EL METRO LLANO

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EL METRO LLANO
DIARIO EL LITERAL, Deportes. Página 7
Correr expone a la maquina humana, apela a la perfección física. Durante
gran parte de mi vida admiré a aquellos hombres que sometían su cuerpo al
dominio de la mente, a esos chasquis robóticos que se debatían entre la gloria y
el fracaso en los míseros segundos de los cien metros llanos. Sin embargo, esa
admiración decayó, o para ser más justo, trocó por la observación maravillada de
otro tipo de corredores. Hoy mis coberturas periodísticas son crónicas esclavas de
las acciones etéreas de los competidores de una nueva forma de carrera: el metro
llano.
La comunidad científica, aburrida de infinitas hipótesis, de incertidumbres
cuánticas y de roces metafísicos, ha encontrado un nuevo desafío que
desempolva a los adormecidos espíritus comtianos y sorprende al mundo del
deporte.
Organizada por la Academia Mundial de Ciencias, la primera carrera
resultó devastadora, nadie pronosticó una competencia tan exigente, que llevara
al límite la constitución corporal y mental. No hay registros históricos que relaten
justa similar, no existió carrera tan épica, ni siquiera aquella que drenó la vida del
mítico soldado que corrió luego de la batalla de Maratón.
Fracasaron los atletas olímpicos y los deportistas profesionales, tampoco
permanecieron mucho los corredores innatos de África. Ni hablar de aquellos que
se inscribieron a la competencia con ánimos jocosos: abandonaron al poco
tiempo, arrepentidos y apenas a salvo, con las fuerzas mínimas como para salir
de la pista.
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Al principio, este humilde periodista también consideró que la competencia
solo representaba una corrida hacia el absurdo. Las reglas serían las mismas que
las utilizadas en las carreras de cien metros llanos, pero contendrían algunas
variantes que, combinadas con la ignorancia del mundillo de la prensa,
estimularon los humores más biliosos de los periodistas especializados:
1) El orden de llegada funcionaría en orden inverso, es decir, el ganador sería
aquel que llegara último o que más se resistiera a llegar a la meta.
2) Ningún competidor podría permanecer inmóvil.
3) Ningún competidor podría dejar de avanzar.
4) La extensión de la carrera sería de un (1) metro llano, o un millón (1.000.000)
de micrones y se posibilitaría la participación de cien corredores (la pista
tendría cien carriles de ancho)
Me transforme en testigo de aquella organización más por un ánimo
perverso y corrupto que por curiosidad profesional. Deseaba saborear el momento
en el que las inmaculadas investiduras de los científicos más prestigiosos del
mundo acusaran las manchas imborrables del ridículo. Por supuesto, mi ánimo
maligno nunca fue satisfecho.
Las tribunas del estadio se tupieron de burlones y buitres de la risa que,
como yo, creyeron asistir a un espectáculo circense. La pista parecía una senda
peatonal con cien franjas, y la meta, una línea metalizada que desde las gradas
se confundía con la línea de largada. Alrededor de la pista, los científicos, jueces
y auditores manipulaban decenas de alambiques tecnológicos, computadoras con
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microprocesadores expuestos y de apariencia futurista, instrumentos de medición
digital y microscopios de última generación.
Cuando el inicio de la carrera fue inminente, nuestras risas y burlas se
desinflaron. La imagen ridícula que habíamos construido en nuestras mentes se
desdibujó, tachonada por los trazos de perfección positivista que mostraban los
organizadores. Los movimientos previos a la carrera ya tenían presos a todos los
asistentes. Lo aceptamos sin decir una palabra, ya no existía sorna, nos
equivocamos y estábamos entregados, por completo, a la admiración de un hecho
extraordinario, una maravilla inusitada en el mundo del deporte.
Los periodistas fuimos afortunados, nuestras credenciales nos permitieron
el acceso a sectores preferenciales y desde allí pudimos tomar nota de los
ejercicios previos de los competidores. Algunos oraban, otros parecían dormidos.
Los corredores profesionales hacían sus calentamientos de rutina y los bromistas
inscriptos junto a los que habían llegado seducidos por la cuantiosa suma del
premio, disfrutaban de un enorme asado de achuras a las brasas, cuya humareda
nociva para las herramientas técnicas, despertó la furia de los organizadores.
Cuando llegó el momento de la partida, los cien corredores se acomodaron
y sus contornos paralelos formaron la figura ideal de un solo hombre. Los jueces
alistaron sus relojes, los científicos coordinaron acciones y prepararon los
instrumentos. El público, invadido por la curiosidad, bramaba esperando algún
estímulo novedoso para sus sensaciones. Tras una pequeña cuenta de tres sonó
el disparo inicial. El silencio de las tribunas y la aparente inmovilidad de los
corredores extendieron el eco del disparo. A los treinta segundos de carrera se
produjeron nueve descalificaciones por quietud, los instrumentos de medición
resultaron de una claridad rigurosa y cruel.
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Nunca, en mi larga vida como cronista deportivo, asistí a una competencia
seguida tan de cerca. Desde las tribunas, los espectadores se intercambiaban
lentes, binoculares y monóculos. Todo parecía en la inmovilidad absoluta, el
avance de la aguja pequeña de cualquier reloj resultaba un bólido ante la lentitud
voluntaria de aquellos gladiadores de piedra.
Los burlones y buscadores de fortuna solo resistieron un par de horas,
algunos cruzaron la meta sin percatarse y otros terminaron, como la mayoría,
descalificados por quietud o retroceso.
Luego del primer día, los conversos, con actitud respetuosa, comenzamos
a informarnos respecto de los mecanismos de medición. Efectuamos entrevistas a
los
científicos
organizadores
y
comprendimos
la
naturaleza
heroica
y
sobrehumana de los competidores. Accedimos a cálculos primarios en los que se
proyectaban unos sesenta y seis días totales de carrera y quienes comprendimos
el verdadero tenor de aquella epopeya del autocontrol organizamos nuestra
agenda para asistir a la pista durante todas las jornadas de competencia. Solo en
el paso de un día hacia otro era posible percibir a simple vista (aunque con mucho
esfuerzo) el avance de los corredores.
Lógicamente, las tribunas se vaciaron rápidamente. Luego de dos
semanas, en el estadio solo quedamos los periodistas, los científicos y los
corredores. Ocasionalmente se acercaban curiosos que intentaban comprender el
espectáculo, pero debido a la indiferencia de los científicos y la tacañería
profesional de los periodistas, se retiraban completamente decepcionados y, tal
vez, en búsqueda de alguna actividad de apariencia mas dinámica. Pasados los
dos meses de carrera solo quedaban nueve corredores y nuestros corazones
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latían más lentos, pero cada sístole y diástole nos provocaba la vibración de un
timbal salvaje en el pecho.
Debo adelantar que de los cien corredores, solo tres competidores
traspasaron la meta, treinta y tres fueron descalificados por quietud y doce
perecieron en la pista, víctimas de la destrucción física y la derrota mental. Los
cincuenta y dos restantes abandonaron en distintas instancias de la competencia.
Debido a las polémicas muertes y al desgaste físico de los competidores
(que eran alimentados por medio de inyectables) se conformaron grupos de
protesta, guiados por antitaurinos espoleados de frustración y dirigentes
expulsados a trompadas de la liga pro-abolición del boxeo. Las manifestaciones
no pasaron de un par de escaramuzas callejeras en las puertas del estadio ya que
las muestras de tesón y voluntad de los que se mantenían en la pista arrasaron
con la retórica de los protestantes y los empujaron a la curiosidad. Los grupos no
se difuminaron, pero mutaron en conjuntos de observadores críticos que seguían
las instancias de la competencia con el mismo fanatismo que los demás
asistentes.
Pasados los tres meses, y cuando solo restaban recorrer veintitrésmil
micrones del millón que conformaban la pista, uno de los últimos cuatro
competidores, Sir. Anthony Burks, abandonó por propia voluntad. Burks había
arrancado la carrera con un peso de ciento setenta y siete kilos, y debido a un
desempeño brillante en la severa competencia, su cuerpo consumió los recursos
sobrantes y lo transformó en un gelatinoso y delgado hombre de sesenta y dos
escasos kilos. En el mismo instante en el que dejó la pista, una sombra de pena le
oscureció la mirada y la voz. No disimulaba el llanto y pese a los consuelos de
todos los que asistimos a su derrota, Burks regresó a su Inglaterra natal envuelto
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en una depresión asesina. En menos de un año recuperó su peso y, poco tiempo
después, murió a causa de un infarto masivo, tras un atracón de suflés de
manzana.
Todos lo vimos, el competidor inglés se distrajo por el aroma proveniente
de una manzana acaramelada. Recuerdo cuando Burks giró su cabeza y por
brevísimos instantes dejó en libertad a su cuerpo. La distracción resultó fatal, se
adelantó cuatro milímetros y quedó alejado del resto, solo ante la meta, a cuatro
mil micrones de distancia del resto, una distancia enorme e irrecuperable. Hasta
aquel día todos pensábamos que el inglés tenía el potencial mental necesario
para llegar al oro, pero aquel desliz lo bajó de la grilla de candidatos. El obeso
siniestro, oculto en algún rincón de su nuevo físico, lo traicionó con una zancadilla
rastrera.
Aunque Burks no ocupó un lugar en el podio, me veo en la necesidad ética
de relatar su participación, pues mas allá de su muerte, creo, en común opinión
con el entorno periodístico, que fue el competidor que representó con mayor
fidelidad a las potencialidades y debilidades humanas. Descansa en paz Burks y
ojala que en tu reposo final hayas digerido el resabio venenoso de las manzanas.
El tercer lugar fue obtenido por un científico alemán que sorprendió a los
espectadores. Su profundización única en el campo de la botánica lo había
dotado de comportamientos y recursos que sobrevolaban lo inexplicable. Hanss
T. Lobumm se desplazaba como un perfecto vegetal y en sus preparativos previos
a la carrera había exigido, como únicos alimentos inyectables, agua y un
preparado a base de extractos de salvias vegetales proveniente de su laboratorio.
Para su decepción el preparado funcionó demasiado bien, pero sus cálculos
fueron erróneos. La carrera se extendió demasiado y Lobumm se vio sorprendido
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por la primavera. Desde el 21 de septiembre su componente vegetal tomó fuerzas
inusitadas y su voluntad cedió. El preparado vegetal lo impulsaba, le renovaba las
energías y en los días soleados el alemán parecía realizar esfuerzos gigantescos
para no extender los brazos hasta la meta. Fue demasiado, la primavera atentó
contra su promedio de velocidad y lo arrojó hacia el final. Al traspasar la meta no
hizo declaraciones, solo pidió agua, mucha agua, y se sentó a esperar el
desenlace final de la carrera. Se llevó la preciada medalla de cobre.
La contienda final fue un derrame meloso y espeso de euforia, una lágrima
caracoleana. El vencido fue el italiano Vicenzo Gamba, quien luego de una
gloriosa demostración de resistencia fue el penúltimo en cruzar la meta. Cuando
los periodistas lo abordamos, casi ahogado por un llanto de emoción nos aseguró
que en muchas ocasiones estuvo a punto de retractarse, de abandonar la lucha,
sin embargo, el fruto mas destacado de su árbol genealógico lo inspiró a seguir.
Antes de sentarse a descansar miró hacia atrás y permaneció unos segundos
observando al último competidor, al único que quedaba en la pista. En un gesto
de humildad suprema se volvió a los periodistas, señaló a quien lo había
derrotado y expresó: "Eppur si muove". Vicenzo Gamba recibió la medalla de
Plata y fue condecorado por el senado italiano.
Por fin, luego de una tensión alienante y tras 115 días, 17 horas, 46
minutos, 40 segundos, 90 centésimas y 77 milésimas de carrera, el ganador cruzo
la meta. El hombre mas lento del planeta, según la Academia Mundial de
Ciencias, fue el mexicano Juancho “tardo” Ramírez, un hombre de contextura
estrecha, que apenas coordinaba algunas frases sueltas.
El triunfador no parecía disfrutar de la gloria. Se hizo del gigantesco premio
monetario ofrecido por la Academia y desapareció para siempre. No cedió a
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pedidos de la prensa ni a solicitudes científicas, tomó su cheque, posó para las
fotos y caminando, al ritmo más vertiginoso desde el inicio de la carrera, se alejó
del estadio. Todos recordamos su cara demacrada, su piel resquebrajada por el
clima y sus miembros esqueléticos. Antes de fugarse del mundo, el mexicano
Juancho “tardo” Ramírez, ganador de la primera carrera del “metro llano”, levantó
su medalla dorada y solo emitió una frase para la prensa “La meta, es como el
ocaso, un agujero espantoso que nos atrae, y que tarde o temprano nos traga…
como la ballena a Jonás”.
Al día de hoy parece imposible acceder al paradero de Ramírez, nadie
sabe donde se oculta, no hay datos respecto de su ubicación. Su madre, Doña
Ana Ramírez, entrevistada en Nogueras, pueblo nativo del “tardo”, no colaboró
demasiado con la información, solo aseguro que Juancho era un hombre feliz,
que disfrutaba cada instante de existencia. Cuando se la interrogó acerca del
modo de vida de su hijo, doña Ana dejó escapar una sonrisa milenaria y antes de
encerrarse en su casa solo dijo “Juanchito no fue echo para este mundo sin
siestas, siempre fue muy perezoso”
Los instrumentos de medición indicaron que Ramírez se desplazó a la
asombrosa velocidad de seis micrones por minuto o, para los técnicos más
exigentes, a un angstromio por segundo.
Luego del éxito de la primera carrera, los seguidores del metro llano se han
multiplicado geométricamente. Somos un público heterogéneo compuesto por
científicos, investigadores, deportistas de todo tipo, oscurantistas, curiosos,
periodistas, escapistas, magos, religiosos diversos y muchos aficionados mas a
los cuales no sería tan simple de agrupar con un solo calificativo.
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Hasta hace un tiempo nadie lo dudaba, el “tardo” Ramírez era el hombre
más lento del planeta, pero con esta nueva edición, tras cuatro años de
preparativos, todos esperamos un nuevo record mundial. Ninguno de los
competidores anteriores figura inscripto en esta edición, según los ex –
corredores, el desgaste corporal y mental que produce la participación en el metro
llano requiere media vida de recuperación.
El millón de micrones será recorrido nuevamente, los cuerpos de
apariencia inmóvil avanzarán, ahora con más técnica y preparación, la fiesta
deportiva comenzará en unos días. El mundo del deporte acude maravillado a un
estadio remodelado con la pista colorida y rodeada de nuevos elementos de
medición, instrumentos con precisión más aceitada y capacidad de medición a
nivel atómico. La Academia Mundial de Ciencias ha recibido apoyos económicos
cuantiosos y los medios ya no están ausentes en el evento, incluso se a
pergeñado un canal de televisión con cobertura permanente de la carrera.
Un pequeño temor revoletea entre las meninges de los científicos
organizadores, esta relacionado a la imposibilidad de calcular la duración de la
competencia, pues si las técnicas de ralentización humana han progresado, tal
vez la justa llegue a su final tras varios años de competencia. Posiblemente, el
lapso de cuatro años entre carrera y carrera deba ser derogado.
Como periodista, estoy dispuesto a dejar de lado la cobertura de otros
eventos deportivos. Ya no me enfervorizan las dinámicas de balones y músculos,
ahora solo espero el momento culmine, cuando estalle el disparo de largada y el
silencio pétreo eleve al centro de atención a los titanes de la engañosa
inmovilidad.
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DATOS DEL AUTOR
NOMBRE Y APELLIDOS: Mariano Pereyra Esteban
DIRECCION: Av. RIVADAVIA 7280 “D” - Ciudad de Buenos Aires – Rep. Argentina
Teléfono: 011 – 46112637
Mail: [email protected] / [email protected]
Declaro conocer y aceptar sin reserva los términos del reglamento del
Concurso de cuento “JUAN RULFO 2009”.
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