siempre va a estar de su lado. Juan y Sol, de veintisiete y veintiun años, con todo amor y respeto». Después de leerlo, Miriam me dice que van a dejar los
que son de hoy así pueden cumplir su cometido, el de
dar apoyo y amor.
*
Es domingo, cinco días después de la muerte de
Kirchner. Miro mi bolso. Es rojo, con líneas verdes,
amarillas y naranjas. De colores de altiplano. En este
bolso de correa atada sobre el hombro hay varios papeles sucios, rotos, con trozos de cinta adhesiva que
se despegan y que yo agarro para que no se vayan.
Están pisoteados y amontonados hace varios días. Los
junté antes de conocer a Miriam. Ahora me doy cuenta que siguen acá.
El jueves por la madrugada estaba en la Plaza con
unas amigas que tampoco tenían mejor plan para esa
noche. El viento me molestaba, las zapatillas me quedaban chicas de tanto usarlas para caminar y saltar,
tenía frío, había tomado la cerveza suficiente para dormirme y no para emborracharme. Eran las 2.30 de la
mañana y, por primera vez, quería irme a mi casa.
Águilas humanas
57
Sentada en el cordón de la vereda frente a la pantalla gigante que durante tres días mostró en vivo,
pero sin voz, las imágenes del velorio, miraba a un
padre con su hija de tres años. Comían un paty y la
nena no lloraba, no decía papá por qué no nos vamos,
qué hacemos acá, tengo sueño. Yo seguía sin entender
demasiado ese amor que desbordaba la Plaza, las ganas de estar tan tarde. Había más gente que a las diez
de la noche y el viento era tan fuerte como para desprender los papeles de las rejas y juntarlos en un remolino bajo la Pirámide de Mayo.
Me acerqué hasta la pila de papeles y agachada,
con las manos sucias, empecé a darlos vuelta y leerlos. Seleccioné varios, los que más me gustaban. Uno
que dice «Por algo moriste en primavera, tus semillas
hoy son brotes» y nada más, sin firma. Letras negras
en imprenta mayúscula sobre una hoja blanca A4. Tres
dibujos de nenes firmados por sus madres. Un papel
chiquito de volante entregado en la calle con una letra chiquita de birome azul que dice «Señora presidenta fuerza le brindo con mucho amor hermanos
peruanos». Y otros más.
Caminé hasta el final de la cola, quería ver el último rostro y saber cuántos a esas horas, ya las tres de
la mañana, seguían sumándose a esa fila que prometía diez horas de noche parados en la calle. Avancé
por Avenida de Mayo hasta la 9 de Julio. La gente
cantaba con termos de café y mate en las manos. Había familias, militantes jóvenes, gente grande, niños.
A esa hora la fila doblada por Rivadavia y seguía dos
cuadras. No había un último con el gesto desahuciado en el rostro, como yo imaginaba. No había un últi58
Crónicas del adiós
mo siquiera. De las veredas se iban sumando deudos
a ese final y hacían que la cola siempre se moviera,
siempre se alargara, y que el último nunca fuera el
último salvo por unos segundos.
*
Los papeles de Miriam, los míos, los que se habrán
llevado otros, son los mismos que vi desde el miércoles,
temprano, en Plaza de Mayo. Yo no escribí nada. No vi
que ninguno de mis amigos lo hiciera. Tal vez me haya
animado a llevar unas flores que regalé a mi hermana
de ocho años y no dejé en ninguna reja. Valentina aprendió tres cosas el jueves en la Plaza: a gritar «un médico
un médico un médico» si alguien se desmaya en un lugar donde hay muchísima gente; a hacer rimas que reemplacen laputaqueteparió del hit Andate Cobos; y a
leer por segunda vez con las mismas ganas un libro
que había terminado hace pocos días. Por esas tres cosas y porque no va olvidar nunca la Plaza llena de gente, vale la pena que la hayas traído, mamá.
El miércoles la resaca de la noche anterior se me
fue de repente, sin ibuprofeno, sin nada, o con todo,
con una noticia, con algo que me dijeron, con tantas
llamadas que no atendí porque no entendía por qué, a
esa hora, 9.30, tantos me llamaban.
Entonces me levanté y prendí esta computadora y
abrí las páginas de los diarios. Tenía muchas llamadas perdidas de gente del trabajo y pensé que podría
haber pasado algo más en San Vicente: un tornado,
otro muerto al costado de la ruta. No quería atender
sin estar enterada.
Águilas humanas
59
Lo leí. Leí y llamé a mi papá. Le dije que tenía una
tristeza que no entendía. Estoy intentando entender
esta tristeza hace cinco días. Y a veces puedo y a veces no. Mi forma de entender es mirar. Para entender
observo, escucho y después, a veces, escribo. Entonces fui a la Plaza desde el miércoles y hasta el domingo; siempre volví, unas horas, una tarde, un día.
Me sorprendió mi papá que siempre habló de política y nunca se involucró y hoy está con esta tristeza
que no entiende del todo. Me sorprendió más mi mamá,
triste, llorando, diciéndome que este vacío ella lo sintió otras veces en su vida y que no se va, que no se va
rápido. Esas veces son la muerte de su hermano, cuando ella tenía seis años, y la muerte de su padre, cuando tenía once. No entiendo. ¿Por qué estás tan triste
mamá? ¿Por qué si no militás? ¿Por qué si no discutís
de política en la sobremesa de los domingos? Mi
mamá tiene cincuenta y uno, y este año, por primera
vez en su vida, comenzó a trabajar en blanco. Es portera de una escuela. Y le encanta su trabajo.
Hice seis horas de cola el jueves para entrar a la
capilla ardiente del salón de los Patriotas Latinoamericanos. En esa procesión estuvo a mi lado una señora
que vino desde Santa Clara del Mar para verlo, para
decir adiós. Se desmayó adelante mío y la ayudé. Le
había bajado la presión. Antes le había preguntado
por qué había ido. La señora tiene setenta años y viajó desde la costa hasta Moreno, donde pasó a buscar
a una amiga. Estaba sin dormir porque llegó de madrugada en un micro. Volvió a la cola a desmayarse
de nuevo cuando se recuperó. Y le pregunté por qué.
Dijo que había que estar, que era él, que era ella, que
60
Crónicas del adiós
por los dos había vuelto a sentir que ella importaba
acá, en este país, en Argentina. Con eso basta, pensé.
*
Tengo un miedo estúpido. Temo no poder hablar
de otro tema. Dije que no podía salir, que cómo se les
ocurría invitarme a una fiesta de disfraces. El sábado,
cuatro días después, no podía disfrazarme de nada. Y
me da miedo. Miedo de no estar a la altura, de alucinar con mártires y héroes. No paro de leer los diarios,
nacionales e internacionales. Estoy con facebook y
twitter. Vivo a seis cuadras de Plaza de Mayo. Desde
que murió Néstor Kirchner pasé más horas en esa Plaza que en mi casa. Cada vez que volvía también me
volvía esta necesidad de entender qué pasa, qué me
estaba pasando para salir de nuevo hacia la Plaza y
querer cruzarme con la gente, abrazarme con amigos, cantar bien fuerte. Necesitaba abrazos. Van cinco días en los que escucho radio, miro tele, leo diarios,
reviso redes sociales, salgo a la calle, voy a la Plaza,
escucho las conversaciones de la gente, miro rostros
y pienso al mismo tiempo. Me estoy atolondrando de
información. Quiero entender.
Esta tarde volví. Busqué más cartas ocultas en el
borde de las rejas, caídas por el viento y la lluvia. Las
tengo acá. Bien dobladas, prolijas. Se las quiero dar a
Miriam. Pienso llevárselas esta semana. Quiero que
el dibujo de Ruth, de cuatro años, le llegue a Cristina.
Si el hombre de mi vida se fuera así tan de golpe de mi
lado yo también quisiera mil dibujos de niños que me
dieran amor, aunque no supieran nada de la muerte.
Águilas humanas
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"NO SE ILUSIONEN, MAMÁ ES UNA LEONA"
Palabras, aplausos.
Más palabras, más aplausos.
En el medio, silencio.
Naimid María Cirelli Asef
Estudiante de antropología en la Universidad de Buenos Aires y periodismo en Taller Escuela Agencia. Productora del programa radial «Doble de Ancho» del
Club de Osos de Buenos Aires.
Águilas humanas
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Es jueves 28 de octubre, son casi las doce de la
noche y Plaza de Mayo está cerca, ahí a la vuelta
nomás, pero enfilando por Rivadavia hacia la entrada del lateral derecho de la Casa Rosada no se ve a la
gente. Tal vez un murmullo de fondo, un poco ajeno.
De este lado está todo vacío, sólo se ven cordones de
policías y vallas; detrás la gran entrada.
Así que con mi familia y algunos amigos encaramos la primera barrera de uniformados. No somos
los únicos: un tipo dice un nombre y lo dejan pasar,
un grupito de chicos lo intenta pero son rechazados
y se ven obligados a dar marcha atrás. Ahí nos preguntan y no escucho la respuesta, pero sí, entramos.
Llega un hombre de seguridad y nos escolta. A diferencia de los policías que charlaban y reían, a él sí se
lo ve triste. Camina los cincuenta metros hasta la
reja de la Casa con la cabeza gacha. Subimos las
escalinatas y entramos al Hall de Honor o Galería
Águilas humanas
67
de los Bustos, el nombre que le pusieron en 1973 cuando Lanusse decidió mover todos los bustos de los presidentes a la entrada principal. Seguimos por una alfombra roja hasta salir al Patio de Honor o Patio de
las Palmeras: cuatro palmeras en el centro rodeando
una fuente de hierro francés con la escultura de un
niño que arroja agua de un jarrón. Más adelante un
pasillo amplio y amarillo plagado de cuadros de personajes históricos, tan parecidos.
Ya se escuchan los primeros gritos de los que entran y se paran frente al cajón para dejar su mensaje
de apoyo. Ya se escuchan los aplausos que les dan por
respuesta los que rodean de este lado al cuerpo. Parece algo casi mecánico. Palabras, aplausos. Más palabras, más aplausos. En el medio, silencio. Ya se ve la
entrada a la Capilla Ardiente.
Una de mis hermanas hace un chiste y de los nervios, inoportuna, se me escapa la risa.
Mirada fulminante y pocas palabras:
— Chicas, estamos entrando a un funeral.
*
Al mirarlo por televisión todavía dudaba de la autenticidad de toda la ceremonia, pero una vez allí, el
prejuicio cae en segundos. Dentro de la Capilla Ardiente
no hay sentimientos exagerados ni falsos. Dentro de la
Capilla Ardiente, ahí donde se encuentra el cajón de
Néstor Kirchner, no hay nada forzado. Lo que se ve, lo
que se hace, es producto de esa gran tristeza que surge
ante el sentimiento de ausencia y ante la necesidad de
que a pesar de todo no signifique un final.
68
Crónicas del adiós
Esas palabras y esos aplausos, una vez atravesado el umbral, se entienden. No son mecánicos. Qué
más se puede hacer, si no es aplaudir, cuando cientos
de personas que desfilan heridas y cansadas tras
nueve horas de espera, frente a Alicia, la hermana, y
Florencia, la hija, intentan dar palabras de consuelo,
cuando se los ve desconsolados.
Es así: el cajón se encuentra a la derecha de Alicia
Kirchner, a la izquierda de las personas que circulan y
aclaman: «Alicia tranquila, que esto es el pueblo que
las apoya». Detrás de Alicia y Florencia hay unas treinta personas, silenciosas, inmóviles, casi invisibles, infinitamente tristes. Enfrente, detrás de una valla y un
par de guardias de seguridad, avanzan los miles de
miles, que aclaman.
Y ese que aclama, el pueblo, es heterogéneo. Es jóvenes con banderas políticas o buzos de egresados,
ancianos con la mirada vidriosa o miradas firmes hacia adelante, adultos en sillas de ruedas, nenas aferradas a las faldas de sus madres. Es madres, es hijos, es
abuelas y también es padres. Algunos circulan en silencio, sin levantar la mirada del piso, como si esas
horas de espera hubiesen sido sólo para pasar junto a
él, sin necesidad de mirarlo. Otros pasan en grupos y
son segundos de mucha confusión y ruido: gritan,
aplauden, lloran, después continúan. Si no, toman la
palabra y dicen «Viva Néstor» o «Fuerza Alicia» y
ahí los aplausos y ahí el llanto. Y hay quienes dejan
regalos, que son aceptados y colocados sobre en cajón o a un costado. Un hombre se asoma y le entrega
al guardia una camiseta de San Lorenzo gastada.
«Hace veinte años que la tengo», explica, «yo sé que
él era de Racing, pero que me la cuide». La colocan a
Águilas humanas
69
un costado. Abajo, un cartelito prolijo dice: «Ni se
ilusionen, Mamá es una leona».
*
Son las dos de la mañana y la Plaza está casi vacía. Un amigo bromea: «Ves, no hay nadie». Después camina junto su mujer hasta un puestito improvisado y compran dos patys y una cerveza. Caminamos hacia el centro de la Plaza. Está sucio: hay papeles tirados, latas de cervezas y gaseosas vacías;
restos de lo que dejó la multitud.
A un costado, sobre Hipólito Yrigoyen, la fila.
Otro amigo sube la apuesta: «Vamos, vamos a seguir la fila a ver si no hay nadie». Hace mucho frío y
las personas enfilan hacia la Rosada encorsetadas por
un par de vallas. Por los márgenes pasan chicos vendiendo comida y bebidas o banderas de Argentina. Cada
tanto alguien comienza un canto que se sostiene por
unos minutos. Uno arranca diciendo: «Néstor no se
murió / Néstor no se murió / que se muera Magnetto /
la puta madre que los parió». Pero al rato toma una
nueva forma y la última estrofa cambia a: «Néstor vive
en el pueblo / la puta madre que los parió».
A la tercera cuadra, ahora por Avenida de Mayo,
las vallas se terminan. La gente, sin embargo, sigue en
una fila prolija hasta llegar a 9 de Julio, donde dobla
y continúa unos metros más. La noche será larga, ya
son las tres de la mañana. Llegando al final unos chicos venden posters y pins del ex presidente en traje y
con la banda presidencial. Comentamos con mis hermanas: «¿quién lo va a pegar en su cuarto?».
70
Crónicas del adiós
LA MUERTE EN LA SALA DE TRAUMATOLOGÍA
Nilda sigue gritando.
Los enfermeros le piden que abra la boca.
Ella se niega.
Candelaria Schamun
Nació en La Plata el 5 de octubre de 1981. Estudió
bellas artes en la Universidad Nacional de La Plata.
En 2007 creó el blog Viajé como el orto, en 2008 por
el espacio obtuvo el premio creativa argentina otorgado por el Circulo de Creativos Argentinos. Trabajó
en la sección policiales de Crítica de la Argentina y
actualmente trabaja como redactora en la sección
Sociedad de Clarín.
Águilas humanas
73
Nilda grita como lo hizo toda la noche. Ruega que
la dejen, pide que no la muevan más, dice que el cuerpo
le arde de dolor. Tiene ochenta y cinco años. Su cadera
está quebrada, delira por la morfina. Piensa que está
en el geriátrico pero estamos en la misma pieza: la trescientos cincuenta y tres. Sólo escucho sus gritos, una
cortina color maíz me impide verla.
— Sacate el pijama y levantá los brazo –me pide
Natalia, una enfermera. De fondo, los lamentos de
Nilda. Natalia apoya una palangana azul sobre las
sábanas blancas y ásperas de la cama que ocupo en el
Hospital Británico. Moja una gasa y la frota contra
un jabón naranja hasta sacar un poco de espuma.
Mientras acaricia con suavidad mis tetas, mis axilas
y mi panza entra otra enfermera.
— ¡Se murió! –grita.
— ¿Quién se murió? –pregunta Natalia.
Águilas humanas
75
— Estaba en la 350 atendiendo a un paciente y un
familiar dice murió Kirchner, pero no sé si es verdad o
es una joda.
Mi cuerpo está mojado. Mojado y lleno de espuma. Natalia me limpia la cara. Le pido por favor
que termine.
Prendo el televisor: «Murió Kirchner», dice la placa roja de Crónica. Cambio. «Murió el ex presidente
Néstor Kirchner», dice el zócalo de TN.
— ¿Viste que es verdad? Se murió –dice la enfermera.
Durante 20 horas mi dedo pulgar apretó el botón
del control remoto: cinco canales para arriba, cinco
canales para abajo. Y cada vez que lo hacía la Plaza
de Mayo estaba más llena. Por la impotencia de no
poder salir corriendo a la Casa Rosada mandé mensajes de texto a mis amigos: «Murió Néstor». En la
pieza había Wi-Fi. Recorrí todos los diarios tratando de encontrar más información. Le chateé a todos
los que estaban en verde para sentir la sensación de
no estar en el hospital.
10:16 am. Yo: estoy.
10:17 am. Yo: helada por la noticia.
No tuve respuesta y pasé al siguiente contacto.
10:25 am. Yo: estoy helada lo de Néstor es terrible.
10:28 am. Mariano: tremendo, gordita es una
pérdida increíble.
Yo: una terrible pérdida
10:30 am. Mariano: hoy no lo vamos a dimensionar
del todo cómo va tu pierna, gordita?
Yo: hoy no claro pero es una pérdida clave en
este gobierno, la pierna es un infierno me duele demasiado
10:31 am. Mariano: uf.
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Crónicas del adiós
Nilda sigue gritando. Los enfermeros le piden que
abra la boca. Ella se niega. En la Plaza ya hay cientos
de miles de personas llorando, despidiendo a su líder.
Llega la bandeja con la cena. Más tarde el silencio del
hospital, sólo el ruido de las mujeres de delantal que
caminan por los pasillos llevando calmantes a los pacientes. Las luces de la Casa Rosada iluminan mi pieza. Las gotas de morfina lograron una vez más tranquilizar a Nilda. No la pueden operar porque su corazón no resistiría, entonces retrasan su agonía con la
bendita mano de la medicina. En la Plaza el pueblo
grita que la muerte de Néstor fue injusta.
Águilas humanas
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LOS CUERPOS CUENTAN
Ese día en las boleterías del subte había carteles
que decían Pase Libre. Crucé el molinete sin terminar
de entender por qué parecía vital estar ahí.
María Eugenia Ludueña
Se licenció en Ciencias de la Comunicación en la UBA.
Escribió en diversos medios de editorial Perfil y
Atlántida, en la revista del diario La Nación y en Las
Doce de Página/12, Elle, Travesías y Gatopardo, entre
otros. Productora de documentales para The History
Channel con Anima Films, coordina talleres de periodismo para jóvenes con la Asociación Miguel Bru y
trabaja como periodista independiente. Ha recibido
la Beca Avina, el Pléyade al Equipo de Investigación,
la distinción Orgullo Ciudadano de la FALGBT. Una
nota que escribió para Hecho en Buenos Aires fue
elegida Best Feature Story: Writing for social impact
(mejor crónica con impacto social) por International
Network of Street Papers.
Águilas humanas
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El jueves 28 de octubre a las 13:30 bajé corriendo
las escaleras del subte en la estación Congreso de
Tucumán, en el barrio de Núñez. Pretendía hacer lo
más rápido posible. Ir hasta Plaza de Mayo, dar una
vuelta, escuchar, zambullirme y volver temprano para
seguir trabajando en las cuestiones con las que pago
las cuentas. En ninguno de esos issues -documentales,
colaboraciones en medios gráficos variados- figuraba esta vez escribir sobre la Plaza donde había estado
hacía una semana, a la misma hora, grabando copetes para un documental. No alcanzaba a discernir si
el no estar cubriendo la muerte de Néstor Kirchner
era bendición o maldición; me incliné por lo primero
(como optimista puedo ser bastante idiota). Me encendía una tremenda curiosidad, un deseo perturbado de tener mi propio relato. Había hojeado diarios,
me había metido en twitter y había vuelto a facebook
donde la gente subía notas de señores sesudos, alguÁguilas humanas
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nas memorables y otras patéticas, muchas escritas al
resplandor de televisores de alta definición. Había
hablado con mi amiga Marcela –nos conocemos de
cuando trabajamos en editorial Perfil- y habíamos
quedado en encontrarnos en cuanto pudiéramos en la
Plaza para volver temprano (tenemos hijos pequeños).
Ese día en las boleterías del subte había carteles que
decían: «Pase Libre». Crucé el molinete sin terminar de
entender por qué parecía vital estar ahí. Tenía algo claro, poco: no quería que me la contaran. La sensación de
que el foco periodístico estaba más en analizar, opinar,
reflexionar que en tratar de navegar esa ola con la antena satelital de los cinco sentidos. Periodismo de inmersión, se me ocurrió. Algo básico, que es, desde cierta
óptica, todo lo contrario a una red social virtual: tiempo, paciencia, trabajo de campo y cuerpo. Periodismo
de inmersión fue como un mantra; me chupa un ovario
todo lo demás. Todo lo demás es que no los voté. Estaba
de acuerdo con muchas de sus medidas, en especial con
las de fondo (parte en que te dicen «ah, sos re k» y sonríen), fui crítica con algunas de sus formas, con ciertos
pliegues históricos del pejotismo. No compartía el cien
por ciento de la Kosa. Ahí estaba, llegando a Catedral.
*
13:55
El cielo primaveral, sol, brisa, banderas por todos
lados de tamaño de pequeño a mediano. El aire huele
a mi perfume preferido: choripán. Marcela envía SMS,
está en Avenida de Mayo al 600. Mucha gente. Algunos van solos o en grupo hacia la Plaza. Otros bordean una valla que corre sobre un lado de la calle.
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Crónicas del adiós
Delimita la cola de gente esperando para saludar a
Néstor. Al terminar la valla la fila sigue, menos apretada. En la esquina hay un tipo inmóvil, de cara al
viento. Con los brazos abiertos en cruz sostiene una
cartulina donde escribió: «Gracias Néstor». Hay jóvenes, sí, pero está también lleno de gente grande. Me
llaman más la atención ellos que los jóvenes. No son
todos tan militantes ni tan parecidos. Una nena posa
sonriente delante de un cartel con la foto de Néstor y
Cristina; con un ramo de rosas rococó entre las manos, sonríe para la cámara de su papá.
*
14:10 Avenida de Mayo y Piedras
Me encuentro con Marcela en la fila. Ella se encontró con dos amigas que a su vez están con un grupo. En
el Café Martínez de la esquina compramos expressos
en vasitos descartables. Dicen que la cola llega a 9 de
Julio. Ahí me quedo, debajo del pasacalles que el viento
arenga: «Néstor con Perón y el pueblo con Cristina».
La cola avanza despacio. Mi amiga quiere imponer un
cantito: «Yooooo / yo soy argentina / soy guerrera/ de
Kristina!». Pero la multitud se enciende con: «Olé Olé
Olé Olé Néstor Néstor».
*
14:20
Llama mi cuñada Silvia, psicoanalista. «Néstor se
murió el día del censo. El día que nos cuentan uno por
uno, ¿entendés lo que significa eso?» Uno por uno,
están llegando.
Águilas humanas
85
14:30
Uno de mis hermanos, Maxi, avisa por teléfono que
viene. Me disculpo con el señor de atrás. Le pregunto
si no le molesta que mi hermano se sume a la fila. El
tipo es un morocho sesentón, macizo, los ojos vivos y
amables de aquellos que han recibido muchas órdenes.
«Hoy se perdona todo, si no dije nada antes… Hoy
sólo importa él», dice sonriente. Vino desde Hurlingham
y lleva hora y pico de cola. Ayer también: apenas se
enteró de la noticia, no podía estar solo.
La caravana avanza lenta. Unos pocos pasos continuos y largas esperas. No hay tristeza en esta fila a
esta hora. Hay cierto alivio mezclado con celebración, la certeza de estar ahí. Las conversaciones con
los vecinos de cola versan sobre «la custodia de Cristina». Con quién cuenta. La gente repasa el núcleo
duro. ¿Aníbal Fernández?: «sí, claro Está bueno tenerlo para el partido». ¿Qué onda Moyano?: «No sé…
estuvo un poco frío…me da cosa».
Cuando la energía amenaza con caer, un pibito fornido y retacón arranca uno de los hits. Es el único donde
todos se ríen. «Andáte Cobos la putá que te parió / Andáte
Cobos la putá que te parió/ Andáte Cobos la putá».
*
14:50. Llegando a Chacabuco
Sobre el asfalto un hombre envuelto en la bandera
argentina extiende su mercadería. Plancha cada bandera con la mano. Las banderas dicen: «Gracias
Kirchner» y al lado del solcito tienen la foto de Néstor.
Cuestan veinte pesos. La venta de banderas es el negocio del día. Banderas y flores. ¿A qué hora toda esta
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Crónicas del adiós
gente la ve venir? Unos metros adelante una familia
con dos hijos y un cartel que dice: «Fuerza Cristina
Gracias Néstor familia Rozas». Están la madre, el padre, dos chicos. Llega mi hermano.
*
15:15
Llega una señora de ochenta años, la más coqueta
de la plaza, pelo lacio y plateado, ramo de flores envuelto en celofán. Pregunta al señor de Hurlingham
dónde empieza la cola. El morocho le dice: «se puede
quedar acá con nosotros».
*
15:45. Entre Chacabuco y Perú
Hace minutos que no avanzamos nada. Con
Marcela salimos a pispear. Al llegar a Perú y Florida
nos damos cuenta de que del lado derecho se armó
recién otra cola, varias cuadras más corta. Dicen que
la original llega hasta Bernardo de Irigoyen y más. La
gente se queja de la falsa cola. Tensión. Al final, una
treintañera de la cola original mira a los que la rodean y dice tajante: «Hoy estamos todos por lo mismo compañeros, no vamos a pelear». Nadie le discute
y cada uno a su fila. Pero ahí donde la cola original se
encuentra con la falsa para ingresar al vallado hay
todavía más avalanchas. Siento la anatomía de los
vecinos clavada en la mía. No empujen que hay chicos. Alguien se pone a cantar el himno en versión cancha de fútbol/rugby/bicentenario. Inmediatamente
después el canto sigue: «Patria sí / Colonia no».
Águilas humanas
87
15:35. A metros de la London
Todo el mundo quiere llegar adentro del vallado.
Se produce un embudo. A nuestra izquierda entra la
columna de Madres de Plaza de Mayo. La gente las
aplaude y grita. Despacio, paren, no avancen, hay
criaturas. Lo más parecido que estuve a esta multitud prieta, salvando las insalvables distancias, es un
recital de Madonna. Mi hermano distingue a nuestro lado a una nena y la levanta. Se llama Yeny, tiene
cuatro años. Vino con su abuela Ana de Moreno y se
han perdido del grupo. Ana anda con una botella de
agua mineral con la parte superior cortada y tres
rosas reposando mucho más cándidamente que nosotros en agua fresca. Todos los que estamos ahí pensamos cómo carajo se le ocurre venir acá con una
nena de cuatro años, pero a ella no le cabe duda de
sus motivos y jamás hará un comentario al respecto.
Vemos el edificio del Gobierno de la Ciudad. «Es para
Macri que lo mira por tevé».
*
16:11
El sol molesta, pega fuerte. Perdí a Marcela. De
un lado tengo a dos muchachos trajeados, treinta y
pico, arreglados, rosas blancas en alto. Raro ver a
tantos hombres con flores en alto para otro hombre.
El aire huele a desodorante, a champú, a jabón en
polvo, al suavizante de ropa de los que me rodean y
contra los que apoyo la nariz. El cuerpo como un
arma moderna. Un extraño pacto. El tipo asumió,
recuerda alguien, y se tiró a la multitud. «Después
van a decir que venimos por el pancho y la coca».
88
Crónicas del adiós
Atrás tengo una chica hablando por celular, campera negra, cuarenta añitos bien cuidados. «Sí, necesito mucho de mi espacio terapeútico. Pero no voy a
llegar. Vine a despedirme de Kirchner». Dice Kirchner
como si hablara de un jefe al que llama por el apellido y probablemente así sea. Suena mi celular.
Marcela. ¿Dónde estás? Donde está el payaso blanco con sombrero violeta. Cuando pasó la columna
de Madres, la multitud se llevó a mi amiga. Salió de
la cola y de la valla. Entró a la plaza. No sabe cómo
volver a entrar. No hay por dónde.
*
16:45. Estamos llegando al Cabildo
Mensaje de Marcela en el celu: «Me compré una
cerveza para brindar por Néstor al irme de la plaza.
Ahora en el subte en la vida normal, parece desubicado.
Por la vida eterna, compañero!». Volverá al día siguiente
y le dirá a Cristina: «Nunca vi tanto amor».
A la valla se acercan vendedores y periodistas. La
niña Yeny pide palitos salados y mi hermano, que la
lleva durante horas a caballito, compra palitos y gaseosas. Tengo hambre, sed, pero, de solo pensar que es
imposible hacer pis, no como.
En la esquina de la plaza hay fotógrafos subidos a
los faroles. Por los costados se acercan periodistas,
camarógrafos, movileros. Se arriman a la valla y sacan fotos, información, testimonios. Esta visión desde
adentro me vuelve reflexiva: metodología periodística. Esa distancia. Al lado mío hay un señor con la cara
morena, agrietada y el labio leporino. Aprieta bajo el
brazo un ejemplar de Clarín envuelto en El ArgentiÁguilas humanas
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no. ¿En qué momento el millonario corrupto, el impresentable, el déspota, se convierte en el apasionado
por la política? Todos disparan, como en un zoológico. Me quedé si baterías en el celular, genial. Hay
móviles de tv y antenas. Alguien dice: «ése es el de TN
pero no le pueden poner identificación. La gente los
reputea». Alguien cuenta que ayer se acercó un
movilero y le preguntó a una chica –por la que nadie
daba dos mangos– por qué estaba ahí en la plaza. Y
la chica dijo: «porque Kirchner terminó con muchas
cosas. Y nosotros vamos a terminar con ustedes. Se
va a acabar/ se va a morir/ el monopolio de Clarín. El
que no salta es de Clarin».
*
17:30. Diez pasos en media hora
Le digo a mi hermano que estoy harta, no aguanto
más, llevo más de tres horas para saludar a un tipo
que está muerto y no era la presidenta del club de
fans. Mi hermano, el mismo que sólo mira 678 para
maldecir lo que repiten los panelistas y cómo editan
las notas, me dice que tenemos que quedarnos. Es histórico. La última vez que estuve con mi hermano en la
plaza fue en la madruga del 21 de diciembre del 2001.
*
18:00
El humo del paty es irresistible, ocho pesos. Compro
bandera argentina, cinco pesos («La última, te la dejo
a precio peronista»). No veo a la vendedora de chipa.
Nadie tiene plena conciencia de hasta dónde vamos a
90
Crónicas del adiós
llegar, cómo es el recorrido o cuánto falta. El aire ya
huele a transpiración, a efluvios corporales, a algo acre.
— Acá hay algunos compañeros que no saben lo
que es una ducha -grita una voz femenina.
— No seas mala mamita. Estamos hace horas.
— Igual, querido. Acá hay gente que no se baña
hace años.
Estamos debajo del edificio de la Franco Argentina. Veo la plaza de perfil. En el centro hay una figura
inflable de mujer. La gente debate si es Evita o Cristina. El cielo empalidece; a ella la parte un rayo de sol.
No veo mucho más, estoy perdida entre cuerpos, cansada, me duele la cintura. Y empieza la parte más difícil, avalanchas permanentes. La revolución -o lo que
sea- necesita de cuerpos en forma.
*
18:30
En el reloj del Cabildo los minutos no pasan. El tiempo se ha vuelto algo muy raro, algo que invierto acá,
por curiosidad. Algo que habitualmente cuido mucho
porque entiendo que es lo único que no se puede comprar. Tiempo y cuerpo en suspenso. Siento contracturas.
Horas de pie en la experiencia más nac & pop de mi
vida. Un pibe sub treinta, de barbita cool, lee mentes:
— Nunca estuve en algo así.
— Vos porque no estuviste cuando murió Perón,
querido -agrega una señora de sesenta y largos, saco
camel y pelo planchado.
Dos tipos de chomba, sencillos, sacan cuentas:
— Yo recuerdo cosas así dos veces: cuando la muerte del General y Ezeiza.
Águilas humanas
91
— En el cuarenta y cinco yo tenía nueve años.
Onganía y Lanusse me cagaron el voto. Milité siete
años pero no podía votar.
Alguien empieza a cantar la marcha peronista. Los
jóvenes sólo conocen la primera estrofa.
*
19:00
A la altura del Standard Bank, la peor parte. La
cola se tuerce, y eso hace que los empujones sean más
bruscos. Uno cree que está por llegar pero no. Pésimo
momento para intentar colarse, pero nunca falta uno.
Un señor canoso va a detener al colado. «Hacé la cola
la putá que te parió». Un muchacho con gorra dice:
«vamos a hacerle el aguante al canoso, si fuera otro
momento lo cagamos a piñas». La gente grita: «Sos un
boludo» y enseguida todos cantan: «Sos un Cobos la
puta que te parió». Pasa una columna al costado con
carteles de una asociación de inmigrantes. Aplausos.
*
19:22
Al lado hay, además de miles de personas, alguien
que escucha la radio. Dice que Cristina está ahí. Como
llevamos más de cinco horas de cola no sabemos qué
pasa ahí adentro ni en ningún lado. Tampoco que esa
cola al día siguiente será noticia. «Despacio despacio
despacio», grita uno que vino con tres hijas.
Muchas mujeres. Las más divertidas son un grupo de
cuatro amigas de La Plata, empleadas administrativas.
Cada vez que se pierde una del resto de sus amigas, la
92
Crónicas del adiós
gente canta «que la dejen pasar». Sorprende que se hayan bancado todo esto las más grandes pero sorprende
también que estén impecables. Mi hermano me señala
hacia un costado y vemos a la anciana de ochenta con
las flores envueltas en celofán. Alguien dice: «cantemos
para que la dejen pasar». La señora no quiere privilegios, si llegó hasta acá, es para entrar con todos.
Cuando el ánimo cae, Rosa le pide a los chicos que
canten, canten. «Borombonbóm borombonbóm para
Cristina la reelección».
*
19:55
Los pocos que tienen banderas las enrollan. Se termina el vallado y hay una barrera de policías. Alguien dice que llega Chávez, Lula. Si tengo que elegir me quedo con dos imágenes: Kirchner bajando el
cuadro en la Esma y la identidad latinoamericana.
Intuyo que algunos amigos van a adherir al realismo mágico y van a decir que el neopopulismo y los
caudillos latinoamericanos.
Cruzamos la valla. Falta poco. Caminamos sueltos. Sentimos el aire fresco, la noche oscura, la Casa
Rosada envuelta en luces. La gente acomoda en las
rejas los souvenirs, las rosas que esperaron más de
seis horas. Piden apagar celulares. Nadie me revisa.
Detrás nuestro viene una pareja de chicas envasadas en cuerpos originalmente masculinos. Llevan remeras del movimiento Evita. Una rubia, flaquísima,
otra morocha, de cara más redondita. La rubia se detiene un instante a metros de la entrada, podría llamarse Marlene. Su mano busca algo en el fondo de
Águilas humanas
93
una cartera. Saca su polvera, abre el espejito y se aplica polvo volátil antes de despedirse.
*
20:00
La explanada de Casa de Gobierno está tapiada de
coronas, nunca vi tantas. El olor a flores llena el aire,
junto con el sonido del agua de las fuentes. En segundos estamos en el Salón de los Patriotas. Adentro hay
más coronas. El cajón y ella. Erguida, elegante, silenciosa. Acaricia el cajón. Atrás está Alicia K y una séquito de hombres de traje. Segundos. Chau Néstor. Alguien grita Fuerza Cristina. Otros hacen la V de la victoria. Ella se lleva la mano al corazón. Mira a uno por
uno. Ya estamos saliendo. Seis horas por cinco segundos. Después mi cuñada me dirá que este fenómeno de
masas excede algunos lugares comunes. Que es el fenómeno del uno por uno. Uno a uno se expresaron desde la subjetividad: desde el cantante, el de campo, el
más militante y también el más psicótico.
Bajo al subte en el obelisco. Un grupo de nenes
mugrientos, lloriquean y corren, comparten un cono
de Mac Donalds. Las cifras de indigentes siguen siendo patéticas. Abro la cartera y encuentro el libro que
manoteé al salir de casa. Lo cargué porque era finito.
Lo abro y me acuerdo de que ya lo leí. Recién hoy,
cuando me senté a escribir, no podía creer cuál era el
título, obviedad pura: Elegía. Cuenta la vida de un
hombre a través de su funeral. Pienso en la connotación de la palabra contar: una historia o una cantidad. En uno a uno desfilando para saludar. Hoy sé
que los cuerpos cuentan.
94
Crónicas del adiós
LE VOY A CONTAR MIS NIETOS
Tenía una camiseta da la selección argentina y unos
pantalones de Boca. Cada vez que la columna giraba,
él se movía para seguir dos metros al frente.
Sebastián Hacher
Nació en Ciudadela, Provincia de Buenos Aires en
1976. Es periodista desde el 2001. Escribe en diversos
medios: Miradas al Sur, Soy (Página/12), SOHO, Revista THC, Rumbos, Diario Z, entre otros. Trabajó en
la sección de policiales del diario Tiempo Argentino.
En televisión formó parte de las producciones de
Punto.doc, La Liga (Telefé) e Historias Prestadas (Canal 7). Fue uno de los fundadores de Indymedia Argentina, y es miembro de Sub Cooperativa de
Fotógrafos, con quienes ganó la Bienal de Arte de
Cuenta de 2009. En 2008 ganó la Beca Avina para la
Investigación Periodística y en 2011 fue seleccionado
junto para un taller con el escritor mexicano Juan
Villoro, organizado por la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano (FNPI). Publicó los libros
Gauchito Gil (2008) y Sangre Salada (2011).
Águilas humanas
97
Llegué a Plaza de Mayo tres horas después de la noticia. Faltaba casi un día para que empezara el velorio,
pero la gente hacía fila para atravesar la valla y dejar
su ofrenda en la entrada a la Casa Rosada. Nunca había visto a tantos llorar juntos. Eran de esas lágrimas
que caen a borbotones, que se deslizan por la nariz y
manchan lo que tienen adelante. Una mujer de clase
media lagrimeaba mientras hablaba con un evangelista
al que Kirchner le había dado una casa. Una pareja joven, ella embarazada, lloraba hombro con hombro mientras leían los carteles que alguien había pegado en el
piso. Un hombre alto y grandote se frotaba la cara mojada contra la manga de su camisa de jean. Un grupo de
militantes con ropa colorinche y zapatillas de lona caminaban hacia la explanada. Tenían los ojos y las manos llenas de regalos: flores, afiches, banderas. Algunas
de ellas le habían pedido a un reportero gráfico que no
les sacara fotos. «No queremos que el enemigo nos vea
Águilas humanas
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llorando», le dijeron. Una pena: se las veía hermosas,
fuertes, aguerridas.
A la tarde, poco antes de que cayera el sol, el ambiente cambió. De espacio para el homenaje devoto y
la tristeza íntima, la plaza pasó a ser un lugar de
militancia. Una de las primeras columnas en llegar fue
la de la La Cámpora. Eran unos trescientos, la mayoría
de mi generación: gente mayor de veinte y menor de
cuarenta. Al frente de la columna venía un pibe mucho
más chico que los demás. Me llamó la atención porque
apretaba los ojos y hacía muecas con la boca para contener el llanto. Lo seguí un rato. Tenía una camiseta da
la selección argentina y unos pantalones de Boca. Cada
vez que la columna giraba, él se movía para seguir dos
metros al frente. Cuando estuvieron frente al vallado,
el pibe desapareció. Al rato lo volví a encontrar. Había
conseguido papel y marcador y estaba agachado en el
piso concentrado en lo suyo. «Néstor: yo te apoyo con
todo mi corazón. Te quiero mucho», escribió. Y después se quedó unos segundos con el fibrón en la mano,
pensando como seguir. «Gracias por ayudarme y por
el abrazo que me diste en Ferro. Si hay que donarte
algo, yo te dono mi sangre. Franco Bogado». Me contó
que vivía en un hotel de San Telmo, que tenía doce años
y que había estado con Kirchner durante un acto en
Ferro. «Me abrazó como media hora –dijo–. Iba a conseguir una casa para mi familia pero ahora se murió y
no me va a poder ayudar».
*
El jueves llegué al mediodía. Ya había empezado el
velorio y la fila para entrar a la Casa Rosada y tocar
100
Crónicas del adiós
el féretro iba desde Plaza de Mayo hasta la 9 de julio,
volvía por Rivadavia y doblaba por Avenida San Martín. Eran algo así como veinte cuadras, entre siete y
nueve horas de espera. En la fila me encontré con Eva,
una Mai de Florencio Varela al fondo que cura con
una imagen de Evita Perón y otra de Yemanya. Estaba
Raquel: me dijo que era la primera vez desde la muerte
de su hijo que iba un velorio. Después supe que también andaba por ahí Juanito, que el día anterior había
llorado como si fuera el final de una novela. Y que Isabel, que venía con tanta bronca, había entrado a la
mañana temprano solo para romper una corona de flores que llevaba la firma de Menem. A la noche, cuando
el velorio ya era parte de la historia, llegó Diego, que
está con prisión domiciliaria pero sin pulsera electrónica y entonces aprovechó para venirse desde Budge y
hacer la fila. Todos decían más o menos lo mismo: le
voy a contar a mis nietos que estuve acá.
*
A las once de la noche nos sentamos a mirar televisión. Cristina estaba en el centro de la escena y cada
tanto se levantaba para abrazar a la multitud que entraba a la capilla ardiente. En la pantalla, el desfile de
gente parecía cumplir con la profecía de Andy Warhol:
cada uno de lo de los deudos aprovechaba esos pocos
segundos frente al poder y las cámaras para gritar un
discurso, recitar un poema, llorar o hacer un pedido.
Poco antes de la medianoche, la presidenta se fue y le
dejó el centro a Máximo, su hijo. En algún momento
entraron a la sala sus compañeros de La Cámpora y
Águilas humanas
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se levantó para abrazarlos. Entonces lo volví a ver: era
Franco, el pibe del día anterior. Llegó frente al cajón y
se largó a llorar con todo, como se llora cuando se es
niño y todavía no se tienen las reservas del caso. La
escena duró pocos segundos y fue incómoda. Franco se
abrazó con Máximo -le llegaba a la altura de la panzay gritó que Néstor era su amigo, que él lo quería mucho. La trasmisión cambió de cámara enseguida.
*
Yo también le voy a contar a mi nietos que estuve
ahí. Es más, les voy a decir que estuve dos veces. La
primera fue hace nueve años y todo era distinto. La
Casa Rosada tenía un vallado débil, casi decorativo.
No costaba nada cruzarlo y romper los vidrios de la
puerta, prender fuego en la arcada, colgarse de las ventanas. De esos tiempos me vienen a la mente escenas
sueltas: alguien que saca pecho, varios que levantan
una valla y la tiran contra el cordón de la infantería,
otros que rompen baldosas y las convierten en proyectiles. Y enseguida las balas de goma, los gases. En aquellos años no conocíamos el miedo. Les voy a contar a
mis nietos que nueve años después volví: que nos encontramos con varios de aquella época, que estábamos más gordos y más felices. Que habíamos aprendido que no todo lo que viene del Estado es el enemigo, y
que la realidad es mucho más compleja, que vale la
pena soñar y ser parte de la historia con todas sus contradicciones. Y entonces, cuando eso ocurra, Franco
Bogado será un tipo grande que nunca habrá tenido
que dar su sangre para defender lo que es suyo, para
dar cuenta de los sueños de todos. Eso espero.
102
Crónicas del adiós
EL NUEVO HOMBRE
Los frutos de los plátanos desperdigaban sus dardos
alergénicos y el humo de los choripaneros hacía
de la espera un momento asfixiante.
Juan Tauil
Es cronista y documentalista nacido en Santiago del
Estero. Forma parte de Águilas Humanas, escribe
para el Suplemento Soy de Página/12, está trabajando en su ópera prima el documental «T, trava el que
ve» y forma parte del grupo literario-musical
«Sentime Dominga», con el que explora la
musicalidad de la crónica al tiempo que realiza
performatividades de género.
Águilas humanas
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Aterricé solo en la fila que llevaba al pueblo rumbo a la capilla ardiente para despedir al prócer: eran
las seis de la tarde. Recorrí de punta a punta esa guirnalda humana que se desplegaba colorida pero sumida en el dolor, hasta que llegué a su comienzo, o a su
fin; quién sabe dónde empiezan y terminan estos actos de amor. Ni por un segundo fui el último, pues detrás de mí se ubicaron un chico de San Antonio de
Areco y su amiga. Y detrás de ellos otros cinco, diez,
cientos de miles más. Adelante caminaba una mujer y
su hija veinteañera que sostenía una caña tacuara con
dos banderas, la argentina y la whipala, símbolo de la
presencia argentina en esta brillante unidad del sur.
Media hora estuve solo, solo sin hablar, hasta que divisé a Damián, un viejo amigo, judío, que caminaba
en silencio. «¿Puedo quedarme con vos?», me preguntó. Pronto se acercaron más conocidos: Cristina, una
analista de sistemas que llamó para unirse, no tenía
Águilas humanas
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con quién compartir su dolor; Daniel, pareja de
Damián, colaborador de Clarín, presente para conjurar su conflicto interno entre el trabajo y el país; Juan
Pablo, un muchacho hippie, hacedor de hornos de barro, que nos acercó sus teorías energéticas: «Néstor
era una de esas almas que vienen a curar el pasado,
tanta oscuridad tuvo que absorber, que su corazón se
partió como un cristal».
La fila avanzaba lenta, cuatro cuadras por hora, según contabilizaban algunos. Desde San Martín hasta
avenida de Mayo, pasando por 9 de Julio, la formación
se iba nutriendo de compañeros que se iban encontrando en el peregrinar. A la una de la madrugada el viento
empezó a soplar con furia. Los frutos de los plátanos
desperdigaban sus dardos alergénicos y el humo de los
choripaneros hacía de la espera un momento asfixiante. Entonces la cola se detuvo, no avanzaba ni un centímetro. «Hay otra que va por 25 de Mayo», nos avivó
un muchacho joven que cargaba una bandera celeste y
blanca a sus espaldas. Algunos fuimos a corroborarlo,
con la promesa de avisar si eso era cierto a los que se
quedaban a cuidar el lugar. Me acompañó Verónica,
una joven que trabajaba en una oficina, y su madre,
ambas de la conurbana San Martín. Era cierto, la cola
por la que entraban los funcionarios ya le pertenecía al
pueblo: ya había dos cuadras de ciudadanos que avanzaban mucho más rápido, así que nos sumamos, no sin
antes avisar a los que esperaban. Aplausos esporádicos, cánticos de repudio contra el vicepresidente traidor y vivas para Cristina, la Viuda del Pueblo.
Eran las dos y cuarto de la mañana y ya avanzábamos rápido hacia la Casa Rosada, tomados de la
mano, agarrados del brazo, acompañándonos. «Los
108
Crónicas del adiós
putos de Clarín», gritaba un chongo militante, rubio
como la cerveza. «Forros u otro adjetivo quedaría
mejor, ¿no?», le dije. Y dejó de cantar. En la entrada
enrejada ya se sentía el aroma a flores. El sonido de
las fuentes de agua arrullaban a los deudos que íbamos llegando. Los zorzales cantaban a deshora su tristeza. En el patio de las palmeras estaban Alex Freire y
su marido, sentados, extenuados, agradecidos por
quien tanto hizo por la construcción identitaria de
millones de argentinos. El resto del recorrido lo guardo en mis retinas: la hermana doliente, estoicamente
parada al lado del féretro, amigos, funcionarios, gente común que gritaba mensajes de agradecimiento, de
amor, de devoción. No estaba Cristina, obviamente
extenuada. Ya en la explanada, salimos todos en silencio. Unos brazos fuertes detuvieron mi caminata:
era el militante. Me abrazó, me dio un beso y me dijo:
«sin ofensas, compañero». Ahí comprendí que Néstor
se fue, nos dejó, pero no sin antes dejar la semilla de
un nuevo hombre argentino.
Águilas humanas
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Este libro se terminó de imprimir
en el mes de noviembre del 2011.
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