Mansilla Lucio - Entre-nos III.pdf

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Entre – Nos
Causeries del jueves
Libro III
Lucio. V.
Mansilla
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Entre-nos III
Lucio.V.Mansilla
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Índice
Prólogo
Nitschewo
La lección del paraguayo Ibáñez
En el camino
¿Si dicto o escribo?
Horror al vacío
La calumnia viajera
Mi primer duelo
Tembecuá
Poetas, traductores y críticos
En chata
La fisonomía
Autores, astrónomos y libros para la exportación
¡Córdoba se va!
Humus
Un hombre comido por las moscas
Cinco minutos inverosímiles en la sala de Federico de la Barra
Goyito
Notas del autor
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Prólogo
Nota del editor
(1889)
En este 2º tomo, y en algunos de los siguientes, verá el lector una que otra Causerie,
publicada con anterioridad a la casi generalidad de las que forman esta serie. El autor ha
querido intercalarlas, como justo tributo a las personas a quienes iban dedicadas (que ya no
existen) y con quienes les ligaba estrechos vínculos de amistad.
En el próximo volumen saldrá, a guisa de prólogo, una carta del literato doctor Luis V.
Varela, emitiendo su juicio sobre el autor y la índole especial de las Causeries.
Prólogo
(a la edición de 1889)
La carta siguiente fue escrita sin pretensiones, aunque pudiera, algún día, ser dada a la
estampa.
En ella se habla varias veces de la obra del autor El Diario de mi vida, Estudios Morales, que
vio la luz pública a fines del año de 1888, y es, por decirlo así, el acuse de recibo de una
Causerie dedicada por Mansilla al sabio jurisconsulto Luis V. Varela. ( 1 )
El editor ha creído engalanar este tercer tomo, poniéndola, como lo hace, a guisa de prólogo.
Buenos Aires, Diciembre 20 de 1888.
Mi querido Lucio:
No quiero llamarle con el cariñoso sobrenombre que le doy, desde hace más de veinte años,
porque temo que, si le dijese Papá, al escribirle a propósito de El Diario de su vida y de sus
Causeries, alguien sospechase que el hijo hubiese recibido la herencia mórbida de cierto
paradojismo ingénito, que forma el elemento indispensable de su existencia.
Usted y yo hemos leído a Monsieur de Camors, la tremenda novela naturalista de Octave
Feuillet, y creo que usted, como yo, reconocerá que al final del libro, falta la carta en que
Monsieur de Camors, fils, legue a sus sucesores una experiencia de la vida, completamente
distinta de aquella que él recibió, como herencia, en la carta que su padre le escribiera al
suicidarse.
Si yo me declarase su hijo en esta carta, me vería en la necesidad de aceptar sus Estudios
Morales como el testamento de Papá; y entonces mi aceptación tendría que ser forzosamente
"con beneficio de inventario". No olvide usted que soy abogado, y que empleo esta fórmula
jurídica con todo el alcance que le da el derecho.
El lindo folleto que acabo de leer, y que me recuerda bellísimas páginas leídas antes de ahora,
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pertenecientes a usted mismo, no puede considerarse un hombre impreso, si ese hombre ha de
llamarse Lucio V. Mansilla.
Leyendo a Lamartine, me he convencido de que este eterno soñador romántico, que muere en
su ley, se deleita en repetirse en todas aquellas frases cuya forma eufónica produce verdadera
melodía. Con razón llamó armonías a sus Rimas.
Es que Lamartine impreso es siempre idéntico a sí mismo. Emerson tiene razón.
Aquella naturaleza exquisita tenía una sed insaciable de infinito. La luz y la belleza fueron,
como en algunos, su aspiración perpetua.
No acontece lo mismo con usted, cuyo retrato, al frente del libro que me ha enviado, se parece
tan poco al contenido de sus páginas.
Y no dudo, mi querido Lucio, de la buena fe con que usted llama el Diario de su vida a la rica
colección de pensamientos que el volumen encierra. Usted ha confundido su talento con su
experiencia; su observación, en el mundo que le rodea, con sus experimentos propios, y de ahí
esas contradicciones en que usted mismo reconoce que incurre.
No seré el primero en decirle que su libro reciente instruye, deleita, y hasta domina; pero no
quiero ser el último en afirmarle que, como ciertas plantas tropicales, contiene a veces
venenos peligrosos, que disimulan mal las bellezas del lenguaje.
Y no se empeñe usted en convencernos de que cuanto allí ha escrito forma convicción y
elementos de su vida propia; porque si tal fuese verdad, en vez de ser usted el hombre cuyas
cualidades y cuyos defectos todos conocemos, pesando en la balanza más aquéllas que éstos,
sería usted un verdadero monstruo, ajeno, muchas veces, a ciertos sentimientos que han
formado la mejor aureola de su vida.
Usted no cree que: "Si no hubiese posteridad, no habría patriotismo", y no lo cree porque
militar, político, aventurero, batallador en todos los terrenos sabe que es mayor el número de
héroes ignorados, que la falange gloriosa, cuyos nombres han salvado del olvido las páginas
de la historia.
Y, como esta negación escéptica del patriotismo, tiene usted, en su folleto, muchas otras
frases, escritas con la conciencia del apotegma, aspirantes a un fallo infalible, que sólo
contienen una protesta contra alguna bella condición que usted posee, o una de esas paradojas
que tanto le encanta producir en forma sensacional.
Reciba mi felicitación por el esfuerzo intelectual que el libro revela; reciba mi agradecimiento
por su envío, y por lo mucho que he aprendido en sus páginas, pero, convénzase usted de esta
verdad, que es posible que su orgullo rechace, pero que mi amistad me impone: Lucio V.
Mansilla es mucho mejor que sus Estudios morales.
No quiero creer que mi opinión sea para usted una sorpresa, como la de aquellos miembros
d'élite de un partido, que al ver su biografía en un diario, ¡recién supieron que habían tenido
historia!
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Usted sabe que tiene talento, vasta ilustración, conocimientos infinitos, adquiridos en los
vaivenes de una vida agitada, llena de peripecias y de incidentes que la singularizan; usted
sabe que, en su existencia, se eslabonan los éxitos increíbles con los desfallecimientos
angustiosos; los triunfos perseguidos con las derrotas inesperadas; las riquezas, con las
dificultades de la fortuna; la cumbre y el llano; los mares borrascosos y las ondas azules del
lago; usted sabe, en fin, que el Diario de su vida debiera contener en un epítome gráfico,
condensado, en líneas breves y sentenciosas, todas esas múltiples faces de una existencia
siempre brillante, llevada por la vorágine, unas veces a los abismos, para levantarse otras,
coronando la espuma de las olas.
Pues bien: nada de todo esto se encuentra en su rica colección de pensamientos. Es el cofre de
un avaro abierto a los ojos del pasante, que admira su espléndido contenido, pero que
comprende que el avaro no lo usa.
Y aquello que puede impunemente hacerse con la riqueza tentadora, pero que no se regala,
aunque se exhiba, no debe pretenderse con un libro escrito con talento.
No hay amigo más peligroso o más excelente que un libro. Werther arrastró al suicidio a la
sociedad romántica de su época, y la Imitación de Cristo continúa todavía encendiendo la
esperanza.
Y en las lecciones de sus Estudios morales hay de todo esto; hay enseñanzas que amenazan,
como los primeros relámpagos de una borrasca, y hay consejos que consuelan, como una
promesa cariñosa.
Sin embargo, a veces le veo a usted confundir la esperanza con el anhelo, olvidando que la
primera es una necesidad moral, algo psicológico, y el segundo, un mero espasmo nervioso,
fisiología pura.
Su mismo descreimiento es un síntoma de fe profunda. Para demostrarlo, bastaría oponer al
Diario de su vida, las Causeries con que, periódicamente, engalana usted las columnas de
algunos diarios.
Si me las hubieran entregado anónimas, habría creído que, a pesar de la semejanza del estilo,
eran dos autores distintos los que las habían concebido.
Las Causeries son la leyenda amena, agradable, refinada, que realiza el propósito del teatro
antiguo, y de la literatura moderna: utile et dulce.
En las Causeries, podrá uno convencerse de que la virtud de la mujer suele ser una cuestión
puramente física. Es mayor el número de feas virtuosas, que de lindas que han pecado.
En el Diario de su vida, la virtud de la mujer queda tan mal parada, que casi, casi se siente
uno tentado de recordarle a Víctor Hugo:
Oh! n'insultez jamais une femme qui tombe!
Me gusta usted mucho, muchísimo, escribiendo Causeries. Un día vendrá en que alguno de
esos ocios aprovechados por usted, puedan presentarse como modelos de fresca y original
literatura; y más de una vez, el historiador o el filósofo tendrán que consultarlos para conocer
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los incidentes de un episodio, o la tendencia social de una época.
Pero, en cambio, permita usted a la franqueza austera de un hombre que ya no sabe más que
ser juez y hacer sentencias decirle que sus amigos, los padres de familia, y las damas
argentinas, deben pedirle que no condense en folletos los pensamientos que deja usted
esparcidos en las páginas de cuanto escribe.
El glóbulo homeopático me parece inofensivo. Es una gota de medicamento diluida en una
pipa de leche azucarada.
Pero cuando la homeopatía administra las tinturas, entonces puede ser verdaderamente eficaz,
y hasta peligrosa.
Sus pensamientos diluidos en la narración dramática de la Causerie, pueden hacer pensar,
estudiar y hasta dirigir la conducta y las tendencias de algunos espíritus.
Condensados en un folleto, aislados de toda otra ornamentación de lenguaje, son... ¡como la
tintura homeopática!
Gracias, otra vez, por su lindo libro; gracias por la Causerie que me ha dedicado, y disculpe la
parte áspera de esta carta, usted, que tan habituado está a las asperezas del camino de la vida.
Usted sabe que soy su bueno y su viejo amigo.
Luis V. Varela.
Nitschewo
Que l'Amérique donne l'exemple, ses rivaux l'applaudiront.
N'est-ce pas son tour de découvrir un nouveau monde dans l'ordre économique et social?
Esta charla no lleva, como las otras, etiqueta . No se la dedico a nadie, y se la dedico a todo el
mundo. ¿Por qué? Yo mismo no sabría decirlo a derechas. Un hombre escribiendo, casi sin
rumbo, es como un caminante, que no sabe precisamente adónde va; pero que a alguna parte
ha de llegar. Será quizá porque se trata de una cosa que a todos nos interesa, de la Bolsa . ¿O
la Bolsa, que es el templo de Mercurio donde se cotizan todos los valores, no es asunto de
interés universal? Ya estamos, pues, y entro en materia, si es que no estaba en ella todavía.
Leía el otro día el luminoso memorial dirigido por el señor don Rufino Varela al señor
Presidente de la República; lo leía con esa atención de crítico con que se leen todos los
documentos palpitantes de actualidad, y a medida que me engolfaba en aquel piélago de
teorías, de doctrinas, de afirmaciones y negaciones, pensaba si no es más exacto decir: todo el
hombre está en la idealidad; y no como Buffon: el estilo es el hombre.
Rufino Varela no es, como dicen los franceses, le premier venu , un hombre pescado entre la
multitud, una invención del Poder Ejecutivo, para ensayar, no: Rufino Varela tiene en apoyo
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suyo una tradición de talentos gloriosos, jalones brillantes plantados en el camino de su
existencia, como escritor, como financista, como economista, como pensador; agréguese a
todo esto la moralidad de su vida, y podrá afirmarse, concienzudamente, que Rufino Varela es
un hombre de pensamiento y de acción, forrado en otro de curso legal, en toda sociedad
humana, en donde haya un criterio sano, imparcial y desapasionado para juzgar a nuestros
semejantes.
Se dirá entonces cuanto se quiera de Rufino Varela -de gustos no hay nada escrito-, menos
que no tenga idealidad, que no sea un hombre bien intencionado; y he ahí por qué razón los
decretos fundados y comentados por su memorial, han sido recibidos, acatados y juzgados
favorablemente por la masa de la opinión, que, como el inteligente lector lo sabe, es lo menos
entendido que hay, hasta cuando se trata de sus propios intereses; porque esto de decirle a un
hombre que lo defraudan es mucho menos demostrativo de lo que parece, mientras ese
hombre no siente materialmente que le sacan la plata del bolsillo. En cuanto a los otros, que
ya no son vulgo, sino el señor don Fulano de Tal, o el señor don Mengano de Cual; éstos
hallan siempre cómo indemnizarse, pues conocen las reglas del interés compuesto a las mil
maravillas.
O si no, díganme ustedes, ¿cuántos ricos se han arruinado, de cincuenta años a esta parte? Las
mismas confiscaciones de Rozas labraron la fortuna de muchos, que, sin eso, habrían
malbaratado su patrimonio.
¡Ah!, señores, persuádanse ustedes de que, en el planeta que habitamos, no hay más verdades
indiscutibles que las matemáticas, y hasta esas verdades, para que sean indiscutibles, deben
entrar por los ojos, que no en balde son dos, como las orejas; lo que, sin duda, quiere decir, no
siendo la lengua más que una, que hay más prudencia en ver y oír que en hablar. Sí, las
matemáticas no se discuten; pero es necesario que lo que afirmen sea inteligible para el
sentido común, que es el vulgar, el que hace, verbigracia, que yo le pruebe a mi zapatero que
se ha equivocado, no diciéndole axiomáticamente que el continente es mayor que el
contenido, sino: "¡pero qué! ¿no ve usted que no entra el zapato en el pie, por más que usted
tire?"
"Atención de crítico", he dicho más arriba. Y en efecto, ¿cómo leer de otra manera una pieza
que se impone por la trascendencia de sus efectos del momento y los que se tienen en vista
producir, en una época más o menos remota? ¿Cómo leer de otra manera, lo repito, un
programa de tanta magnitud sin comparar a su autor del momento presente, actual, de hoy día
mismo, con el autor de un momento pasado, tan poco lejano que es casi actualidad también?
Eso no puede hacerse sino cuando se trata de mediocridades, de insignificantes, o de lo que
llamaré touristes del pensamiento, sportmen de la literatura o del arte. Pero Rufino Varela no
pertenece al gremio de los aficionados, que son, por regla general, tan amables y tan
complacientes, como fastidiosos e incompetentes.
Luego yo tenía, y tenía porque no podía sustraerme a la obsesión que a ello me inducía, que
refrescar mis recuerdos, volviendo a leer lo escrito antes de ahora, con aplauso general, por
Rufino Varela, a ver si era el mismo de antes u otro; si había permanecido extático,
adorándose a sí mismo, sustrayéndose a toda transformación, o si había pagado su tributo a la
observación y a la ciencia experimental.
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Y lo hice.
Y después de hacerlo y creyendo firmemente que un hombre que piensa seis meses seguidos
del mismo modo, en cuestiones temporales, está seguro de equivocarse, me incliné a fallar:
que Rufino Varela estaba en la verdad del momento.
Me quedaba, sin embargo, un escrúpulo, nimio , el que se refiere a las definiciones, que
empiezan con la escuela de Turgot y acaban con las últimas paradojas de los socialistas
modernos.
Aquí, y como quien hace un largo entreparéntesis , y a propósito de esta calamidad del curso
forzoso, les diré a ustedes cómo discurría en Montevideo, no hace mucho, cuando allí estuve,
acompañando al señor Presidente de la República, un comerciante, en cuya tienda entré para
comprar una estatua de mármol.
-¿Y, cómo va por acá, señor?
-¡Eh!... señor... todo paralizado; ahora con los baños y tanta afluencia de porteños hay mucho
movimiento; pero todo esto es pasajero. (Se calculaba en 8.000 los argentinos que habían ido
a bañarse, y en treinta pesos diarios, término medio, lo que gastaban: una bicoca, 240.000 mil
pesos por día, que iban de acá y que no han vuelto.)
-¡Y qué! ¿es malo el Gobierno? (le imputamos siempre ciertos males al Gobierno).
-No, el Gobierno no es malo.
-¿Y entonces?
-¡Ah!, señor: es que nosotros no tenemos acá, como ustedes tienen allá, la fortuna de tener el
curso forzoso.
Bueno, pues; como ustedes ven, hay para todos los gustos. Y aquí se me ocurre insinuar que si
el curso forzoso es malo, estando en el organismo, bueno será pensar en no suprimirlo de
improviso. Así como hay una higiene para la economía del cuerpo humano, así también la
terapéutica económica debe ser aplicada con muchísimo cuidado, teniendo siempre presente
lo que ha dicho un hombre de estado, inglés: que son pocos los males que el Parlamento
puede curar.
Nuestras costumbres son de curso forzoso. ¿Estamos?
Vacilante y perplejo como debe colegirse, según lo acabo de endilgar, antes de hablar del
comerciante montevideano, me levanté, me puse a pasear de arriba abajo por mi escritorio,
miré a derecha e izquierda, atrás y adelante, recorrí mi biblioteca, que he vuelto a formar por
cuarta vez, ya les contaré a ustedes por qué tres veces he repudiado los libros, quedándome
con sólo una docena de conocidos: Cervantes y Goethe, Shakespeare y Molière, Montaigne y
Voltaire -a este pícaro todavía no lo doy de baja-, la Imitación de Cristo (vean ustedes qué
ensalada); dos o tres tratados de Química y de Física, la Biblia , Tácito y los Comentarios y
varios diccionarios; y después de una serie de evoluciones autour de ma chambre , resultó
que, en medio de mis 3.000 volúmenes actuales, no tenía lo bastante para improvisarme una
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extrasabiduría del momento y juzgarlo ex catedra a Rufino Varela.
Y es claro, hice lo que muchos de ustedes habrán hecho: ocurrir a las librerías.
Me mandaron un carro de libros. Hallé en ellos para todas las cabezas, para todas las
fantasías, para todos los estómagos, nada especial para el tópico: un remedio infalible, como
el ácido prúsico, que mata, para evitar el agio.
Y me dije: como ante todo es necesario creer, prefiero creer, y no dudar, en Rufino Varela. Y
me fui al Ministerio, y hallándolo en conferencia con todos los banqueros de Buenos Aires,
los cuales debo suponer que son hombres bien intencionados y de buena fe, le dije a Ramón
de Toledo, su subsecretario, repitiéndoselo a Rufino Varela, hijo: -Díganle a Rufino que he
venido para decirle "que aunque tengo opiniones comprometidas sobre esto, opiniones
parlamentarias, que ya ustedes saben lo que son -en la Gran Bretaña, el Parlamento tres veces
ha violado la ley para salvar al Banco de Inglaterra- lo acompaño sinceramente con mis
votos".
Esto no obstante, siendo como soy muy matinal, al día siguiente, a las seis de la mañana,
compulsaba da capo autores y libros, viejos y modernos, y cuanto más cateaba, era pa pior ,
como decía el gaucho, y eso que yo me considero sabio. ¿Qué no les estará pasando a otros?
Apuesto a que más de cuatro están esperando los hechos para aplaudir. ¡Miren qué gracia! El
mérito está en aplaudir antes. El mérito consiste en tener la visión del porvenir, por la
confianza que los hombres inspiran.
¡Ah!, pero malgré tout yo quería más libros; los cincuenta o sesenta volúmenes novísimos que
me habían mandado no me bastaban.
-Vaya usted -le dije a mi escribiente- y dígales a esos libreros que me manden otros libros. Me sentía perturbado y quería ponerme en equilibrio, con ayuda de vecino.
Después dirán, y diré yo mismo, que los libros no sirven para nada...
Pues vean ustedes.
Entre la última remesa, que me mandó uno de mis varios proveedores de erudición, venía una
verdadera primicia, que no tenía nada que hacer con la cuestión de actualidad, titulado:
Bismarck-Intime; y como este diablo de hombre tiene el poder de imponerse y como en la
carátula está su retrato, se me impuso, y haciendo a un lado los Estudios Económicos y
Sociales, en las cinco lenguas vivas que poseo (no sé para qué, a no ser que sea para saberlas
todas mal), me engolosiné en el librejo ése, de ayer no más, que ha salido a luz en el mes de
enero de 1889, editado por Louis Westhausser, de París, y me lo devoré en un verbo.
Un diario de París dice sobre él, para no engalanarme con plumas ajenas, lo siguiente:
El principal mérito de este librito consiste en su primorosa impresión. Por otra parte, está
escrito en un franco-tudesco, penoso de leer, y nos presenta mezcladas una infinidad de
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anécdotas, que nada agregan a la psicología de Bismarck. Es una antología de los libros de
Busch y de Hesckiel, con recuerdos de la correspondencia del mismo Bismarck, y sobre todo
con recortes de diarios, con muchos recortes de diarios. Las anécdotas extractadas de los
libros son clásicas; aquellas cuyo origen no es conocido, son más bien sospechosas.
Para el crítico francés, en eso consiste el principal mérito de tal librito. Pero para mí tiene
otro: es una anécdota que él no cuenta, y que yo entresaco de entre varias otras, porque me
viene bien.
¿Quieren ustedes leerla?
Aquí está.
Puede tener diversas aplicaciones.
Prevengo, sin embargo, que, para los efectos de aparato literario, no traduzco textualmente.
El príncipe de Bismarck usa una gran sortija de hierro.
Antes de proseguir, les diré a ustedes, que si le llaman a Bismarck el Canciller de Hierro, no
es por lo de la sortija, sino porque alguna vez dijo en el Parlamento que la Alemania se haría
por el "fierro".
La susodicha sortija tiene grabada una palabra rusa: "Nitschewo".
Ahora, he aquí por qué el canciller usa esa sortija.
En 1862, cuando era embajador de Prusia en San Petersburgo, fue invitado a una cacería
imperial, que debía verificarse a unas cien verstas de la capital. Como era un cazador
consumado, se guardó muy bien de faltar a la cita. Se hizo, pues, conducir al sitio indicado;
pero como llegara un día antes, lo aprovechó para hacer una excursión, en la que se extravió.
Después de haber andado largo tiempo, vagando de acá para allá, llegó a una aldea de aspecto
más que miserable. Un paisano a quien encuentra en el camino y le pregunta la distancia que
habría de allí al lugar de la cita, le responde: "veinte verstas".
-¿Quieres guiarme hasta allá?
-Con mucho gusto, señor.
Un momento después, hallábase instalado, al lado del paisano, en un trineo minúsculo tirado
por dos petisos.
-Procura llegar a tiempo, porque tengo prisa.
- Nitschewo -respondió el auriga.
Al rato le dice Bismarck:
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-Pero, ¡qué diablos!, esas son ratas y no caballos.
- Nitschewo -gruñó el otro, abandonando las riendas. Y entonces el trineo se puso a volar
como el viento.
-Pero tú estás loco. He ahí que ahora vamos corriendo de un modo insensato.
- Nitschewo .
-Pero, ¡caramba!, nos va a hacer volcar. Ten cuidado.
- Nitschewo ... -Y de repente, ¡pataplún! los dos viajeros van al suelo y quedan tendidos sobre
la nieve. Bismarck, furioso por el accidente, había cogido una especie de baqueta de hierro
que se había salido del trineo, y tenía ganas de sacudirle las costillas al paisano, de lo lindo.
Pero éste que no le quitaba el ojo de encima, le dijo por última vez:
- Nitschewo .
¡Eh!, bien, señores: yo repito también:
Nitschewo .
Los italianos dicen: il mondo va da se , y así es en efecto. Si ustedes reflexionan un poco,
verán que todo se compensa, hasta en la Bolsa.
Yo tengo mucha confianza en la capacidad de Rufino Varela; pero tengo más confianza en el
país, tanto más, cuanto que la civilización de tipo cristiano actual está a la moda, y el
progreso, que es su ley, es la ley de nuestro tiempo. No nos hemos de sustraer a ella, aunque
podamos ser más o menos retardatarios. Los astros no dicen lo contrario y los síntomas los
abonan.
Este país, ya saben ustedes cuántos kilómetros cuadrados de tierra representa -tierra
afortunadamente habitable y cultivable, del uno al otro confín- verdadera tierra de promisión
para gentes de otras latitudes. La tierra no es elástica, y es cosa ya averiguada cuántos
habitantes pueden vivir dentro de un kilómetro cuadrado. Podemos, por consiguiente, decir de
antemano cuántos millones de habitantes tendremos, dentro de diez, dentro de veinte, dentro
de treinta, dentro de cuarenta años; de aquí a medio siglo. Luego, mientras vengan
inmigrantes, no hay que afligirse: cada uno de ellos representa valorización de la tierra
desierta, valorización de la tierra habitada y cultivada, valorización, en una palabra, de la
propiedad en todas sus manifestaciones, mayor producción, mayor riqueza, y como una
consecuencia de todo esto, que ha de llegar un día en que, en vez de ser deudores, seamos
acreedores de Europa.
El fenómeno de los Estados Unidos es un antecedente y hasta una sugestión.
Para constituirnos políticamente, ellos nos han sugestionado y por ahí vamos, hinchados de
chauvinismo , de jingoísmo o de spreadeaglismo , y mucho menos descontentos de lo que
parece.
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Y golpe acá, caída allá, ensayo aquí, experiencia por ahí, somos ya una nación .
Y unas veces por andar despacio, y otras veces por andar de prisa, no hay cómo contentar el
amor propio nacional de todos, en sus impaciencias.
El conductor de Bismarck sabía menos que él; pero tenía confianza en que llegarían, y
Nitschewo era toda su filosofía porque Nitschewo quiere decir "no importa", o "¿qué
importa?"
Agiotistas habrá siempre en la Bolsa y fuera de ella -la vida humana es un puro agio.
Esto será discutible; lo que yo no creo discutible es que: hay más prudencia en gastar
estrictamente lo que se tiene, que en descontar sin tasa el porvenir.
Es sobre esto sobre lo que hay que meditar.
Por lo demás, la Bolsa que ayer se cerró, mañana se abrirá (escribo el lunes) y el oro que no se
cotice en la Bolsa en alguna parte se ha de cotizar, aunque sea hablando otra lengua
convencional, el volapük de los cambios internacionales.
¿Por qué?
¡Porque no se puede vivir sin el vil metal!
Lo repito: serán buenos, serán malos, serán eficaces o ineficaces los planes económicos y
financieros de Rufino Varela...
Nitschewo .
-"¡Ahí vienen los franceses!" -les decían a los españoles, y ellos en su aparente imprevisión
contestaban, esto es legendario, ¿qué digo?, histórico: "¡No importa!" "¡Qué importa!"
El patriotismo los salvó.
¡Qué bella cosa es el patriotismo!
¡Y cómo, mediante su inspiración, se superan todas las dificultades, se salvan todas las crisis!
Locuras, dirá algún Licurgo de esos que resuelven teóricamente todas las cuestiones por a + b
, y a esto yo contesto lo que ayer me decía una joven llena de gracia y de talento, recién
llegada, llamada Nanina, pretendiendo darme una lección.
Los hombres son locos, tan necesariamente locos, que es una locura de otro género no ser
loco.
Vean ustedes, qué locura mandar cerrar la Bolsa. El mundo se va a acabar, decían... pues
nada...
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¡Nitschewo!
La lección del paraguayo Ibáñez
Al señor don Julio A. Costa
Ibáñez era paraguayo, como el título lo indica; pero paraguayo de antaño, no de ogaño -que
son cosas muy distintas-, y esto, de lo que vamos a conversar, si a ustedes les parece, era allá
por 1875.
De entonces acá se ha desenvuelto y educado casi otra generación. No diré que sea peor ni
mejor que sus antecesoras. Lo que sí me parece es que poco se cura o casi nada de lo que
pasó. Es un rasgo característico de la democracia moderna no mirar para atrás. Lo pasado,
pisado, y go ahead es el lema de su impaciencia febril, persiguiendo la ley de las atracciones
moleculares, en la Bolsa, fuera de ella y en todo lo que ofrece vasto campo a la especulación y
al genio.
No digo que sea un bien ni un mal, pues quién sabe si no tiene razón el sabio cuando dice: que
la Economía Política es un libro tan excelente como cualquier Biblia para estudiar la vida del
hombre y la superioridad de las leyes sobre las influencias particulares y hostiles.
En la época ésa, hace quince años, todo el mundo se ocupaba, en Buenos Aires, de las minas
de Amambay y Maracayú, y todos los que eran accionistas se consideraban con el inocente
derecho de visitarme, de interpelarme, de pararme en la calle, fuera apurado o no, me
conocieran mucho o poco, para preguntarme:
-Y... ¿cómo van las minas?
-Y... ¿hay mucho oro?
-¿Hay pepitas?
-¿Son grandes?
-¿Trae usted algunas?
-¿Hay diamantes?
-¿Son de regular tamaño?
-¿Vendrá pronto alguna remesa?
-¿Por supuesto, que usted está convencido de que allí hay una gran riqueza, y de que las
acciones han de seguir subiendo y subiendo?
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No me dejaban vivir.
Desesperado, exclamé un día: ¡Hase visto alguna vez en otros negocios (en los mismos de
minas que tenemos dentro del país), en otras industrias o profesiones, semejante fastidioso
preguntar!
Y procuré marcharme, cuanto antes, a la conquista del vellocino de oro, de la que Mayer
había renegado, comprendiendo antes que yo, que en el comercio no son buenas las aventuras,
y que el problema consiste en combinar un gran número de operaciones, espaciadas a plazos
fijos, no muy remotos, y en contentarse con pequeños beneficios, todos ellos
matemáticamente previstos, presidido por un factor indispensable, la seguridad.
Pero yo tengo para mí que allá, en el fondo de sus dudas, saltaba un pequeño demonio
tentador, que le decía: "Quién sabe... ¡este hombre es el diablo!... puede ser que haga brotar
agua de la roca" -y que me acompañaba con sus votos íntimos, así como me dio sus consejos,
porque él venía y yo iba otra vez, siendo como soy un poco empecinado.
Entre esos consejos, me dio éste: Si necesita un buen baqueano, no se valga de otro que no sea
un tal Ibáñez, vecino de San Pedro.
Y como habría sido insensatez, de mi parte, dudar del consejo de quien me quiere bien, la
primer cosa que hice, cuando llegué a la Asunción, fue hacer que me lo buscaran al tal Ibáñez.
He dicho que Ibáñez era paraguayo de antaño y no de ogaño, y esto requiere su necesaria y
pertinente explicación.
Vivir es transformarse; pero la transformación, en el hombre, no es nunca tan intrínseca que
no sea aplicable a todas las razas o pueblos el conocido dicho de: grattez le russe, vous
trouverez le cosaque , o como si dijéramos, con el permiso de ustedes, raspad al argentino, y
encontraréis al gaucho, con camisa más o menos almidonada, como decía Rivadavia.
¡Ah!, los paraguayos son, sin embargo, una excepción a la regla general: un paraguayo de
ahora no es como un paraguayo de antes; un paraguayo del tiempo de López no es lo mismo
que un paraguayo de este momento; lo mismo que un federal de ahora no es lo mismo que un
federal del tiempo de Rozas.
Un paraguayo de antes era un hombre bueno, quizá mejor que un paraguayo de ahora; pero
entre jesuitas y tiranos, un paraguayo de antes había llegado a ser todo lo más desconfiado del
mundo.
A un paraguayo de ahora, al que usted le pregunta: "¿Cómo está? ¿Cómo le va, amigo?",
responde, como cualquier hijo de vecino: "Muy bien, para servir a usted."
A un paraguayo de antes, al cual se le hacía idéntica interrogación; primero, miraba al frente;
luego, giraba a la derecha; después, a la izquierda; en seguida, miraba atrás; por último, al
cielo; finalmente, a las entrañas de la tierra, y cuando se aseguraba de que nada absolutamente
lo comprometía, contestaba: "Sin novedad."
Ahí tienen ustedes, perfilado a grandes rasgos, al paraguayo Ibáñez, el baqueano que Mayer
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me recomendó, el mismo que yo ocupé, el hombre que mejor me sirvió, con fidelidad y
lealtad, con ciencia y conciencia de todo lo que veía y hacía, y, lo que es más extraordinario
todavía, poniendo en la pasión por las minas muchísima más idealidad y fantasía que yo
mismo; porque en todas las piedras que relucían él veía oro, y en todo el cascajo que
removíamos, por metros cúbicos, que daba espanto, brillantes más grandes que los que
adornaron las joyas de los reyes de España, de Francia y de Portugal.
Yo no he visto, en los días de mi vida, un alma más ingenua; y en el único capítulo en que
Ibáñez era impenetrable y refractario a toda averiguación o expansión, era tratándose del
gobierno, siendo, hasta donde era humanamente admisible, superiores para él todos los
gobiernos que había habido en el Paraguay, empezando por Francia, siguiendo por López, y
acabando por el que ustedes quieran.
Era todo un legitimista y un doctrinario; "Dios y mi rey" era su divisa. Y creo que la llevaba
de buena fe.
En los primeros tiempos de nuestro comercio, yo me dije, más de una vez, considerándome,
como me consideraba, el representante de la civilización mucho más adelantada: ¡Qué
paraguayo tan bárbaro éste!
Estaba imbuido de mi ciencia, y no me acordaba de lo que dice la Imitación de Cristo :
"Si te parece que sabes mucho y entiendes muy bien, ten por cierto que es mucho más lo que
ignoras."
Juntos recorríamos con Ibáñez los verdes campos y las selvas enmarañadas; juntos
trepábamos a las montañas rocosas y cruzábamos, a vado o nadando, los arroyos tormentosos
y los ríos; juntos asistíamos a todos los espectáculos de la Naturaleza, desde la salida hasta la
puesta del sol caliginoso; juntos veíamos nacer y desaparecer la mística luna; juntos oíamos
las armonías terribles o melancólicas del viento, el zumbido de los insectos, el canto de las
aves, el rugido de las fieras; juntos nos despertábamos, a veces, sobresaltados por un peligro
común; la proximidad de una víbora de cascabel, que se anuncia por un ruido particular de las
hojarascas. No nos separábamos un momento; y el relámpago y el trueno, la tempestad y
triples arco iris, fenómeno extraordinario que no todos han contemplado, nos unían en un
sentimiento inefable de común admiración...
Yo ignoraba mucho más de lo que los libros me habían enseñado, y el hombre inculto, que no
había leído nada, casi todo lo sabía, por la observación, y yo me equivocaba frecuentemente
cuando, en nombre de los libros, pretendía explicar la vida animal o vegetal, o hacer una
profecía meteorológica; e Ibáñez, no. Y un día, en que hablamos del almanaque, resultó que
Ibáñez era capaz de confeccionarlo, y yo no; porque Ibáñez sabía lo que era la epacta , al
dedillo, y yo, supongo que como ustedes, sólo sabía lo que dice el Diccionario que es el
número de días en que el año solar excede al lunar común de doce lunaciones y alguna otra
cosilla más.
Este era Ibáñez, que, debo añadir, tendría así como cincuenta años, y que había hecho toda la
guerra que terminó con la trágica muerte de López: era, para que no quede tan trunca su
simpática silueta, de regular estatura, delgado, lampiño, trigueño, de andar mesurado, y toda
la expresión de su fisonomía estaba iluminada por una falsa luz que, a primera vista, lo hacía
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pasar por un hombre caviloso o desconfiado, siendo así que era el tipo ambulante más
acabado de la credulidad.
¿O no he dicho antes que creía en la excelencia de todos los gobiernos, que es el colmo de la
credulidad?
En Igatimí -aldea de espantoso y terrible origen, que no existía sino en el nombre, destruida
por la guerra-, teniendo necesidad de hacer economías, me vi obligado, no siéndome ya, por
otra parte, indispensables los servicios de Ibáñez, a despedirlo. Le pagué, pues, sus salarios, lo
gratifiqué, por añadidura, y al estrecharle la mano, le dije:
-Bueno, amigo; más adelante, cuando vuelvan a empezar los trabajos, le escribiré. Mientras
tanto, ya sabe que aquí quedo para lo que guste.
Ibáñez repuso con agradecimiento:
-Cuando quiera, señor. Y si cae por acá un hijito mío, se lo recomiendo.
Ibáñez partió.
Corrieron los días.
Una mañana entró un peón -este entró es un modo de hablar, mi casa era una gran enramaday me dijo:
-Señor, ahí está un mozo que quiere hablar con usted.
-Que pase adelante.
Un momento después, antes de que el recién llegado desplegara los labios, estando ya en mi
presencia, le dije:
-¿Cómo está, Ibáñez? Siéntese. -Y le endilgué un tronco de árbol, que hacía los oficios de
banco.
La semejanza era tan extraordinaria, que el observador más obtuso habría descubierto, en el
acto, en el mocetón de veinte y tantos años que tenía enfrente, la proyección germinal de
Ibáñez.
-¿Y cómo le va, amigo?
-Bien, mi señor.
-¿Y qué se le ofrece?
-Nada, mi señor. Mi tatita me ha encargado que lo salude.
-¿Y qué viene a hacer?
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-Voy pasando para Itanará.
Este Itanará me llamó mucho la atención, porque era un arroyo que quedaba algunas leguas
más hacia el oeste, en pleno desierto.
-¿Y qué va a hacer por allá?
-Voy a trabajar en un yerbalito que tengo.
Que tengo, pensé: ¡qué paraguayo tan bárbaro, que no sabe ni hablar! -y agregué de viva voz:
-¡Que tiene usted con su padre!
Aquí el mocetón se sonrió, y poniendo una carita (que el lector debe ver, porque yo no
acertaría a describirla) de San Antonio Abad, si a ustedes les parece, repuso, con la cadencia
paraguaya más acentuada:
-No, mi señor: el yerbalito es mío. Yo no trabajo con mi tatita, trabajo solo. Yo trabajaba con
mi tatita en un negocio de tienda y pulpería en la villa de San Pedro, y mi tatita se cansó de
este negocio. Y dijo que era mejor que nos fuéramos a Santaní , a sembrar maíz para los
yerbateros, y mi tatita se cansó de este negocio. Y dijo que era mejor que nos fuéramos al río
de Corrientes, para hacer de chateros y acarrear las yerbas del señor don Pacífico Vargas y
otros señores brasileros, que su merced debe conocer. Y mi tatita se cansó de este negocio, y
dijo que era mejor que nos fuéramos a la Asunción a poner una fonda, porque ahora, con la
libertad que dicen que hay, debía venir mucha gente foránea de abajo, y que eso era mejor que
todo. Y mi tatita se cansó de este negocio, y dijo que el Paraguay no había nunca de andar
bien; que ya estaba visto, y que era mejor que nos fuéramos a la Villa Occidental, que es
territorio argentino, donde debía haber más garantía para la propiedad y la vida, y allí nos
fuimos, con unas vacas y unos caballos y una pulpería. Pero una noche nos dieron una paliza,
nos bebieron toda la caña, y nos quitaron todas las vacas y los caballos... y... yo me cansé de
trabajar en sociedad con mi tatita, porque a mi tatita todo cuanto emprende le sale mal, y ha
de ser porque mi tatita sabe mucho, y yo soy muy ignorante.
Me quedé mirándolo a aquel prodigio de buen sentido. Me concentré, miré dentro de mí
mismo, examiné toda la esfera cóncava de mi personalidad, desde que empecé a ser y a hacer
algo; me acordé de la respuesta de Newton a alguien que le preguntara cómo había podido
llegar a hacer tantos descubrimientos: "pensando en ellos siempre". Recordé el ejemplo citado
por Plutarco, el cual cuenta que en la ciudad no había más que una sola calle en la que se le
viera a Pericles, la que conducía a la plaza del Mercado y al Consejo, pues rehusaba todas las
invitaciones a los banquetes y a las reuniones de placer que se le ofrecían; tanto que, durante
su administración, nunca comió en la mesa de un amigo. Y todavía me acordé de una
contestación de Rothschild a alguien que le decía: "supongo que vuestros hijos no se ocuparán
de negocios". -"Al contrario, deseo que, con toda su inteligencia, con toda su alma y todo su
corazón, no se ocupen sino de ellos. Es el modo de conseguir algo. Poned una cervecería. Sed
sólo cervecero, y haréis fortuna. Pero si prestáis oídos a todas las solicitudes para todo género
de negocios, si pretendéis ser cervecero, banquero, barquero, negociante y manufacturero, no
pasará mucho tiempo sin que veáis citado vuestro nombre en las gacetas".
Y todo esto lo sinteticé en la eterna fórmula de "Zapatero, a tus zapatos". Pero en medio de mi
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orgullo vano, me dije: A mí me pasa como al padre de Ibáñez, al cual le iba mal, según el
hijo, porque sabía mucho.
¿Cuál es la opinión de ustedes?, ¿qué piensan para sus adentros?
Sea de ello lo que fuere, yo creo, en medio de todo, que el oráculo tenía razón cuando en una
fórmula más poética de la del refrán que dice: "Quien mucho abarca, poco aprieta",
exclamaba: "No ensanchéis mucho el horizonte de vuestro destino".
Ahora; por qué es que, cuando ustedes y yo, en el mismo día y a la misma hora, compramos
un billete distinto de lotería, yo me quedo mirando con las ganas y ustedes se sacan la grande,
eso, lector carísimo, complica mucho el problema. Napoleón lo había resuelto, ganando sobre
el papel todas sus batallas, pero en el éxito hacía siempre intervenir un coeficiente que
afectaba todas las cantidades -coeficiente que él llamaba "la fortuna"-. Y fue por eso que el
otro dijo alguna vez: "Suerte te dé Dios, hijo; que el saber, poco te vale."
Conque así "a Dios rogando y con el mazo dando", y no olvidar que es economía mal
entendida no ponerle, de cuando en cuando, velas a Santa Rita.
En el camino
Al Señor General Don Nicolás Levalle
Est-ce qu'on peut-être Persan, y llamarse Paciente Crucifijo?
Yo he andado mucho por el interior de nuestro país; noticia fresca que a pocos interesa. Pero
el hecho es que, a fuerza de recorrerlo en todas direcciones y de contemplar las maravillas de
la creación desde las grandiosas bellezas de la Cordillera de los Andes hasta la humilde flor
de las márgenes del Uruguay, he aprendido a concentrarme y a saborear las fruiciones de la
soledad.
Así, pues, si alguno de ustedes está atacado de tedio, o como solemos oír decir a cada
momento, muy aburrido, haga esto: tome el tren (asegurando su vida previamente, por las
dudas), váyase a Córdoba, alquile allí una mula y lárguese a La Rioja.
Y entonces comprenderá cuán fecunda es la melancolía filosófica que inspira el aislamiento; y
que es mucho más fácil de lo que parece renunciar a los placeres ruidosos y a los goces
epilépticos de las grandes ciudades donde no hay tregua para nada, porque las horas y los días
se siguen, como atropellándose, ni más ni menos que nosotros, tout tant que nous sommes , en
ese afán incesante por llegar a la meta.
Yo iba un día, mejor dicho, venía, por ese camino trazado a cordel y sin más adorno que una
serie interminable de postes, que marcan el leguaje ; venía de La Rioja para Córdoba.
Mi costumbre era entonces, cuando hacía esta clase de excursiones, elegir para que me
acompañara un ayudante muy conversador, uno que se lo hablara todo, que no me obligara a
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escuchar su música labial, permitiéndome pensar en cualquier cosa, menos en lo que él dijera,
o viceversa, uno que fuera mudo, que casi no tuviera orejas para oír, ni cerebro para discurrir;
que me permitiera, o hablármelo yo todo, o andar en silencio profundo, sin mirarnos las caras
siquiera.
Esta vez, mi adlátere pertenecía a la última especie, y todo mi séquito consistía en él, en su
asistente y el mío, y en una tropilla de mulas, elegidas, que tenían un marchao tan suave,
como el mecimiento de la cuna en que lo hamacaron al que me está leyendo.
Era esto en el mes de diciembre. El calor, ya se imaginarán ustedes lo que era. Cuando se
vayan al infierno, allí sabrán lo que es el susodicho camino, en el mes de ídem, y esto me
excusa de entrar en mayores ampliaciones descriptivas.
Diré, sin embargo, que si Alberto Wolff hubiera andado por La Rioja, no habría escrito: La
verité est que l'hiver est un abus , agregando, que nada semejante debió existir en el principio
del mundo; que los días eran radiantes bajo el sol; que las noches eran tibias bajo el cielo
estrellado; que el invierno ha debido venir durante una de esas revoluciones terrestres que han
solevantado el suelo y formado la montaña.
Está bien: la luz y el calor son las condiciones esenciales de la vida humana, y yo, por mi
parte, no he nacido para las nieblas ni para los caloríferos. Pero si el futuro gobernador de La
Rioja dulcificara allí un poco ciertos rigores, haría muy buen gobierno.
Yo iba delante, sacándole el cuerpo a la nube inevitable de polvo. Mi ayudante, con los
asistentes y las mulas, me seguía, como a cuatro o seis cuadras. De cuando en cuando,
sujetaba mi mula, me detenía y miraba atrás a ver si había alguna novedad. En una de esas
paradas, observé que mi retaguardia quedaba tan lejos que apenas la distinguía, y me puse a
esperar a un jinete que parecía querer alcanzarme; y, efectivamente, era mi ayudante, que
venía a decirme lo que me dijo:
-Señor, las mulas se han metido en un quemao (en un chamizo, dirían en España), y va a
costar mucho trabajo sacarlas.
-¡Voto al chápiro! -le contesté, cambiando de humor instantáneamente-. Vaya y trate de
sacarlas lo más pronto posible que quiero llegar cuanto antes al Chamical.
"El Chamical", dirán ustedes, y ¿qué diablos es esto? Porque aquí, entre nos, ¿no es verdad
que ustedes conocen muy poco su tierra? ¿O los rigoleurs políticos no han puesto en duda la
existencia de Tartagal, que es como si dijéramos negar el grado 22 de latitud sur?
Pues el Chamical es una aldea muy pintoresca, cuyo nombre tengo para mí que puede venir
de chamizo, es decir que de un quemao, de un chamizo, han hecho chamico o chamical;
porque allí, sin duda, antes de fundarse la aldea hubo un quemao al lado de una vertiente de
agua, sin lo cual no se habría fundado nada. Y esto, hasta donde sea como quien dice la
prueba al canto, arguye: que no hay civilización sin agua; y, de mi cuenta y riesgo, agrego: y
sin jabón.
Y a tal punto estoy convencido de esta verdad, que yo no digo: "Dime con quién andas, te diré
quién eres", o como Brillat Savarin: "Dime lo que comes, y te diré... lo mismo", sino: "Dime
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cuánto jabón consumes, y te diré si eres persona decente o no." De modo que la estadística, de
lo que debiera preocuparse más, es del jabón que se produce y se introduce en este país.
En el Chamical, que también puede venir recta y sencillamente de chamico , planta que
abunda en los Llanos, y adonde yo quería pernoctar, tenía una conocida, que, desde luego,
debía ser una mujer, porque si no, no habría concordancia gramatical. Y el picaresco lector no
se imagine que pudiera haber otra, porque mi conocida era ya vejancona y estaba casada con
un boliviano, mucho más joven que ella, que le comía lo poco que tenía, en compensación de
los escasos halagos que, tengo para mí, le prodigaba con la peor gana del mundo.
Yo era el confidente de la pobre doña Petrona, que no quería convencerse de que su boliviano
era un diablo, y que aquella situación no tenía más remedio sino que ella lo echara.
-Pero, ¿cómo quiere, señor, que haga eso? -me decía la infeliz.
Yo le contestaba:
-Pero, echándolo no más, doña Petrona. ¿Quiere que yo se lo eche?
-No, señor -replicaba la pobre-. Será otra vez, cuando pase por acá; veremos si se compone.
Yo decía para mis adentros: esta mujer es como todas, un poco más vieja no más, y se
imagina que la quieren por sus ocultos encantos, no por las ventajas que proporciona.
Pero veo que estamos entrando en un quemao de otro género, ¡y ya escampa!
Repito que quería pernoctar en el Chamical y que tenía, por consiguiente, suma presura; así es
que aquel incidente de las mulas, que se habían metido en el quemao, me llevaba quemado.
Pero había que hacer de tripas corazón... La soledad era indescriptible, de una belleza que la
pluma no puede expresar; sólo un pintor traza ciertos cuadros, y yo soy manco.
Caminaba por aquel camino, que no puedo compararlo sino a dos líneas paralelas, que,
prolongadas al infinito, acaban por tocarse, por un efecto de perspectiva, solo con miei
pensieri, y aquí diré lo que antes he debido decir: que no vestía mi traje militar, como no lo
vestían los de mi séquito, por razones que otra vez les contaré a ustedes, sino el de un simple
particular.
Mi inquietud era sólo una: que las malditas mulas se empecinaran en no salir del quemao y
que no pudiera dormir con doña Petrona: es decir, en su casa.
Caminaba y caminaba. La atmósfera era como la de las crestas del Vesubio; la mula sudaba y
sudaba, y parecía decirme: ¡cómo se conoce que usted va arriba! De cuando en cuando me
apercibía de sus reproches bestiales, no por eso menos elocuentes, y moderaba el aire de la
marcha, y me detenía, o la ponía al paso y la dejaba tomar aliento.
He dicho que la soledad era indescriptible; tengo que agregar que el silencio era sepulcral.
De repente sentí un estrépito sordo: me imaginé que era mi ayudante que llegaba; pero ¿qué?
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la imaginación es nuestro constante y fiel impostor: era un riojanito que arreaba unas ocho
cargas de aguardiente.
Y quien dice ocho cargas -esto es para los porteños y para todos los del Litoral, que no
entienden una palabra de estas cosas- dice ocho mulas cargadas con diez y seis barriles, que al
pasar me dijo:
-Buenas tardes, mi señor.
No le contesté, pero lo miré.
Era un mocetón, así como de veintidós años: un Apolo cabalgando en mula, rozagante y
riente, como la juventud.
¡Para saludos estaba yo!
El siguió.
El polvo del camino comenzó a molestarme; apuré mi mula y lo dejé atrás.
Un momento después, el riojanito estaba a mi altura, sin haber alterado el aire de su marcha, y
al pasar volvió a decirme:
-¡Buenas tardes, mi señor!
No le contesté.
Este fenómeno de la mala crianza, hasta en el desierto tiene sus raíces inexplicables para
ustedes; pero el que sea soldado y esté muy imbuido de la jerarquía militar lo entenderá; lo
entenderá sobre todo un hombre de malas pulgas, aunque sea en el fondo una naturaleza
excelente. Y más que todos lo entenderá cualquiera que esté muy apurado por llegar "donde"
doña Petrona, como dicen en Chile, y en España (en algunas provincias).
Volví a apurar mi mula y a dejarlo otra vez atrás al riojanito.
Más, a poco andar, el riojanito volvió otra vez a estar a mi altura y al pasar volvió a decirme:
-¡Buenas tardes, mi señor!
¡Repito que para saludos estaba yo!
No le contesté, y por tercera vez volví a apurar mi mula y a dejarlo atrás.
Aquello parecía una evolución regimentaria.
El riojanito estuvo nuevamente a mi altura; y otra vez, por cuarta vez, volvió a saludarme.
Mi ayudante no parecía y yo tenía ganas de llegar al Chamical, acompañado o solo.
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-Buenas tardes -me dijo otra vez.
-Y dígame -repuse al fin-, ¿cuántas leguas hay de aquí al Chamical?
El riojanito se explicó, y yo, sin agregar ostugo, volví a apurar mi mula y a dejarlo atrás,
enterado poco más o menos de cuándo llegaría "donde" doña Petrona.
Mi mula se fatigaba cada vez más, y mi ayudante no llegaba, por más que yo mirara atrás,
como queriendo atraerlo a la manera que la boa constrictor atrae los pajarillos.
Estaba fatigado; la cama de doña Petrona era para mí el bello ideal de las camas. ¡Ah!, ustedes
no saben, ¡oh, caballeritos, que se paran en cualquiera de las cuatro esquinas de la calle de la
Florida!, lo que son estas andanzas.
Poco tiempo transcurrió antes de que el riojanito, que se guardaba bien de apurar sus mulas,
estuviera otra vez a la altura mía, y que al pasar, me dijera nuevamente, con una
imperturbabilidad que parecía una ironía:
-¡Buenas tardes, mi señor!
Aquí ya no pude aguantar, y como me pareciera que el riojanito se había equivocado en su
cuenta, lo increpé en lenguaje naturalista, diciéndole, poco más o menos, que era un animal;
todo ello trabucándoseme la lengua y saliéndoseme las palabras a borbotones, con saliva y
todo:
-¿Y cómo dice que el poste que marca tal legua está de aquel lado del Chamical? ¡Si no puede
ser! (Yo había echado mis cuentas: y creía ver que había error en el cálculo.)
El riojanito, que era una monada, me contestó, sin inmutarse (y el equivocado era yo, mi
impaciencia me equivocaba):
-Bueno, mi señor, me habré equivocado.
Yo entonces, vomitando palabrotas -no puedo decirles a ustedes lo que le dije-, y apurando mi
mula, lo dejé atrás qué sé yo cuántas veces más.
El calor disminuía a medida que el sol, en su evolución sideral, buscaba quizá, ¿quién lo
sabe? también, para sí mismo, un poco de refresco...
El riojanito no tardó en estar -aquello no podía fallar- otra vez a mi altura, con sus ocho
cargas, frescas como lechuga, mientras que mi mula ya no podía, porque yo a cada momento
la apuraba.
De nuevo, y a fuer de mozo bien criado, tornó a decirme:
-¡Buenas tardes, mi señor!
¡Oh!, amables lectores, salvo error u omisión, ustedes saben, probablemente, lo que es estar
uno fuera de su elemento, y cómo los más feroces acaban por humanizarse.
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Mi ayudante no llegaba; la cama de doña Petrona era para mí un oasis en perspectiva; contesté
por fin, secamente:
-¡Buenas tardes...!
Y el riojanito, alentado por esa tan poco amable amabilidad, repuso:
-Y dígame, señor, ¿usted no será mi don coronel Mansilla?
(Aquí un furor mío, que no lo puedo comparar sino a un furor de Orestes.)
-¿Y quién le ha dicho a usted que yo soy el coronel Mansilla?
El riojanito puso una cara, ¿qué digo?, puso una carita, en la que podía fácilmente leerse esto:
el diablo no es tan negro ni el león tan fiero como lo pintan, y repuso:
-...Don Paciente Crucifijo...
-¡Don Paciente Crucifijo! -troné yo, en medio de aquel silencio, comparable sólo al de la
Tebaida.
-Sí... mi señor, don Paciente Crucifijo me dijo en Córdoba: Veia si se llega a encontrar, por
ahí, con el coronel Mansilla, no le vaya a tener miedo: el hombre es gritón, pero no es malo; y
a mí se me pone que usted debe ser mi don coronel Mansilla.
Ni por esto me aplaqué todavía.
-¿Qué es eso de Paciente Crucifijo?
-Pero don Paciente Crucifijo Soage.
¿Han visto ustedes nada más estupendo: un hombre que se llama Paciente Crucifijo?
Bueno, porque esto es necesario que concluya ya, para que el tableau quede completo.
Paciente Crucifijo es un nombre de pila de varón, y este Paciente Crucifijo era un comerciante
de Córdoba, hermano de don Belindo (otro que bien baila), que fue diputado al Congreso,
ítem más, intachable sujeto, por otra parte casado con una señora muy linda, que tocaba el
piano muy bien; y cuyo don Paciente Crucifijo le dijo al riojanito, que era uno de sus
comitentes:
-Vaya, no más, tranquilo; no hay nada por La Rioja; por allá anda el coronel Mansilla
reclutando gente: el hombre es gritón, pero no es malo: no le vaya a tener miedo.
Y de ahí la intuición del riojanito, el cual se dijo: este hombre, que no contesta a mis "buenas
tardes", que va vestido de particular, que es uno como yo, desde luego, y que no me trata de
igual a igual, sino con tan poca urbanidad, ¿quién puede ser sino mi don coronel Mansilla?, ¿y
por qué no me le he de atrever?
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Don Paciente Crucifijo tenía razón: me acuerdo que cuando yo era mayor del 12 de línea, los
soldados, que, por lo demás, me querían mucho, me habían puesto el apodo de Tormenta .
Yo era, sin embargo, como ahora: un excelente sujeto, aunque con este inconveniente: no he
alcanzado el bello ideal de una organización moral e intelectual que aparea las facultades
poéticas y el sentimiento de la naturaleza a los sentimientos antibiliosos; de modo que soy un
ser incompleto, capaz del bien o del mal, según las circunstancias y el estado de la digestión;
siempre por impulso, nunca jamás deliberadamente.
Conque así, mírense ustedes en mi espejo y traten de corregirse aunque yo tengo para mí que
los más peligrosos Pacientes Crucifijos son los que se concentran y retoban, y no los que se
extravasan en apóstrofes, que, desahogando la naturaleza, la equilibran hasta ponerla en
quicio.
¡Ah!, si yo llegara alguna vez a tener la mínima influencia en una provincia cualquiera,
aunque fuera en La Rioja, haría una cosa principal ante todo: fomentaría hasta donde fuera
posible la buena crianza, es decir, aumentaría el número de los riojanitos, que, les contesten o
no, dan siempre las buenas tardes, y no el tipo de los sanguíneobiliosos como yo, que no
llegan "donde" doña Petrona y que tienen que aceptar la hospitalidad en casa de aquel a cuyos
saludos no contestaron, que fue el caso mío. Y sin más que llenar ese programa, creería haber
hecho acto de varón, a no ser que el bello ideal, en materia de gobierno, sea la preponderancia
de los guarangos que, como yo, no contestan a las buenas tardes de nadie, poseídos de su
efímera superioridad jerárquica de circunstancias.
Esa noche, doña Petrona durmió, o no, con su boliviano, y yo, en casa del riojanito.
Y como no hay mal que por bien no venga, resultó de todo esto que el riojanito ese, al cual
don Paciente Crucifijo le dijo: que yo aunque fuera gritón no era mala persona, está ahora
convencido, siendo mi amigo, de que los hombres que deben inspirarnos más confianza no
son los que hablan mucho, sino los que callan; por más que (lo repetiré por centésima vez) el
proverbio árabe diga: "el silencio es oro, y la palabra, plata".
Mi querido Levalle:
Ya ve usted que no hay deuda que no se pague ni plazo que no se cumpla.
El lector dirá: ¿y a qué viene esto? ¡Uuuh! ¡Oooh! ¡Aaah! Todo lo que ustedes quieran que
suene así, y que venga bien para concluir.
Eso queda entre el general Levalle y yo, por ahora. Ustedes tendrán que esperar, para ver
dónde está el busilis, a que yo escriba uno de estos días unas plumadas que tendrán por objeto
demostrar y probar, con ejemplos y casos documentados, que muchas de las antipatías de que
somos víctimas inocentes tienen su origen en un saludo no devuelto por distracción.
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¿Si dicto o escribo?
Al señor don Marco Avellaneda
Entre Marco Avellaneda, el hermano del egregio presidente, y Marco Avellaneda, el hijo
mayor de éste, opto por el último, porque es mucho más joven. Yo amo la juventud, no
porque ella represente el porvenir, sino por su candor, por su sinceridad y por su buena fe. ¡Es
tan bello creer, y tan consolador esperar, y anhelar constantemente, con el firme
convencimiento de que en un día no lejano se tocará los bordes risueños y encantados...!
Quiere decir entonces que el Marco con quien converso es Marquito, según le llaman los que,
como yo, le quieren de veras; y sin que esto implique que el diminutivo del nombre esté en
armonía con las facultades intelectuales, que, como una herencia preciosa de su ilustre padre,
ya revela.
El me ha interpelado, en la forma concreta del título, y cumple a mi genial deferencia, en
estos casos, ampliar una respuesta, que se redujo a esto: escribo y dicto; con este agregado: "te
contaré, si quieres, cómo trabajo".
Pero, antes de entrar en el detalle, tengo que decir lo que de mí pienso.
Y, en cuanto al detalle, como antecedente, diré que no es cosa de menospreciar, a no ser que
sea de poco momento ver por qué trabajo de elaboración pasa el pensamiento, antes de
detenerse en una fórmula.
¿O ustedes, señores escritores, producen sin gestación?
Dicto y escribo.
De noche, escribo, tarde, lo más tarde posible, y con bujías, no con luz de gas, que es nociva.
Pero como aquí no se trata de lo que escribo de noche -que a su debido tiempo verá la luz
pública-, entremos cuanto antes en lo que llamaré el procedimiento diurno.
Y para que se vea que hay ilación en el concepto, oigan ustedes lo que yo pienso, como antes
he dicho, de mí mismo.
Todos los que han indicado algo útil sobre el arte de escribir, desde Cicerón hasta Pascal, y
son algunos, lo habrán omitido por ocioso. Yo lo digo, sin embargo: no es posible escribir
mediocremente siquiera, sin tener algunas ideas propias. Bueno, pues; yo tengo las mías.
Ahora, si las formulo con cierta propiedad y gracia, o sin ninguna, es decir, si escribo bien o
mal, eso, aquí inter nos, yo no lo sé a derechas.
La vanidad, que no sé si es peor que la envidia, nos hace ver lo negro blanco; y eso cuando no
nos ciega del todo.
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Yo conozco un hombre tan poseído de sí mismo, que se cree irresistible, y es picado de
viruelas, la cara parece un harnero y no se viste con elegancia, ni es pulcro. Mas él se imagina
que toda mujer que le mira la facha esa, es porque le encuentra algo que no tienen los demás,
lo que es cierto: tiene las viruelas.
Pero sí sé que no escribo turbio; que empleo términos adecuados, aunque mi estilo no tenga la
belleza de la transparencia, como diría Joubert; que manejo, como los banqueros manejan las
libras esterlinas, bastante caudal de palabras; y que, en tal virtud, no pertenezca al género de
los plumistas, que lo mismo dicen quietismo que quietud, cuando de lo que están hablando es
del sosiego de la Naturaleza, ni rol por papel, cuando hablo de teatros y actores. Y esto no
quiere decir que sea ajeno a los idiotismos; primero, porque ellos son inevitables, cuando el
estilo es algo familiar; y claro, porque como dice un artista en literatura, el querer suprimirlos
sería como querer que la ropa no tuviera pliegues. En resumidas cuentas, les gustará a ustedes
o no mi modo de escribir; será vicioso cuanto quieran, oscuro no. Luego tengo, por lo menos,
la ventaja de la claridad.
¿O estaré también equivocado en esto? ¿Estará picado de viruelas mi estilo, y yo no las veo?
Unas cuantas líneas más; no para entrar en materia, que ya estoy metido en ella hasta las
narices, sino para que vaya desenvolviendo naturalmente el tema.
Helas aquí; en materia de gramática, creo que más que el arte de hablar correctamente y con
propiedad, es el arte de hacerse entender de todo el mundo. Y en materia de diccionario, opino
que el más completo es aquel que, a la manera de Webster, enriquece la lengua nativa con
todas las asimilaciones posibles siempre que ellas no impliquen una albarda. Porque ¿qué
objeto hay, verbigracia, en llamarle por otro nombre, que es un neologismo, a lo que ya lo
tiene originariamente? Las lenguas no se enriquecen por ese procedimiento falaz, que
equivale a que un avaro se crea más rico, porque después de contar su renta en pesos
nacionales, la multiplica por ciento transformándola en centavos. ¡Qué diablo!, lo mismo es
Chana que Juana, o atrás que en las espaldas.
Tengo otra razón más para creer que estas ligeras reflexiones son sensatas, juiciosas y
naturales.
A ver si podemos ponernos de acuerdo.
Los americanos del sur poseemos, después del italiano, la más bella lengua del mundo; es
menos suave, pero más enérgica, más sonora, y tiene una elasticidad sin par, admitiendo los
juegos de posiciones y trasposiciones más singulares, sin que haya en ella audacias que
choquen desagradablemente, a no ser que se incurra en aquello de
En una de fregar cayó caldera.
Y entonces, señoras y señores (desde que tenemos escritoras de mérito ya, lo que, dado mi
horror por las literatas, no sé si será un bien o un mal), ¿por qué no aferrarnos, cuanto posible
sea, a la estructura orgánica de la lengua madre? -que fue madre patria, y no tan mala madre,
por más que digan; que al fin y al cabo, mejor estábamos aquí que por España-. (Al menos, en
este hemisferio no nos quemaban.)
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Bueno; me zafo, cuanto antes, de la dificultad, con el permiso de ustedes (si yo sé que aquí
hay gente que dice que en América se habla mejor el español que en España), repitiendo
mutatis mutandi , con Olózaga, que no será tildado de escribir mal en romance:
"Pero no he de ser yo quien cante las alabanzas de la lengua castellana, porque temería que
me apliquen las palabras de un crítico francés contra un mal humanista, que había publicado
un elogio de la lengua latina.
"Ese elogio, decía, es tanto más de agradecer, cuanto que el que lo ha escrito no tiene el honor
de conocer a la señora a quien prodiga sus alabanzas."
Ahora sí, ya podemos entrar en el detalle, y ustedes no se quejarán de que haya hecho
metáforas o de que me haya hinchado, diciendo, como el crítico: J'ai l'esprit plein
d’inquiétude, en lugar de: Je suis plein d’inquiétude, que es mucho mejor.
Sobre este particular, estoy pues completamente tranquilo; conque, adelante.
Imagínense ustedes que son las 7 de la mañana, en invierno; en verano, es una hora antes, y
que llega mi secretario, que es mi amigo, y mi confidente, y mi censor, y mi admirador
(búsquense ustedes un secretario), y que yo me he acostado a cualquier hora, y que la de
levantarse no puede ser alterada, porque de lo contrario es un día perdido -y una vez
imaginado esto, para lo que no se necesita mucha imaginación, asistan ustedes con el
pensamiento a esta escena:
-Buen día, general (antes era coronel o comandante).
Y aquí viene, como pedrada en ojo de boticario, el decir que el secreto para tener un buen
secretario consiste en tres cosas, que no son la primera, la segunda y la tercera, sino las
siguientes, que se resumen en una sola: no cambiar de secretario.
Ustedes dirán que eso no depende exclusivamente de uno.
Comprendo perfectamente bien. Inútil poner puntos sobre las íes. Me anticipo a la
observación y contesto: es necesario saber elegir el secretario, tener la suerte de hallarlo y
hacer de él lo que antes han oído ustedes, un confidente y un amigo.
Mas esto es como coleccionar mirlos blancos.
Por regla general, los secretarios cojean de este pie: no están encantados de sus Mecenas.
Decía, pues, que el mío me ha saludado, y que, como siempre, tengo mucho gusto en verlo, le
he contestado:
-¡Buen día, amigo!
-Qué calor, o qué frío -esto viene inevitablemente, según las estaciones.
"¿Qué hay de nuevo?" nunca nos lo preguntamos, porque ya sabemos lo que hay en los
diarios; los diarios, que, como diría Teófilo Gautier, son unos papeles a la manera de sábanas,
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escritos con betún, en los que se cuenta: los perros que se han ahogado en el Sena, los maridos
que han sido apaleados por sus mujeres, los decretos salvadores que se han dictado, las
calumnias que se han forjado, y todas las demás invenciones sensacionales que le droit de tout
dire ha urdido, como marco inevitable para todo cuadro social que represente un poco de
civilización: guerras en perspectiva casi siempre.
¡Ah!, se me iba olvidando: yo sé lo que es el público, el lector, y estoy seguro de que quieren
que les diga cómo se llama mi secretario.
Pues vean ustedes: lo que es hoy, no lo he de decir.
¿Saben ustedes por qué?
Porque ustedes no creen que yo tengo secretario.
Pero protesto, a fuer de quien soy, que lo sabrán, así que se publiquen en dos o más
volúmenes estas Causeries compiladas, con un prólogo elogioso en honor mío, por supuesto.
¡O no faltaba otra cosa, que mi secretario, que es mi alter ego, no me elogiara! Sería lo mismo
que si yo no dijera que él no es la flor y la nata de los secretarios: la prudencia pensante y
ambulante, la sabiduría infusa y adquirida; y lo que es más raro todavía, en materia de
secretarios, la probidad... ítem esto otro que es fenomenal: el desinterés.
Decía que mi secretario está ahí, y no puedo decir que pluma en mano, porque nosotros no
escribimos con pluma, ni de ganso, que es la más antigua, sino con lápiz.
¡Hablo yo!
-Amigo, esto me va a dar mucho trabajo, me parece; anoche lo he fermentado, y... no sé si, al
dictarlo, se convertirá en vinagre lo que a mí me parece vino. Tenga paciencia. (Los Mecenas
suelen no tener paciencia con los secretarios, y éstos les pagan con igual moneda.)
Naturalmente, aquí mi secretario me mira con una expresión en la que mentiría si dijera que
he sorprendido, alguna vez, la más mínima inquietud. El cree en mí, como yo creo en él.
(¡Ah!, si se pudiera hacer esta frase: "Ella cree en mí, como yo creo en ella", ¡este mundo
sería el paraíso terrenal!)
"Fermentado" han leído ustedes. ¡Pero, y qué!, ¿hay acaso producción posible, sin un poco de
calcinación cerebral?
Yo me acuesto, todas las noches, pensando en lo que debo escribir al día siguiente, y aunque
duermo poquísimo, cuando llega mi secretario todo está listo; falta sólo lo más difícil (ustedes
no son cocineros, como yo, y no han de entender la figura): tourner l’omelette, "dar vuelta la
tortilla".
Mi secretario se sienta:
-A ver, ¿cuántas causeries tenemos ya listas?
La mesa en que trabajamos es común, es grande, amplia, cómoda: él tiene, a diestra y
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siniestra, lo mismo que yo, todo cuanto puede necesitar. Ambos tomamos café y whisky (el
mejor lo venden en el "Bazar inglés" de la calle Florida); el whisky es superior para los
reumatismos (la Patti lo dice, y yo lo creo); la luz entra francamente por dos anchas ventanas,
la luz meridional, que es la más bella de todas las luces; estoy rodeado de pajaritos que
cantan, que es un gusto; de flores -adoro las flores- y, sin embargo, no soy floricultor, como
Eduardo Costa; estoy rodeado de libros, en su mayor parte viejos... son los que prefiero.
Con éstos me sucede al revés de lo que con el bello sexo; estoy rodeado de cuadros, pocos,
pero buenos; y estoy, finalmente, rodeado de bibelots, artísticos, soy muy frívolo en esto, y de
retratos, cuyo cariño no puedo poner en duda. Con este ajuar, sería necesario que mi
secretario y yo fuéramos muy zurdos para que no se nos ocurriera algo -una traducción
siquiera de cualquier cosa, o una carta a Ricardo Palma, pidiéndole opinión sobre sus
productos. (Los del remitente.)
Mi secretario tira y abre el cajón, que tiene delante.
Creo que es Guizot el que ha dicho, o yo, en el Congreso: que el que se anticipa al tiempo, el
tiempo lo hunde. Pero política no es literatura a la violeta. Yo tengo, por consiguiente, varias
causeries anticipadas.
Repito que mi secretario abre el cajón y que me lee esto:
- Horror al vacío, Causerie dedicada al señor doctor don José Miguel Olmedo; La calumnia
viajera, Causerie dedicada al señor don Manuel Láinez; Goyito, Causerie dedicada a mi
hermano Carlos...
Yo le observo que me gusta más lo que le estoy dictando.
El me arguye que es siempre bueno un poco de fermentación.
Pero, como yo soy el que decido, resuelvo que, en vez de las anotadas causeries, se publique
indefectiblemente ésta el jueves próximo. (Estoy escribiendo el domingo.) ¿Por qué? Si no
caes en cuenta, ¡la inocencia te valga, Marquito mío! Y no te ofenda esto de la inocencia
desde que ser inocente es ser puro, y tú lo eres. ¡Dios te conserve así!
Sigo, pues, y me paseo, y me paseo.
Y he dado orden de que no me interrumpan, y nadie viene. Necesito dos buenas horas para
dictar un folletín. ¡Ah!, es imposible ser completamente libre, bajo las estrellas (aunque uno
esté viudo); mueven una puerta, la sacuden; ¿quién se imaginan ustedes que me interrumpe?
"Júpiter", mi perro, que quizá quiere observarme que estoy perdiendo el tiempo. Como no
habla... nuestra lengua, no sé.
No importa, vada avanti -le digo a mi secretario. ¿Y cuántas carillas van? -porque esto es
esencial, cuando se escriben folletines.
Mi secretario mira la numeración y me contesta:
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-Cuarenta y una -y ustedes, señores tipógrafos, que son jueces inapelables, dirán si es verdad
o no.
¡Cuarenta y una!
¡Es como si dijéramos, el oro casi a la par! ¿Qué lindo, no?
Pero es necesario concluir. Poco más de cincuenta carillas caben en el folletín destinado a
ustedes y yo sé, por experiencia de lector, que no hay nada que fastidie tanto como un
continuará.
Con todo esto, no he dicho (mal hayan las digresiones, por no decir las reflexiones, o las
filosóficas consideraciones), cuál es mi método, mi sistema, mi modo, mi mecanismo de
trabajo.
Oigan ustedes entonces, por lo que les pueda interesar:
Yo dicto.
Mi secretario escribe.
¿Ustedes creen que como una máquina?
¡Oooh!, se equivocan ustedes.
Mi secretario es todo, menos una máquina.
Mi secretario me observa que lo que estoy dictando es una contradicción.
-¿Cómo, una contradicción? -le digo yo, que soy el juez que falla, en este caso.
-General, usted dirá lo que quiera; pero yo le garantizo a usted que lo que acaba de dictar es
una contradicción. (Por poco no dice: una barbaridad...)
(¡Ah!, ¿y por qué no puede uno degollar a sus secretarios, que es un procedimiento tan
expeditivo para deshacerse de tipos molestos?)
Parece increíble, me veo obligado a transigir... mi secretario no quiere seguir escribiendo, y
me contiene con esta observación:
-Pero, señor, usted se va a deshonrar... literariamente.
-Pero hombre, escriba usted no más... ¿Hay acaso un tribunal y código para estas cosas, como
los hay para otras, que son civiles o criminales?
Mi secretario es un hombre de una buena fe prístina, virginal (¡imagínense ustedes que cree
en la felicidad del matrimonio!), y replica, o mejor dicho, me arguye, con la opinión pública...
de los literatos.
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Aquí yo ya no me puedo contener, y le contesto esto, que es textual, que es verdad:
-Pero mi amigo, ¿de veras usted cree en la opinión?; ¿no se acuerda usted de que Napoleón ha
dicho que la opinión es una ramera? Vea; escriba y no tenga cuidado.
La contradicción a que me he referido era esto:
On n'est correct qu'en corrigeant.
Y ahora mi secretario se resiste a escribir eso, y se resiste, porque parece encantado de lo que
le he dictado hasta aquí, y eso que yo le argumento:
-Pero amigo, se necesita toda la vanidad suya, su vanidad de máquina de zurcir palabras
caligráficamente, para pretender que se puede ser escritor sin pulir y repulir, sin corregir, y da
capo corregir.
Y a esto me sale con el
Más si me veo en el primer terceto,
No hay cosa en los cuartetos que me espante.
¡Querido Marquito!
¿Quieres que te dé un consejo de escritor?
Helo aquí:
Y eso aunque mi secretario, que me adora, esté encantado de lo fluido de esta Causerie.
Una obra no es perfecta sino cuando ha sido tocada y retocada, tantas veces cuantas sean
necesarias para que desaparezcan las sinuosidades que pueden impedir que pase por una obra
magna (aunque Buenos Aires pasa por una ciudad civilizada, teniendo tan pésimo
empedrado).
Ergo, piensa y repiensa sobre lo que te propongas escribir, y no te canses nunca de corregir lo
que hayas pensado, porque yo tengo para mí que, de todo escritor puede decirse lo que de
Stendhal: que no basta imaginar un título; mucho tiempo pasa antes de que uno tenga la
seguridad de que está en ello.
Stendhal proyectó escribir una novela que debía llamarse Amiel. Poco después modificó el
título ligeramente y la llamó L’Amiel. Por último Lamiel. Finalmente Un village de
Normandie, y todavía Les Français du roy Philippe.
Yo he sido amigo íntimo de tu padre. Oyeme, Marquito, con muchísima atención y, por
última vez, perdona el diminutivo. Ningún hombre en la República Argentina ha tenido una
mente más ática que él, ni mayor desprendimiento literario (cosa rara). Yo tengo entre mis
documentos autógrafos pruebas de ello. Por ejemplo: un discurso que pasa por de Sarmiento
no es de éste, es suyo.
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¿Qué discurso?
El pronunciado sobre la tumba del doctor Carreras, primer Presidente de la Corte Suprema
Federal.
Pues tu padre corregía... y mucho.
¡Y cómo escribía!, ¡con qué elegancia, con qué cultura, con qué limpieza! ¡Qué frase tan
diáfana la suya! Era una prosa tan pulida como los versos de Musset.
Y aquí conviene que diga que la letra es sólo un argumento cuando no lleva aparejada cierta
clase de responsabilidades y no como otros lo pretenden.
Bueno, pues, ya sabes con lo dicho, ¿o no me he explicado bastante?, cuál es la contestación
que debo dar a tu pregunta "si dicto o escribo".
Esto es dictado.
¿En cuánto tiempo, en cuántas horas y minutos?
En dos horas y media.
Así, anch'io son pittore, dirá cualquiera.
Felicítome de ello, por orgullo nacional. Pero con una condición, que haya escrito la víspera,
para corregir al día siguiente, e si non, non.
-Y a usted, mi secretario, ¿qué le parece todo esto?
Que usted haría perfectamente bien en dejar que fermentara.
-Ahora salimos con eso; luego ¿usted no cree que yo soy un ingenio?
-No digo eso; ¿o yo no soy el que escribo?
-Y entonces, hombre, ¿por qué me obsedia usted con sus desconfianzas?
-¡Ah!, señor, sí yo pudiera iniciarlo a usted (¡pero usted se ha de fastidiar!) en ciertas
convenciones referentes al talento y a la honorabilidad...
-¿Así es que usted cree que todo es cuestión de fechas, y del vientre que nos ha parido?
Pues, mi amigo, si eso es así, hay que pensar con el otro, con el poeta, que:
En este mundo traidor
nada es verdad ni mentira,
todo es según el color
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del cristal con que se mira.
Pero como usted es mi secretario, y yo soy su atento y seguro servidor, nada más explicable
que el que los dos nos completemos y nos admiremos.
¡Ah!... ¡si los dos pudiéramos también corregirnos un poco!... ¡O suprimir algunas de las
inevitables circunstancias que nos hacen vivir encantados de las cosas que los dos hemos
imaginado como soluciones definitivas!
Marquito amado, mírate en este espejo, por activa y por pasiva, aunque mi secretario y yo
podamos no ser dos personas diferentes; sobre todo, no olvides que el que no sabe borrar no
sabe escribir.
Horror al vacío
Al señor doctor don José Miguel Olmedo
Me imagino que a la mayor parte de ustedes les pasa lo que a mí, que prefieren las grandes
ciudades a las pequeñas, y que no gustan de las ficciones.
Pero como yo soy el que habla, no ustedes, es a mí, no a ustedes, a quien le corresponde decir
el "porqué".
Empezaré por el principio.
Me gustan más las grandes ciudades que las pequeñas, porque en estas últimas está uno
menos solo que en las otras, y porque en las grandes ciudades hay menos calumnia que en las
pequeñas.
¡Vaya una paradoja! es posible que ya esté pensando el lector: ¡Vaya una de las muchas de
Lucio Mansilla!
Y, ¿cómo puede ser que donde hay más gente esté uno menos acompañado y que haya al
mismo tiempo menos calumnia?
Es muy sencillo: en la aldea todo el mundo lo conoce a uno; no hay cómo sustraerse a la
curiosidad del vecino; toda cuestión personal o de barrio, se vuelve cuestión social, hasta
cuando se trata de si la señora del juez de Paz se viste o no con más o menos elegancia y chic
que la señora del Intendente municipal.
Un escritor inglés dice: que en las pequeñas ciudades, donde durante largos años las mismas
familias habitan las mismas casas, la maledicencia procede por genealogía, y que las faltas de
cada generación se cuentan en línea ascendente.
Agrega que en una de esas pequeñas ciudades, él supo, a los pocos días de haber llegado, el
origen de la fortuna de todo el mundo, y que si hubiera creído en todo cuanto sobre el
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particular le referían, habría llegado a la conclusión de que nadie poseía legítimamente lo que
tenía.
Otro escritor, norteamericano, cuenta en un libro muy mal escrito, pero bien documentado por
la observación, que en los Estados Unidos las disidencias políticas tienen generalmente su
origen en las discordancias de las familias de los hombres que se disputan la supremacía en
los pequeños centros de población.
De modo que, a más de la posibilidad de aislarse que uno tiene en esos grandes centros, que
llamaremos populosos desiertos, las grandes ciudades tienen otra inmensa ventaja.
A ver si estamos de acuerdo.
En ellas podemos olvidar la gente que aborrecemos, porque es fácil evitarla.
La gente que aborrecemos, he dicho, y aquí a alguno se le ocurrirá, que yo estoy repleto de
odios. Siento, pues, la invencible necesidad de declarar en alto que, efectivamente, aborrezco
cordialmente a los tontos y a los indiscretos.
Por la filosofía, o por la moral, como ustedes quieran, que de este comienzo se desprende,
París, París de Francia, como suelen decir algunos para que no quepa duda, es para mí la
ciudad ideal. Así es que cuando alguien me dice que no le gusta París, yo me digo
interiormente: será porque no te alcanza tu renta para vivir allí.
París es realmente la ciudad donde vive mayor número de solitarios, y donde, en medio de
aquel estrépito incesante, se comprende que es más fácil renunciar al mundo que al amor.
Bueno, pues, vamos adelante y ya explicaré lo que parece que se me queda en el tintero, no se
me queda nada, lo de las ficciones -que empecé por admitir, que es cosa que ustedes detestan,
tanto como yo, es decir, que son un recurso que no admito sino en casos en extremo apurados;
por ejemplo, cuando necesito optar entre hacer acto de cinismo, o disimular.
Caminaba yo pensativo por el boulevard de la Magdalena, cuando un caballero, por su
aspecto, que debió cruzar la calle para venir hacia mí, me detuvo, diciéndome con una cara
amenísima y estirándome la mano:
-¿Cómo está usted, general?
Yo, sin responder al ademán de déme usted esos cinco, lo miré con fingida extrañeza y
poniendo un gesto de los más raros, y tratando de identificarme con el franchute más incapaz
de transformación, le contesté, siguiendo imperturbablemente mi camino:
-Monsieur, je n'ai pas l'honneur de vous connaître.
Ficción... lo conocía perfectamente: era un prójimo de acá de Buenos Aires, que Dios sabe
qué viento lo había llevado al otro hemisferio; que yo conocía desde que él comenzó a decir
ajó; que en su vida me había saludado; que jamás había tenido conmigo la más mínima
cortesía, y que nada más que porque estábamos en el extranjero, ya se imaginaba que
debíamos de tratarnos de tú y vos.
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Ustedes ven la escena; mi hombre debió quedarse diciendo: ¡pero qué francés tan parecido al
general Mansilla! Y sin duda, que en el hotel donde vivía o en el café que frecuentaba, les
contó a sus conocidos la aventura, que, por otra parte, nada tenía de particular. En Italia, en
Roma, no una vez, sino varias, yendo en carruaje descubierto, me hicieron ovaciones,
confundiéndome con el general Cialdini.
En cuanto a mí, tuve que hacer un esfuerzo para no reírme, y no tardé en encontrarme con
persona de mi intimidad a quien le dijera: me acabo de topar con uno de Buenos Aires, que
allí ni me miraba, que ha pretendido presentarse por sí mismo, y lo he mistificado, haciéndole
creer que yo no soy yo, sino un francés.
Había olvidado completamente mi encuentro con el susodicho habitante de Buenos Aires,
cuando hete aquí que otro día me vuelve a detener en el boulevard de Montmartre poniendo
una cara que, a todas luces, decía: lo que es esta vez, éste no me dirá que no es el general
Mansilla.
Pero, ¿cuál no sería su sorpresa cuando yo, sin responder a sus insinuaciones, gesticuladas y
habladas, le dije, en francés, siguiendo mi camino sin detenerme?:
-Señor, es la segunda vez que usted me cierra el paso, y me confunde con otro, ¿se burla usted
acaso de mí?
Yo no vi la cara que él puso; pero la que había puesto al saludarme era de tan profunda
convicción de que yo era yo, que cuando lo dejé atrás, pensé: éste va a referir, y esta vez lo
hará con perjuicio mío, lo sucedido, porque, esta vez, no habrá nadie que le quite de la cabeza
que la persona que él ha detenido en el boulevard Montmartre no es el general Mansilla.
Así sucedió en efecto; pues no tardaron en llegar a mis oídos comentarios en esta forma: que
yo era muy orgulloso y que negaba el saludo a mis paisanos.
Me justifiqué de la imputación de orgullo, que reservo para otros casos, diciendo: pero
hombre, yo comprendo que un hombre que no me conoce sino de vista, que no me ha sido
nunca presentado, que no me ha tratado, me detenga en Buenos Aires, en París, en Londres o
en San Petersburgo, pero sin apartarse de las reglas de la cultura; reglas que, aun admitiendo
que no haya diferencias de posición, de jerarquía, de reputación, exigen que el que no es
conocido, no se dé los aires de tal, sino que empiece por decir:
-¿Me permite usted?
Pero esos modos estirando la mano -¿cómo está usted?-, que implican "nosotros nos
conocemos", ni son verdad, ni son corteses, ¿qué digo?, en ciertos casos, pueden ser una
impertinencia, un compromiso y hasta una explotación.
¡Cuántas veces no lo juzgan a uno por aquel con quien lo ven conversando, siquiera sea de
paso!
Ustedes me dirán que ésa es mucha susceptibilidad, que debemos ser indulgentes, que no hay
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que confundir un movimiento espontáneo, natural, inocente, con actos deliberados que son
como una especie de globo de exploración, o de sonda, respecto de ciertas entidades.
Contesto: en tesis general, sí.
Más en el caso presente, es necesario que ustedes se expliquen el fenómeno.
Ese hombre, que me ha detenido dos veces, en París, habiéndome visto antes millares de
veces en mi tierra, yo lo conozco de vista, nada más, no sé si es hijo del país o no -esto poco
importa-; ese hombre no se decide a hablarme por un impulso de simpatía; y aquí estriba
precisamente el quid de la dificultad, mejor dicho, y aquí voy a explicar cómo es que, si
debemos ser deferentes con el que no nos conoce, o sea, con el que no conocemos, no
debemos serlo con el que se encuentra en opuesta situación.
A ver, lector -¿lector qué? amable, carísimo, inteligente, amigo-, Beaurmarchais, en su Lettre
modérée sur la chute et critique du Barbier de Séville, se encontró en el mismo embarazo
mío, y se escapó por la tangente, diciendo a secas: a ver...
Ustedes saben, y cómo no han de saber, lo que es la teoría de las formas sustanciales o
accidentales. Por si alguno no lo sabe, diré que de esa teoría se ha burlado Molière, y con
razón, porque ella inducía a errores que alejaban el espíritu humano de la investigación
ilustrada, de las verdaderas causas.
Por ejemplo, esa teoría decía más o menos: como entre los cuerpos, los unos caen hacia la
tierra y los otros se elevan en el aire, la forma sustancial de los unos es la gravedad, y la forma
sustancial de los otros es la ligereza. Por consiguiente, distinguía los cuerpos en graves y en
ligeros, o sea en dos clases de cuerpos, cada uno de ellos con propiedades esencialmente
diferentes.
¿Qué resultaba de ahí? Que no se trataba de investigar si esos fenómenos, diversos en
apariencia, no provenían de la misma causa, y no obedecían a la misma ley.
De modo que viendo el agua subir en un tubo vacío, en lugar de averiguar a qué hecho más
general podía referirse el fenómeno, se imaginaba una virtud, una cualidad oculta, el horror
al vacío, todo lo cual no sólo ocultaba la ignorancia mediante una palabra, vacía a su vez de
sentido, sino que hacía a la ciencia imposible; porque, como dice el moderno filósofo, tomaba
una metáfora por una explicación.
Bien, está ya probado y demostrado que los cuerpos puramente físicos no tienen tal horror al
vacío, y yo afirmo, en virtud de mi experiencia personal, que no es la de Matusalén, pero que
es la de un hombre que sabe, porque ha visto mucho, que hay más cosas en el cielo y en la
tierra que las que se han imaginado ciertos filósofos; yo afirmo, repito, que los que tienen
horror al vacío, a la soledad, al aislamiento, son los hombres.
Así es que, cuando reflexiono sobre la eficacia de la pena de muerte, me afirmo en pensar que
la prisión celular es más horrible, siempre que sea completa.
La muerte es una solución.
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La prisión celular, no: no suprime la vida, engendra la desesperación o la demencia.
Ahora, y para concluir, porque es necesario que toda conversación tenga un fin, si no yo
estaría hablando hasta la consumación de los siglos (no es labia lo que me falta), supongo que
ya habrán ustedes caído en cuenta del por qué el caballero ése que me detuvo dos veces en los
boulevares de París, no procedió allí como lo habría hecho aquí si me hubiera encontrado en
la calle de la Florida.
¡Clarito!
Andaba en París como bola sin manija, se encontraba solo, tenía horror al vacío, me vio a mí,
quiso apechugarme, le salió el tiro por la culata.
Pues no faltaba más sino que todavía en otro mundo, en el viejo, yo había de tener que ser
refugium peccatorum de gente que, como dicen aquí, en las provincias, no me cae en cuenta.
¡Ah!, señores, convénzanse ustedes de que Dios castiga sin palo ni piedra.
Y si no me he explicado bien, si no he sido claro, me explicaré todavía para concluir, y no
para agravar las cosas, sino al contrario.
¿Han visto ustedes, y cómo no han de haber visto, que un señor muy respetable no los saluda?
Pues bien, dentro de treinta años, si ese señor vive, ya los saludará; porque a medida que se
vaya sintiendo aislado, su horror al vacío aumentará, y entonces tendrá muchísimo gusto en
sonreírse con ustedes, siendo las únicas caras conocidas que encuentra en su camino... que le
vayan quedando.
Por manera que yo daría este consejo:
¿Quieren ustedes tener muchas simpatías?
Artículo primero: Asistan ustedes a todos los entierros.
Artículo segundo: No falten ustedes a ningún funeral.
Artículo tercero: Saluden ustedes a todo el mundo.
Artículo adicional: No hay que apurarse en llegar a los entierros funerales; basta estar a
tiempo, para ser visto por la concurrencia a salir.
Con esto y una gran dosis de egoísmo, que consistirá en no sacar nunca jamás a un burro de
un pantano, ustedes pasarán por personas muy estimables en la sociedad.
Yo, en cuanto a mí me interese, prefiero, sin embargo, no tener el gusto de conocerlos a
ustedes, contentándome con que asistan a mi entierro o a mis funerales...
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La calumnia viajera
Al señor don Manuel Láinez
Mi secretario, que es como si dijéramos
yo mismo, tiene un oído muy sutil, y explica la
velocidad del sonido del modo siguiente:
El ruido de una palabra insignificante
llega al oído a razón de 340 metros por segundo.
La lisonja corre con una velocidad de 1500 metros.
La adulación, más rápida aún, recorre 1800 metros.
La verdad apenas recorre 2 metros por segundo.
La calumnia es como la electricidad, instantánea.
Prefiero que sea verdad lo que alguien ha dicho, "que hasta la literatura ligera puede hacerse
seriamente y sin que las facultades capitales de la mente sufran detrimento".
¿Por qué?
Porque me conviene.
¿De cuándo acá, la conveniencia, cuya moral elástica no discuto, no ha sido un consejero
difícil de resistir?
Pongan ustedes la mano sobre su conciencia, antes de fallar, y permítanme que, sin más
rodeos que los que quedan anotados, a guisa de introito, siga adelante.
Mi padre estaba en París medio emigrado; porque se fue con pasaporte...
Era esto allá por el año 1855.
Ocupaba una gran posición. A lo que aquí no se le da mayor importancia, allí se le da. Un
cambio de latitud trastorna todo, hasta las nociones de la justicia. Había combatido
briosamente contra los anglofranceses en las barrancas de Obligado [1] , y, por aquello de à
tout seigneur tout honneur, el emperador Napoleón III no sólo lo favorecía con su distinción,
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sino que le honraba con su amistad. Agreguemos que, antes de desposarse la que después fue
emperatriz de los franceses, era ya muy conocida de todos los Mansilla: de mi padre; de
Adolfo Mansilla, el que casó en Córdoba con Mauricia Román; del que esto escribe; y de mi
desgraciado hermano Lucio Norberto. Pobre Luchito, así lo llamábamos. ¡Dios sabe por qué
fatalidad se suicidó, a los veintiún años, en pleno día, delante de tres mil personas en la plaza
de "Mina", de Cádiz!
Mi padre había conocido a Eugenia Moritijo, condesa de Teba, en casa del Excmo. Señor
Rosales, Ministro Plenipotenciario de Chile, y Adolfo y mi hermano Lucio Norberto se
habían ligado a ella en los salones del duque de Alba, siendo ambos amigos de Pepe
Alcañices.
Las malas lenguas no estaban ociosas entonces, con motivo de ciertas intimidades, ¿cuándo lo
están?
Y en cuanto a mi padre, él fue el primero, como más adelante se verá, que le hizo notar a
Eugenia que Napoleón se había enamorado de ella.
Su ingerencia en todo lo que precedió al imperial desposorio sería una página tan interesante
como curiosa; a la vez que daría la medida de la extraña influencia que en todas partes y en
ciertas regiones sociales suelen tener los extranjeros de talento, o sin escrúpulo; influencia
intérlope, invisible, sutil, y raramente platónico, que fue el caso de mi padre.
Lo que es yo, conocí a Eugenia, desde que estuvo aquí, en Buenos Aires, viviendo en la calle
de la Victoria, al lado del teatro de este nombre, en una casa de don Juan Fernández, Domingo
Arcos.
Este Domingo Arcos era hermano de Santiago, el amigo de Miguel de los Santos Alvarez, de
Sarmiento y mío, o de otro modo, el padre de Santiaguito, como lo llaman los argentinos de
París al egregio pintor cuyos cuadros figuran a veces entre las obras de mérito en el Salón.
Domingo, vean ustedes lo que son las vueltas del mundo, tenía, como vulgarmente se dice,
amores con Eugenia; mejor dicho, estaba de novio con ella, y se carteaban. Yo era muy
jovencito entonces, pero conocía su correspondencia.
Domingo me la mostraba. Todo hombre enamorado busca un confidente, y lo prefiere
inofensivo, en lo que hace bien; porque siendo el amor una locura, e inconstantes las mujeres,
no está de más nunca un poco de precaución con ellas, sea dicho con permiso de los ojos
femeniles que me puedan leer.
Creo que eran los primeros amores de domingo, y debieron serlo; porque no se casó con
Eugenia sino con otra: es la regla.
Así fue que, corriendo los años y encontrándonos en París, viviendo ambos en la Maison d’or,
se explica y se comprende perfectamente el siguiente coloquio:
-Lucio, ¿sabes que Eugenia está en los Pirineos?
-¿Sí, eh?; ¡qué gusto voy a tener en conocerla!, ¿cuándo llega?
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-Dentro de pocos días. Por cierto que... me encuentras en un momento difícil.
Vamos a ver qué piensas tú.
-Lee. -Y me pasó una carta.
Cuando ustedes lean mis Memorias, todo esto estará allí, con pelos y señales. Porque han de
saber ustedes que estoy preparándolas para el invierno, no para el próximo sino para otro que
no tardará en llegar, al paso que vamos. No sé si serán instructivas, que el hombre aprende
poco en cabeza ajena. Pero se me ocurre que serán buscadas y leídas. Esta es al menos la
opinión de mi secretario, que es el único hombre que me admira, hace largos añ os, sin duda
porque no me conoce; ustedes saben que uno se familiariza con todo, hasta con la fealdad, y
que los hombres, sobre todo las mujeres, suelen dominarnos por sus defectos, más que por sus
cualidades.
Eugenia iba a casarse con Domingo.
Domingo estaba afligido porque Eugenia era pobre, y él nada de rico tenía; sus negocios
habían andado mal, y el viejo don Antonio, su padre, el amigo de San Martín, estaba reñido
con el hijo (don Antonio era millonario), porque éste no quería vivir con él.
Don Antonio tenía, entre varias manías, ésta: cuando sus hijos vivían en su gran casa de París,
con él, les daba más argent de poche que cuando vivían aparte. De modo que Domingo, por
no vivir con el viejo, sólo recibía 18.000 francos al año de pensión, mientras que cuando vivía
con él tenía 36.000.
-¡Ah, pero la independencia personal!
Domingo se quejaba del viejo, y el viejo de Domingo; y yo me acuerdo de haberle oído a la
marquesa de las Marismas, la mujer de Aguado, otro millonario íntimo de San Martín, decirle
a Domingo:
-Pero, Domingo, ¿qué manía es ésta suya, de no querer vivir con su padre?
A lo que Domingo argüía:
-Si la manía es la del viejo... -Y ustedes juzgarán si tenía o no razón.
-Y bien, Domingo ¿qué quieres que te diga? -repuse, devolviéndole la carta, después de
haberla leído.
-Lo que quiero es tu opinión; ¿qué harías tú en mi caso? Porque has de saber que, estando la
casa de Montijo arruinada, a Eugenia no le alcanzan los 18.000 francos, que es todo lo que yo
poseo -lo que mi padre me da- ni para alfileres. Luego, la hermana, la casada con el duque de
Alba, la arrastra: todo esto es severamente verdad.
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Yo era tan cándido entonces como mi amigo Juan Francisco Vivot, que creía que llamaba la
atención en París porque usaba sombrero de jipijapa de Guayaquil. Pero tenía mucho más
perspicacia que él, y le contesté a Domingo, haciendo uno de esos gestos, de boca y de
hombros, peculiares a la situación:
-¡Pse! Yo no me casaría.
Domingo no se casó, y Eugenia fue emperatriz de los franceses, comme ung-chascun sçayt,
habiendo sido mi padre, como antes he dicho, el primer hombre que le dijo, en un baile en las
Tullerías:
-Mira, chica, si te andas con tiento, el franchute éste caerá en el garlito.
¡Ah!, si yo les contara a ustedes las cosas que he visto y he oído, en Compiègne, en una
cacería, a la que fui con mi padre... ¡Cuán cierto es que en todas partes se cuecen habas!
Después de esa cacería, como todo el mundo viera que el general americano (mi padre) era
uña y carne con "la española" [2] , que las francesas no podían pasar, y que Napoleón lo
trataba comme à une vieille connaissance, le llovían las invitaciones de todo género y las
tarjetas y los saludos y las sonrisas en el Bois-de-Boulogne. Aquello había llegado a ser
insoportable...
Mi padre no iba sino preguntándome, porque a pesar de sus antiparras no veía bien las cosas
materiales: "¿quién es aquél?; ¿quién es aquélla?"
¿Y yo qué sabía?
Para mí, las princesas, las duquesas, las marquesas, las condesas, eran entonces (¿y ahora?)
las mujeres lindas y nada más, ¿o hay aristocracia superior a la hermosura?
La del talento, dicen...; pero será tratándose de hombres, que tratándose de mujeres no hay
emperatriz como una mujer donosa, ¿o Cleopatra lo subyugó a Antonio sólo con su talento?
¡Ah!, mas si a la hermosura se agrega el talento... entonces no hay que hablar: una mujer es
una divinidad.
(Mi secretario no puede aguantar, y se le escapa un aprobatum est; y yo... me quedo muy
ancho; porque mi secretario no es el cerdo de la fábula... ni la mona, ni siquiera el cuervo, no;
mi secretario y yo, somos... nosotros.)
Dados estos antecedentes, y siendo mi padre muy amigo de los españoles, cae de su peso que
su casa fuera un centro, como en efecto lo era, de descendientes del Cid Campeador.
Allí conocí yo al hermoso, bajo todos aspectos, Martínez de la Rosa; a Donoso Cortés, que
sólo tenía de bello su talento; a muchos otros prohombres, y sobre todo al que me dejó una
impresión más profunda, al general Prim, con lo que he dicho todo.
Volvía de Crimea; todavía conservo, hecho un arambel, una robe de chambre que el Sultán de
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Turquía le regaló a él, y él a mi padre.
Allí se reunían, como en campo neutral, personajes de todos los matices políticos españoles, y
si alguna vez he podido yo comprender que tenemos sangre ibérica, ha sido allí. Porque nunca
vi mayor furor, templado por mayor hidalguía.
Aquellos hombres parecían fieras discutiendo, y después se iban juntos, sin haber podido
entenderse, a pasear de bracero.
La hospitalidad que mi padre daba era como él, generosa; porque, permítaseme decirlo en
puridad, mi viejo no miraba para atrás, tratándose de dos cosas: de peligros y de gastar. Eso
no obstante, él nos dejó, después de haber pasado una larga trinquetada, hasta techo en que
vivir. ¡Deseo que a ustedes les quepa igual suerte!
Los que estaban en el candelero se divertían en casa de mi padre, pues, y los emigrados
sacaban el vientre de mal año.
No había muchas comidas. Los almuerzos eran el gran imán.
Después de almorzar se charlaba, se concertaba lo que se había de hacer el resto del día, se
leía, y como no faltaban nunca, en una mesa, papeles de Buenos Aires, la muy explicable
curiosidad de los huéspedes se echaba sobre ellos.
Un día el general Prim leía un diario de aquí... ¿para qué nombrarlo, si los mismos que lo
escribían no creían lo que su papel decía?
-¡Don Adolfo! -óyese-. (Adolfo era mi primo). ¡Don Adolfo!, ¡zambomba! (otra cosa dijo).
-¡General! -Y todo el mundo miró.
-Venga usted. Vea usted. Lea usted -y le indicaba con el dedo el parágrafo, que repitiendo una
calumnia de Montevideo, decía:
"Que el comerciante Martínez Eguílaz había sido degollado y quemados sus restos en una
barrica de alquitrán, en tiempo de Rozas, por su sobrino don Adolfo Mansilla."
(Que era tan sobrino de Rozas como mi abuela).
Adolfo leyó, se inmutó, se puso pálido, blanco, transparente como el alabastro; estaba como
un cataléptico y no acertaba a articular palabra.
Pero Prim, viéndole tan apurado (porque Prim no solamente era bravo entre los bravos, sino
gentil entre los más caballeros), se apresuró a sacarlo del pantano, y le dijo:
-¡Hombre! vea usted qué casualidad. Hace un momento que estaba yo pensando en la muerte
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de Torrijos, y en el despotismo brutal, cruel y ridículo de España en aquel entonces: los
frailes, como ministros de un Dios de paz, predicaban el exterminio de los liberales y de sus
familias hasta la cuarta generación; las Universidades levantaban la voz, como la de Cervera,
para condenar la funesta manía de pensar, o se cerraban para abrir una escuela de
tauromaquia...
Puede ser que allá en su tierra usted haya estado del mal lado, amigo don Adolfo...
Yo también en la mía, alguna vez (y le hacía esa indicación con el índice y el pescuezo que
nadie equivoca, porque es tan clara como cuando uno pide de comer)...
Adolfo vio el cielo abierto y respiró.
-General, le doy a usted mi palabra de honor de que eso no es verdad, en cuanto a mí se
refiere.
-¡Pero hombre!, aunque fuera verdad... Moro más o menos... -Y lo miraba, como queriendo
leer en su cara si aquella palabra de honor era honrada.
Adolfo le dijo, con esa expresión muda que leen bien los corazones puestos en su lugar:
-Mi palabra de honor no tiene más que un significado, general.
Y mirando a los circunstantes, Prim exclamó:
-Señores, vengan ustedes, vean ustedes, oigan ustedes: estamos entre caníbales, don Adolfo se
ha comido un español. Estos hombres no nos perdonan todavía.
Lo cual, oído por mi padre, hizo que interviniera, gritando:
"Comer un español, no; matar, sí, es posible. Yo he muerto varios cuando la guerra de la
Independencia."
Y entonces, algunos de los muchos que habían almorzado, fraternizando, agregaron: "Y
nosotros también, en tiempo de la Independencia de España; que en todas partes hay
traidores."
Y se armó una algarabía de todos los demonios, y los unos se hacían cargos a los otros de
degollinas en España, hasta que mi padre, interviniendo, gritó:
-Señores, ésta es mi casa, y aquí mando yo: "¡Viva España! ¡Viva América!" y sobre todo:
¡Viva el champagne! Vamos a tomar una copa del bueno, y si ustedes quieren todavía
pelearse, estando emigrados, váyanse al... ¡y a la calle!
Todo esto parece urdido, y no verdad, como desgraciadamente lo fue la degollación de
Martínez Eguilaz. ¿Es acaso tan necesario matar para dominar?
Pero ustedes convendrán conmigo en que, si es urdido, parece verdad.
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Pues protesto que lo es, y sólo me falta agregar la reflexión que hizo el general Prim, así que
mi padre hubo apaciguado a sus amigos con el champagne.
-Don Adolfo -díjole aquél a éste-: vea usted lo que es rozarse, tratarse, conocerse. Yo no sé
por qué los hombres, en vez de buscarse, se alejan, cuando todos somos lobos de la misma
camada. Si yo no tuviera relación con usted y hubiera leído lo que acabo de leer, y después
me lo hubieran presentado, sólo al verlo me habría estremecido. Mientras que ahora, aunque
la cosa pueda ser verdad, me encuentro con que usted es un hombre como yo...
Adolfo repuso:
-General, todavía no estoy en caja.
-¡Pues, amigo, oído a la caja! (Era muy bromista.)
-Señores; uno de nuestros poetas ha dicho lo que yo exclamo ahora, para que el señor entre en
caja:
...Que haya un cadáver más,
¿qué importa al mundo?
¡Y estas cosas pasaban cuando los medios de comunicación eran tan tardíos, y tan lentas en
difundirse las noticias!
¿Qué será ahora si un papelucho cualquiera por la razón A, B o C le planta un padrón de
ignominia a cualquiera de vuestros atentos y seguros servidores?
Suéltenlo ustedes por ahí, y todo el mundo lo marcará con el dedo, y le sacará el cuerpo,
como a la peste.
Francamente, y aquí entre nos, amigos del oficio, ¿no creen ustedes que sería bueno que nos
atemperáramos?
¡Caramba! "el hombre podría convertir las furias en musas, hacer del infierno una morada
deliciosa"; pero... ¡somos tan empecinados!
Mi primer duelo
Al señor doctor don Juan V. Lalanne
L'honneur c'est le respect de soi-même...
El derecho, la filosofía, la moral -todo lo que ustedes quieran, que tenga el sello de la
sensatez-, condenan el duelo como injusto.
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No seré yo, entonces, quien tenga la necia pretensión de sostener lo contrario; no seré yo,
entonces, quien sostenga que el ofendido hace bien en constituirse en juez de su propia causa,
en vez de apelar al veredicto de la sociedad, que es la única que tiene el derecho de castigar;
no seré yo, entonces, finalmente, quien niegue que matar a otro en duelo no prueba sino que
uno es más afortunado, o más diestro que otro.
El duelo parece ser tan antiguo como el mundo. No es un argumento concluyente. Los siete
pecados capitales son también muy viejos, y a nadie se le ha ocurrido, hasta ahora,
argumentar con ellos, contra las virtudes. Si lo viejo fuera un argumento contra lo nuevo, no
habría progreso posible. La gran China, atrofiada metódicamente durante siglos, sería la tesis
más elocuente para condenar los esfuerzos de la civilización moderna. Y para no salir de
nuestra propia casa por decirlo así, a lo que yo soy tan aficionado, el ideal en esta antigua villa
de Buenos Aires sería que no nos reformaran el empedrado... y tantas otras cosas molestas
para el espíritu de progreso, que aunque traídas por los cabellos, no estaría de más, sin
embargo, sacarlas a colación.
"Tiens! voilà Ali-Bonaparte qui va nous 'faire une des siennes'."
Así dice Alfredo de Vigny, cuando con su gracia envidiable de estilo, refiere, tan a lo vivo, la
escena aquella en Egipto, en la que Kleber no pudo aguantar la risa, al verlo a Bonaparte de
pie y acercando el vaso a su barba flaca y a su gran corbata, exclamar con voz breve, clara y
contenida:
-"Buvons à l'an trois cents de la République Française!"
No sería milagro, pues, que alguno de los migñons de la época, teóricos o prácticos, guiñara el
ojo, al leer esto, pensando en su interior lo que paso a decir para que ustedes lo lean:
¡Tan luego éste hablando de esto!
¿Y por qué no?, desde que no es mal sastre el que conoce el paño. ¿Y por qué no?, desde que
yo estoy, a pesar de mi filosofía, ahora, como antes y en todo tiempo a la disposición de esos
mignons.
¿O se imaginan ustedes que esa especie de cobardía que se llama batirse en combate singular
me ha hecho perder la vergüenza con la edad?
"Especie de cobardía", es lo que acabo de escribir. Sí, pues. No hay error de pluma, y ustedes
han leído bien.
No conozco nada más incongruente que la sociedad, como entidad colectiva. Ella se imagina
que se deshonra el que no se bate, y, al mismo tiempo, admite que debe ser un colmo de
honradez el que apela a un tribunal de honor, para no batirse.
Agregaré también que no conozco nada más apasionado en ciertos casos que la sociedad;
nada más ilógico que ella.
A mí me exigirá, por ejemplo, que me haga matar por mi honor. A otro, que por su honor no
se haga matar. A mí me exigirá que me bata en combate singular, para quedar limpio como
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una patena. A otro aceptará que no se bata, porque con cualquiera con quien se bata, habrá
felonía contra él; aunque ese él sea la flor y la nata, si flor y nata en ello cabe, de la más
refinada hipocresía y deslealtad.
Mi secretario, que, no me cansaré de repetirlo, es el hombre más molesto del mundo, porque
se ha imaginado que yo tengo el deber de explicarlo todo, me observa que si no creo
conveniente decir, para ahorrarle al lector el trabajo material de consultar diccionarios, qué
significa, en este caso, esa alusión a los mignons.
¡Habráse visto colaborador más lleno de inconvenientes!
Mignons eran los duelistas célebres de la época de Enrique III en Francia; época desastrosa,
que le hizo decir a Montaigne:
"Mettez trois François aux déserts de Libye, ils ne seront pas un mois ensemble sans se
harceler, et s'égratigner."
¿Será por esto que frecuentemente leo avisos en los diarios anunciando que ha llegado tal o
cual maestro de esgrima de Madrid, de Roma, de París, óptimo? ¡Tenemos aquí tantos
franceses... e italianos... y tantos españoles quisquillosos!
Vean ustedes lo que son las cosas. Si esos maestros vienen solamente en nombre de la
higiene, yo les digo a ustedes, que de los ejercicios gimnásticos, el más saludable de todos es
levantarse cotidianamente temprano y empezar por caminar en dirección a las casas donde
tiene uno que hacer las cosas desagradables, dejando para después las casas donde tiene uno
que hacer las cosas contrarias.
Las cosas desagradables son los deberes. Visitar a los que nos han hecho algún servicio, pagar
las deudas que se tengan (la regla es tener deudas), ir en seguida a la oficina o escritorio
donde se trabaja...
¡Cáspita!, ¡y en qué berenjenal nos metemos el lector y yo!, el lector que está enfermo del
pecho por un exceso de trabajo (¡pobre muchacho!) que para robustecerse apela a un maestro
de esgrima, y que naturalmente, a medida que se va debilitando en un sentido, se va haciendo
más mimoso en materia de honor, y que, por consiguiente, es capaz de batirse, no digo como
Don Quijote de la Mancha, contra molinos de viento, sino contra cualquiera que se presente y
le diga como yo: no sea zonzo.
No sé en qué consistirá; pero lo cierto es que en América la peor ofensa que se le puede hacer
a un hombre es decirle: ¡zonzo! ¿Será porque se está viendo que el que no tiene no es tenido...
en cuenta?
Inter nos, amable lector (aquí siento la necesidad de adularlos a ustedes un poco), ¿no es
verdad que todo esto, al parecer descosido, no está tan mal hilvanado, puesto que nos permite
llegar con paso firme y seguro a la siguiente revelación?
El primer duelo que yo tuve fue por una paliza injusta que me dieron, de modo que, si además
de la paliza de padre y muy señor mío que recibí, me hubieran dado una estocada, o me
hubieran pegado un balazo, ¡estaba fresco!
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No les diré a ustedes, que creen tener derecho a todas mis confidencias, cómo se produjeron
los hechos; esto lo sabrán cuando se publique mi novela titulada En Montevideo, o Mis
Memorias.
Hoy por hoy, y por lo que pueda interesar a la sociedad, este juez que es una especie de Corte
Suprema Federal (yo no escribo para los europeos, escribo para mis paisanos y para los
yanquis), les diré a ustedes que mi primer duelo fue mi primer julepe, frente al enemigo, ¡y
qué julepe!
Háganme ustedes el favor de creer que hablo con toda verdad; les ruego a ustedes se sirvan no
poner en duda nada de lo que les voy a contar.
El primer duelo que yo tuve, he dicho, fue mi primer julepe. Lo repito, y en ello me ratifico.
Ustedes saquen del caso la moral que quieran. Deduzcan que, puesto que yo me batí, debía
tener muchísimo honor. Pero para servirme de una locución pintoresca en su vulgaridad, yo
me batí haciendo de tripas corazón.
En mi vida he tenido mayor miedo.
Si a ustedes les ha pasado lo mismo en su primer lance, me felicito de no haber andado por
aquellos alrededores. ¿O no da pena ver que un hombre se hace muchas cosas cuando se está
batiendo por su honor?
Llegamos sobre el terreno (este sobre el terreno es una francesada); los padrinos habían
concertado todo.
Yo no diré aquí quiénes eran los padrinos de mi adversario, ni quién era Ella. Diré solamente,
que mis padrinos eran, el secretario de la Legación francesa y el célebre monsieur Martin de
Moussy.
Nos colocaron.
Se tiró a la suerte quién debía hacer fuego primero.
Desde luego les prevengo a ustedes que yo estaba allí como una máquina, movida por una
fuerza oculta, invisible, incomprensible, como electricidad (¿o ustedes entienden bien el
fenómeno cuando les transmiten un telegrama?)
Pero el hecho es que yo estaba allí, y digan lo que quieran, ante este argumento brutal de los
hechos, no hay filosofía especulativa que este tenga razón.
Yo era allí, en ese momento, un cumplido caballero.
La procesión andaba por dentro.
La suerte lo favoreció a mi adversario, tocándole tirar primero.
De todos los sonidos o ruidos, el más difícil de definir y explicar es el sonido o ruido de una
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bala...
La bala silbó...
Las dos orejas -no tengo sino dos- me dijeron: eso es el silbido de una bala.
Una inexplicable sensación me hizo tragar todo el aire que me circundaba.
-"A vous maintenant" -me dijo Martin de Moussy.
Yo, entonces, solté todo el aire que habían almacenado mis pulmones, me moví, hice con
disimulo todos los movimientos musculares tendientes a asegurarme de que no estaba
herido...
¿Cómo es esto?
Muy sencillo, yo era muy joven entonces y había oído decir que las heridas de bala no se
sentían, sino después que se enfriaban.
Me aseguré, pues, de que no estaba herido, y a mi vez hice fuego...
Nada...
A pesar de la corta distancia, mi adversario no cayó, con gran sorpresa mía.
El, que era un gran tirador de pistola, volvió a hacer fuego...
Idem, ídem. Nada...
¿Será más fácil pegar en un blanco que matar a un hombre?
Yo tiré de nuevo...
Otra vez, nada...
Los padrinos intervinieron... fallando esta vez el proverbio italiano que dice que los testigos
matan más duelistas que las espadas y las pistolas.
Ellos habían hecho su convención, fundados en un juicio temerario: la razón de mi paliza.
-Ustedes tienen que darse la mano sin rencor -dijeron-, porque el honor de ambos debe estar
satisfecho.
¿Han visto ustedes nada más estúpido?
Pero, ¿y la sociedad?, me dirán ustedes.
¡Ah!, ¿ustedes creen que la sociedad no tiene también sus hipocresías?
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¿Quieren ustedes seguir mi consejo? Lo dudo.
Primero, no se batan.
Segundo, es más práctico pensar como el duque de Olivares:
"Cuando un amigo en la estacada me deja, anochece y no amanece."
¡Ah!, pero ustedes le tienen un gran horror a la Penitenciaría, y se refugian en los tribunales
de honor para que sean ellos los que decreten el duelo...
No sé cuál de las dos cosas es más vergonzosa, como tributo pagado a una preocupación.
Por mi parte, y dígase lo que se quiera, me parece más de hombre la moral del gaucho: ¡tomá!
Y atenerse a las resultas.
¡Qué escándalo!, dirán ustedes, ¿no es mucho más digno un desafío?
Pues a mí me parece un desafío una cobardía, una transacción con la Penitenciaría o con la
horca.
Caballeros, si lo sois, malgré tout, a la orden de ustedes.
Pero esto que reza conmigo, que no rece con los que no estan empedernidos como yo, siendo
gente corregible y perfectible. Con ellos, lo que cuadra es recordarles que la publicación de un
bando antiguo en que la sabiduría mandaba reformar en aquellos tiempos algunos refranes,
establece:
"Que ninguno sea osado el decir: que los casamientos y las riñas de prisa; por quanto no hay
cosa que se haya de tomar más de espacio, que el irse a matar y... a casar."
La Inglaterra sospecho que es un país tan civilizado como éste, y allí se remiran mucho para
matarse... casi he puesto casarse.
Mi primer duelo
Al señor doctor don Juan V. Lalanne
L'honneur c'est le respect de soi-même...
El derecho, la filosofía, la moral -todo lo que ustedes quieran, que tenga el sello de la
sensatez-, condenan el duelo como injusto.
No seré yo, entonces, quien tenga la necia pretensión de sostener lo contrario; no seré yo,
entonces, quien sostenga que el ofendido hace bien en constituirse en juez de su propia causa,
en vez de apelar al veredicto de la sociedad, que es la única que tiene el derecho de castigar;
no seré yo, entonces, finalmente, quien niegue que matar a otro en duelo no prueba sino que
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uno es más afortunado, o más diestro que otro.
El duelo parece ser tan antiguo como el mundo. No es un argumento concluyente. Los siete
pecados capitales son también muy viejos, y a nadie se le ha ocurrido, hasta ahora,
argumentar con ellos, contra las virtudes. Si lo viejo fuera un argumento contra lo nuevo, no
habría progreso posible. La gran China, atrofiada metódicamente durante siglos, sería la tesis
más elocuente para condenar los esfuerzos de la civilización moderna. Y para no salir de
nuestra propia casa por decirlo así, a lo que yo soy tan aficionado, el ideal en esta antigua villa
de Buenos Aires sería que no nos reformaran el empedrado... y tantas otras cosas molestas
para el espíritu de progreso, que aunque traídas por los cabellos, no estaría de más, sin
embargo, sacarlas a colación.
"Tiens! voilà Ali-Bonaparte qui va nous 'faire une des siennes'."
Así dice Alfredo de Vigny, cuando con su gracia envidiable de estilo, refiere, tan a lo vivo, la
escena aquella en Egipto, en la que Kleber no pudo aguantar la risa, al verlo a Bonaparte de
pie y acercando el vaso a su barba flaca y a su gran corbata, exclamar con voz breve, clara y
contenida:
-"Buvons à l'an trois cents de la République Française!"
No sería milagro, pues, que alguno de los migñons de la época, teóricos o prácticos, guiñara el
ojo, al leer esto, pensando en su interior lo que paso a decir para que ustedes lo lean:
¡Tan luego éste hablando de esto!
¿Y por qué no?, desde que no es mal sastre el que conoce el paño. ¿Y por qué no?, desde que
yo estoy, a pesar de mi filosofía, ahora, como antes y en todo tiempo a la disposición de esos
mignons.
¿O se imaginan ustedes que esa especie de cobardía que se llama batirse en combate singular
me ha hecho perder la vergüenza con la edad?
"Especie de cobardía", es lo que acabo de escribir. Sí, pues. No hay error de pluma, y ustedes
han leído bien.
No conozco nada más incongruente que la sociedad, como entidad colectiva. Ella se imagina
que se deshonra el que no se bate, y, al mismo tiempo, admite que debe ser un colmo de
honradez el que apela a un tribunal de honor, para no batirse.
Agregaré también que no conozco nada más apasionado en ciertos casos que la sociedad;
nada más ilógico que ella.
A mí me exigirá, por ejemplo, que me haga matar por mi honor. A otro, que por su honor no
se haga matar. A mí me exigirá que me bata en combate singular, para quedar limpio como
una patena. A otro aceptará que no se bata, porque con cualquiera con quien se bata, habrá
felonía contra él; aunque ese él sea la flor y la nata, si flor y nata en ello cabe, de la más
refinada hipocresía y deslealtad.
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Mi secretario, que, no me cansaré de repetirlo, es el hombre más molesto del mundo, porque
se ha imaginado que yo tengo el deber de explicarlo todo, me observa que si no creo
conveniente decir, para ahorrarle al lector el trabajo material de consultar diccionarios, qué
significa, en este caso, esa alusión a los mignons.
¡Habráse visto colaborador más lleno de inconvenientes!
Mignons eran los duelistas célebres de la época de Enrique III en Francia; época desastrosa,
que le hizo decir a Montaigne:
"Mettez trois François aux déserts de Libye, ils ne seront pas un mois ensemble sans se
harceler, et s'égratigner."
¿Será por esto que frecuentemente leo avisos en los diarios anunciando que ha llegado tal o
cual maestro de esgrima de Madrid, de Roma, de París, óptimo? ¡Tenemos aquí tantos
franceses... e italianos... y tantos españoles quisquillosos!
Vean ustedes lo que son las cosas. Si esos maestros vienen solamente en nombre de la
higiene, yo les digo a ustedes, que de los ejercicios gimnásticos, el más saludable de todos es
levantarse cotidianamente temprano y empezar por caminar en dirección a las casas donde
tiene uno que hacer las cosas desagradables, dejando para después las casas donde tiene uno
que hacer las cosas contrarias.
Las cosas desagradables son los deberes. Visitar a los que nos han hecho algún servicio, pagar
las deudas que se tengan (la regla es tener deudas), ir en seguida a la oficina o escritorio
donde se trabaja...
¡Cáspita!, ¡y en qué berenjenal nos metemos el lector y yo!, el lector que está enfermo del
pecho por un exceso de trabajo (¡pobre muchacho!) que para robustecerse apela a un maestro
de esgrima, y que naturalmente, a medida que se va debilitando en un sentido, se va haciendo
más mimoso en materia de honor, y que, por consiguiente, es capaz de batirse, no digo como
Don Quijote de la Mancha, contra molinos de viento, sino contra cualquiera que se presente y
le diga como yo: no sea zonzo.
No sé en qué consistirá; pero lo cierto es que en América la peor ofensa que se le puede hacer
a un hombre es decirle: ¡zonzo! ¿Será porque se está viendo que el que no tiene no es tenido...
en cuenta?
Inter nos, amable lector (aquí siento la necesidad de adularlos a ustedes un poco), ¿no es
verdad que todo esto, al parecer descosido, no está tan mal hilvanado, puesto que nos permite
llegar con paso firme y seguro a la siguiente revelación?
El primer duelo que yo tuve fue por una paliza injusta que me dieron, de modo que, si además
de la paliza de padre y muy señor mío que recibí, me hubieran dado una estocada, o me
hubieran pegado un balazo, ¡estaba fresco!
No les diré a ustedes, que creen tener derecho a todas mis confidencias, cómo se produjeron
los hechos; esto lo sabrán cuando se publique mi novela titulada En Montevideo, o Mis
Memorias.
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Hoy por hoy, y por lo que pueda interesar a la sociedad, este juez que es una especie de Corte
Suprema Federal (yo no escribo para los europeos, escribo para mis paisanos y para los
yanquis), les diré a ustedes que mi primer duelo fue mi primer julepe, frente al enemigo, ¡y
qué julepe!
Háganme ustedes el favor de creer que hablo con toda verdad; les ruego a ustedes se sirvan no
poner en duda nada de lo que les voy a contar.
El primer duelo que yo tuve, he dicho, fue mi primer julepe. Lo repito, y en ello me ratifico.
Ustedes saquen del caso la moral que quieran. Deduzcan que, puesto que yo me batí, debía
tener muchísimo honor. Pero para servirme de una locución pintoresca en su vulgaridad, yo
me batí haciendo de tripas corazón.
En mi vida he tenido mayor miedo.
Si a ustedes les ha pasado lo mismo en su primer lance, me felicito de no haber andado por
aquellos alrededores. ¿O no da pena ver que un hombre se hace muchas cosas cuando se está
batiendo por su honor?
Llegamos sobre el terreno (este sobre el terreno es una francesada); los padrinos habían
concertado todo.
Yo no diré aquí quiénes eran los padrinos de mi adversario, ni quién era Ella. Diré solamente,
que mis padrinos eran, el secretario de la Legación francesa y el célebre monsieur Martin de
Moussy.
Nos colocaron.
Se tiró a la suerte quién debía hacer fuego primero.
Desde luego les prevengo a ustedes que yo estaba allí como una máquina, movida por una
fuerza oculta, invisible, incomprensible, como electricidad (¿o ustedes entienden bien el
fenómeno cuando les transmiten un telegrama?)
Pero el hecho es que yo estaba allí, y digan lo que quieran, ante este argumento brutal de los
hechos, no hay filosofía especulativa que este tenga razón.
Yo era allí, en ese momento, un cumplido caballero.
La procesión andaba por dentro.
La suerte lo favoreció a mi adversario, tocándole tirar primero.
De todos los sonidos o ruidos, el más difícil de definir y explicar es el sonido o ruido de una
bala...
La bala silbó...
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Las dos orejas -no tengo sino dos- me dijeron: eso es el silbido de una bala.
Una inexplicable sensación me hizo tragar todo el aire que me circundaba.
-"A vous maintenant" -me dijo Martin de Moussy.
Yo, entonces, solté todo el aire que habían almacenado mis pulmones, me moví, hice con
disimulo todos los movimientos musculares tendientes a asegurarme de que no estaba
herido...
¿Cómo es esto?
Muy sencillo, yo era muy joven entonces y había oído decir que las heridas de bala no se
sentían, sino después que se enfriaban.
Me aseguré, pues, de que no estaba herido, y a mi vez hice fuego...
Nada...
A pesar de la corta distancia, mi adversario no cayó, con gran sorpresa mía.
El, que era un gran tirador de pistola, volvió a hacer fuego...
Idem, ídem. Nada...
¿Será más fácil pegar en un blanco que matar a un hombre?
Yo tiré de nuevo...
Otra vez, nada...
Los padrinos intervinieron... fallando esta vez el proverbio italiano que dice que los testigos
matan más duelistas que las espadas y las pistolas.
Ellos habían hecho su convención, fundados en un juicio temerario: la razón de mi paliza.
-Ustedes tienen que darse la mano sin rencor -dijeron-, porque el honor de ambos debe estar
satisfecho.
¿Han visto ustedes nada más estúpido?
Pero, ¿y la sociedad?, me dirán ustedes.
¡Ah!, ¿ustedes creen que la sociedad no tiene también sus hipocresías?
¿Quieren ustedes seguir mi consejo? Lo dudo.
Primero, no se batan.
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Segundo, es más práctico pensar como el duque de Olivares:
"Cuando un amigo en la estacada me deja, anochece y no amanece."
¡Ah!, pero ustedes le tienen un gran horror a la Penitenciaría, y se refugian en los tribunales
de honor para que sean ellos los que decreten el duelo...
No sé cuál de las dos cosas es más vergonzosa, como tributo pagado a una preocupación.
Por mi parte, y dígase lo que se quiera, me parece más de hombre la moral del gaucho: ¡tomá!
Y atenerse a las resultas.
¡Qué escándalo!, dirán ustedes, ¿no es mucho más digno un desafío?
Pues a mí me parece un desafío una cobardía, una transacción con la Penitenciaría o con la
horca.
Caballeros, si lo sois, malgré tout, a la orden de ustedes.
Pero esto que reza conmigo, que no rece con los que no estan empedernidos como yo, siendo
gente corregible y perfectible. Con ellos, lo que cuadra es recordarles que la publicación de un
bando antiguo en que la sabiduría mandaba reformar en aquellos tiempos algunos refranes,
establece:
"Que ninguno sea osado el decir: que los casamientos y las riñas de prisa; por quanto no hay
cosa que se haya de tomar más de espacio, que el irse a matar y... a casar."
La Inglaterra sospecho que es un país tan civilizado como éste, y allí se remiran mucho para
matarse... casi he puesto casarse.
Tembecuá
A mi amigo Miguel Cuyar
Nibil novum sub sole.
Suplico a los lectores no den fe a lo que hallaren aquí...
Descartes.
No tengo libros de consulta, ni con quién consultar, siendo las doce de la noche -hora en que
ni los amigos más amables están para coloquios-, de modo que es muy posible que, creyendo
decir algo de nuevo, nada diga de particular, al menos para las personas versadas en la
etnología indiana de esta parte de América.
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Que no me lean los sabios, entonces, me parece lo mejor.
Hablaremos, lector amigo, inter nos, como si conversáramos en viaje, sin plan ni método, por
matar el tiempo, de lo que hemos visto u oído, sin querer, cruzando con otros fines extrañas o
desconocidas tierras.
¿Estamos...?
Pues... dejadme discurrir un breve instante, a ver cómo redondeo el introito consabido, antes
de entrar en materia... ¡ah! sí... ya estoy.
Quería decir que son muy pocos los que, por más peros, no obstantes y sin embargos que le
pongan, pueden decir como Bacon en la Dedicatoria del Novum Organum:
"A lo menos es indudable que este libro tiene el mérito de la novedad... Y, no obstante, está
copiado de un antiguo manuscrito, a saber: el Universo, la naturaleza de las cosas y el espíritu
humano."
Tembecuá.
He ahí una palabra que no he leído en ningún libro escrito, memoria ni manuscrito.
Azara, que está aquí, a mi lado, y el cual, entre muchas cosas increíbles, como ésta:
"Hay quien asegura que sus huesos en los cementerios (está hablando de los guaraníes) se
convierten en polvo mucho antes que los de Europa, y que vivos nadan naturalmente como los
cuadrúpedos."
-dice algunas otras que son verdad, verbigracia:
" Observándolos (está hablando de los paraguayos), yo encuentro, en lo general, que son muy
astutos, sagaces, activos, de luces más claras, de mayor estatura, de formas más elegantes, y
aun más blancos, no sólo que los criollos o hijos de español y española en América, sino que
los españoles de América, sino también que los españoles de Europa, sin que se les note
indicio alguno de que desciendan de india tanto como de español. "
Azara, decía, ocupándose de la nación Guaraní la presenta desparramada por territorios
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vastísimos. Poblaban, según él, los Guaraníes, cuando se descubrió la América, la costa
austral del Río de la Plata desde Buenos Aires a las Conchas, y continuaban por la misma
costa, sin pasar a la opuesta, ocupando todas las islas del río Paraná e internándose en el país
unas 16 leguas hasta los veintinueve o treinta grados de latitud. Desde este paralelo se
extendían por la costa oriental de dicho Paraná y en seguida por la misma del río Paraguay
hacia los veintiún grados de latitud, sin pasar al occidente, de estos ríos; pero se prolongaban
a sol caliente hasta la mar y ocupaban todo el Brasil, la Cayena y aun más. Tenían también
pueblos interpolados con los de otras naciones en las provincias de los Chiquitos, y los
Chiriguanos del Perú eran Guaraníes .
Según este escritor, la nación Guaraní era la más numerosa y entendida del país, pero no tenía
un jefe ni formaba un cuerpo político, como los mexicanos; porque cada pueblo era
independiente de los demás, y llevaba su nombre particular.
En el Paraguay habitaban los Imbeguas, Caracaras, Timbús, Corondas, Colastines, Tucagües,
Colchaquis, Quiloazas, Ohomas, Mongolas, Acaai, Itatí, Tois, Tarois, Curupaitís, Curumiais y
otros, que algunos escritores han olvidado y creído alguna vez que pertenecían a naciones
diferentes.
Esto era antes de la conquista.
Posteriormente, los Guaraníes que en el Paraguay se sometieron a los españoles, se llamaron
Caiguás [3] .
En cuanto a los Guanás, que formaban ocho parcialidades o pueblos, no los engloba Azara,
como se ha visto, entre los aborígenes que poblaban la América en la época del
descubrimiento. Antes, por el contrario, conságrales un parágrafo especial, y los presenta
viviendo entre los paralelos veinte y veintidós, en el Chaco o el occidente del río Paraguay,
río que no pasaron hasta el año de 1673.
Es incuestionable que eran guaraníes, y que se gobernaban como éstos, teniendo cada pueblo
una asamblea para la elección de su cacique y deliberaciones sobre paz o guerra.
Pocas cosas conozco más embrolladas, ni más contradictorias, que los escritos referentes a la
conquista de América.
Paréceme que cada autor pedía sólo para su santo; y así, es frecuente verlos enmendándose,
corrigiéndose, rectificándose, desmintiéndose los unos a los otros.
La mayor parte de las relaciones e historias -dice Azara en prueba de ello- convienen en
asegurar que casi todas las citadas naciones eran antropófagas y que en la guerra usaban
flechas envenenadas; pero uno y otro lo creo falso, puesto que nadie de las mismas naciones
come hoy carne humana, ni conoce tal veneno, ni conservan tradición de uno ni otro, no
obstante estar en el pie de cuando se descubrió la América, y de que en nada han alterado sus
otras costumbres antiguas.
Parece, pues, fuera de duda que los conquistadores así como multiplicaban el número de
indios, exageraban su fiereza, con el objeto de dar más esplendor a sus hazañas.
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Tal es la opinión de Azara, que no puede ser tachado de parcial.
Azara pasa, con justicia, por el más formal y desinteresado de todos los historiadores.
Pero su Descripción histórica del Paraguay y Río de la Plata no se publicó sino después de
sus días, y está plagada de errores, debidos, sin duda, o a que sus manuscritos no eran muy
prolijos, o a que su letra no era bastante clara, no obstante que el facsimile de su firma y
rúbrica revela que debió tener una escritura de carácter español asaz inteligible.
En la edición de Madrid de 1847, hecha bajo los auspicios de su sobrino, el Marqués de
Nibbiano, confúndase a veces el sudoeste con el sudeste; y a los ríos Araguay, Pilcomaio o
Pilcomayo, por ejemplo, se les llama Aracuay y Pihomaio; al Caraguatí, Curuguatí; al Jejuy,
Jefui; al Jaurú, Taurú.
Cito estos ejemplos, porque ellos bastan y sobran, me parece, para fundar la conjetura que me
propongo hacer.
Es valor entendido entre historiadores que nación significa toda congregación de indios chica
o grande, animada del mismo espíritu, con formas y costumbres semejantes, e idioma
homogéneo sobre todo.
Acaba de verse que Azara, enumerando los pueblos que constituían la nación Guaraní,
prescinde de los Guanás, para ocuparse de ellos aparte, o en un parágrafo especial, del que
citaré lo más interesante:
"Efectivamente, las mujeres Guanás son más apreciadas, limpias y altivas; se casan a los
nueve años, dan la ley en los contratos matrimoniales y aun usan algunas coqueterías. Los
varones se casan más tarde, no son tan puercos, se adornan y pintan algo más que en las otras
naciones. Pasan por... (Suprimo la palabra, vicio feo); es frecuente robarse las mujeres y
escaparse con ellas; apalean los maridos al adúltero, no a la adúltera. La poligamia dura poco
y no es tan frecuente como parece debiera serlo."
La civilización moderna podría tomar algunas lecciones de estos indios.
No me parece lo mejor que las mujeres dicten la ley en los contratos matrimoniales. Pero lo
de los palos a los adúlteros, sí me parece excelente cosa.
Vamos a mi objeto.
No incluye Azara a los Tembecuás entre los Guanás, como tampoco incluye a éstos entre los
Guaraníes, ni hablando de los Caiguás menciona a los Tembecuás.
Pero como el contenido ha de estar dentro del continente, si los Guanás vivían entre los
paralelos 20 y 22 y los Guaraníes habitaban las dilatadas comarcas de que he hablado más
arriba, es claro que formaban un cuerpo de nación con ella; y más claro es aún que los
Caiguás son una parcialidad de los Guanás, como lo son los Tembecuás de los Caiguás. Y
esta conjetura es tanto más plausible, cuanto que está perfectamente comprobado que estos
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indios, lo mismo que los actuales Caiguás y Tembecuás, pasaban largas temporadas entre los
cristianos.
Viniendo ahora al punto oscuro, tenemos que la denominación Tembecuá no está incluida por
Azara, ni al hablar de los Guaraníes, distinguiendo a los Caiguás de éstos, ni al ocuparse de
los Guanás.
Pienso que lo que Azara, o su editor, llama Imbeguás, es una corrupción de Tembecuás; y en
ello me confirma la circunstancia de que los actuales Tembecuás viven, ¡coincidencia
singular!, en las cercanías del arroyo Bolascuá, llamado por ellos Guaná, a lo cual se agrega
que sus usos y costumbres se parecen a los de los antiguos Guanás. Como ellos, se conchaban
por la comida y por un tanto para hacer un rozado, una sementera, abrir una picada, faenas
varias, por fin.
Alguna otra vez tendré ocasión de hablar de sus curas, de sus obispos, de sus jefes y oficiales,
desde subteniente hasta general; de su religión, herencia jesuítica, mezcla de paganismo y
catolicismo.
Hoy día, lo que llama mi atención es que Azara no los mencione en parte alguna, siendo así
que derivan su nombre de una notable particularidad.
Con efecto, Tembecuá es un vocablo compuesto de TEMBE, labios , y CUÁ, agujero ; lo que
quiere decir que estos indios tienen desde ab initio la costumbre de usar en el labio inferior un
cañuto puntiagudo de un dedo poco más o menos de largo, para lo cual en la primera infancia
se agujerean dicho labio, y cuyo cañuto, que tiene un diámetro de tres o cuatro líneas, en la
parte que entra en el agujero -de modo que quede derecho formando con la boca un ángulo
agudo-, es hecho de la goma de un árbol cuyo nombre no he podido averiguar.
Ahora bien, este cañuto, que el indio ostenta inmediatamente que se presenta en público, por
decirlo así, y tiene un brillo resinoso y un color trasparente y traslúcido, a lo que se agrega
que es insípido, que a nada tiene gusto, y que frotado desarrolla electricidad, lo mismo que el
lacre.
En otros términos -y llego al fin-, esta sustancia presenta todos los caracteres externos del
ámbar (electrón), tanto que no hay quien a primera vista por tal no lo tome. Yo no he podido
verificar si se funde como el ámbar a los 280 grados sin liquidarse.
No hace mucho tiempo que el ámbar era considerado un mineral. Sábese hoy día que no lo es.
Berzelius dice que contiene de 85 a 90 por ciento de una cierta resina y el resto de otras dos;
la primera resistente a todos los solventes; las segundas, solubles en alcohol y éter. En una
palabra, es cosa averiguada que el mineral de antaño no es más que una resina vegetal alterada
por fosilización.
Y todavía se dice: ¡que no hay qué ver en el Paraguay!
¿Y el cañuto de un tembecuá?
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Lectores y lectoras:
Un mi amigo, Emilio Quevedo, que ya no existe, decía: "París o el Paraguay."
¡Elegid!
Yo siento cantar los gallos.
Voyme a dormir.
El electrón de los helenos es, quizá, el cañuto de un Tembecuá.
Nihil novum sub sole.
¡Oh, sabios!, ¡perdonadme! Y antes de desmentirme dad un paseo por el Paraguay.
Está preñado de misterios.
Poetas, traductores y críticos
Al señor doctor don José María Ramos Mejía
Ce ne sont pas les crítiques injustes,
plates ou violentes, qui font beaucoup de mal;
les éloges prodigués sans discernement sont bien plus nuisibles.
Grimm.
Ce fut à qui travestirait le mieux
les Cyrus et les Caton en pasteurs amoureux.
Le capitaine de dragons Florian a été le dernier berger français.
Ustedes recuerdan, sin duda, aunque por regla general el público sea muy olvidadizo, lo
mucho que se indignó Ptolomeo cuando Zoilo se permitió atacar al padre de los poetas,
censurar al maestro del bien decir, a aquel cuyos escritos eran objeto de admiración universal.
Aquello fue más que indignación, ¡horroroso!, o miente la Historia, cuando nos cuenta que el
pobre crítico fue condenado a la pena del patricidio, sin tantos trámites como ahora para los
que matan mujeres; pena que consistía en un suplicio que no deseo para ninguno de nosotros;
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suplicio que era más duro que leer una traducción dantífica y que consistía en crucificar a la
víctima, aunque, en el caso presente, los historiadores discrepen. Lo de siempre: los unos
dicen que Zoilo fue lapidado, los otros que quemado.
Y esto prueba una vez más que de gustibus non est disputandum, vulgo, de gustos no hay
nada escrito, y explica cómo a ustedes puede no gustarles una interpretación que le guste a
otro lector, traductor, crítico o autor.
¡Pobre Zoilo!, crucificado, lapidado o quemado, nada más que por haberse permitido juzgar la
Ilíada y la Odisea.
Diz que era un excelente sujeto, bastante instruido, observador y frío, salido quizá de la
escuela de Aristóteles.
¡Rara suerte la suya! Por tener la audacia de juzgar a Homero -que Vico, en su Scienza Nuova
, pretende probar que vivió doscientos años, o sea que no existió, que Homero es una
mistificación-, muere como se ha visto; y lega su nombre a todos los críticos tontos o
envidiosos; mientras que Aristarco, que no valía más que él, que no fue un crítico, en la
verdadera acepción de la palabra, se lleva la palma muriendo tranquilamente en su cama,
como un pagano, por más que la crítica lo acuse a él, a su vez, de haber cambiado
arbitrariamente o eliminado un número considerable de versos de Homero.
Y digo que se llevó la palma, apoyándome en un caballero de pluma, cuya autoridad y
destreza no es discutible, el cual dice que "la profesión de Aristarco tiene un lado muy útil"
(esto lo digo yo: Aristarco no falló sobre el mérito sino sobre la autenticidad de los versos de
Homero), agregando que es una profesión prudente, que es fácil conciliar con la necesidad
que experimentan algunas personas de ocultar su vida; diciendo en conclusión: que la crítica,
a la manera de Aristarco, puede representar al hombre más meticuloso de la sociedad; y que el
Zoilo es necesariamente un don Quijote o un perro gruñón.
Sea de esto lo que fuere, hay un punto fuera completamente de toda controversia, a saber: que
el crítico no corre ya, por fortuna, los riesgos que en otro tiempo corría, desde que ahora no lo
crucifican, ni lo apedrean, ni lo queman.
El último Zoilo que casi pagó su audacia con el pellejo fue Beretti; mas este prójimo (a quien,
sea dicho entre paréntesis, se le fue la mano), era súbdito de la serenísima República de
Venecia, que había inventado los Plomos y los subterráneos donde lo soplaron al diantre de
Casanova.
Los tiempos han cambiado mucho; la república de las letras, a fuerza de ensanchar sus
dominios internacionales, ha ido poco a poco desterrando de su seno el elemento aristocrático,
humanizándose tanto, que, como ustedes ven en la prensa, el tú y el vos, el " che, hermano ",
es moneda corriente, siquiera el que se dice humilde mentor se dirija a un elevado personaje.
La república de las letras ha hecho algo más, porque como no tiene constitución , a todo
puede atreverse sin escrúpulos de conciencia: ha establecido que todo el mundo, con tal de
que ame con amor las bellas letras, pueda optar al título de bachiller en literatura, dejando
para después que sus trabajos ciclópeos se vean, el si ha de ser o no promovido por opinión a
doctor in utroque , es decir, a maestro eximio, en prosa y en verso; así es que nada tiene de
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particular que los que son oficiales en el ejército de línea o simples guardias nacionales se
encuentren enrolados también, en el ejército de esa vasta república, en cuyos dominios, como
en los de Carlos V, no se pone el sol.
Y esto explica y justifica el caso raro, pero no nuevo, de que sean casualmente tres generales el conde Cheste [4] , general español , el general Mitre (don Bartolomé), general argentino, y
el general Mansilla, general argentino también, según sospecho, y no mi padre, sino este
"vuestro atento, seguro servidor, que vuestras manos besa"-, los que se hayan ocupado, o se
estén ocupando, en España y en América, nada menos que de la Divina Comedia del Dante.
Algún Zoilo, que yo no mandaría crucificar ni lapidar, ni quemar; pero al que algo sí le haría,
exclamará en su interior:
¡Qué comedia!
¿Dónde está ese atrevido?, échenlo al medio, a ver si mirándonos de hito en hito se atreve a
atreverse. ¡Por detrás, miren qué gracia!
Otra casualidad que apuntar es ésta: el conde de Cheste no era liberal; era en España
moderado, como si dijéramos mazorquero, a lo Bernardo Irigoyen; y el general Mitre es
liberal, en política, bien entendido. Yo, por mi prosapia, y si ustedes quieren, por mi
atavismo, yo... ¿pero yo que seré? ¿Me hacen ustedes el favor de definirme?
"Dios es Dios y Mahoma su profeta", decía el otro. Bueno, yo puedo ser el trait d'union entre
el conde de Cheste y el general Mitre: nada más que en política, presupuesto que entrando en
otras espesuras, en esa "selva selvaggia ed aspra e forte" , lo dejo a usted, mi querido
Zeballos, conducirlos a ambos a dos en el "recto camino"; puesto que yo no me propongo
descender al Infierno, sino después que me lleve la trampa, y Dante, como usted sabe,
Zeballos, lo hizo, a estar a lo que dicen los que el caso vieron , a la edad de treinta y tres años,
el día viernes santo del año 1300, recorriendo todos los círculos (infernales) en 24 horas. Y es
el caso de agregar: "Ego dixi: In dimidio dierum meorum vadam ad portas inferi [5] ."
Y es el caso también de agregar que se quiebran la cabeza en vano los que quieren ver en el
simbolismo algo más que una figura de retórica.
Cuando Dante dice Nel mezzo del cammin di nostra vita -en medio del camino, o del viaje de
nuestra vida-, como ustedes quieran, lo único que implica, porque otra cosa no puede
implicar, es que Él, teniendo a la sazón 33 años, y estando ya bastante descompaginado -a
pesar de su idealismo, le gustaba mucho el sexo contrario-, no tenía mucha confianza en pasar
de los 66.
"Simbolismo" he dicho, y aquí séame permitido por los críticos de curso legal, por los que
tienen 900 milésimos de fino de erudición, recordar en comprobación de lo que dejo dicho,
que Dante murió a los 56 años, dejando escrito su propio epitafio, que no tiene el mérito del
que escribió Camoens, siendo demasiado largo (porque aquí, entre nos, el padre Alighieri era
un poco larguero, confuso, indigesto, oscuro y no poco fanático).
Cierto es que nadie como él, a no ser Maquiavelo, que se le parecía como un huevo a una
castaña, ha probado la fuerza del genio italiano, ni ha hecho una crítica de sus instituciones
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como él, ni ha satirizado a su propio país de una manera más amarga. Y es por esto, y sólo por
esto, que los italianos no respetan en Dante, sino al genio -¿o ustedes pretenderán que Dante
fue un patriota como el otro fraile Savonarola?
Pero encarrilemos la charla, para venir a esto: de la época del Dante puede decirse lo que
afirma un español de alto coturno, refiriéndose a la lengua española:
"Empezó a ser idioma vulgar o romance, como si dijéramos romano-rústico , hacia el siglo X;
tomó índole y forma de dialecto culto en el reinado de Alfonso el Sabio; adquirió cierta
grandiosidad bajo de los reyes Don Juan II y Don Fernando el Católico; brilló con pompa y
majestad en el reinado de Carlos I, y bajo de su hijo Felipe II se pulió, se enriqueció y añadió
a la abundancia, mayor suavidad y armonía."
Dante sacó del caos la palabra de su espíritu, le dio ser al verbo de su genio, fabricó él mismo
la lira de la que debía obtener sonidos tan bellos, como esos astrónomos que inventaron los
instrumentos con que midieron los cielos -dice un autor, que no se me antoja nombrárselo a
ustedes-, y del italiano de la Divina Commedia que al principio no llamaron divina , sino
simplemente " commedia ", porque como ustedes saben el estilo es mixto, habiendo en ella
sapos y culebras, surgieron a la vez dos grandes conquistas para el pensamiento humano: una
lengua nueva y un poema, cuyo plan es muy difícil de delinear, y cuyas alegorías son tan
difíciles de interpretar, que lo mejor es dejarse de eso, a no ser que sea algún italiano muy
profundo, lingüista, latinista, helenista, teólogo, filólogo y lexicólogo, el que se aventure en la
ardua empresa.
Por consiguiente, bajando un poco a la tierra en que vivimos y viniendo al juicio comparativo
sobre las traducciones de la Divina Commedia, del general Pezuela, que no sé si sabía
italiano, del general Mitre que supongo lo sabe, y de las traducciones viniendo a los juicios,
conceptos y opiniones de los que saben más italiano que yo, que apenas sé decir: Don Basilio,
come state? ; O andate al diavolo, proclamo a todos los rumbos de la rosa de los vientos,
despojándome de todo sentimiento patrio, que no estoy absolutamente de acuerdo con la
opinión de usted, mi querido Zeballos.
Usted dice:
"Inspirada es en las páginas del general Mitre la interpretación de la desventura de
Francesca."
(Cuánto siento que sólo corra impresa para los tucumanos una traduccioncita modelo, un
chiche, de tierra adentro, hecho por P. Groussac: eso es entender el Dante, y versificar.)
Amor que a amar obliga al que es amado
me ató a sus brazos con amor tan fuerte,
que como ves ni aquí se ha desatado.
Mas dime ¡cómo en el primer delirio
el dulce amor avasalló tu acuerdo,
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y deshojó de tu virtud el lirio!
Leíamos un día por asueto (!!)
Cómo al amor fue Lanceloto atado,
solos los dos y sin ningún secreto.
El general Pezuela traduce el primer terceto con menos energía y diafanidad:
Amor, que a amantes con amor corona,
por éste me cogió placer tan fuerte,
que aún aquí, como ves, no me abandona.
El segundo terceto es interpretativo en la traducción del general Mitre, más literal en la del
general Pezuela y hermoso en ambas:
Mas dime ¡al tiempo de tu mal creciente!
¿Cuándo y cómo los ímpetus sentiste
de ir hasta el fondo del deseo ardiente?
En los dos tercetos finales de esta escena el general Pezuela se ha separado de la idea madre
Per piú fiate gli occhi ci sospinse
Quella lettura, e scolorocci il viso.
Y dice:
Leíamos un día por consuelo.
Cómo fue Lancelot de amor herido:
solos éramos ambos: sin recelo.
Cien veces a llorar nos ha movido,
y a perder el color del libro el arte:
mas un punto, no más, nos ha perdido.
El hermoso aunque inverosímil cuarteto final del canto V ha sido felizmente interpretado en la
forma y en el fondo por el general Mitte:
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Mientras ella me hablaba, dolorido
lloraba el otro, y ella de concierto:
¡Y lleno de piedad desfallecido
caí cual se derrumba cuerpo muerto!
El conde de Cheste tradujo:
Un espíritu, el otro tal gemía
y con tan hondo llanto, que me trae
piedad inmensa a extremo de agonía
y caí como cuerpo muerto cae.
Será el segundo terceto más "interpretativo" en la traducción del general argentino, que en la
traducción del general español; será más "literal" en la del general Pezuela que en la del
general Mitre...
Yo me planto entre ambos, y sostengo que ni moros ni cristianos tienen razón.
Leíamos per diletto.
Pezuela dice " por consuelo”.
Mitre dice " por asueto”.
¡Qué consuelo, ni qué asueto, ni qué niño muerto!
Diletto, en todo caso, sería distracción, por distraernos, por placer, por solaz. Por asueto [6] ,
en ningún caso: esto es cosa de estudiantes que hacen la rabona.
Pase todavía, por aceptable, el consuelo de Pezuela, como si la rica lengua española no tuviera
"deleite" o "delectación" de dilecto, que es el diletto italiano, mezcla de acto platónico y
sensual, en cuanto tiene de material y de espiritual. Pero los señores poetas académicos creen
que todo lo pueden sacrificar al consonante.
Estamos hartos.
¿No habría cómo suprimir la mitad siquiera de los semi-poetas?
Ahora viene lo más gordo: al hermoso aunque inverosímil cuarteto final del Canto V "inverosímil" según usted, Zeballos-, e interpretado felizmente en la forma y en el fondo por
el general Mitre.
Querido paisano:
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No estoy de acuerdo con usted.
El general Pezuela dice " y caí como cuerpo muerto cae”.
No hay nada más humano que esto.
El general Mitre, dice:
"Caí cual se derrumba cuerpo muerto."
Pero derrumbar viene del latín rumpere, romper, destrozar, y en romance castellano y en toda
tierra de garbanzos significa precipitar, despeñar; y aquí no se trata de nadie arrojado a la
tierra desde la altura del cerro, en que a Prometeo lo devora el buitre de la fábula, no: aquí se
trata de caer como cae cualquiera de nosotros que revienta de cólico miserere, o porque una
bala le atraviesa el pecho.
Lo raro es que el general Mitre, que ha visto morir mucha gente así, en las batallas, haya
optado por el se derrumba, como si estuviéramos hablando del terremoto de Mendoza o de
Cassamicciola.
Resulta, pues, de todo lo zurcido que no hay nada más cierto que lo que ha dicho Jorge Sand,
a propósito de interpretaciones y de descripciones:
"Esto lo describo muy bien, porque no lo he visto", y la critique a beaucoup trop d’esprit.
Por mi parte, y para hacer un punto final cuanto antes, afirmo: que en estos tiempos el espíritu
humano poco gana con que se hagan nuevas descripciones, traducciones e interpretaciones de
hechos o de libros que entran ya en el dominio de los asuntos prehistóricos, pasados en
autoridad de cosa juzgada; así es que yo comprendo que el doctor Vélez Sarsfield tradujera
por consuelo o por asueto a Virgilio, y que Saldías nos diera como primicia su traducción.
Pero que hubiera traducción directa, eso... pa los pavos, y séanle perdonado el guarango
argentinismo por el indulgente lector, de cuya benevolencia espero el perdón del caso, por
haberme atrevido, como Zoilo, a juzgar las producciones de altísimos poetas, cuya existencia
(de tales) es todavía materia de discusión.
Y esto no arguya contra la ciencia infusa o experimental america, ni contra muchas cosas
buenas que haya hecho y enseñado el "último mohicano" en traducir "comedias divinas", que
Bello y Baralt, venezolanos, e Izaza, colombiano, han hecho gramáticas más prácticas que en
España mismo, enseñando unos y otro a los mismos españoles que no se dice pantufla sino
pantuflo (con o ), y pegándonos a los criollos cada palo que nos revientan, por nuestros modos
semi-godos de hablar, por el uso y el abuso del vos, y por aquello del " hacen cuatro días a
que", en vez de "hace cuatro días que", etc.
Ustedes saben, lo repetiré, que alcanzamos unos tiempos escépticos, en los que el mismo
duque de Wellington, llamado a fallar sobre un episodio de Waterloo, contesta: "Señores, os
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pido que me excuséis, pues he oído hablar tanto de esa batalla, que varias veces, ya, me he
preguntado si efectivamente estuve en ella."
Por mi parte, no sólo creo que el duque de Wellington estuvo en Waterloo, sino en
muchísimas otras cosas: lo único que me resisto a creer es que nuevas traducciones de Dante
marquen, como dice usted, Zeballos, progreso alguno en la literatura americana, ni que
enseñen jota, por más "arcaísmos" que contengan como una novedad, piensen lo que piensen
los cautivos del espíritu de admiración... (No vayan ustedes a leer mutua).
Y si algún Aristarco o altra simile gente me saliera al paso, escandalizado de alguna de las
cosas que acabo de decir, protestando contra la utilidad de nuevas traducciones del Dante, a
éste le replico con Teófilo Gautier:
"Il n'y a de vraiment beau que ce qui ne peut servir à rien; tout ce qui est utile est laid, car c'est
l'expression de quelque besoin et ceux de l'homme sont ignobles et dégoûtants, comme sa
pauvre et infirme nature- l'endroit le plus utile d'une maison, ce sont les latrines...", adónde,
día más o menos, irá a parar mucho de eso que le hacía exclamar al que ustedes han leído
tanto como yo, que habrá siempre:
"Des marchands pour les vendre
et des sots pour les lire."
En chata
Al señor don Domingo de Oro
As I grew up, came into the world, and observed the actions of men, I thougt I met with many,
very many who gave much for the whistle.
Franklin.
Una mujer que estimo, sin duda porque no me adula o porque no es letrada, me ha observado
que hay en todo lo que yo escribo un defecto capital. Muchos textos y citas, muchos cuentos y
refranes. Y debe ser cierto. En dos cosas son las mujeres eximias: en conocer prima facie la
calidad de las telas y los defectos de los hombres. Viceversa: los hombres descubren con más
facilidad (¡peligrosa facilidad!) las cualidades de las mujeres que los defectos de las telas.
Admitido el hecho sin dificultad, desde que se trata de un defecto que me caracteriza,
reconozco que debo procurar enmendarme, o el riesgo de pasar por incorregible. Procuraré,
pues, cumplir lo que parece que prometo, aunque Shakespeare y Cervantes pudieran
abonarme. Pero lo dejaremos para después. Hoy día, 12 de noviembre del año del Señor de
1878 (fecha en la Asunción del Paraguay) es imposible. Precisamente es el texto lo que me
sugiere la insustancial y mal zurcida disertación.
A propósito, ha de permitirme el bondadoso lector que, calculado en el interés suyo y mío, le
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dé un consejo, so pena de que no nos entendamos.
Fiel, sin embargo, por ahora, a mi mala costumbre, traduciré primero el texto susodicho, y
después, y para no faltar a mi promesa tan a renglón seguido, irá lo del consejo:
"A medida que crecía, corría el mundo y observaba las acciones de los hombres, me persuadía
de que había muchos, pero muchos, que daban demasiado por el pito."
Consiste el consejo sencillamente en esto: en que se lea una página de Franklin, en la cual el
buen bostonian cuenta, con su envidiable ingenuidad, cómo fue que siendo niño lloró
copiosas lágrimas, a consecuencia de haberse apercibido, cuando el hecho no tenía remedio
ya, de que había pagado por un pito tres veces más de lo que el pito valía.
Ahora, discurramos. ¡Qué digo! Expliquemos antes el título, o epígrafe, ya que por respetos a
Franklin he violado las reglas cronológicas, explicando el texto primero.
¡En chata! Es como si dijéramos en carreta, carreta criolla bien entendido. No hay más
diferencia sino que la locomoción de la una es terrestre y de la otra, acuática o fluvial. Y aquí
se me ocurre un cuento (¡malhadada costumbre!) de un gallego instructor de reclutas que, para
hacerse entender mejor, decía: media vuelta a la izquierda es lo mismo que media vuelta a la
derecha, sólo con la diferencia de que es todo lo contrario.
Y, sigo hablando yo, no el gallego, y repito que no hay más diferencia sino que carreta es un
vehículo que se mueve a duras penas, arrastrado por cuadrúpedos, y chata, una chalupa sin
quilla, que se desliza mansamente por sobre el agua, a veces por sobre el fango, impelida a
brazo de hombre y a fuerza de botador. La carreta se encaja y el pobre buey trabaja el doble;
la chata no anda sino empujada por un movimiento de vaivén, que se produce recorriendo el
chatero la embarcación de proa a popa y de popa a proa, de modo que si el andar de la primera
se mide por el diámetro de sus ruedas multiplicado por el número de rotaciones descriptas al
cabo del día, la marcha de la segunda se computa por el número de veces que el botador entra
en el agua y sale de ella multiplicado por su longitud. Y lo duro de esta faena, que consiste en
afirmar un extremo de la gruesa caña tacuara, llamada botador, en fondo resistente, y
apoyando el otro en el hombro en empujarlo vigorosamente hacia atrás primero, para ir
adelante después; no es comparable sino a las torturas del picador o del paciente buey. El
picador tiene callos en las manos y en las posaderas; el buey, heridas en el cuerpo, chichones
en la cabeza, ¡tales son los picanazos y macanazos que recibe! El chatero, úlceras en los
hombros, llagas en las manos; ambos cantan sin embargo, el uno, al son destemplado del
crujir de las ruedas empantanadas durante días enteros; el otro, al son monótono del camalote,
viendo irse aguas abajo la rebelde chata, que muchas veces pierde en un minuto el camino
andado en una hora, quizá en un día de terrible fatiga. Y ambos también, con los regresos de
las civilizaciones importadas, van perdiendo poco a poco su peculiar fisonomía. El vasco, el
bachicha, el gringo, son ahora picadores. El gringo, el bachicha, el vasco, son ahora chateros.
En la Pampa no cantan ya tristes ni vidalitas; cantan aires de los hugonotes. En los riachos del
Paraguay no cantan ya décimas ni purajey [7] ; cantan la Traviata. El criollo, tanto paraguayo
como argentino, con sus ínfulas castellanas, huye de los campos, desdeña el trabajo rudo, se
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recuesta a los centros de población, y encuentra más noble y más digno de sus altos destinos
ocuparse de la felicidad común, entregándose entero y verdadero a la política y a la guerra. ¡Y
dirán después que los progresos de la civilización así entendidos, practicados y promovidos
no son cosa buena!
No seré yo, por cierto, y menos en estas zonas australes de América, quien sostenga que la
civilización no tiene sus ventajas perceptibles. Pero, con el permiso de Sócrates y Horacio,
cuyas ideas sobre las pretendidas desgracias de la humanidad son conocidas, convengamos en
que algo debe haber de envidiable en un género de vida que así constituye al hombre en bardo
incansable de sus propios infortunios y miserias. Estoy seguro que Bismark no canta en su
gabinete, como no cantaron Cavour ni Mazzini; y que si Júpiter y la Paciencia realizaran por
segunda vez el sueño de Addison, asistiríamos a un verdadero pugilato entre chateros y
picadores de carreta con hombres de Estado, que estremecería de horror al Monte de los
Pesares.
Me faltan dos plumadas para poder proseguir sin escrúpulos literarios tocante a la forma.
Significa esto que si he traducido el texto y explicado el título, no estará completa la
introducción, sino después que haya dicho que una chata tiene su correspondiente patrón, y
que el de que ahora me ocupo se llama Maceió, más rectamente Antonio dos Reis; y esta
aparente mistificación se aclara, haciendo saber que es costumbre en el Brasil tomar por
nombre de guerra el del lugar donde se ha nacido. Ergo, siendo Antonio dos Reis natural de
Maceió, capital de la provincia de A Lagoas, Maceió se llama " et par droit de conquête et par
droit de naissance”.
Pues con este Maceió he hecho yo dos viajes redondos ya, embarcándome tal día como hoy,
en Terecañe [8] (uno de tantos puertos del Jejui-mi latitud 24º 9' 30", longitud 50º 12' 10"), y
llegando a la Asunción a las siete revoluciones completas de nuestro planeta alrededor del
Sol, exactamente en el mismo número de horas y minutos, que, según la cosmogonía mosaica,
fueron necesarias para sacarnos del caos y crear en un verbo del VERBO los millones de
mundos que nos rodean, girando sin chocarse con orden admirable y vertiginosa rapidez, por
esos espacios sin fin, hasta que... todo se acabe por algún capricho formidable del Supremo
Hacedor. Siete días son efectivamente mucho tiempo cuando se aprovechan los minutos,
pensando, observando o trabajando.
Veamos si es así.
Ya se sabe quién es Maceió, es decir ya se sabe que hay un patrón de chata apellidado,
llamado o conocido más generalmente por ese nombre, que por el que le puso la madre que le
dio a luz; pero mientras no se agregue lo que a leerse va, no estaremos muy adelantados, que
digamos, respecto a su ignorada humanidad.
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Maceió no es mi homónimo gramaticalmente hablando. Fisiológica y psicológicamente
estudiado, la cuestión cambia de faz. Pese a mi estirpe egregia, afirmo: que no he conocido,
hasta ahora, ni espero conocer, un mulato que se me parezca más.
Paso por alto, o dejo en blanco, las páginas que podrían intercalarse describiendo las delicias
terrenales de la navegación fluvial (en chata) por estas regiones, donde ni la flora ni la fauna
son variables, donde por la horizontalidad del terreno no hay siquiera variaciones inesperadas
o instantáneas, sucesivas o frecuentes en las perspectivas de un paisaje perpetuamente vivaz,
si se quiere, porque la vegetación es tan lujuriante como inmortal, a despecho de un clima
siempre caliginoso, excepto cuando soplan vientos del sur; pero vegetación, en cuyo
intrincado e impenetrable follaje se anidan de día y de noche innumerables especies de
insectos visibles o invisibles, alados o rastreros, que no les van en zaga a los que pululan
incómodos o mortíferos en los detritus vegetales perennemente en fermentación generadora.
Haremos otro día otro paseo en chata, por unos ríos o riachos que parecen fantásticas culebras
enroscadas, y en las que muchas veces sucede que, después de largas horas de navegación, se
encuentra uno más arriba del punto de partida; y entonces puede ser que, aunque profano, me
detenga en ciertas minuciosidades, interesantes, no lo dudo, para los aficionados a la historia
natural. Aquesta vez no estoy para detalles tan prolijos ni tengo marco en qué encerrarlos. Es
otro mi calculado plan.
Todos los hombres chicos quieren parecerse a algún hombre grande superior a ellos. Es un
estímulo útil, aunque peligroso a veces, en la evolución del progreso indefinido, que ha vuelto
a muchos cuerdos locos, devolviéndoles, en cambio, juicio a no pocos aturdidos.
Yo, por ejemplo, creía parecerme hasta hace poco al Príncipe de Orange Nassau, rey de
Inglaterra, o sea Enrique Guillermo, que había nacido con violentas pasiones y una exquisita
sensibilidad; que se irritaba con tanta facilidad como con prontitud reaccionaba; que lo mismo
recibía una buena que una mala noticia; que era tan impetuoso, en sus afectos como eléctrico
en sus cóleras; que, cuando amaba, amaba con toda la energía del alma; que parecía áspero
para la multitud y encerraba para sus íntimos inagotables tesoros de bondad; que era cordial,
abierto, franco, expansivo, en la mesa, rodeado de amigos; finalmente, que tenía muchas
grandes cosas buenas, que yo no he descubierto jamás en mí. Esta por ejemplo: cuando por
sus arranques geniales infería algún daño, apresurábase en el acto a indemnizarle con usura, a
tal extremo que los que le rodeaban, antes que en calma preferían verlo encrespado.
Navegando con Maceió, a quien para que no se moviera del timón, yo le hacía todo lo que él
debía hacerme a mí, le cebaba el mate, le encendía el cigarro y se lo ponía en la boca, le servía
el caldo hecho con gallinas que él mismo había tenido la fineza de engordar para mí;
navegando con Maceió, decía, preguntéme a mí seriamente, cierto día en que el recuerdo del
biznieto de Guillermo el Taciturno me asaltó de improviso, produciendo en mi cerebro una
recrudescencia de las semblanzas que acabo de enumerar:
¿Qué hay de común entre este negro [9] y yo?
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Abismado en el antro oscuro y embrollado de mis pensamientos, estaba yo desde hacía mucho
rato, cuando una voz áspera y ronca que reñía a un tripulante -Maceió es algo gritón por
defecto orgánico como yo-, hiriendo desagradablemente mis órganos auriculares, me recordó
que me debía a mí mismo una franca contestación.
No cuentan las historias -las que yo he leído al menos- si el príncipe de Orange Nassau
conversaba mucho, o poco, consigo mismo, como yo: de manera que no contándolo debo
suponer que en este punto, ¡mal haya lo que nos parecemos!, mientras tanto que Maceió es un
vivo y perpetuo refunfuñar...
Sí, pues, volví a decirme, mirando el fondo tempestuoso y tumultuario de mis pensamientos
enredados: ¿qué hay de común entre este negro [10] y yo?
Juzgar es comparar. Yo tenía dos tipos. El príncipe de Orange Nassau de un lado, a Maceió de
otro.
El príncipe era enfermizo.
Maceió es un roble.
Yo soy robusto.
Luego, no es al príncipe sino al negro a quien me parezco.
El príncipe se irritaba por cosas grandes, como que príncipe era.
Maceió se irrita por cosas chicas.
Yo no he tenido ocasión de irritarme sino por pequeñeces.
Luego, del punto de vista del carácter, no es al príncipe sino al negro a quien me parezco.
El príncipe era guerrero y político.
Maceió no lo es; se busca la vida.
Yo, ídem, ídem, ídem.
Luego, también en esto más que al príncipe es al negro a quien me parezco yo.
Por último, me dije: no refieren tampoco las crónicas si el príncipe era aficionado a la
filosofía y amigo de hacerse aplaudir y admirar de sus inferiores en jerarquía social o en
coturno intelectual.
Yo me siento inclinado habitualmente a retozar por esos campos abstrusos de la metafísica
pura, y en este instante de solemne ociosidad, tentado de hacerlo a Maceió juez inapelable de
mi sapiencia infusa... Si no resisto, pues, a la tentación; si me someto al recto juicio y
dictamen imparcial del negro, resultando que me comprende y que me admira, es
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incuestionable que estamos unidos por misteriosas simpatías, que somos afines, que nos
parecemos.
No son indispensables las demás analogías entre él y yo, como las formas y el color, el tipo y
las facciones, la estatura y el porte, la mirada y la sonrisa. Haré notar, empero, para no
abordar de improviso el otro parágrafo, que entre Maceió y yo hay muchos otros puntos
humanos [10] de contacto: verbigracia, uno que, leyendo la vida del príncipe, no he
descubierto existiera entre él y yo; me refiero al cuidado de las manos, que el negro tiene
siempre limpias con prolijidad, ofendiendo su color.
La chata anda...
Tengo un libro en la mano y acabo de volver a leer, después de muchos años, los detalles
patéticos de la muerte de aquel que, según su discípulo, fue "el más sabio y más justo de todos
los hombres".
La chata anda...
He dejado el libro, no leo ya... me hallo engolfado en meditaciones profundas, viendo al
través de las brumas de la historia perecer el politeísmo griego; iniciarse el consorcio de la
imaginación con la razón, del cual va a nacer la plasticidad severa de la belleza clásica;
alborear, en fin, la estrella polar de la moderna civilización, la idea cristiana.
Mostrando a Platón...
-¿Sabe usted lo que es esto, Maceió?
-Não.
-Pues es un libro que dice que usted no es uno sino dos. Uno por fuera, otro por dentro. Uno
que se muere y lo entierran. Otro que no se muere nunca. Uno que se vuelve tierra, gusanos...
otro que puede pasar de usted, en el que está escondido, a cualquier otro bicho. Uno que se
llama cuerpo, que se ve con los ojos y se toca con las manos. Otro que se llama alma, y que
no se puede ver con los ojos, ni tocar con estas manos... ¿comprende usted?
-Não.
-¿Quiere usted que siga explicándole?
-Sim senhor.
-¿Le gusta?
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-Muito.
-¿Ha oído usted hablar antes así?
-Não.
-Bueno... sigo -y seguí; es tan cómodo seguir cuando no nos interrumpen, ni nos entienden,
sobre todo cuando nos admiran.
-¿Cree usted en Dios?
-Sim senhor.
-¿Quién es Dios?
-Não sei.
-Es todo lo que nos rodea ahora - el cielo, la tierra, el sol, los árboles, los animales, USTED,
YO, ¿comprendo usted?
-Não.
-¿Y cómo cree usted entonces en Dios?
-Não sei.
-Este negro es un sabio -murmuré interiormente: "Sólo sabe que no sabe nada." -Voy a
explicárselo a usted.
-Sim senhor.
-¿Cree usted que alguien ha hecho esta chata?
-Sim senhor, fizéronla no arsenão de Curumbá.
-¿Y la chata puede hacerse a sí misma?
-Não senhor.
-Así es el mundo, lo han hecho; lo ha hecho Dios.
-¡Ahhh!
-Si usted supiera leer, sabría todas estas cosas.
-É verdade...
-¿Quiere usted que siga?
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-Sim, senhor coronel.
Yo había escrito días antes en el blanco de la carátula de mi Platón (tengo la manía de
condensar en forma de sentencia, para mi uso, el fruto bueno o malo de mis meditaciones, en
vez de llevar un diario, discurriendo alternativamente sobre geología, sobre la generación de
nuestros conocimientos y otras yerbas) algunos pensamientos, que así se llaman las sentencias
cortas, por mal pensadas que sean y peor formuladas que estén.
Parecióme propicia la coyuntura para hacerme admirar una vez más, y leí en alta voz:
I. El hombre será siempre niño mientras pida inspiraciones a su corazón.
II. Así como en el orden físico el movimiento es causa de todo cambio, así también en el
orden moral moverse es variar. ¿Queréis olvidar, que os olviden seguramente? - viajad.
III. La vida es breve en el tiempo y en el espacio, suficientemente larga en el mundo de lo
contingente y de lo finito. ¿De qué nos quejamos, pues?
IV. La política no es ciencia sino cuando elevándose sobre las disensiones de los partidos
formula una teoría del gobierno, basada en el conocimiento de las necesidades físicas y
morales de la naturaleza humana.
V. Filosóficamente considerados estos tres pueblos, la Inglaterra, la Francia y la Alemania, la
primera representa el método, la segunda el arte, la tercera la síntesis orgánica. Los Estados
Unidos representan todo esto sin IDEAL.
VI. Sostener que la fe puede ser un fundamento de certeza es negar la razón, precisamente el
arma más poderosa para combatir el escepticismo; en una palabra, es repudiar la ciencia,
queriendo reconciliarla con la religión.
-¿Le gusta a usted oírme, Maceió?
-Muitísimo.
-Voy entonces a seguir.
Y seguí así: El mundo es increado y no puede perecer. La materia es finita y no puede ser
aniquilada; el alma no existe sino como fuerza vital. La vida es el organismo. Dios es un ideal
necesario, que no puede ser demostrado como verdad absoluta.
-¿Qué le parece a usted, Maceió?
-Muito bonito.
No hay duda, señor, me dije: Este negro es un verdadero filósofo; para él todo es igual.
Y agregué: -Sí, pero tenga usted como cosa segura, tan segura como que si no me pone usted
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en la Asunción en el plazo convenido no le he de abonar íntegro el flete estipulado, que si
usted roba o mata al prójimo se ha de ir al infierno.
-Por supuesto.
Decididamente, exclamé, en mi interior, Maceió es tan filósofo como yo, o lo que es igual
nuestra identidad es completa.
He de volver a leer la Retórica de Platón, para cerciorarme de si en verdad es un arte más
sutil, como el mismo Platón lo dice, que el arte de cocina . Hoy por hoy, considero mis
premisas bien sentadas, mi lógica inatacable, y me glorío de ello para servirme de la
expresión de Homeno, empleada por Gorgias discutiendo con Sócrates.
Mientras tanto afirmo:
"Que el pensamiento filosófico cuya naturaleza, como hecho de la vida, reside en la reflexión
propia, exige además garantía de certeza para afirmar, no por obra del sujeto, sino en virtud de
la realidad misma de lo cognoscible, la conformidad esencial del pensamiento con lo
pensado."
Maceió no está ahora aquí para apoyar mi tesis y aplaudirla. Lo siento de veras. El éxito de
tantos sistemas filosóficos, contradictorios o que se contradicen a sí mismos, ¿no provendrá
quizá de una adaptación, inclinación o aberración del espíritu humano a creer en todo y a
pasmarse en presencia de todo lo que no puede percibir ni entender bien? ¿El terror no es
fuente de lo sublime? ¿En virtud de qué otra ley entonces cree Maceió en el Diablo?
Todas son dudas, mi noble amigo, en este afán incesante que se llama vida.
Me dice usted en su última carta:
"Que tenga usted buen viaje y mejor suceso. ¡Ah, si no estuviese yo ya muerto y sepultado!
¡Ahora sí que le pediría acompañarlo! Pero ya no hay hombre, me quedo pues; pero me quedo
lambiendo, como diría un gaucho."
Ha pasado un año y medio largo, desde que generosamente me acompañó usted a la
Asunción.
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El problema planteado entonces, planteado no más está.
Durante ese lapso de tiempo, largo en un sentido, corto en otro, he puesto en juego para
despejar la incógnita todo cuanto un hombre de pensamiento y de acción puede poner de
recursos legítimos al servicio de esfuerzos reflexivos; y aquí estoy todavía firme en el timón,
singlando, por decirlo así, nuevamente hacia las ignotas tierras. Pero mis cabellos han
encanecido, mi tez se ha quebrantado, mi cuerpo se ha resentido, y hoy día me pregunto,
después de tantas intemperies, desazones y fatigas, viendo que el único substratum cosechado
es un poco más de rancia y mal digerida filosofía, ¿si no estaré pagando por el pito tres veces
más de lo que el pito vale?
Como la historia, el porvenir tiene sus enigmas oscuros; y la dificultad de la ciencia consiste
en convertir las conclusiones teóricas en hechos concretos. Mientras esto no sucede, es
predicar en desierto. La multitud quiere cosas.
Con el permiso de la dama a quien me he referido arriba, terminaremos con una cita de mi
consejero espiritual, Shakespeare.
"Es tan peligroso envejecer en cualquier género de vida, como virtuoso perseverar en una
empresa."
Sé que estamos de acuerdo, y algo es algo... Sé también que usted no necesita leer el pito de
Franklin para entenderme; porque me conoce y no ha de ocurrírsele que estoy cansado ni
desalentado ni desmoralizado, sino simplemente preocupado de un problema moral: ¿Vale la
pena de ser muy rico? Me quedo, pues, repitiendo como aquella noche... ¡Ah, si no fuera que
el dinero sirve, entre otras cosas útiles, para castigar perversos, con nobleza, qué poderoso me
consideraría yo con el capital de la conformidad!
La fisonomía
Al señor doctor don Benjamín Zorrilla
Hay sabios que no creen en la FISONOMÍA
y que desconfían de un hongo po su aspecto
y de una planta por su color.
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Ustedes son personas muy inteligentes, muy ilustradas, muy instruidas, muy sabedoras.
O no tiene razón mi secretario, cuando dice que a sus dos hijos menores no los ha de educar
acá, sino en Europa; porque acá enseñan demasiado y se aprende mucho, y muy pronto.
Muy pronto... no sé; no me consta. Yo no sé a derechas cómo es que sé lo que sé, si es que
algo sé. Pero supongo que en esto, como en tantas otras cosas, tendrá también razón mi
secretario; y me inclino a creer que la tendrá, por lo pronto que olvidan, según lo observado,
los jóvenes, lo que diz que sabían.
Al menos esto debo deducir de una cosa, muy trivial, al parecer, no tanto en el fondo, y en
realidad, que suelo oír: "eso lo enseñaban en el colegio, a mí se me ha olvidado", de donde yo
he deducido algunas veces, cuando no se ha tratado de mis hijos, que, como los de ustedes,
me han parecido muchachos de provecho -debilidad de padre-, o que los métodos son malos
en las escuelas, o que los educandos -esto es raro- no valen un comino.
Sería curioso celebrar un congreso, no de maestros y de alumnos, éste acabaría a capazos,
como el rosario de la Aurora, sino de alumnos primero, que hicieran oír sus voces elocuentes
contra los maestros, a ver qué decían éstos, y en seguida, convocar otro congreso de maestros,
para escuchar sus descargos.
Porque ustedes que, como antes he dicho, son personas competentísimas, han de encontrar
que, en la mayoría de los casos, no son los maestros los que tienen razón; y es posible que
oyéndolos, se inclinarán a pensar que la raíz del inconveniente, por no decir del mal, no está
en la legislación escolar, bajo su triple aspecto de primaria, secundaria y superior, sino en casa
de tatita y de mamita , donde el niño es cuidado, creído, tolerado, mimado, ponderado, hasta
el exceso, o la admiración, festejándose todas sus gracias, su chic prematuro, lo entendido que
es en todo género de actores y de actrices, lo esparcido que está en la sociedad, su tratarse de
tú y vos con los principales personajes del país (si los tenemos para ellos), su dandysmo high
life , incomparable, para decirlo todo de una vez, que le hace caer la baba de gusto a mamá,
por más que papá se horripile, de cuando en cuando, como teniendo la intuición de lo futuro,
y su jamás entrar en casa sino después de media noche.
¡No faltaba otra cosa!; retirarse temprano. Eso sería acortar la vida. Nada, el golpe está en
hacer de la noche día.
Por otra parte, la noche es la hora de los duendes; y ustedes, tengo para mí, que no han de
creer mucho que digamos en aparecidos; porque como ustedes son muy instruidos, según
desde el principio lo vengo diciendo, han de creer más en las doctrinas de Hobbes (no
confundiendo, sin embargo, tanto como él la virtud con el crimen) que en los revenants ,
aunque de vez en cuando les pase lo que al estupendo y paradójico escritor le pasaba, ¡que era
negar a Dios, y creer en los espíritus!
¡Pero qué, ni eso; estoy seguro de ello, qué espíritus, ni qué botijas! Eso no es más que una
superstición, cuya creencia estriba en las pavadas de Platón, que ha pretendido demostrar que
el alma es inmortal, que no muere; teniendo sus continuadores en los cándidos cristianos, que
esperan en el perdón de los pecados, en la resurrección de la carne y en la vida perdurable.
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De todo lo dicho se deduce, o yo no sé jota de lo que es lógica, que ustedes han de creer más
en sí mismos, que en mí; por la sencillísima razón de que ustedes son mucho más jóvenes que
yo.
Ergo, voy a escribir lo que sigue, no con miedo de lo que dirán ustedes, sino con cierto
temorcillo de que ustedes, que tienen un cerebro centrípeto, poderoso, encuentren baladí, o de
poquísimo momento, mis observaciones.
Me anticiparé, entonces, a decirles a ustedes que no estoy solo en ese terreno; que está
también conmigo un catedrático, un abogado, un orador, un teólogo, el doctor don Pedro
Goyena, el cual decía el otro día, en las antesalas del Congreso: que él creía que cada hombre
(era más o menos lo que decía) tenía la fisonomía interna de su exterioridad.
Yo le observé, sin discrepar con él fundamentalmente, esto:
Sí, a veces, no siempre, vea usted... hombre, se me ocurre ahora una anécdota sobre San
Martín, que puede darles razón a las dos tesis.
Una tarde, era casi la oración, San Martín iba por la recova vieja (algunos de los jóvenes
sabios de ahora han de ignorar dónde ésta estaba); caminaba, no sólo como el que ya tiene
más de cincuenta años, sino como todo aquel que ha pasado muchas intemperies, andando
mucho a caballo, que es ejercicio que dobla; en dos palabras, iba agobiado.
De repente, oye el redoble del tambor de la guardia del principal, que estaba en el Cabildo, y
este redoble, no haciéndole el efecto que le hacen al hambriento los fiambres de las
"rôtisseries", ni al necesitado las pilas de esterlinas de las vidrieras, que mira... pensando que
el oro es una quimera, sino galvanizándolo, electrizándolo, lo enderezó, poniéndolo enhiesto
hasta dejarlo como un huso.
Una vez erguido, airoso y arrogante, miró a derecha e izquierda, para asegurarse de que nadie
lo había sorprendido en una actitud antimarcial, y una vez asegurado de ello, se echó más para
atrás y ajustó el paso al unisón del tambor, que le acababa de recordar a don José de San
Martín que no se olvidara de su papel de señor general San Martín.
Ahora bien, yo pregunto, ¿a qué conclusiones habrían llegado dos observadores distintos,
igualmente agudos, que lo hubieran sorprendido al general y a don José, en esas dos tan
opuestas actitudes?
En esto, pues, sucede como en tantas otras cosas, como en la historia de lo maravilloso, cuya
escuela no es más que el proceso de una serie de fenómenos mal observados; de modo que
para observar bien a un hombre, para poder decir "lo conozco", hay que ver bien lo que yo
llamo su doble esfera -la convexa y la cóncava-, y, aun asimismo, hay que contar con la
huésped, que nombre de mujer había de tener, llamándose hipocresía, la que, cuando es
trascendental, hace que el hombre finja, hasta dormido.
Pero todo esto no quiere decir que Pedro Goyena no tenga razón en tesis general.
Yo no entraré aquí a analizar los sistemas fisionómicos de Lavater y de Gall, las
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localizaciones cerebrales establecidas por el célebre médico suizo.
Tampoco me detendré a discutir sobre la posibilidad de llegar a las localizaciones faciales, a
la interpretación de las formas y de los movimientos, no sólo del rostro sino del cuerpo.
Esas formas tienen, sin duda, ciertas relaciones con nuestro sistema nervioso, y pueden dar
indicios de las cualidades de la inteligencia, de las inclinaciones, de los hábitos de un sujeto
cualquiera.
¿Y por qué no? Si el rostro y el cuerpo en estado de reposo tienen su lenguaje, con tanta más
razón lo han de tener cuando se mueven, ilustrándonos, por decirlo así, sobre el estado del
ánimo.
Sí, el cuerpo hace, hasta cierto punto, visible el alma a la observación del que sabe asociar la
penetración de la mirada a la seguridad del juicio. ¡Eh!, ahí está todo el quid de la dificultad.
Y aquí es el caso de que yo les diga a ustedes que la desgracia consiste en que, confiando
demasiado en los recursos de nuestra inteligencia, descuidamos con frecuencia los que nos
ofrecen los sentidos bien ejercitados.
Es exactamente lo que al estudiante le sucede con su padre: él cree más en su ciencia vana,
que en la experiencia del otro, y es inútil argüirle con "la edad que tengo", con "lo que me
enseña lo que he visto", ni traer a colación las maravillas del tacto en el ciego o las
adivinaciones del sordomudo por la costumbre.
Yo no entraré, repito, aquí, so pena de aburrirlos a ustedes, en cierto orden de reflexiones, por
no decir de consideraciones y demostraciones.
Me limitaré a insistir en que es sostenible la tesis de Pedro Goyena, y permitiéndome ocultar
mi secreto, les referiré a ustedes un cuento al caso, ya que son ustedes tan aficionados a los
cuentos, y ya que el poco crédito de que disfruto entre ustedes, proviene, según dicen, no de
que yo sea cuentero (en la acepción del diccionario) sino en cuanto contar viene de narrar,
referir, cacarear, y si el cacarear no les cuadra, pongan en lugar de ese vocablo chacharear .
Estaba yo (Alfredo de Vigny dice que la palabra más difícil de emplear es yo); pero,
francamente, no se me ocurre cómo seguir de otro modo.
Estaba, pues, repito (yo) parado, como se dice acá, de pie, como se dice en España, hablando
con Adolfo Alsina, en la puerta de la Legislatura de la Provincia de Buenos Aires (historia
antigua para ustedes, que el día menos pensado se han de olvidar hasta de la mamita que los
dio a luz y del tatita que heredaron), cuando acertó a pasar por la acera de enfrente un
caballero, al parecer, que caminaba de cierta manera, el cual cambió con Adolfo un saludo de
los más cordiales.
Yo, al ver aquello, díjele a Adolfo, con cierto aire, no de horror, sino de estupor:
-¿Tú tienes amistad con ese hombre?
-Y ¿por qué no? -repuso él, con los detalles que alguna otra vez han leído ustedes.
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Y entre mi estupor y la incredulidad de Adolfo, pueden ustedes idear un mundo de
contradicciones, sosteniendo yo que todo el hombre está en lo exterior y Adolfo que no.
Es decir -y esto lo pongo aparte para que se destaque bien-, Adolfo sosteniendo lo contrario
de la tesis de Pedro Goyena y mía.
Ahora bien, ¿cuál de los dos, por no decir cuál de los tres, está en la verdad verdadera?
Adolfo, que pasó a mejor vida, o yo, o Pedro Goyena que seguramente pasará a mejor vida
que yo, a lo menos según lo que él cree.
Echense ustedes a nadar sobre esto último.
Yo, antes de proseguir para hacer punto final, sostengo, repito y proclamo, que lo mejor es
creer: primero, porque es más humano; segundo, porque es más consolador; tercero y
finalmente, porque hasta es más cómodo.
¡Pues es nada hacer una diablura, arrepentirse y quedar listo para volver a empezar!
Por mi parte, insisto en que el hombre está en lo exterior [11] , y que lo único que hace
insoluble, sino complicado e intrincado el problema, proviene de la dificultad de analizar el
rostro en acción, bajo la influencia de las agitaciones interiores. Es imposible, moral y
fisiológicamente imposible, que una naturaleza tierna se exalte hasta el furor; mientras que es
posible que una naturaleza áspera, dura, y por qué no cruel, oculte, como lo infinito, algunos
abismos insondables de ternura. Y es posible que en el primer caso el alma se sienta flaca para
el bien, por cobardía, y apta hasta el sacrificio, en el segundo, por todos los arranques del
valor.
Tesis:
Cuestión de circunstancias, aunque "el hábito no hace al monje".
Antítesis:
"No siempre de lo que abunda el corazón habla la lengua."
Y si ustedes creen que esta Causerie no está acabada en el sentido artístico aquí, hagan otra
sobre el particular.
Tendré muchísimo gusto en leerla: porque créanme ustedes que, en verdad, les digo que,
según vamos, soy de la opinión de Massimo de Azeglio:
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"Non so a quali destini sia riserbata la societá umana nell'avvenire".
Empero, me gustaría mucho, por el interés que ustedes me inspiran, que no se fiaran
demasiado -fíjense bien en lo que les voy a decir- de un cuadrumano, que camine de esta
manera: arrastrando los pies a largos pasos, como si frotara el suelo; derecho el cuerpo hasta
la cintura; inclinado, desde ahí arriba, hacia adelante; caídos los brazos, a plomo; formando el
cuerpo casi un arco, todo él vigilado, por un mirar inquieto a diestra y siniestra, que cuida al
mismo tiempo mucho de no hallar algún tropiezo al frente: ese hombre es un hipócrita...
peligroso.
Autores, astrónomos y libros para la exportación
Al señor don Emilio Zola
J'ai l'honneur de vous offrir un nouvel
opuscule de ma façon. Je souhaite vous
rencontrer dans un de ces moments hereux,
où, dégagé de soins, content de votre santé,
de vos affaires, de votre maîtresse, de votre diner,
de votre estomac... car il faut
tout cela pour être homme amusable et lecteur indulgent.
Sir William Thomson, el sabio que tanto ha meditado sobre las fuerzas naturales y cuyo
espíritu original no se paga de palabras, decía en una de sus interesantes conferencias, en la
Asociación Británica de las Ciencias, que cuando uno se aventura a querer hacer una teoría de
la electricidad entra en un país nuevo, en el que no hay ni siquiera la indicación de una ruta o
de una simple dirección.
Por consiguiente, yo podía preguntar el otro día, por más que la hayamos dominado hasta
ponerla a nuestro servicio, esa fuerza misteriosa (la pedantería se ha escandalizado de ello):
"¿o ustedes entienden bien el fenómeno, cuando les trasmiten un despacho telegráfico?"
Porque es evidente, claro como la luz del día, que no me había de referir a mecanismos y
materialidades, visibles y tangibles; a no ser que a ustedes se les ocurra que escribo para gente
que sabe menos que yo, cuando el caso es al revés; desde que escribo para ustedes que siendo
muchos, y sumados, tienen que representar muchísimo más que yo, salvo enredo en la cuenta,
como ha sucedido con Galileo, con Palissy y con el mismo Jesucristo, a quien también los
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judíos lo trataban de loco.
¡Sublime loco!, del cual Béranger ha dicho:
"Sur la croix que son sang inonde
un fou qui meurt nous lègue un Dieu."
Ahora, si esos críticos ambulantes creen que, porque yo no soy electricista, no me debo meter
en camisa de once varas, supongo, espero y confío en que ustedes me permitirán que me meta
a hablar -fíjense bien en lo que voy a decir- no de literatura, sino de libros.
Yo he leído tanto y tantas cosas buenas y malas, de cuanto Dios crió, en una diversidad de
lenguas vivas y muertas (ninguna sé a derechas, de suerte que no es difícil que haya entendido
mal), que a veces, cuando quiero citar, me embrollo.
¿Dónde habré leído, pues, quizá en ninguna parte, si es que algo importa el dónde, esto, que
recuerdo como entre sueños?:
Si en nuestra época, un editor de buena voluntad es un pájaro difícil de sorprender por un
autor desconocido, más difícil parece que lo era allá en el siglo XVII.
Por aquel entonces, el escritor debía frecuentemente entregar su obra gratis pro Deo. Eso es
lo que le sucedió al autor de los Caracteres.
La Bruyère iba todos los días a pasar un rato a casa de un librero, llamado Michallet, donde,
hojeando las novedades, se entretenía con una niña muy bonita, hija del librero, de quien se
había hecho amigo.
Un día saca un manuscrito del bolsillo y le dice a Michallet:
-¿Quiere usted imprimir esto? -Eran los Caracteres -. No sé si le hará cuenta, pero en caso de
buen éxito, el producto será para mi amiguita.
El librero emprendió la obra. Ponerla en venta y arrebatársela el público, fue todo uno: de
manera que tuvo que reimprimirla varias veces, lo cual le valió de 200 a 300 mil francos.
Tal fue el dote imprevisto de su hija, que se casó, andando el tiempo, muy ventajosamente.
Pero lo cierto es que los Caracteres salieron a correr tierras, por decirlo así, en camisa,
desnudos, pueden ustedes leer sin "Prefacio".
¡Cómo han cambiado los tiempos, con los progresos de la cultura moderna, y cuando ya no va
quedando perro ni gato que no sepa leer y escribir!
Antes, cuando ni existía siquiera la fe de erratas, porque no había imprenta, y aun mucho
después, cuando ya empezaron a enredarse los hombres en virtud de la libertad de escribir y
de dar a luz panfletos y libelos, para que un libro se vendiera aunque fuera guacho, bastaba
que fuera bueno, como bastaba que un huérfano tuviera talento o moralidad para que hiciera
su camino.
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No me tilden ustedes de excéntrico, de exótico, de paradójico en mis concepciones o
afirmaciones. Digo bien cuando escribo enredarse. No estoy solo. Me codeo con buena
compañía. El mismo Disraeli en sus Curiosities of literature, escribe, no recuerdo el texto,
cito de memoria, que los romanos conocieron la imprenta; pero que sus pensadores políticos,
haciendo acto de prudente sabiduría, calculando los peligros a que semejante invención
exponía la sociedad y el pueblo, ocultaron el descubrimiento.
Ahora, ciertos enfants trouvés de la literatura, lo mismo que ciertos frutos de nupcias espurias
o prosaicas, necesitan o padre adoptivo o padrino.
De lo contrario, ça ne vas pas , la cosa no se vende, si el editor no se ingenia y prepara el
terreno, mediante ese instrumento que se llama, siendo alternativamente lenguas de la
calumnia o de la fama, la prensa diaria. Y es por esto que yo, que he leído algo de rinoplastía,
le tengo ya prevenido a mi secretario que me vaya preparando un prefacio, superfino, para
cuando, ya sea con mi propio peculio o con el ajeno, salgan a luz unos cuatro o seis nuevos
volúmenes de mis producciones, de las mías propias, las cuales si carecen del mérito de la
meditación, tendrán el sello, no menos meritorio, de ser escritas calamo currente. ¿O deja de
ser un mérito, en el siglo del vapor y de la electricidad, andar ligero?
Váyanse a un cuerno los que dicen que chi va piano, va sano e va lontano. Eso era antes de
que se inventara la democracia de Washington. Ahora el que no se apura no llega, y a éste hay
que recordarle el viejo adagio español, que dice: "Para que te embobes, llevando cirial."
Aquí, y lo lindo es que es verdad, mi secretario me pregunta qué es rinoplastía, y el caso es
raro; porque mi secretario es bastante sabiondo y yo, poniéndolos a ustedes en el caso de mi
secretario, me veo obligado a anticiparles lo que rinoplastía es.
¿O ustedes lo saben?
Perfecto, si lo saben, saltéense el párrafo que sigue, no lean que:
En un tratado sobre la rinoplastía , o reparación de las narices, publicado en 1597 in folio, con
el título: De curtorum chirurgía per insitionem , el autor, Tagliacozzi, emplea dieciocho
capítulos, de los cuarenta y cinco de que se compone su obra, en probar la importancia, la
excelencia y la dignidad de la nariz, de los labios y de las orejas, y a este propósito invoca a
cada momento la autoridad de los médicos, de los oradores, de los poetas, de la Biblia y de los
padres de Iglesia.
Satisfecha la impertinente curiosidad de mi secretario, el cual siempre que puede me
proporciona la oportunidad de que yo luzca mi erudición enciclopédica, convengamos (estilo
de predicador), amados lectores míos, en que no está de más, ¿qué digo?, en que es utilísimo
tener narices.
Yo no sé si el general Urquiza, que nos dio libertad, después de habernos dado otra cosa, en
compañía de mi ilustre tío, había profundizado este capítulo; pero el hecho es que él cuando
quería indicar lo más vergonzoso para un hombre, que era cobarde, no empleaba esta palabra
sino que decía: es ñato .
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Señoras y señores: no quiero abusar de la atención de ustedes citando hasta versos de
Shakespeare sobre la excelencia de las narices. Me limitaré a decir que en los tiempos que
alcanzamos no hay narices que basten.
Ya ven ustedes lo que está pasando en Córdoba.
¡Cuántos que no han husmeado bien, se están ahora diciendo: me habría dado con un canto en
los dientes por tal de haberle tomado el olor al progreso!
Pero tratándose de libros, las narices pueden servirnos siquiera para saber la diferencia que
hay entre un libro escrito y un libro hecho, entre un libro pensado y un libro confeccionado,
entre un libro de estudio y un libro de comercio, o como pensará un editor, entre un libro para
nos y un libro para vos .
Es claro, pueden servirnos para eso siquiera, pero con una condición, que el libro, si tiene
prefacio, prólogo, advertencia, introducción, prolegómenos, "dos palabras al lector" que
suelen ser dos mil, ¡la mar!, no contenga la firma, verbigracia, de Emilio Zola, que después de
leer La Vie Parisienne [12] , le dice a su autor:
"J'imagine que, dans mille ans, on retrouve ce volume: ce sera la momie, débarrassée de ses
bandelettes; ayant encore le rire léger de ses lèvres. Je vous envoie, mon cher confrère, une
cordiale poignée de main, pour les heures agréables que je viens de vivre avec vous!"
La Vie Parisienne, por un tal Emilio Blavet muy conocido en su casa, que se reserva tous les
droits de réproduction et de traduction pour tuos les pays, y compris la Suède et la Norvège
(pueden ustedes traducirlo en criollo, si quieren, sin ofender la moral literaria), que se vende a
tres francos, en París, y a tres duros aquí. Y no hay que hacer, porque en esto de libros, sucede
lo mismo que cuando en un restaurante se pide una taza de té o café: una vez servida, c'est à
prendre ou à laisser; hay que pagarla y que tragarla o no.
Bueno pues, yo, viendo anunciado en las informaciones bibliográficas el susodicho libro, La
Vie Parisienne , me dije: esto debe ser amoroso (si no Zola, que se ha chupado los dedos con
él, no diría lo que dice), todo lo cual, después del chasco que me he dado, me tienta a decirle
al generoso patrono, lo que dice uno de sus adversarios, nada menos que Francisco Sarcey, a
proprósito del nuevo drama La Patrie en danger (a mí me gustaría escribir un drama, una
tragedia titulada Las letras en peligro) :
"¿Qué queréis que os diga de la Patria en peligro?" Sus dos autores (Ed. y J. de Goncourt)
parecen tan profundamente convencidos de la excelencia de su obra; abrigan una confianza
tan ciega en el porvenir, que al fin les hará justicia; sus partidarios hacen profesión de una
admiración tan sincera y tan ruidosa, que me siento un poco desconcertado. Me pregunto,
como Hyacinthe se preguntaba en otra ocasión, en Réveillon, pasándose la mano por la frente:
¿No hay error en esto? ¿Estáis bien seguros de que no hay error?
Yo no sé si en La Patrie en danger, hay error o no; lo que sí sé, es que no ha tenido éxito y
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que en La Vie Parisienne hay error y mistificación en todo lo que se refiere a la República
Argentina, y que vous, mon cher Zola, qui n'êtes pas fort en Geógraphie, malgré votre
immense talent, habéis sido mal renseigné.
Pero antes de demostrar y probar esto, vengamos un momento al capítulo "La Patti à l'Opera",
que lo que es el artículo Casse-Noisette (cabe en media docena de componedores, empleando
tipo del de este folletín, por más que de Boulanger trate), y vengamos para protestar, no
obstante la admiración que tengo por la Patti, que canta como nadie, porque no hay en este
momento, en el mundo, ni garganta, ni método ni gracia teatral, como la suya, y vengamos,
repito, al mecanismo de esta literatura de munición, a la que yo opongo mi veto.
De ese modo, no hay Juan de los Palotes que no haga un libro:
El misterioso telegrama, dice el autor, estaba concebido así:
Ystradgynglaís - 5.247 - 58 - 22 - 2 h. 55 soir - M. Gailard directeur de l'Opéra. París.
Todo lo cual quiere decir esto:
"Querido cofrade: mucho me ha interesado la proposición que habéis venido a hacerme en
Craig-y-nos Castle. Me invitáis para la ejecución de una obra maestra artística dirigida por el
maestro en persona: Crear Julieta en la Ópera; os contesto: Sí. - PATTI."
Sí, sí, así yo también hilvano libros a montones, si encuentro veteranos intrépidos, como Zola,
que me hagan prefacios artísticos. Afortunadamente, para ustedes, no tengo más que mi
secretario, que es un hombre como hay muchos, y el cual en la colección de sus defectos,
registra la mala costumbre de llamarle al pan, pan, y al vino, vino. Agregaré, porque no todos
han de ser defectos, que tiene para mí la virtud de una varita mágica; pues siempre que me
encuentro un poco apurado me dice: "¡busque, busque; si ha de encontrar!... ¡sí, yo tengo
confianza en usted!"
Y que da ánimo, y buscando, encuentro, y después de haber encontrado insisto en que así no
hay quien no pueda fabricar libros.
¡Ah, pero qué libros, píldoras de Hollaway!
La prueba, a ver, la prueba: hela aquí, y esto, es mucho entretenido que el telegrama cifrado,
traducido después.
El concilio de Nicea se sirvió también de caracteres secretos, y Raban-Maur, abad de Fulda y
arzobispo de Maguncia, nos ha conservado dos ejemplos de una cifra, cuya clave han hallado
los benedictinos. En el primer ejemplo se suprimen las cinco vocales, y se las reemplaza de
este modo: la i, se representa por un punto, la a por dos, la e por tres, la o por cuatro, y la u
por cinco, de tal modo que este conjunto de letras:
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.nc.p.t v.:rs:.:s B::n.f:c. :rch. Gl: r.s.q: m: rt.r.s, debe leerse así:
Incipit versus Bonifacii archi gloriosique martyris.
En el segundo ejemplo se sustituye a cada vocal la letra siguiente. Sin embargo, las
consonantes b, f, k, p, x, que en dicho sistema hacen las veces de vocal, conservan también su
valor.
Desde entonces acá, la criptografía no ha dejado de ser empleada ni un solo instante, y no hay
casi príncipe o ministro que no la use para su correspondencia política.
Me parece tiempo mal empleado insistir en demostraciones que prueben que nada se habría
perdido con ahorrarle al público parisiense la novedad del telegrama cifrado ése, puro
padding , según dicen los editores ingleses, vulgo, relleno ; como nada se habría perdido si
hubieran desaparecido las crónicas que cuentan de qué medios se servía el concilio de Nice
para sus galimatías.
"La Vie Parisienne... à Buénos Ayres"... comienza el capítulo "A BUÉNOS AYRES" página
283, y después de los vivas y mueras de costumbre (así decían los avisos de teatro en cierta
época [13] ¡y a nadie le chocaba!, ¡lo que son los tiempos!) y después, repito, de un exordio
adecuado a los gobemouches , papamoscas parisienses, cuenta lo que tantas fruiciones le hizo
experimentar a Zola, trasportándose, no en sueños, sino con el pensamiento despierto, hasta
estas regiones australes, ...que un amigo, llegado hacía poco de Buenos Aires en el Equateur ,
le había llevado noticias frescas de la acogida hecha a Monsieur Coquelin, en la capital de la
República.
"Las funciones empezaron el día 7 de julio, terminando el 26 de agosto. No había más que 20
anunciadas en los programas, y ha habido que dar treinta y ocho. ¡Y siempre con todas las
localidades vendidas! En toda una idea del entusiasmo de aquel pueblo.
¡Pero qué trabajo! ¡Y qué repertorio!
Las Surprises du divorce han triunfado allí como en París. Cinco veces han llenado los
carteles, y parece que esto no tiene allí precedente.
Perichon y Brigad marcan una evolución interesante en el talento de Coquelin. No se dirá ya
que se encapricha en representar tan sólo papeles de galán joven. Se ha connaturalizado tanto
con el inmortal Prud’homme, de Labiche, que después de la representación, loco con el éxito,
decía a su camarada Duquesne:
-Ya no vacilaré en hacer el papel de Poirier.
Había reservado el Voyage de Mr. Perichon, para su beneficio. El público de Buenos Aires, y
creo que también Monsieur Coquelin se acordarán, por mucho tiempo, de aquella noche.
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Después de la pieza todos los artistas se agruparon alrededor del beneficiado, y Duquesne,
haciéndose el intérprete de sus camaradas, con acento conmovido, le ruega que acepte una
hermosa placa de oro, en que estaban grabados sus nombres.
En seguida empezó el desfile de los regalos. Había, por lo menos, unos treinta: perlas, una
botonadura de diamantes para camisa, dos bronces de Barye, siete alfileres para la corbata, un
magnífico zafiro grabado, todo un surtido de anillos, un anteojo de marina, una enorme caja
con vajilla de plata, bastones, sacos para viaje, cigarros exquisitos... El conjunto representa,
por lo menos, un valor de sesenta a setenta mil francos. (¡Qué sería si Coquelin hubiese sido
mujer! Se lo habrían birlado.)
El regalo personal del presidente de la República -un espléndido diamante negro rodeado de
brillantes- venía acompañado de estas palabras:
M. Juárez Ulman saluda afectuosamente a Mr. Coquelin, en la noche de su beneficio, y tiene
el gusto de enviarle, en su nombre y en el de los asistentes a su palco, ese recuerdo de Buenos
Aires.
No es eso todo. En un entreacto, el director del teatro fue en busca de Mr. Coquelin y lo
condujo al foyer. Allí, en presencia de l'élite del público argentino, que aplaudía a más no
poder, se descubrió una placa de mármol, en que se lee, en letras doradas, esta inscripción
conmemorativa:
COQUELIN
de la Comédie Française
a joué au Politéama Argentin
du 7 juillet
au 26 août 1888
Y debajo:
César Ciacchi, directeur du Politéama Argentin, a fait graver le nom de COQUELIN sur
cette pierre, destinée à être une des assises de l'Histoire de l'Art dans l'Amérique du Sud.
Aquella noche memorable terminó con la explosión de risa que provoca siempre, dicho por
Coquelin, el hermoso monólogo de Jacques Norman: Les Ecrevisses.
El año pasado tuve ocasión de hablar a mis lectores de un libro que Coquelin preparaba, con
este título: L'art du Comédien. Ya está terminado, y el autor ha enseñado el manuscrito a Mr.
Wilde, ministro del Interior de la República Argentina, un hábil político, forrado en un
literato. Mr. de Wilde ha hecho la crítica en el diario SUD-AMÉRICA, y hasta en francés.
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No citaré de ese artículo más que algunas líneas, que justificarán la tendencia, tan discutida
aquí, de Coquelin, a querer representar los papeles dramáticos.
Estas líneas se refieren a la interpretación de Brigad, en Froufrou:
On vous a dit, il me semble, que vous fériez bien de laisser les rôles sérieux? je vous ordonne
de n'en rien faire. Et quant aux critiques qui vous le conseillent, répondez-leur en leur
montrant les larmes que vous faites couler.
¿Qué dirá Sarcey de este mandato imperativo?
Ultimas noticias: Coquelin partió el martes 28 de Buenos Aires para Río, después de su última
función a beneficio de las Damas de Misericordia. Se embarcó el jueves 13 de setiembre, en
Río, para Nueva York, etc., etc., etc."
Y aquí concluye el capítulo...
Y esto encuentra Emilio Zola que es literatura, literatura que pasará a la más remota
posteridad, como las momias de los Faraones.
Ah, si Zola fuera hijo del país, ¿saben ustedes lo que yo le diría, a pesar del respeto que tengo
por su bello talento, y empleando un lenguaje naturalista, como el suyo? Le diría: "¡Ahijuna!,
déjese, pues, de fregar la paciencia."
Estos sabios europeos acabarán por hacernos dudar de la sabiduría -no, esto es brutal-,
acabarán por hacernos dudar de su sinceridad.
Pues no dice Flammarion, Flammarion, el titulado astrónomo: "J'ai salué le docteur Pellegrini,
comme un astre."
Si el doctor Pellegrini pasa en París por un astro, aquí debe ser un sol. Y si Carnot viniera,
¿por qué lo tomaríamos nosotros? Por todo un sistema planetario.
Continúa Flammarion:
J'accepte avec le plus grand plaisir votre aimable invitation, qui vient de m'être presentée par
mon ami Mr. Plantier. J'aime la croix du Sud, et je serai enchanté de passer une heure á
l'ombre de ses rayons."
¡A la sombra de sus rayos!
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Yo comprendo la Retórica, en el caso aquel entre Jerjes y Leónidas.
El persa, que era un bárbaro, lo quiso asustar al espartano y le mandó a decir que no fuera
zonzo, que no se hiciera matar al divino botón, que llevaba mucha gente, tanta que, con sus
flechas, podía eclipsar al sol.
A lo cual Leónidas, que era mozo duro de pelar, contestó:
-Está bueno, dígale que pelearemos a la sombra.
Francamente, que el tal Flammarion no ha estado inspirado esta vez, ni es pintoresco, ni
exacto siquiera, y que si hemos de juzgar de su Mecánica celeste por su gramática, tenemos
que colocarlo en la categoría de los astrónomos de Guardia Nacional [14] .
Por lo que hace a lo mucho que le gusta la Cruz del Sur, la galantería me parece una
banalidad, y, a mi juicio, y sin ser astrónomo, la "Cruz del Sur" no resiste a la comparación,
en belleza, con la "Osa Mayor".
No resiste: primero, porque siete pueden más que cuatro , y porque de esta circunstancia
viene la palabra septentrión , ¡ese setentrión!, que era lo que don Paco Calderón, un
"ciudadano" de San José de Morro, más deseaba ver, según el cuento de Santiago Arcos,
convencido el buen "puntano" de que el septentrión era algo como las Columnas de Hércules.
Y segundo; porque, hasta por la posición que ocupa la "Cruz del Sur", bajo el vientre del
"Centauro", tiene un no sé qué, que la hace inferior en todo a los triones de la Osa.
Pero, naturalmente, Monsieur Flammarion habla por lo que le han contado; porque de allá, no
se ve lo de acá, ni aunque se suba a la torre de Eiffel, como de acá, no vemos lo de allá,
aunque trepemos en alas de un cóndor al pico más alto del Chimborazo.
¡Eh!, habrá que parafrasear una vez más el dicho de la mujer ésa, tan desagradable, que le
hacía exclamar a Alfredo de Musset...
Perfide! audacieuse! Est-il encore possible
Que tu viennes offrir ta bouche à mes baisers!
Habrá, repito, que decir, una vez más: esto lo admiro mucho, porque... no lo he visto, o don
Juan de los Palotes me deslumbra, porque no lo conozco.
Señoras y señores, antes de ligar lo antecedente con lo consecuente, permítanme ustedes una
observación.
Tal tierra, tal pueblo, tal arte; éste es el aforismo. Pero si vamos a juzgar de la tierra, del
pueblo y del arte francés, que tanto amamos y admiramos, por estos artistas mancos, bizcos y
cojos ¿a qué va a quedar reducido el criterio argentino sobre bellas letras francesas?
Va a ser cosa de pedirle al Congreso, no que dicte una ley que diga, como el epigrama aquel
del tiempo de la Fronde, que era la montonera francesa:
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Défense à Dieu
De faire miracle en ce lieu...
sino: queda prohibida la introducción de libros franceses, por frívolos o perjudiciales.
La influencia de las ciencias, de las artes, de las letras francesas, ahora y en todo tiempo, ha
sido tan grande entre nosotros y en toda la América Latina, que puedo afirmar, sin temor de
ser rectificado, que el pensamiento de sus filósofos, de sus jurisconsultos, de sus poetas, de
sus dramaturgos, de sus novelistas es el que tiene en el Nuevo Mundo más vasto auditorio.
Es, por consiguiente, conspirar contra el prestigio del pensamiento francés, ensalzar libros que
apenas tienen el mérito de sus prefacios.
Ahora, viniendo a mi aserción de que en La Vie Parisienne hay error y mistificación, en el
capítulo titulado: "A Buénos Ayres" -capítulo que es un artículo volante, de reclame, en favor
de Coquelin, el cual si vuelve es de desear no nos sirva tantas écrevisses crudas-; que hay
error, lo pruebo rectificando, que nuestro actual Presidente no se llama Ulman, sino como
todos nosotros sabemos. ¡Señor, si es cosa divina! si uno de nosotros dice por el Presidente
Carnot, Carbot (hay una familia Carbot, muy respetable en el Paraná) equivocándose sólo en
una letra, de seguro que pasa por un bárbaro, por un indio, por un créole.
Pero un francés cualquiera, patrocinado o no por Zola, puede confundir las especies, y
llamarlo Ulman a Celman.
¡Conocen tanto la América allá en Europa!
Me acuerdo que una vez dos franceses se detuvieron frente a una agencia de emigración, en la
que rezaba este letrero:
Inmigration pour La Plata -y que hablaron así:
-Veux-tu que nous y allions?
-Mais, oui ...
-Et où est ce?
-Mon cher, c'est en Afrique.
Mi querido Zola, no estamos en Africa, aquí estamos en América, en donde tiene usted
millares de admiradores, a pesar de lo verde de su literatura.
Y entonces, ¿por qué razón contribuye usted a que un plato, que nosotros creemos que debe
ser liebre, porque es usted el que lo condimenta, resulte gato?
Sí, Coquelin ha sido aplaudido, y lo será, si vuelve, a condición de que no abuse, como ya he
dicho de las écrevisses. Pero no se repetirá, y no se repetirá porque material y
gramaticalmente es imposible que se repita, lo que no ha tenido lugar, el hecho de que en un
entreacto la élite, la flor y la nata del público argentino, applaudissant à tout rompre, presentó
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en el foyer (¡si en el Politeama no hay foyer!, ¡lo que hay es una confitería, bastante sucia!) la
placa esa a que se refiere el libro, el canard pour les parisiens.
En cuanto a lo que vuestro ahijado califica de un fin politique doublé d'un fin lettré, el cual le
ordenó, en francés, a Coquelin, que no dejara de publicar su L'Art du Comédien, con todas sus
letras, il n'est plus ministre.
De modo que cuando vuestro ahijado pregunta: Que va dire Sarcey de ce mandat impératif?
¡Lo único que se me ocurre es contestar lo resabido!
Nadie es profeta en su país.
Querido Zola, y por caridad, cuando usted haga prefacios para libros para la exportación, por
lo menos que digan la verdad cuando se trate de mi tierra, de mi tierra, adonde si usted viene
lo recibiremos en palmas, acompañándolo a que se vaya del mismo modo, aunque debiéramos
estar escaldados, como el gato, de hombres de pensamiento que vienen a América, como De
Amicis, que se comen nuestra mejor carne con cuero, y que después que están otra vez allí en
Europa, donde, como diría Teófilo Gautier, no son capaces de inventar un nuevo gas que
reemplace al sol, resulta que no tienen ingenio ni memoria, y que nos hacen aferrarnos a este
refrán archiespañol: si te vide no me acuerdo.
"Qui potest cápere, capiat", y usted comprenderá, mi querido Zola, este latín de cocina,
aunque no sea, como no es, latinista, y comprendiéndolo aceptará, sans rancune, el inmenso
abrazo que, al través del espacio, le envía aquel a quien usted alguna vez le dijo, de silla a
silla, la cosa más inaudita, más extraordinaria, más increíble que yo haya oído de labios
humanos: " Je suis heureux.”
¡Córdoba se va!
Al Exmo señor doctor don Miguel Juárez Celman
Agrandar las verdades no es mentir [15] .
Pues si Córdoba se va será cosa de ir por allá, antes que se vaya del todo, ¿no es así?
Precisamente.
Si os demoráis, llegaréis tarde. No hallaréis lo que vayáis buscando, lo viejo; hallaréis lo
nuevo, lo que aquí en Buenos Aires podéis ver todos los días.
La Córdoba levítica, la Córdoba del infolio y del inquarto, se va en efecto; apenas van
quedando los cordobeses, trasformados, eso sí - à la dernière -, excepto en el espíritu
hospitalario, patriarcal, cuando se trata de recibir a un amigo, qué digo, a un pasajero
conocido, que no halla dónde hospedarse.
La credulidad está en razón directa del número, siempre que se habla de lo maravilloso, y el
encanto es tanto mayor cuanto más inverosímil la cosa parece.
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Aquesta vez, sin embargo, es poca mi esperanza de convencer al medio millón de habitantes
de la Metrópoli, cuando les digo que los que quieran comer capias [16] , legítimas, deben
apresurarse.
No ha de sustraerse Córdoba a la ley común y, días más, días menos, ya empezará también a
falsificar sus producciones, confeccionando tanto para los de casa como pour l'exportation lo
bueno que tiene. De modo que el que tarde, tendrá que comer gato por liebre.
¡A Córdoba, pues!
No me digáis, escépticos del progreso ajeno, como Voltaire al Párroco de San Sulpicio:
"déjanos morir en paz". ¿Os ofrezco acaso el perdón de los pecados? No, sencillamente os
invito, os estimulo, casi os aguijoneo, a que visitéis los restos de una ciudad histórica, que está
en vuestro propio suelo, que os pertenece, que es argentina, y que desaparece bajo sus propios
escombros, renaciendo como el fénix de sus cenizas, ni más ni menos que si Pompeya, en vez
de ser excavada y restaurada con sus caracteres típicos, fuera reconstruida a la moderna.
¡A Córdoba, sí!
Ya veréis cómo, después de una rápida excursión, pedestres infatigables de la calle Florida,
dejo el pietones para la jerga comunal, ya veréis, repito, cómo después de un viaje por allá, os
curáis de incredulidad y vuestra medio confianza en los destinos de la Patria se convierte en
una esperanza infinita.
Conoced vuestro país, así calcularéis mejor y acertaréis; no olvidéis que la ignorancia es un
rocín que hace tropezar a cada paso a quien lo monta, y pone en ridículo a quien lo conduce, y
que no soy yo, sino otro, más sabio que yo, quien lo ha dicho.
Sí, conoced vuestro país; y así veréis que hay mucho que hacer con provecho mutuo en
beneficio de nuestros paisanos del Interior.
Hace nueve años que no andaba por aquellos mundos. Vuelvo de Córdoba, y estoy atónito
todavía de lo que he presenciado, y cada vez me afirmo y me confirmo en lo que alguna vez
he dicho en otra parte: que el que haga cálculos aritméticos y geométricos se ha de equivocar,
que es menester hacerlos caprichosos y fantásticos, agregando, que sólo son malos los
ferrocarriles que no se hagan.
Ya veréis el día que se pueda ir a la Sierra de Córdoba arrastrado así, y aunque sea con
garantía pagada a los insaciables ingleses, que no se cansan de tratarnos como a perros, en lo
que se convierte aquella Escocia argentina, con sus montañas, cubiertas de vegetación, con
sus aguas cristalinas y termales, con sus cascadas y sus cambiantes de luz ideales, con sus
auras purísimas, capaces de resucitar a un muerto.
No habrá potentado del litoral que no quiera tener allí su mansión señorial, sin calor en verano
o sin frío en invierno, como que no será sino cuestión de altura o de elegir bien el valle.
¡Pronto!, cuanto antes a Córdoba, si queréis ver el espectáculo de una transformación que
todavía marca el punto de intersección entre ayer y hoy. Mañana será tarde.
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Aquello, por más que os parezca ponderativo, marcha a pasos agigantados.
No quiero detenerme a averiguar las causas que han producido estos efectos, cuáles han sido
los factores principales de este progreso vertiginoso, en la evolución sociológica de nuestra
civilización coterránea.
¿Para qué?
Yo hablo sólo para el público del momento.
Ese público más lejano, que se llama la posteridad, poco me preocupa.
Que otros se encarguen, entonces, de investigar el porqué y el cómo.
Yo me limito, estando de vuelta, sorprendido, a apuntar un fenómeno que consiste en una
revolución física y moral, operada en mucho menos de lo que se necesita para que se forme
una generación.
Esto es lo extraordinario, el hecho inaudito.
¡Cuán poderosos no habrán sido los medios visibles y latentes empleados para producir
tamaño cataclismo!
Porque si algo había persistente y resistente a toda reforma que llevara el sello de la moderna
edad, era aquella organización colonial, tan sudamericana, bajo su doble aspecto material y
espiritual.
La conmoción ha sido tan grande, que así como han cambiado las casas, los barrios y los
alrededores de aspecto, así también han cambiado de fisonomía los habitantes. Y no sólo ha
sido grande, sino rápida. Algo como un estallido. Seis años apenas.
Al norte y al sur, al naciente y al poniente, no hay nada de lo de antes; no sólo han
desaparecido las construcciones añejas, sino hasta las montañas. Todo ha sido demolido y
sigue siéndolo, y antes de poco el erial estará convertido en vergel.
No habrá más que levantar un poco la compuerta del dique colosal -la obra más grande del
país, desde que nos emancipamos-, para que el agua se derrame como una bendición del cielo
por toda la comarca circunvecina.
No hace mucho que el viajero que llegaba a Córdoba sólo veía en lontananza las torres de sus
templos seculares, que parecían decirle: "silencio, no perturbéis en su recogimiento a los que
rezan... ¡profano!"
Ahora, lo que primero se destaca en el horizonte son las altas chimeneas de las usinas, que le
dicen: ¡aquí se trabaja también, que es otra forma cristiana de la oración, y el incienso de las
casas de Dios se confunde con el humo de la fragua del obrero, que es el hijo predilecto de
Jesucristo!
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Antes, cuando el viajero pisaba la plataforma del andén de la estación, por más que pusiera el
oído hacia donde el tañido de las campanas le indicaba que estaba el pueblo, no oía ningún
murmullo humano inusitado.
Córdoba, con su población estacionaria, de vida vegetativa, parecía absorta en silenciosa
meditación...
Ahora, apenas está uno ad portas ya se respira otro ambiente, un soplo de vida recorre el
espacio en ondas sonoras y, junto con la campana que llama a misa, se oye el martillo del
trabajador, que pega sin tregua en el yunque de la civilización, por decirlo así.
Y Córdoba, sin dejar de serlo, se va; y Córdoba reza y trabaja; y Córdoba es una inmensa
fábrica, en la que ya nadie está ocioso, de temor de quedarse petrificado en el camino del
porvenir; y Córdoba, por más que ustedes no me quieran creer, habla ya la misma lengua del
litoral, sin tonada, y puede darse tanto tono como nosotros los porteños.
Porque han de saber ustedes que ya Córdoba se basta a sí misma, que tiene vida propia y que
si no andamos listos en esta noble emulación de ser los primeros puede dejarnos atrás... y
todavía, llevándonos una ventaja, para ciertos fines temporales, pues, como su población es
más homogénea, su acción interior tiene que ser mucho más eficaz que la nuestra.
Así es que si yo hubiera de darles a ustedes un consejo, consistiría simplemente en esto: me
parece que debieran entenderse con los cordobeses, tratándose de igual a igual, que al fin y al
cabo si en Córdoba dicen cabaio, con i latina, aquí decimos cabayo, con y griega.
Hay allí pingües negocios que hacer. Buenos Aires es una ciudad comercial, y debo decirle lo
que le interesa: la tierra vale poco; pero se valoriza cada día más.
Concluyo, insistiendo en que si no quieren ustedes tener grandes desengaños debe ir pronto,
prontito a Córdoba.
Aprovechen las últimas boqueadas de Córdoba vieja: todavía hay quien tenga allí casa
puesta, sin reservas de falso buen tono, a la disposición de ustedes.
¡Es claro, Córdoba no es aún bastante rica para ser egoísta!
Humus
Al Señor Domingo Lamas
Se me antoja que algunas veces
no tengo más ingenio que un cristiano,
que cualquier hijo de vecino:
como mucha carne de vaca, y creo que esto me
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entorpece el ingenio.
Shakespeare.
Voy a contarles a ustedes, no vayan a leer cantarles, una odisea. Se darían un chasco por
partida doble. Primero, porque no me propongo escribir en verso; segundo, porque siendo yo
muy prosaico, mi odisea no lo sería sino en el nombre, remitiéndolos a ustedes, en todo caso,
si no lo han leído, al famoso poema de Homero, que, como tantas otras cosas, todavía está en
duda si existió o no.
Digo entonces odisea, en sentido figurado, si figura cabe en ello. Me encuentro, parafraseando
a Alfredo de Vigny, con que yo no hago estas Causeries, sino que ellas se hacen, a la manera
de un fruto que madurara y creciera en mi cabeza.
Tengo que empezar por algo, mientras la inspiración no se completa, o no doy en bola; y ahí
tienen ustedes por qué, en vez de ciclo, que me parece apropiado y concreto, siendo como
ustedes saben la reproducción persistente del mismo fenómeno, he puesto odisea.
Voy entonces, no a cantarles ni a contarles, sino a trazarles el ciclo, la evolución, el viaje, casi
alrededor del mundo... ¿de qué se imaginan ustedes?
Se lo diré a ustedes, no vayan a imaginarse que se trata de una aventura amorosa.
No, sólo se trata de una palabra, líquida.
Allá por el año del Señor de 1872, ocurrióseme fundar otro diario; he fundado varios, y como
quien tiene la intuición del porvenir, aunque carezca del genio de los negocios, púsele El
Mercantil.
Y no me contenté con esto. Lo hice diario de la mañana y de la tarde. Es decir, un desastre
matutino y vespertino. Los amigos y los conocidos me felicitaban; de los colaboradores, no
hay que hablar. Todos estaban encantados de tener una salida máxima para sus
elucubraciones. Yo mismo tuve mis vértigos. El libro de caja, el temible libro de caja, ese
infalible barómetro del humor, me decía, sin embargo, que el número de lectores era
infinitamente menor que el número de admiradores. Y, cansado de dar coces contra el
aguijón, viré de bordo, singlando en otro rumbo. Pueden ustedes leer que me deshice y vendí
el malhadado Mercantil.
Pero como es humanamente imposible olvidar lo que nos ha hecho sufrir, yo no puedo
olvidarme de El Mercantil. ¿A que ninguno de ustedes ha olvidado la primera mujer que les
dio un chasco?, ¿que los hizo desesperarse hasta pensar en el suicidio? Y ¿a que se han
olvidado de todas las mujeres que han chasqueado?
Por consiguiente, no pudiendo olvidarme de aquel instrumento de tortura para mis finanzas,
es claro que no puedo olvidarme de los que con más o menos desinterés me ayudaban a
disiparlas.
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Entre los que compartían mi suerte por puro amor al arte, por simpatía, porque yo les había
caído en gracia, porque alguna afinidad colectiva nos unía, anoto aquí, con mucho gusto, este
nombre: Domingo Lamas, que era ya, aunque muy joven, sabio, y sabio en las materias más
arduas, más áridas, más difíciles, sin duda por aquello de que:
De casta le viene al galgo el ser rabilargo.
Dominguito, como yo le llamaba entonces, era un Domingazo; no ha hecho más camino,
porque no ha querido seguir mis consejos, y esto arguye lo de siempre: que el hombre ha de
aprender en cabeza propia. La fe en la eficacia de los consejos bondadosos de tatita y de
mamita les viene a ustedes cuando ya están hechos una miseria...
Dominguito, mejor dicho, Domingo Lamas, entró una mañana, como de costumbre, en la sala
de redacción, hallándome muy agitado, tanto que apenas contesté a su saludo.
El se sentó. Yo seguí paseándome todo nervioso. Imagínense ustedes que me habían
nombrado padrino, no de casamiento, que es una aventura en la que el más pintado se
embarca sin reflexionar, sino de otra gran barbaridad, de un desafío, y que mi ahijado, un
hombre que, a juzgar por su volumen, era de tomarla por el Cid Campeador... se me echaba
atrás.
Domingo me observaba con su genial discreción y seguía mis movimientos, con afectuosa
solicitud.
De pronto, me detengo y le digo:
-Hijo -yo soy mucho más tierno de lo que ustedes piensan-, hoy no puedo escribir; tengo el
diablo en el cuerpo; las cosas ajenas me truncan; hágame usted el gusto de escribirme un
editorial para mañana.
¡Un editorial! Ustedes, respetabilísimos lectores, ignoran que hay en las artes dos tours de
force, que se repiten cotidianamente, dos cosas muy fáciles al parecer, muy difíciles en
realidad: que al cocinero no se le chingue la omelette soufflée (yo la hago admirablemente y
se me chinga rara vez) y que a un redactor se le ocurra, y le salga bien, el artículo editorial.
De aquí que muchos redactores tengan frecuentemente un compromiso de honor en el
momento psicológico de pasar el Rubicón y que apechuguen con algún muchacho,
provinciano por lo regular, condiscípulo muy listo, que, ni después de verse en letra de molde,
tiene todavía la conciencia de sí mismo.
¡Ah!, yo he visto, a este respecto, casos y cosas instructivas, maravillosas, deliciosas,
edificantes, admirables, que ustedes sabrán algún día, así que se publiquen mis Memorias .
-Señor -me interrumpe mi secretario para observarme (teme quizá no estar con vida y salud
para entonces)-, ¿no sería mejor que, en vez de sus Memorias , que es cosa para después ,
escribiera usted sus Recuerdos , que es cosa para ahora ? Así ambos a dos nos divertiríamos y
retozaríamos por el vastísimo campo de la filosofía.
-¡Pero amigo, qué fatalidad es ésta mía, que a lo mejor del cuento me ha de interrumpir
usted!... Sí, haré lo que usted quiera... en lugar de mis Memorias, escribiré mis Recuerdos.
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Váyase preparando...
Mi secretario me mira con una de esas caras en las que visiblemente se lee: "y después no me
creen cuando yo hago su apología... y digo, demuestro, pruebo y compruebo que es usted el
hombre más razonable del mundo".
Perfecto... pero, ¿dónde íbamos? A ver el hilo del discurso...
-¿Sobre qué -me preguntó Domingo-, quiere usted que escriba?
Para consultas estaba yo, con el mandria de mi ahijado, que retrocedía.
-Escriba usted -repuse-, sobre la China, sobre el Japón, sobre el Gran Chaco...
Domingo me miró, como diciendo "este hombre ha perdido la chaveta", y sin embargo,
aquella respuesta era toda una sugestión.
¡Escribir sobre lo que se ignora! Es el a b c de los redactores, y más de cuatro que pasan a la
posteridad, convencidos de que saben geografía, han escrito su Argirópolis.
Yo salí.
Domingo se quedó, abrumado bajo el peso de aquella frase breve, que hacía vibrar en su oído
entre una jota dos ches, China, Chaco, y se sentó y se dijo: No conozco el territorio del Chaco
más que por las malas cartas geográficas comunes que lo representan; es para mí un espacio
vacío, como la Patagonia o el Africa Central. Pero yo veo en las estadísticas de cabotaje, con
frecuencia: "maderas del Chaco". A ver, asociemos ideas, el producto a la latitud; ya estoy; ya
tengo el título -y en materia de artículos editoriales, el título suele ser todo- y Domingo puso:
Riquezas del Chaco.
Sí, mas faltaba el rabo por desollar. Domingo se acordó de que había nacido o vivido en el
Brasil, de que había sido aficionado a la botánica, de que había hecho muchas excursiones en
las florestas vírgenes para herborizar a la vez que para gozar de la naturaleza salvaje, tan
superior con sus guirnaldas espinosas, sus variedades infinitas de víboras y otros enemigos de
nuestros centros civilizados, en los cuales el arte no alcanza a la belleza de lo que reemplaza,
creando la lucha por la existencia bestias más temibles e insectos más repelentes y dañinos.
Domingo, ahí donde lo ven ustedes con su aire negligente y su tendencia invencible a esa
ciencia prosaica de la que Bastiat ha hecho algo de poético, conservaba muy vivo el recuerdo
de sus impresiones infantiles.
Aquellos grandes y exuberantes bosques tropicales fueron su paleta, y de ahí a pintar un
cuadro completamente fantástico del Chaco, que justificara el complemento de riquezas, no
hubo más que un abrir y cerrar de ojos.
Domingo es muy fecundo, tan fecundo como yo, que es cuanto se puede decir; y tengan
ustedes la bondad de entender esto, porque la fecundidad nada tiene que hacer con la
excelencia de las producciones.
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Domingo comenzó, decía, a producir y producir carillas y carillas, que iban a las cajas y no
volvían, y se marchó, haciendo lo que no se debe hacer, dejando a otros el cuidado de corregir
sus pruebas, en imprentas donde no hay proto.
Al día siguiente, el Chaco ideado, por no decir falsificado, por Domingo, apareció, como
primer editorial de El Mercantil y, según confidencias posteriores, Domingo esperaba
reclamos míos, que se preparaba a refutar contestándome con una espiritualidad por el estilo
de ésta:
-¿Y qué quería usted que yo le escribiera sobre el Gran Chaco?
Esa situación de espíritu de Domingo se explicaba: era la primera vez que se metía a escribir
de lo que no sabía.
Todo tiene su compensación bajo las estrellas, y ustedes verán más adelante si no la tuvo la
audacia de Domingo.
En primer lugar, su expectativa quedó burlada respecto de mí; yo nada le dije, o porque no
había leído el artículo, o porque me había parecido óptimo.
Esto último fue, sin duda, lo que a otros les sucedió.
Tres días después El Siglo de Montevideo y La Idea de Montevideo venían de allá para acá
trayendo en sus columnas, tan ilustradas, el artículo Riquezas del Chaco sin decir qué madre
lo había parido.
A los cuatro días La Verdad de aquí (fíense ustedes en la verdad) reprodujo el mismo,
mismísimo artículo, como cosa suya (El Mercantil era un diario muy bien escrito, pero nadie
lo leía).
La peregrinación del artículo continuó, por todas las provincias argentinas, inclusive la de
Corrientes, cuyos diarios, con gran espanto de Domingo y risa mía y exhortaciones al
silencio, no se curaban mucho que digamos del séptimo mandamiento de la ley de Dios, por
lo bien, sin duda, que conocían el Chaco, siendo casi limítrofes.
No es esto todo: a vuelta del correo de Chile y del Perú, del Pacífico entero, las Riquezas del
Chaco hacían su papelón, ni más ni menos que si se tratara de una nueva California.
Encore, a los dos meses, leyendo un día con Domingo La Nación, nos encontramos con un
largo artículo sobre política internacional, en el que, para demostrar la importancia del Chaco,
una parte del cual estaba en litigio con el Paraguay, reproducía casi toda la descripción de
marras, sin citar, como los demás diarios tan honestos y tan verídicos como La Nación, la
procedencia de esa literatura intérlope.
Ainda mais, ¿o ustedes se imaginan que el país no da sus frutos?
Algunos años después, un libro mandado escribir y editar por el Gobierno Argentino, con
motivo de la Exposición de Filadelfia, libro que tenía por objeto hacer conocer nuestro país,
aparece con el afortunado artículo, como cosecha de otro autor.
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Poco después de esto, la Guía de Ruiz, sin ofender a Dios ni al diablo, se hacía la misma
apropiación. Y todavía, como si el producto de Domingo fuera guacho o bien mostrenco, hete
aquí que aparece consignado en otro libro argentino, calafateado para hacernos conocer en
Europa.
Domingo estaba desesperado, con estos robos tan descarados.
Yo le decía: "¡sí, debe usted más bien felicitarse!", y le contaba -en mis Recuerdos estará esto
muy detallado- que los mismos que decían que yo no sabía escribir aplaudían y ponían por los
cuernos de la luna los mensajes y documentos que yo escribía para otros, encabezándolos
después en la prensa con elogios mirobolantes , como dicen los que no se detienen ante
ningún galicismo, o como son capaces de decir los que escriben que nuestros soldados -los
enviados a la Exposición de París- hablan un francés arbitrario , original, " casi nuevo ; pero
tan pintoresco, tan salpicado de gauchadas sabrosas, que vale tanto como el más clásico".
(¡Dios nos libre de la mejor muestra posible!)
Pero, robo más o menos en este mundo traidor, en este mundo en el que hay sofistas que
sostienen que hasta el comercio es el robo organizado, ¿qué quita ni pone al placer de vivir?
Lo mejor es tomar las cosas como vienen, divertirse con ellas, y, si es posible, sacar de ellas
alguna enseñanza útil.
Y de todo esto, ¿qué enseñanza sacaremos?
Voy a decírselo a ustedes.
En El Mercantil, la descripción de Domingo, que no corrigió sus pruebas, apareció con un
notable error tipográfico.
Domingo, al hablar de la fertilidad del suelo del Gran Chaco, escribió las capas de humus palabra que los cajistas reemplazaron por humos, con o.
Shakespeare dice en alguna parte que el hombre es como el gato, que se ensucia siempre en el
mismo lugar. Pues, señores, esta vez está comprobada la afirmación del gran poeta-filósofo.
El hombre, agrego yo, es como la urraca, a la que debiera llamársele urraco.
En ninguno de esos artículos, reproducidos en diarios y en libros, escritos y corregidos,
publicados y editados, como cosa propia, por infecundos autores, garduñas (mi secretario
dice que ésta es muy linda palabra), está corregido el error tipográfico de El Mercantil .
Y no puede decirse:
Et Rossette a vécu ce que vivent les roses...
Sino al contrario: ustedes conocen el cuento:
Malherbe, leyendo un día la prueba del verso anterior, se sorprendió del cambio y modificó
del modo siguiente su verso, ¿que ganó mucho?
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Et rose, elle a vécu ce que vivent les roses.
Y vaya una quisicosa que tiene más humos literarios que humus.
Perdón, s'il vous plait.
Un hombre comido por las moscas
Al Señor Don Epifanio Martínez
Lo maravilloso no es que
Barbey d'Aurevilly haya vendido
sobrepellices, sino que haya hecho
crítica.
Un día Baudelaire, a quien había
tratado de criminal y de gran poeta,
fue a verlo, y, disimulando su satisfacción
por lo del elogio, le dijo:
-Caballero, habéis combatido mi carácter.
Si os exigiera explicaciones por tal proceder,
os pondría en una situación delicada, porque,
siendo católico, no podéis batiros.
-Caballero, respondió Barbey d'Aurevilly,
siempre he puesto mis pasiones por encima
órdenes.
I
Sentiría muchísimo que esta historieta o cuento tuviera el aire de una defensa personal.
Las tragedias de Shakespeare tienen de maravilloso que en ellas se halla de todo. Son bosques
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encantados. En ellos se respira, en plena naturaleza, un aire cargado de todas las magias.
Shakespeare es como el cielo y la tierra. Creemos que él está triste, cuando nosotros estamos
tristes, y alegre, cuando nosotros estamos alegres. Nos parece que él participa de todos
nuestros sentimientos.
Esto dice un crítico de talento, y agrega que: el poeta no tiene en realidad ni odio ni amor,
siendo su indiferencia divina. Yo, que he hecho de Shakespeare mi libro de cabecera, una
especie de Biblia, no siento ya ni frío, ni calor, cuando me asalta el recuerdo molesto de
ciertas perversidades.
Hace mucho tiempo, pues, que renuncié a la vana tarea de explicar actos artísticamente
inventados, casi cincelados, como para que queden de relieve por el más maligno y fecundo
de los autores, la calumnia.
¿Han observado ustedes cómo esa entidad anónima, intangible, formidable, sabe darse maña
para hacer verosímil, lo extraordinaro?
¿Conocen ustedes otra entidad tan infantil, tan crédula, por no decir tan boba, y a la vez tan
desconfiada, por no decir tan escéptica, como el respetable Monsieur tout le monde?
El auditorio de la calle, de la plaza pública, de los salones, de los conventillos, es lo mismo
que el público del teatro, y si no es lo mismo, si no son idénticos, son dos públicos que se
parecen como una pera más o menos sana por dentro, a otra pera más o menos sana por fuera.
¡Qué creederas, qué tragaderas, qué preocupaciones, qué religiones las de ambos! Teniendo
en cuenta el tamaño de lo primero y el carácter de lo segundo, no es mucha la dificultad:
consiste en que los Basilios de la calle, o la convención teatral, no olviden, que la multitud
cree siempre en que una cosa ha sucedido cuando desea que así sea.
Pero -¿qué hay que no tenga su pero?-, pero, repito, cuando se ha imaginado e inventado algo
nuevo, con visos de real, y se tiene la pretensión de hacerlo aceptar como asunto tomado del
natural, del vero , es necesario, a más del talento de la inventiva, valerse de artificios muy
ingeniosos, traídos, si es posible, de lejos, de los fenómenos hereditarios y del atavismo, que
acompaña la trasmisión histórica de las ideas, de los sentimientos, de los gustos, de las
extravagancias, de las rarezas, para inducirlo al público a desear que la verdad, imaginada o
inventada, sea verdadera y a creerla tal, en su pretendido interés colectivo.
De mí no puede decirse lo que dice Anatole France de Baudelaire: que afectaba en su persona
una especie de dandismo satánico; que se complacía y se enorgullecía en parecer odioso; que
esto es lamentable y que su leyenda, hecha por sus admiradores y por sus amigos, abunda en
rasgos de mal gusto.
-¿Ha comido usted sesos de recién nacido? -decíale él, un día, a un honrado funcionario-.
Coma usted. Se parecen mucho a las nueces verdes, y es cosa excelente.
Otra vez, en la sala común de un restaurante, frecuentada por provincianos, comenzó, en alta
voz, un relato en estos términos:
-Después de haber asesinado a mi pobre hermano... con mi propia mano...
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Yo me he empeñado en lo contrario; ni me he vestido à la diable , ni he hablado jamás como
antropófago.
Pero... ni es cosa fácil explicar ciertas transformaciones, ni fácil entender las explicaciones,
cuando la evolución social no está terminada.
Antes, como ustedes saben, no era de mal tono comer con el cuchillo, metérselo en la boca.
Ahora... ¡guay del que lo haga!, pasará por un guarango, y hasta por un mal sujeto; la gente
del high life tiene sus preocupaciones, como el patán las suyas, y es divertido, y hasta puede
ser instructivo observar cómo es de intolerante la aristocracia de hoja de lata, cuyos blasones
consisten en monogramas descomunales, relucientes como libras esterlinas.
De mí no puede decirse, he dicho un poco más arriba.
Siendo correcto, debo decir: de mí no podía decirse; porque hasta el momento, año más, año
menos, a que me voy a referir, el público poco se había ocupado de mi persona, a no ser que
sea ocuparse de ella que los muchachos me siguieran por las calles asombrados de mi toilette,
de mi traje de recién llegado del otro lado del charco.
Yo venía de París, vestido a la dernière. Esto era en tiempo de Rozas, poco antes de su caída.
Traía sombrero de copa, puntiagudo, paletó muy largo, llamado entonces, por lo largo,
incroyable, y pantalón muy ajustado, collant.
A propósito de esa clase de pantalón, y de la crítica que en París mismo hacían de él,
recuerdo, otra vez, la escena de un vaudeville, entre un sastre y un cliente.
-Faites-moi, un pantalon collant, très-collant; je vous préviens, que si j'y, entre, je ne le
prendrai pas.
Es decir, hágame usted un pantalón ajustado, muy ajustado, le prevengo a usted que, si me lo
puedo poner, no se lo tomaré.
Y, en efecto, eran tan ajustados los susodichos pantalones, que había que ponérselos primero
que el calzado; de lo contrario no entraban.
Sólo al verme, los muchachos me seguían diciendo: parecen bombillas las piernas -bombillas
para ellos, de tomar mate, naturalmente-, y échenle ustedes un galgo a un traductor de
ultramar, para que traduzca esto como es debido.
Yo empecé por encontrar estúpido al público, creyendo mi toilette irreprochable.
Venía de París; insistí, resistí, luché... contra la crítica. El ambiente criollo, rancio, rococó, me
era adverso.
Acabé, pues, por deponer mis armas, me di por vencido, me entregué con cajas y banderas,
mandé al diablo todo mi ajuar parisiense e inauguré con el chambergo de ala levantada, a lo
don César de Bazán, la melena larga a la sansimoniana y todas las otras menudencias
abigarradas, que, como lo colorado al toro, debían hacerme pasar por un caballerito muy
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chic..., malgré mis pantalones a cuadros escoceses, y los breloques y demás perendengues que
completaban mi estilo baroque.
Pero como estaba de Dios que las leyes del progreso se habían de cumplir, hete aquí que esta
sociedad hizo su evolución, que yo la seguí cuando pude, y que un día resultó que yo ya no
me vestí a su gusto, y que fastidiado me dije: salga el sol por Antequera, y seguí mi camino,
sin cuidarme mayormente de la etiqueta, que es afectación para algunos, cuando en realidad,
no es sino pereza o guarangada... para ellos.
Por supuesto, ya lo creo que es muchísimo más cómodo andar a toda hora, y entrar en todas
partes, vestido del mismo modo, y no lavarse las manos, sino cada veinticuatro horas, y eso...
si acaso.
Bueno; sea de esto lo que fuere, protesto aquí, una, dos, tres y cuantas veces fueren necesarias
y, sean cuales hayan sido mis desviaciones, que de mí no ha de poder escribir ninguna mujer
lo que Emilia Pardo Bazán escribe -no hay como las mujeres que dicen querer a un hombre
para estropearlo- de Barbey d'Aurevilly, que llevaba el bigote retenido, el pelo ídem, y en
troba como en los albores del romanticismo, el pantalón de jareta y franja, como los
lechuguinos del año 1830, la chorrera de encaje, la corbata atada al descuido, el guante claro,
y a veces el junquillito de pomo de oro; y que en costumbres y en carácter era tan raro y
original como escribiendo; y que su aspecto y modo de presentarse concordaban
perfectamente con el genio de sus obras, agregando: es de advertir que ha muerto muy
anciano y que casi frisaba en los ochenta cuando tuve ocasión de conocerle.
Mas séale esto perdonado por la conjunción que en seguida subrayo: Barbey es sin embargo
infinitamente más actual que Hugo, quien después de todo, a partir del año 6o, o cosa así, ya
no representaba sino una forma caduca, usada, falsa.
Sí, yo he podido representar todo lo que ustedes quieran, menos el romanticismo, a no ser que
los tiempos en que nací, en que me desenvolví, y en que sigo viviendo para el servicio de
ustedes, sean adecuados, hechos como para hacer germinar en el alma ternezas de poeta
estrafalario.
Yo no he representado ni he podido representar sino la lucha por la existencia, y en tal
carácter me hallaba en el ejército que hizo la guerra del Paraguay.
No voy a ocuparme de los generales que en ella tomaron parte, dejando a la crítica
trascendental el decidir si supieron avaluar todas las probabilidades; agrupar y combinar
mentalmente todos los elementos del problema que tenían antes sus ojos; si supieron evocar,
por decirlo así, de antemano, el cuadro completo de las escenas que se desenvolverían ante
ellos, durante el curso de las operaciones que proyectaran; si atinaron a identificarse con su
adversario, a razonar en cierto modo con su cerebro y a prever así lo que harían en la hora
decisiva de la campaña... no, no, de nada de eso me voy a ocupar: voy, sencillamente, a referir
un caso, que fue todo lo contrario de lo que se dijo entonces por los artistas de invenciones.
Ustedes me permitirán, sin embargo, que con todos los respetos que debo a nuestra bandera y
a nuestro ejército, en cuyas filas tengo el honor de formar, me detenga en ciertas inevitables
minuciosidades, pasando, eso sí, por semejante capítulo como por sobre ascuas.
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Diré entonces, cuanto antes, que yo tenía en el registro de mi batallón la filiación moral de
todos los individuos que lo componían, empezando por los oficiales y acabando por el último
soldado o tambor de la banda.
Entre los soldados clasificados, había un sanjuanino, llamado por mal nombre Culito, cuya
reputación de ratero era proverbial, sin que nunca jamás se le hubiera podido probar que se
había apropiado lo ajeno contra la voluntad de su dueño.
Pero la opinión, esa reina del mundo, contra la que no pueden ni las bayonetas, aunque suele
ser reina injusta, lo sindicaba a Culito, y éste vivía bajo el peso de la sospecha.
Culito y yo teníamos nuestras cuentas pendientes, pues yo, que siendo de carne y huesos soy,
como ustedes, fácil de sugestionar, estaba sugestionado por la opinión pública del batallón;
así es que, varias veces, le había dicho al cuyano (así llaman en Chile a los de las provincias
andinas, viniendo Cuyo del quichua, y significando arena): "Bueno, andá derecho, porque la
primera vez que te pille me las pagarás todas", y este me las pagarás todas, quería decir, me
pagarás el que otros hayan padecido por ti; porque tú has sido bastante hábil para hacer recaer
en otros, haciéndolos condenar, las sospechas de todas tus picardías.
Culito era un genio; tenía la imaginación más viva, asociada a la sangre fría y a la potencia del
cálculo, de modo que, si en vez de haber sido soldado y pillo, hubiera sido general, habría
ganado todas las batallas, terminando todas sus guerras en un verbo, pudiendo como Julio
César pasar sus partes en esta forma: fui, vi, vencí .
¡Que yo hice comer un hombre por las moscas! Y no comer metafóricamente, sino como lo
manda el apetito y el diccionario lo explica, cuando dice que "comer es masticar y
desmenuzar el alimento en la boca y pasarle al estómago", lo que tanto vale como decir que el
hombre desapareció pantagruélicamente. Esa fue la leyenda corriente.
Ya veremos cuál fue la verdad verdadera.
Tengan ustedes la bondad de esperar al próximo jueves, y esperen tranquilos, ya que como
lectores les pertenezco: soy mejor que mi moral, menos peligroso que mi frase, y si ustedes no
están de acuerdo ni conmigo ni entre sí, no vayan a imaginarse que el caso es raro. También
Lamartine, en una página elocuente y desdeñosa, lo ha maltratado al buen La Fontaine,
tachándolo de inmoral , y como dice Legouvé, un estudio sobre el fabulista exige una
afabulación que propone, sintetizándola así:
Jóvenes o viejos, pequeños o grandes, ricos o pobres, ¿queréis aprender a honrar a Dios, a
amar a vuestro prójimo, a respetaros a vosotros mismos, a ser sinceros en amistad, fieles en
amor, a saber de igual modo prestar un servicio o reconocerlo, y hacer vuestro camino en este
mundo, sin comprometer vuestro destino en el otro...? Adoptad a La Fontaine como maestro
de moral.
Yo no propongo nada de esto, ni cosa que se le parezca.
Mis principios, mis máximas, mi filosofía, un poco peripatética, eso sí, como que creo mucho
en el testimonio de los sentidos, no son una receta que puede darse con la misma seguridad
con que Pirovano da un tajo, no digo in anima vile, en el más pintado. Sería exponerlos a
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ustedes a que se fueran al infierno, que, teniendo la audacia de suponer que no exista, no es
una tan mala invención.
Los exhorto a ustedes solamente a que tengan paciencia y a que suspendan todo juicio.
¡Adiós!, sans adieu, es decir, à bientôt, ya que está a la moda todo lo que es mescolanza
internacional.
II
La bagatelle, la science
Les chimères, le rien, tout est bon; je
soutiens
Qu'il faut de tout aux entretiens...
La Fontaine.
Ya ustedes saben cómo se reclutaba una parte de nuestras tropas, lo que eran los destinados
por vagancia y sus colaterales, en aquellos buenos viejos tiempos, como decían los cronistas
de antaño, aunque los tales tiempos fueran duros como las intemperies.
Si no lo saben o si lo han olvidado, es tan poco edificante recordarlo, y explicar así
virtualmente por qué razón ha habido en nuestra Constitución un artículo que empezaba
diciendo: "Quedan prohibidas las ejecuciones a lanza y cuchillo"; artículo que ahora dice
sencillamente: "Quedan abolidas para siempre la pena de muerte por causas políticas, y toda
especie de tormento" (excepto los literarios) y "los azotes" (excepto los que merecen algunos
escritores). Es tan poco edificante, lo repito, todo esto, que ustedes comprenderán que haya
dicho anteriormente, entrando en materia, de rondón, que en el archivo de mi cuerpo yo tenía
la filiación moral de todos los que lo componían, y que me propusiera pasar sobre esto como
por sobre ascuas.
El hecho es que estábamos en el campamento de Ensenaditas, provincia de Corrientes, yendo
para el Paraguay, con el que ya hacía, sin embargo, muchos meses que estábamos en guerra.
Los que no se contenten con ser paisajistas, los que quieran algún día escribir, propiamente
hablando, la historia de esa gran guerra, que dio batallas más grandes que algunas de las que
libró el mismo Napoleón, decidiendo de la suerte de las naciones, guerra que consumió más
de medio millón de hombres, han de tener que meditar mucho respecto de las cualidades
diversas, casi contradictorias. que se necesitan para que un hombre de espada llegue a ser un
verdadero genio militar; y han de tener que ponerle velas a la Virgen, para que les conceda la
clarovidencia de Tomás Carlyle, que ha sido el escritor que mejor ha descrito batallas, sin
verlas.
Yo, ¿a qué me voy a meter en semejantes honduras?
Yo no me ocupo sino de bagatelas y de quimeras y de monadas, parcelando la ciencia por
carambola, porque es bueno que haya de todo en las conversaciones.
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Cuando llegue el caso, no ha de faltar un Sir William Napier, tan mediocre soldado como
historiador veraz, o un Jomini, el más eminente de los teóricos en materia de táctica, que nos
cuente esas cosas estupendas y extraordinarias que tanto los entretienen a ustedes, sobre todo
cuando van acompañadas de juicios, de conjeturas y hasta de demostraciones, que explican,
verbigracia, cómo es que el hombre de Waterloo, no siendo ya el hombre de Rívoli, escribe a
cañonazos, pasando no obstante a la posteridad, su propio epitafio, que repite el sic transit
gloria mundi .
Yo estoy en esto, a pesar mío, y sin que sepa el pourquoi.
Aquí mi secretario me recuerda, que ya que soy tan aficionado a Shakespeare me deje de
pourquoi y que, como le dice Andrés a don Tobías, haga o deje de hacer lo que tengo entre
manos, sin tantos requilorios; en otras palabras, que me deje de reflexiones perspicaces,
acordándome de Culito.
Llamado, pues, a la cuestión, les diré a ustedes que, al mismo tiempo que había en mi batallón
un pájaro, una calandria de esa jaez, había también una alma de Dios, encerrada dentro de un
coloso - Culito era bajo-, de formas esculturales, de musculatura fornida, de anchas espaldas,
cuyo nombre era Amespil.
Antes de ahora les he servido a ustedes un plato condimentado con los ingredientes relativos a
este sujeto, y como no puedo ni debo repetirme, me resumo, me sintetizo diciendo, para
proseguir, que Amespil y Culito eran dos seres tan opuestos como el candor y la pillería, o
como sus respectivas nacionalidades: Culito era argentino y Amespil bávaro. Y no opuestos
por preocupación de la opinión pública, que es tan rara en sus adjudicaciones cuando se trata
de vicio o de virtud, sino en realidad.
Y repetido esto, y repitiendo, con el permiso de ustedes, que estábamos en el campamento de
Ensenaditas, les diré ahora que una noche fría, húmeda, casi tempestuosa, porque el cielo
estaba en revolución, se oyeron unos gritos por el mayor del cuerpo, gritos que debían hacer
que vuestro atento y seguro servidor se tirara de la cama, que nada de muelle tenía, pero que
era excelente por aquello de que "a buena gana, no hay pan duro", corriendo a las cuadras a
ver qué podía ser eso, y que, no hallándonos frente a ningún enemigo, no podía ser sino un
escándalo mayúsculo y un mal ejemplo en la brigada de que formábamos parte.
El batallón dormía, dormía hasta la guardia de prevención, dormían hasta los centinelas, ¡si
aquello era como en tiempo de paz!, estando los paraguayos del otro lado del Río Paraná;
dormían hasta las mismas brasas del fogón del cuerpo de guardia.
Bueno, y para no ser tan severo con el tedio, que era lo que entonces a todos nos dominaba,
me apresuraré a decir que todo el ejército, inclusive el general en jefe, dormía; pero como se
duerme en campaña, con un solo ojo.
La oscuridad era densa; las blancas tiendas de campaña apenas se destacaban en las cuadras,
como fantasmas en medio de una nebulosa, envolviendo el cuadro una niebla finísima, que
era casi una llovizna penetrante.
-¡Canalla! -gritaba una voz comprimida y áspera que no era la de Eva en el paraíso...105
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¡Canalla! -repetía esa voz, haciéndose cada vez más agria; y yo corría en dirección a ella,
entre tropezones y maldiciones.
Me agarré a brazo partido con un bulto; luchamos, mejor dicho, el bulto no hizo sino
defenderse, y lo hizo con tanta destreza que consiguió escurrirse y escaparse, dejándome por
todo trofeo el capote que lo cubría.
-¡A formar la guardia! ¡Arriba todo el mundo! -gritaba yo, como un endemoniado; y gritando
corría a la guardia de prevención, y allí, a la luz moribunda del fogón, examinaba, sin querer
creer lo que mis ojos veían, el número del capote y de la compañía que el adversario me había
dejado en las manos.
Primera Compañía, número I: era Amespil.
¡Imposible!
¿No es verdad que es como para creer que hay algo de sobrenatural en ciertos
presentimientos?
¡Imposible, sí! Amespil era incapaz de gatear a una mujer, mucho menos de convertirse en
ladrón, si no cedía a sus pretendidas seducciones.
Ese era el caso, o al revés.
Y cae de su peso que un soldado muy diestro en combinaciones o gatuperios de esta
naturaleza, se había hecho el siguiente cálculo: "La noche está oscura, llueve, todos duermen,
la Dulcinea está sola, su marido de turno, me pondré el capote de otro y, por turbio que corra,
lo único que apechugarán de mi persona, será lo ajeno".
Matemático: los acontecimientos se desenvolvieron como el genio que los había preparado lo
calculó. En otra cosa no consiste la grandeza humana y, en su esfera, andan por ahí muchos
genios con los que yo me cambiaría. ¿O no es vulgar dejarse manejar y llevar por los
acontecimientos?
Yo, como ustedes lo comprenden, había quedado burlado, y un mayor burlado, y un mayor en
ridículo, y un mayor desacreditado, son cantidades iguales; y en los ejércitos, como en
muchas otras agrupaciones, el crédito, la estimación, el prestigio, no siempre dependen de lo
que a uno lo hace intrínsecamente fuerte.
Hay muchos fenómenos a ese respecto dignos de ser observados.
Y como no puedo ser prolijo, porque mi secretario no me deja, observándome (es el
observador más importuno) que no abuse de las digresiones, me concreto a prevenirles a
ustedes que hay maestros de escuela cuyo prestigio con los alumnos depende de la enorme
cantidad de cigarrillos que se pitan ; jefes de oficina, cuyo crédito, ante sus empleados no
proviene sino de lo materos que son, y hasta oficiales de caballería, del arma que ustedes
quieran, cuya fama no estriba sino en que son guitarreros o gauchos para el amor o muy
paradores .
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Yo no podía, pues, conformarme con aquel fiasco: tenía que descubrir al criminal y que
hacerles entender a todos, castigándolo, que conmigo no se jugaba; que aunque yo no fuera
gaucho para ciertas cosas, había que andar derecho.
Pero la justicia militar, al revés de las otras justicias, debe ser eléctrica como el rayo; de lo
contrario se desvirtúa.
¿Por qué?
Por la sencilla razón de que no está basada sino en la dura ley de la necesidad.
A cualquiera se le ocurre que matar a un homicida, como pena del talión, sea humano, ya que
los hombres son, a veces, tan inhumanos.
Pero no todo el mundo entiende que se deba pasar por las armas a un pobre diablo que tiene
muy desarrollado el instinto de la propia conservación, y que, obedeciendo a solicitudes
invencibles de su organismo, deserta la bandera de la patria, o huye frente al enemigo, no
entendiendo jota ni queriendo entender, de que el "honor sea la poesía del deber", ni que la
patria, que sólo le ha dado penurias o palo, debe ser todo.
Tenía, por consiguiente, que descubrir prontito y que castigarlo al diantre ése que, como
haciéndome un gran pito catalán, me había dejado sólo este cuerpo del delito: el capote de
Amespil, inocente a no dudarlo.
La conciencia pública, que no es la opinión, que es algo más que la opinión, decía:
"No puede ser Amespil el que la ha gateado a la Fulana."
Amespil no entendía más que de una sola cosa, que era comer -¡y qué bueno es entender sólo
de esto!-, y sacándolo de ello era un maricón atlético.
¿O creen ustedes que ciertos instintos y el vigor son hermanos gemelos? La regla es al
contrario, y si no, ahí están los tísicos.
Yo me decía: ¿y si se equivoca la opinión? ¿Si la conciencia pública está esta vez en error,
como tantas otras? Y pensaba en Salomón, y pensando en el sabio de los sabios, me vino una
inspiración.
Y han de saber ustedes que es la inspiración de que he estado y estoy todavía más ufano. Soy
mozo porfiado, ¿qué quieren ustedes? La frenología lo afirma. Tengo muy desarrollado el
órgano de la combatividad...
Llamé a la otra , tuve con ella mi coloquio indagatorio y convencido de que si bien suele
suceder que una mujer se entregue sin amor, resistiendo difícilmente cuando ama (¿qué digo?,
¡nunca!), saqué en limpio esto: que en aquel caso o documento no había habido nada que
tuviera que hacer con el eterno tentador, sino que el malhechor, siendo en extremo
trascendental en sus combinaciones, hacía al revés de lo que el personaje del sainete, que,
temiendo ser descubierto, dice: "yo también soy ladrón".
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Aquí el ladrón intentó pasar por un pseudo seductor. No era el cuerpo de la patrona de la
carpa, sino su azúcar y sus cobres los que lo aguijoneaban.
-Dime -le preguntaba yo a ésta-, ¿si volvieras a tocar esa mano con la que tanto bregaste, esa
mano que sentiste enmelada con tu azúcar, al intentar otras operaciones que tú, entre sueños,
creías practicadas por tu marido, que hacía una escapada de la guardia para... ¡eh!, dime, ¿la
reconocerías?
-¡Ya lo creo, entre un millón de manos, señor! ¡Si reconoceré yo una mano que ha andado
por...!
Acertar en la buena administración de la justicia, sin ofender la equidad, cuando la una busca
al culpable, y la otra al inocente, es, en verdad, hacer acto de varón, lean ustedes de mayor...
de cuerpo.
Yo quería acertar, lo quería fuertemente. Me concentré, medité, reflexioné, y un rayo de luz
interior me iluminó, sugiriéndome un pensamiento que la misma envidia, como diría mi
maestro, no podía menos de calificarlo de hermoso. Y en efecto debió serlo, porque la
calumnia se encargó de abultarlo, de exagerarlo, de desfigurarlo, de mistificarlo, de exornarlo,
dándole a una farsa ejemplar, que a nadie aterrorizó, todo el carácter de una punición atroz,
salvaje, tradicional... de esas contra las cuales protesta, con horror, el artículo de la
Constitución a que antes me he referido; Constitución que es toda entera y verdadera una
protesta solemne contra los abusos, violencias y crueldades de todos los tiranos, y una
garantía contra los pródromos posibles de ellos... sobre todo, por razón de linaje... ¿Están
ustedes...?
Mi secretario me dice que abrevie. ¡Mal haya el hombre! El se cansa de escribir, y cree que yo
me debo cansar de dictar, como si no fuera muchísimo más trabajo pensar (mi secretario
murmura: cuando se piensa bien) que ensuciar carillas de papel.
El batallón, trastornado el orden de sus compañías, y la colocación de los individuos de todo
pelo, tamaño y nacionalidad que lo componían, formó en dos alas, tapados los hombres hasta
la cabeza con sus capotes, de modo que era imposible reconocerlos.
Petronila y yo íbamos recorriendo hombre por hombre, yo observando, ella tocando la mano
de cada cual, por debajo del capote, diciendo: no, no, no, instantáneamente, demorándose más
o menos para decir no, hasta que acertó a dar con un sujeto, que pareció fijar todos los
recuerdos de sus afinidades de epidermis, exclamando por fin, después de hesitar un momento
y de mirarme con cara significativa:
-¡Este es, mi mayor!
Yo tiré del capote para abajo.
¿Saben ustedes lo que quedó al descubierto, como uno de esos maniquíes que se desvisten por
escotillón? Ni más ni menos que un individuo que en la filiación moral, a que me he referido
tenía esta nota: "Destinado por ladrón, sanjuanino; tiene varias deserciones en dos palabras:
Mister Culito.
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Por supuesto que un lector extranjero non capirà niente de esto. Pero con tal de que entiendan
ustedes, a mí me basta y me sobra.
De aquí parto yo...
-Señor -me dice mi secretario-, ¿va usted a hacer alguna otra digresión?
-Pero amigo, no me cambie los frenos a cada momento...
-Está bien... así será; pero a mí me parece...
-¿Qué le parece a usted? ¡caramba!, que es hombre insistente...
No es digresión, es reflexión lo que voy a hacer...
Y ella consiste (lo peor de todo es que usted en sus apuros me hace que yo no diga todo lo que
deseara decir) en observar que la escuela naturalista tan combatida ... (se han empeñado en
que el naturalismo es cosa nueva porque lo confunden con la obscenidad); la escuela que
pinta usos, costumbres, que entra en detalles y en minuciosidades, empleando el caló , la
langue verte , diciendo, por ejemplo: meterlo en la tipa , en vez de "ponerlo preso", destinarlo
por "condenarlo", no presta el más mínimo servicio a la inteligencia futura de una infinidad de
anomalías de otra manera inconcebibles.
Dígase cuanto se quiera, si a la sociedad de ahora no la describimos con pelos y señales, los
que quieran saber, dentro de dos mil años cómo vivía un argentino en el año de gracia (a
algunos no les hace) de 1889, o durante la guerra del Paraguay, o en los tiempos de violín y
violón, no hallarán un solo documento auténtico que se lo diga, y todas serán conjeturas e
interpretaciones. Por eso el padre, el fundador, el primero de los autores naturalistas
modernos, el inimitable, el incomparable, el estupendo Balzac, ha hecho un verdadero
monumento arqueológico, escribiendo su Comédie humaine.
No; describir los usos, las costumbres, las rarezas, hasta los sarcasmos de una civilización
(esta palabra es muy elástica), para explicarse su vida, nunca será acto ocioso. Sería lo mismo
que sostener que la España venció a Napoleón porque tenía más patriotismo que otras
naciones, siendo así que lo venció porque, después de haber luchado siete siglos y medio
contra los moros, no había derramamiento de sangre que la asustara. Y no vayan ustedes a
deducir de aquí que, porque en España hay corridas de toros y riñas de gallos, no hay tatitas y
mamitas a quienes no se les caiga la baba cuando los hijos hacen pininos. Nuestros
antepasados eran tan tiernos y tan sensibles como nosotros podemos pretenderlo.
Y si ustedes me apuran mucho les diré que no fueron tan bárbaros con los indios como
nosotros.
Por consiguiente, todo es cuestión de costumbres y no podía ser sino calumnia, dadas nuestras
costumbres, el horror de que quisieron rodear a mi poco horrorosa persona los que,
empleando una frase que puede darse vuelta, como una media, dijeron: ¡que yo había hecho
comer a un hombre por las moscas!
¡Ajá! -le dije yo-, ya ve, amigo, como no hay deuda que no se pague, ni plazo que no se
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cumpla.
Y aquí hubo un diálogo muy cálido, entre ella y él, y allí tuve yo oportunidad de ver que no
hay nada más vil, más canalla, más infame, más cobarde, que un hombre, cuando por
salvarse, trata de calumniar a una mujer... como no hay nada más locamente sublime que una
mujer, cuando se trata de un hombre que ama desinteresadamente y mucho (¡caso raro!).
Acabemos: la justicia salomónica estaba, por decirlo así, hecha.
Cuentan que el célebre doctor Gall, entrando en el anfiteatro, exclamó al ver un cráneo del
que no tenía antecedentes (sus discípulos lo habían colocado allí a ver si lo sorprendían).
"He ahí bien pronunciada la protuberancia del crimen."
Era efectivamente la calavera de un forajido, asesino e incendiario.
Pues en la coyuntura de Ensenaditas yo pensé, al ver la cara de Culito:
"La Petronila tiene razón. Culito ha ido a robarla, no a gatearla, como él lo pretende, de
acuerdo con ella", y como yo, pensó todo el batallón.
Y esta vez no dije como el otro sabio: Prefiero tener razón solo, a equivocarme con todo el
mundo. No, discurrí a la inversa, me puse del lado de todo el mundo, y entiendo que acerté.
¿Y Culito?, ese hombre que yo hice devorar por las moscas, en pleno día, en presencia de
treinta mil testigos, entre los que hay que citar a mi jefe inmediato, el comandante Ayala,
general ahora, ¿treinta mil testigos, que no protestaron, que no me acusaron, que dejaron
impune el atentado?
Culito estuvo de plantón, un rato, atado a una palmera (así hacían muchos otros), y en
expectación pública como único castigo, por sus infinitas fechorías, poniéndosele un poco del
azúcar que había intentado robar, en la nariz, para que las moscas lo tildaran, y sufrió tanto...
que no cesó de reírse.
Si Culito no hubiera estado más que atado a una palmera, o en cuatro estacas, castigos
consentidos, a pesar de la Constitución (yo no los aplicaba) y se hubiera muerto, como no
habría sido un milagro que sucediera, rezando el parte "una baja personal", todo aquello
habría quedado envuelto en el más profundo misterio. ¿Por qué? Porque mis cómplices se
habrían encargado de defenderme. Pero tuve la diabólica inspiración de lo dulce, y esto se me
convirtió en amargura ad usum de los corresponsales o reporters, inocentes, al parecer.
Decía, que Culito casi se murió... de risa... y que el tormento que yo le di fue tan cruel que
todos en el batallón... se rieron...
Y ¿qué otra cosa querían ustedes que hiciera él, que era un pillo redomado, y yo que no soy
ahora mejor de lo que era entonces? Porque han de saber ustedes que, con la edad, me he
echado muchísimo a perder.
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¡Ah!, sin duda, ustedes habrían deseado que yo hiciera como los que estaban al lado mío...
como ellos... que fueron los que le pusieron alas a la calumnia para que volara, a fin de que,
entreteniéndose, el público con los otros, no se ocupara de ellos, de cuyas torpezas yo me
hacía cómplice silenciándolas... por puro compañerismo... pagado con moneda de ley... vil.
Es el caso de exclamar una vez más, con el poeta:
...Ma guarda e passa.
Miren ustedes, y esto es mucho más instructivo y está mucho más preñado de filosofía de lo
que a primera vista parecerá:
Estaba yo comiendo un día con un personaje político, hombre tan lleno de seducciones como
desgraciado, y admirando una preciosísima vajilla, que no había visto hasta entonces en su
casa, le dije:
-¿Y de dónde ha sacado usted esa joya?
-Adivine...
-Adivinar, ¿cómo? Déme algún antecedente; por la hilacha sacaré la madeja.
Ese amigo le pidió un diario a una de sus hijas e indicándome un suelto infame, marcado con
lápiz azul, me dijo:
-El que ha escrito ese suelto es el mismo que me ha regalado este servicio.
-¡Ah!, bueno, mi querido amigo; ese hombre, por un lado da, por otro quita, mientras obtiene
lo que pretende y se cobra con usura... Ya estoy... Puede ser...
Entre estos tiempos y los otros, no hay más que una diferencia.
Antes le hacían a uno odas y lo envenenaban con ramilletes perfumados. Ahora le regalan a
uno vajillas suntuosas, y lo calumnian.
Entre aquellos tiempos y éstos, ¿con cuáles se quedarán ustedes?...
Por mi parte, contesto: que esta planta endógena que se llama hombre , que crece del interior
al exterior, hay que observarla y estudiarla de cerca, y que ustedes se han de equivocar
siempre que juzguen a uno de sus semejantes por el aire con que anda en la calle, no porque el
aire, en cuanto implique fisonomía, no sea un trasunto, sino porque al hombre, como a todo lo
que es complejo, hay que verlo por dentro y por fuera.
¿Quieren ustedes un ejemplo concluyente?
Vengan ustedes a mi casa, hablen con todos los estantes y habitantes de ella, hasta con mi
perro Júpiter, y todos ellos, inclusive mi secretario (un secretario grato, que pondera, es un
colmo), les dirán: que yo soy un artista consumado, delicadísimo, un adorador de la forma y
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del colorido, una especie de griego forrado en un romano, que adoro las flores, los pájaros y
los niños, capaz de comerme una pera de agua... de Montevideo, y hasta una... oriental.
¡Pero que hacer comer a un hombre por las moscas! shocking, eso no salió de ninguna de las
concepciones atroces que pudo tener mi amada madre, cuando mi padre lo engendró a vuestro
constante admirador... en cambio de que lo admiréis un poco... y de que alguna vez siquiera le
remováis algunas de las piedrecillas que le ponen en el camino... sus genialidades.
Mi secretario da fe, escribiendo: Ecce homo, y mi secretario no es hombre de pilatunas.
Cinco minutos inverosímiles en la sala de Federico de la Barra
Se non é vero é ben trovato.
¿Título largo, no es verdad?
Sí, pero es que con él me ahorro un parágrafo entero.
Agréguese: que en el siglo de la electricidad y del vapor, el estilo analítico tiene que cederle el
paso al estilo sintético, reconociendo sus fueros y prerrogativas.
Siguiendo como vamos, pronto escribiremos con monogramas, y si el rubro no es
comprensivo como un resumen, nadie leerá la disertación.
Time is money.
La frase anda de capa caída, los escritores más hábiles son los que dicen y hacen entender el
mayor número de cosas útiles con el menor número posible de palabras, y no tardaremos en
ver que los oradores más influyentes son los que hablan menos y se mueven más.
Con efecto, si el tiempo es dinero y el silencio es oro, la palabra no es más que un
compromiso o una indiscreción, que el buen Sancho Panza de balde no decía "en boca cerrada
no entran moscas".
Señores y señoras, ustedes me conocen.
Querer que escriba sin el consabido condimento de citas y epígrafes, es pedir peras al olmo.
Yo ando siempre con mi bagaje a cuestas y no puedo con mi genio.
Donde me detengo, lo exhibo.
¿Estamos?
Pues entonces, adelante.
Fui la otra noche a visitar a Federico de la Barra.
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Llego, golpeo, subo; "entre usted", me gritan de arriba; obedezco la consigna, y a poco andar
me hallo en un salón casi a oscuras.
Hay en Buenos Aires, como se sabe, la poética costumbre (iba a decir mala) de no encender
luces durante las noches de verano, contentándose todo el mundo, incluso los rateros y los
enamorados, con la que destella la blanca y pálida luna, entrando tímidamente en las
habitaciones al través de nuestras arábigas ventanas o balcones, abiertos de par en par; de
manera, que ya se imaginará el lector mis primeras perplejidades, deslumbrado como iba por
la luz del gas.
¡Zas!, ¡tras!, una mesa, después un piano, por fin, y afortunadamente, una silla en la que me
senté.
Acababa de comer; había caminado mucho y estaba fatigado... transcurrieron algunos breves
instantes, y como nadie se presentara tuve tiempo, durante aquella tregua feliz, para enjugar la
copiosa traspiración de mi frente, tomar aliento, y disponerme a hacer los primeros saludos y
amistosos cumplimientos con desahogo.
Dormía sin duda, porque cuando el estremecimiento y el ruido producido en el edificio por el
tránsito de un carruaje veloz sacudieron mis nervios, haciéndome abrir tamaños ojos, no pude
darme instantáneamente cuenta ni del sitio donde me hallaba, ni de la postura en que estaba,
ni de la hora que era, no obstante que las tinieblas habían desaparecido, permitiéndome ver
clara y distintamente la amplia y simpática calva de Federico, embellecida por su larga y
canosa pera, nítida como un ampo de nieve, y el cual estaba frente de mí, inmóvil y de pie,
como una estatua sobre su pedestal.
-Me había quedado dormido -le dije; y no oyendo que me contestara añadí- ¿te gozabas
viéndome hacer la digestión?
Nada, silencio profundo, ni una palabra.
Si estará dormido, pensé, y agregando ¡Federico!, me acerqué a él y le di una palmada
cariñosa en el hombro, experimentando, en cuanto lo toqué, una impresión de frío glacial tan
rara, que retrocedí tres pasos.
"...Some strange commotion
is in his brain: he bites his lip, and starts;
stops on a sudden, looks upon the ground,
then, lays his finger on his temple [17] ."
¡Federico!, grité entonces, y viéndolo en un espejo que estaba detrás de él; pero viéndolo
mucho más pequeño y no de espaldas, sino de frente. ¡Federico! ¡Federico!, volví a gritar,
dudando ya de mis sensaciones y como si algo extraordinario y pavoroso aconteciera.
No sé si ustedes han tenido miedo alguna vez... yo, que he tenido muchas veces miedo de
tener miedo, he observado que la inminencia del peligro inevitable, fatal, puede devolvernos
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la serenidad perdida, la posesión completa de nuestro yo, precisamente en el instante mismo
en que la crisis, llegando al punto culminante de su apogeo, parece aplastarnos y anonadarnos.
Como yo soy tan criollo y, ante todo, me gusta que me entiendan, diré que lo que acabo de
querer expresar lo expresan nuestros paisanos muy a lo vivo cuando dicen: hacer de tripas
corazón; frase que es también muy española.
Mi emoción era intensísima.
Muerto , no puede citar, aunque está yerto, me decía, en el momento en que un rayo de luz
casual iluminaba la sala; y entonces vi que lo que yo había tomado por una cosa humana era...
un busto de mármol, en cuya plasticidad aérea había tal resplandor de vida que era el mismo
Federico pintiparado, y que el espejo que lo reflejaba, en punto menor y no de espaldas, como
era natural, sino de frente, no era más que la fotografía que había servido de muestra al
escultor, colgada detrás, en la pared.
A mis gritos de: ¡Federico! ¡Federico! había acudido una sirvienta, la misma que al oírme
golpear y subir, prevínome que entrara y que ahora añadía: "ha salido el señor don Federico, y
dice que ya vuelve; que lo esperen".
-¿Está la señora? -le pregunté.
-No -me contestó.
-Bien, encienda usted una luz.
Obedeció, y al pie del busto leí: MONTEVERDE.
Salí de allí sin dejar nada dicho; y pensando en aquella maravilla artística, iba por la calle
repitiendo casi en alta voz: ¡un busto de Monteverde!, ¡pues es idea! ¿y cuántos miles le habrá
costado?
Cuando llegué a mi casa, hallé en ella a mi madre; contéle lo acontecido; por ella supe que era
un regalo de año nuevo presentado al noble Federico por algunos amigos gratos; y ella supo
por mí que, mientras de todas las bellas artes es la escultura la que ha alcanzado en este siglo
mayores progresos, acercándose la escuela moderna a la pureza de las antiguas escuelas
griegas, descuellan entre los modernos Vela, Dupré y Monteverde, habiendo este último
sobrepasado a los primeros.
Monteverde, autor de la estatua de Mazzini, es, en efecto, hoy día universalmente reconocido
como el jefe de la nueva escuela que llaman verista, y el juicio de los inteligentes lo clasifica
del mejor entre los mejores.
Las principales obras suyas, las que lo han elevado a la cumbre del mérito son:
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El genio de Franklin, que representa el fluido eléctrico atraído por el pararrayo al descender.
La juventud de Colón , que representa al inmortal genovés en su primera edad, sentado sobre
un escollo, mirando desde allí la inmensa mar, en el momento de concebir la idea de la
existencia de un Mundo Nuevo.
Por último, el Inventor de la vacuna, estatua que representa la primera prueba de su invento,
hecha sobre el propio hijo, con la conciencia científica del resultado.
Federico, estas líneas tienen un objeto: denunciarte como poseedor de una joya preciosa que
debes exhibir, o te expones a que tu casa sea invadida de un momento a otro... por los
curiosos... pues supongo que los que tanto has beneficiado, que son algunos, no te visitarán
mucho ahora, que digamos.
Y ahora: supongamos lo que Dios no permita, que un cataclismo nos sepultara mañana, como
a Pompeya y Herculano, ¿en qué aprietos no se verían, dentro de dos mil años, los anticuarios
que descubrieran tu busto?
¿A qué tirano, dictador o presidente se lo adjudicarían?
Sería el caso de recordar aquello de: et voilà justement comme on écrit l’histoire.
Decididamente, Federico, que si se quiere no mistificar la historia y la posteridad, hay que
prohibir que los simples mortales, como tú, merezcan de sus buenos amigos tan insignes
honores, siquiera sea éste el único galardón reservado a la virtud y a la honradez.
¿Qué se deja, si no, para los otros?
¿He sido indiscreto?
¡Quién sabe!
Perdóname, en todo caso, siendo culpa de tu efigie, ya que tanto amo el original
Goyito
A mi hermano Carlos
La chaleur pour les ámes, comme pour les corps, se produit par le repprochement.
Renán.
En el Cementerio Norte de Buenos Aires, entrando, a la izquierda, hacia el fondo, por la parte
que mira al ocaso, hay un modesto sepulcro, en cuyo frontispicio se lee:
General Don Lucio Mansilla [18]
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Allí están, durmiendo el eterno sueño, los restos de dos viejos, general el uno, soldado el otro;
mi padre y Goyito, su asistente; dos afectos ejemplarmente tenaces.
El sepulcro ése lo construyó mi padre para él, en su manía octogenaria de preverlo todo, y no
sólo construyó el sepulcro, sino que compró el cajón que debía contener sus huesos después.
Y el cajón estuvo ahí muchos años, esperando su huésped y mistificando a los visitantes, que,
al transitar por la callada mansión, se detenían ante una reja, miraban al través y leían en una
placa de metal: "General don Lucio Mansilla", que no era ni mi padre, el cual estaba todavía
en su casa, sano y bueno, ni vuestro muy atento y seguro servidor, que vuestras manos besa, si
sois hombres los que me leéis, o vuestros pies (prefiero esto) si sois señoras, par la raison très
simple , como decía mi maestro de francés y el de todos mis contemporáneos, el inolvidable
Sourigues, de que yo ni era general entonces, ni me había muerto todavía, según sospecho.
Mi padre era un hombre singular y extraordinario, bajo ciertos aspectos. Sus ideas eran
propias, originales: sabía todo por intuición o adivinación, y lo que no sabía y se le explicaba,
lo entendía en el acto. Así como él debieron ser los primeros sabios y su ciencia infusa, a no
ser que ustedes me prueben que ya había Universidades dependientes o autónomas, que para
mi gusto son las únicas que algo valen, en los tiempos de Salomón.
Esto no obstante, mi padre tenía sus extravagancias, vulgo desviaciones del criterio tonto de la
generalidad; pero , como ésta, se equivocaba mucho, por más que a veces alardeara de tener
una base de conocimientos científicos, lo que era cierto, como que, en efecto, fue agrimensor
diplomado y discípulo de Cerviño.
Y cuando ya se hacía muy viejo, entre sus manías, la más inocente de todas era ésta:
-¿Sabe usted que se ha caído la torre de la Catedral?
-¡Eh!, siempre había yo dicho que esa torre se caería.
¡Pobre tatita! Tenía otra manía, que no era más que una manifestación de su virilidad
orgánica.
-¿Conque está usted construyendo un sepulcro?
-Sí, señor: casa para después de morir.
-Y me dicen que tiene usted también cajón debajo de la cama.
-No, hombre, el cajón está donde debe estar, como si fuera un armario: en el cementerio.
Y agregaba:
-Yo no quiero darles trabajo a mis hijos ni a nadie, cuando me muera.
Así sucedió, en efecto, porque, como si hubiera tenido la doble vista del momento en que
moriría, su muerte no nos dio sino profunda tristeza. ¡Oh!, sí, nunca, jamás, el viejo nos dio
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que hacer.
Fuimos nosotros, todos nosotros, los del primero y los del segundo matrimonio, los que a él se
lo dimos, y a Goyito, y a ambos a dos, por activa y por pasiva. Porque en pos de las diabluras
nuestras vinieron las de nuestros hijos, que no dejaban títere con cabeza en casa de abuelito,
ni en el cuarto de Goyito.
¿Te acuerdas, Carlitos, de aquella semana, que llamaremos terrible, cuando a tatita le había
dado por tener gallinas, para tomar huevos pasados por agua, frescos?
Nuestro pobre Andrés espiaba las gallinas que cacareaban, iba al nido, tomaba los huevos, los
cocía clandestinamente, los volvía a poner en el nido, sin que lo vieran y nadie caía en cuenta.
Y mi padre se exasperaba con Goyito, que era el encargado de preparárselos.
-Mulato del demonio...
-Yo no soy mulato -respondía Goyito...
-¿No eres cordobés?
-Sí, soy cordobés y ¿qué...?
-Entonces, has de saber rezar el Credo.
-Sí, sé, ¿cómo no he de saber?
-Pues, entonces ¿cuántas veces quieres que te repita, que estando el agua hirviendo, se echan
los huevos, se reza el Credo, y ya están cuando se concluye?
-Bueno, yo no sé cómo hacer -le dijo un día-, aquí parece que el diablo anduviera metido en la
cosa.
-¡Qué diablo, ni qué berenjenas, hombre! Anda, traéme la pava [19] de agua hirviendo y un
par de huevos y vas a ver...
Resultado: fiasco completo de mi padre, victoria de Goyito. Tremenda escena de familia,
cuyo resultado es: que mi padre hace el elogio de una máquina francesa para pasar huevos por
agua, que ha visto en casa de Isabelita Amestrón , como él decía, que sale y compra una; que
al día siguiente la ensaya, sin éxito; que le echa la culpa a su impericia, quedándose sin
huevos ese día; que al otro día se repite la operación, que el éxito es desfavorable, y que
pagan el pato, como vulgarmente se dice, los franceses, que el viejo acusa de charlatanes, de
explotadores, que nos meten todas esas porquerías por los ojos, como si fuéramos indios; que
no hay como el sistema antiguo de pasar huevos por agua, y que ya verán mañana, cuando él
mismo hierva el agua en la mesa...
-¡Así no hubiera sido que en presencia de los apuros de su abuelo, el nieto no pudo aguantar
la risa, descubriéndose el pastel!
Bien, como ustedes lo van viendo, Goyito era parte integrante de mi familia, y... cordobés,
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habiendo empezado su carrera de postillón; pues cuando lo mataron a Liniers en la Cabeza del
Tigre, él estaba por allí, y entre muchas otras leyendas, falsas o verdaderas, conocía de pe a pa
la de la tragedia que arrancó un "CLAMOR".
Goyito estuvo con mi padre sesenta años; los dos se adoraban y vivían peleando eternamente,
porque mi padre abusaba del asistente, y el asistente tenía espíritu de contradicción.
-Sácale punta a ese cuchillo, Gregorio.
Goyito lo ponía más romo.
-Dame el frac azul.
Goyito le daba el negro.
¡Ah!, pero cuando mi padre se vestía de parada, en los últimos tiempos, Goyito salía tras él,
codos atrás, arrastrando los pies, brillándole los ojos de enternecimiento, y si alguien acertaba
a pasar en ese momento, de seguro que lo detenía para decirle:
-¿Usted conoce a ese que va ahí?... Es el general Mansilla. ¡Qué hombre lindo, amigo! ¿No?
Por su parte, mi padre decía, como M. Choufleury, siempre que se hablaba de Goyito:
- Il est très bête, mais il est très fidèle.
Este juicio no era, sin embargo, completo del todo. Goyito no sabía gramática, ni medir un
ángulo; pero sabía de memoria muchas cosas. Así es que, cuando mi padre refería algo que a
él le constaba, a la más mínima inexactitud en el relato, ya por reserva discreta o por afasia
cerebral, Goyito me hacía una guiñada o una seña, diciéndome, vení -me trataba como a hijo y
yo le pedía a él la bendición; por supuesto que se la pedí hasta que se murió-, y agregaba:
-¡Pero qué viejo tan mentiroso! ¿qué me va a decir a mí eso, si yo estaba allí?
Yo, algunas veces, por vía de estudio o de diversión, le hacía mis rectificaciones a mi padre,
invocando el nombre de Goyito. Pero el viejo no admitía discusión al respecto, y zanjaba la
dificultad con este argumento incontestable:
-¡Ese mulato es un animal y está muy viejo!
Goyito decía poco más o menos lo último de él, en sus expansiones conmigo.
Yo lo exhortaba a la paciencia. Y a veces, y a pesar de todo, solía quedarme perplejo,
pensando que era singular que dos testigos oculares no se entendieran.
Después he visto y he oído tanto, que ahora ya sé, aleccionado por la experiencia, que no hay
que afanarse mucho en discutir toda la verdad, sobre lo que son incidentes o episodios
militares, combates o batallas, hechos de cualquier naturaleza.
Sí, ahora ya sé que los hechos históricos y el sitio en que ellos han tenido lugar, son como las
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leyendas y los milagros: no hay que moverlos ni que rectificarlos.
Ya ven ustedes lo que está pasando en este momento: la disputa entre Génova y la Córcega,
con motivo del próximo centenario (1892) del descubrimiento de América. La pequeña
ciudad de Calvi, teniendo por intérprete al abate Peretti, sostiene que allí nació Cristóbal
Colón y no en Génova. Y los genoveses contestan: ¡presenten la fe de bautismo!
Y la disputa no es de tan poco momento, porque admiradores del gran navegante, católicos
fervientes como lo era Colón, trabajan con empeño para beatificarlo primero y canonizarle
después. Y esto, tratándose de bienaventurados o de santos, es archinteresante, a no ser que no
lo sea el ignorar dónde nacen y dónde mueren los buenos ejemplares humanos.
Y en Roma, y no tratándose ya de hechos remotos, sino modernísimos, un arqueólogo
sostiene que los italianos no entraron en la ciudad eterna por la Puerta Pía, donde el 20 de
setiembre se celebra todos los años la gran fiesta, sino más allá; que no fue allí donde el cañón
abrió la brecha histórica sino en otra parte. Y el populacho de Roma le dice: "¡Oh!, déjese de
embromar; por ahí entraron." ¿Y qué otra cosa han de decir, si eso es lo que les han enseñado,
si eso es lo que les han metido por los ojos? Y sin embargo, parece que el moderno
arqueólogo tiene razón.
Y acá, entre nosotros, ¿no está convencida la mayor parte de la generación actual de que
Rozas lo destituyó a San Martín, por ser santo francés, declarándolo patrono de Buenos Aires
a San Ignacio, porque era español; siendo así que todo ello no fue más que una invención de
las más inofensivas de Rivera Indarte? [20]
Por consiguiente, entre los relatos de mi padre y las rectificaciones de Goyito, me quedo con
las de mi padre, salvo los casos en que Goyito, a título de confidente, había presenciado de
visu y con la imaginación, las escenas; pues, es claro que si algo de esto mi padre contaba,
había de ser con las cortapisas dictadas por el decoro de actor. Sesenta años, he dicho, y al
cabo de ellos me parece que ya era hora de que un servidor devoto, fiel, incorruptible, como
era Goyito, le dijera a su patrón:
-¡Ya para mí es suficiente! -Y que se fuera a descansar a la otra vida.
Así sucedió: Goyito se enfermó, y aquel cuerpo usado por tantas fatigas y tantas intemperies,
pagó su tributo a la materia, sin mayor dolor, muriendo tranquilamente, pero pudiendo leerse
en la elocuencia muda de su cara acongojada, que se separaba para siempre de su general, de
sus hijos y de sus nietos con muchísima pena.
Y no había egoísmo allí, no. Se creía un hombre necesario, indispensable. ¿Qué será de ellos,
después de mí? -se decía, no lo dudo-. ¿Quién le dará las friegas? ¿Quién lo vestirá a él, como
yo? Y las pocas lágrimas que brotaban de sus ojos no eran arrancadas sino por
consideraciones, o por pensamientos, mejor dicho, de esa delicadeza.
Mi padre lloraba mucho por dentro. Era esto conocido de nosotros. El síntoma no fallaba
nunca. Se estiraba, echaba los hombros para atrás, y miraba a su alrededor con cierta afectada
fiereza. Era un modo de contener las lágrimas. Pero la voz lo traicionaba.
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El general hizo, pues, su papel, durante la enfermedad rapidísima y ante el espectáculo del
cadáver del servidor predilecto.
Mi padre dispuso todo, y nada se alteró en la casa, sino el aspecto de los que la habitaban o la
frecuentaban. ¡Quién no lo quería a Goyito!
Lo llevamos al cementerio, en un cajón como correspondía a su clase.
¡Sarcasmos del destino! No concurrió mucha más gente al entierro del asistente que al del
general. Buenos Aires huía entonces en todas direcciones. Se necesitaba mucho amor, para
que los que decían quererse, no se fueran por distintos rumbos. Pero tanto el general como el
asistente fueron enterrados por los suyos y sus amigos. Y uno de los fuertes vínculos que me
uniera en otro tiempo a Aristóbulo del Valle, fue que él asistió también al entierro de Goyito.
¡Qué escena aquella en el cementerio!
El sitio es ya de suyo tétrico; mas en aquella hora lúgubre, el murmullo de Buenos Aires,
parecía tan apagado como el de la media noche en día de Viernes Santo, de modo que, hasta
con los ojos vendados, habría podido decir un peregrino extraviado:
"Aquí moran difuntos."
Los operarios, que juegan con las calaveras y las canillas, como los niños con las bolitas y los
soldados de plomo, abrieron, con esa facilidad repugnante de su oficio, el cajón, para saturar
el cadáver con cloruro de cal...
Goyito parecía un santo en su mortaja, y santo había sido, en efecto, por la pureza de su vida.
Mi padre miraba en torno, con el ceño arrugado, queriendo ocultar la emoción de que era
presa.
Yo le observaba, y veía acercarse el instante psicológico: las lágrimas contenidas, que al fin
arrasarían, quemándolas, sus tostadas y rugosas mejillas de soldado.
No pudo contenerse: se echó sollozando sobre el muerto, lo abrazó, lo besó, y tuvimos que
arrancarlo de sobre el fiel e inseparable compañero de santísimos años, cuyo camino a la
eternidad no tardó en seguir.
Aquellas dos existencias, no me cabe duda, computaban todos los días, sin quererlo, el resto
de vida que les quedaba. Un secreto presentimiento debía decirles que en el gran libro del
destino estaba escrito que el fin de la una marcaría, en el cuadrante del tiempo, la hora
postrera de la otra, no sólo por razón de edad, sino porque ese vínculo misterioso que se llama
simpatía, es a la existencia lo que dos agujas imantadas entre sí; por la posición de una de
ellas, se conoce la de la otra.
La percepción sobrenatural no es más que eso, por rara y extraña que esa facultad sea. El
lenguaje popular no entiende de razón suficiente de creer; pero cuando decimos "el corazón
me lo anunciaba", ¿qué otra ley se cumple, sino la de la simpatía?
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Entre-nos III
Lucio.V.Mansilla 121
Los milagros no son más que fenómenos psíquicos o físiconaturales, no explicados
Notas del autor
Notas del autor
1. En París hay una Rue d’Obligado.
2. Así la llamaban, por desprecio, como a María de Médicis la italiana, y a María Antonieta la
austríaca.
3. Voz nasal, difícil de pronunciar y más difícil aún de escribir.
4. Este caballero es uno de los académicos de número, director nada menos de la Real
Corporación, árcade de Roma, como el otro general de acá, traductor del Dante también, y
todavía Ceballos de apellido, aunque no con z, sino con c.
5. Io dissi: alla metá dei miei giorni andró alle porte dell'inferno.
6. Asueto, Ta. Adjetivo anticuado. Acostumbrado. Masculino. El día o tarde que se da
vacaciones a los estudiantes. Dícese también día de asueto; y con este nombre se llama alguna
vez la fiesta de corte en que se abren los tribunales.
Etimología: Latín assuetus, acostumbrado, participio pasivo de assuescere; compuesto de as,
por ad, y suescere, por usuere, de usus, uso. Suere representa usu-ire, ir con el uso. El asueto
es la huelga de costumbre. (Diccionario castellano.)
7. Purajey: canción, en guaraní.
8. Terecañe: para que te pierdas; fundado por Irala. Lugar de destierros en tiempo de López.
9. Es mulato como al principio dije, pero aquí le llaman negro.
10. Según Burmeister y otros, la mano es la parte más humana de nuestro cuerpo. Es decir, lo
que más nos diferencia de los monos.
11. Véase: The Senses and the Intelect , de Bain. The Essays Scientific, Political, and
Speculative , de H. Spencer, y The Anatomy of Expression , de Bell.
12. Compilación de articulejos publicados en la prensa diaria y editada por Paul Ollendorff,
con su correspondiente lámina, por portada, en que las mujeres muestran las pantorrillas.
13. Usted no entenderá jota de esto, Zola. Pero si averigua ahí de algún argentino quién era
Rozas, ya medio lo entenderá.
14. Modismo argentino.
15. Este dicho es del doctor don Nicolás Avellaneda, cuyo ingenio era grande. Pero si les digo
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Entre-nos III
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a ustedes aquí en qué ocasión lo dijo, les privo de otra charla sobre el ático causeur, y no
quiero defraudarlos; la aplazo.
16. Bollitos amasados con una harina de maíz de ese nombre y azúcar.
17....Su cerebro experimenta una fuerte conmoción:
Sus labios se agitan temblorosos y parte.
De repente se detiene: fija la vista en el suelo... y por último lleva la mano a su frente.
18. El dos de marzo último, centenario del general Mansilla, el director de la Revista Nacional
depositó en el sepulcro del general una placa de bronce que contiene esta inscripción:
LA DIRECCIÓN
DE LA
"REVISTA NACIONAL"
AL
GENERAL LUCIO MANSILLA
EN SU
CENTENARIO - 1789-1889
CHACABUCO. OMBÚ. OBLIGADO.
La familia del general Mansilla reitera aquí su más íntimo agradecimiento al noble joven don
Adolfo P. Carranza, director de la Revista Nacional.
19. La Academia no admite, hasta ahora, más pava que la hembra del pavo.
20. Consulten sobre este punto al paciente investigador doctor Angel J. Carranza
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