Juicio de Dios

Anuncio
JUICIO DE DIOS
CUENTO DE CALLEJA
ADAPTADO AL CASTELLANO ACTUAL
por
ENRIQUE FERNÁNDEZ DE CÓRDOBA Y CALLEJA
(Juguetes Instructivos- Serie XV- Tomo 286)
La reina mora de Granada, esposa de Boabdil, el rey Chico, como le llamaban, estaba presa
por orden del rey. En su oscuro calabozo solo tenía por compañera una cautiva cristiana,
que, al ver tan apenada a su señora, le aconsejó que buscara en el verdadero Dios y en
nuestra sacrosanta religión el amparo de sus aflicciones. La reina había sido presa porque
unos infames de la tribu de Zegrí, por congraciarse con el rey, la acusaron de haber tramado
un plan para atentar contra la vida del monarca. Le dieron a este tan numerosos detalles de
la conspiración, que encolerizado Boabdil, mandó llamar a los caballeros de la tribu
Abencerraje, todos ellos de intachable fama, y los hizo degollar a su vista, solo por estar
acusados de ser cómplices de la reina. Treinta y seis de aquellos caballeros murieron bajo el
sable del verdugo, y todos hubieran sucumbido sin la intervención de un paje que vio la
degollina y corrió a prevenir a los demás para que no acudieran al llamamiento del rey.
Hubo un motín sangriento, pero después de apaciguado, quedó presa la reina y sometida a
un juicio de Dios. Consistía este en que los delatores mantuvieran su acusación con las
armas en la mano, si alguno se presentaba a defender al acusado. Luchaban, y si vencía el
delator, era condenado el reo; pero si la victoria favorecía al defensor, aquel quedaba en
libertad como inocente.
Colocada en tan duro trance la reina, que era tan buena como hermosa, siguió el consejo de
su esclava y escribió a un caballero cristiano llamado Juan Chacón, pidiéndole amparo en
su desgracia y ofreciéndole convertirse al cristianismo. Era Juan Chacón un valeroso
guerrero y un cristiano ferviente, por lo cual, la esclava, que le conocía, no dudó un
momento de que acudiría en socorro de la desgraciada reina. Pero los días pasaban sin que
se recibiera contestación al mensaje, y la reina estaba angustiada sin saber a quién recurrir.
Llegó, al fin, el día señalado para el juicio de Dios, y en una de las plazas de Granada se
levantó un cadalso, en donde habría de morir la reina, en el caso de que vencieran sus
acusadores o de que nadie se presentase a defenderla. Enfrente estaba el estrado de los
jueces y la tienda de los acusadores. Eran estos cuatro, de los más valerosos zegríes. Se
llamaban Mahomad Zegrí, Hamete Zegrí, Mahandón Zegrí y Mahandín Negrí.
Llegada la hora, un heraldo pregonó la acusación, diciendo que los acusadores estaban
dispuestos a mantenerla con las armas, si alguno osaba contradecirles.
Reinó un silencio de muerte, porque el pueblo amaba a su reina tanto como temía a los
Zegríes. Por segunda vez levantó su voz el heraldo, y tampoco se atrevió a protestar nadie.
Después del tercer pregón se daba por abandonada la defensa, y por eso todos escucharon
con angustioso silencio la voz del heraldo, que repetía por última vez la acusación.
En esto se oyó un toque de trompeta y otro heraldo anunció que unos caballeros, turcos que
acababan, de llegar querían tomar la defensa de la reina. Momentos después penetraron en
el palenque cuatro turcos, vistosamente engalanados con ricas vestiduras que cubrían las
sólidas armaduras de combate. Subió el que parecía jefe de ellos al tablado en que la reina
se encontraba, y saludándola cortésmente en arábigo, dejó caer sobre su falda la carta que
escribiera a Juan Chacón, probando de ese modo que él era, bajo el disfraz de turco, el que
venía a defenderla.
Aceptó la reina que aquellos caballeros la defendieran, y bien pronto los jueces dieron la
señal de combate. No fue este ni largo ni dudoso. Los caballeros cristianos disfrazados de
turcos eran, además de Juan Chacón, Diego de Córdoba, Manuel Ponce de León y Alonso
de Aguilar, famosísimos los cuatro por su destreza y su valentía.
El primero que acabó fue Juan Chacón, hombre tan forzudo que, según sus biógrafos,
degollaba a un toro de un solo tajo. Despachó a su adversario en diez minutos y se colocó al
pie del cadalso en que se hallaba la reina. Las músicas del pueblo celebraron la victoria,
mientras lloraban los parientes del vencido zegrí.
Manuel Ponce de León salió también victorioso, a pesar de haber perdido el caballo en la
pelea, quedándose a pie y casi a merced de su adversario. Este le arremetió con la lanza,
pero Ponce de León, de un salto, se puso fuera de alcance y le dijo al moro:
-Más vale que te bajes del caballo, porque si te hiero será peor
Cayó el moro en la treta, y diciendo:
-Tienes razón
Apeóse rápidamente y, empuñando la espada, se arrojó sobre Ponce, que le esperaba
valerosamente. A los primeros tajos, el cristiano le rebanó una pierna al moro, y este quedó
vencido. Nueva música entre los partidarios de la reina y nuevos llantos entre los amigos de
los calumniadores.
Alonso de Aguilar venció también a su contrario.
Quedaron tan solo combatiendo Diego de Córdoba y el zegrí más fuerte de los cuatro.
Diego de Córdoba era de corta estatura y el moro de talla colosal y fuerzas proporcionadas.
Confiando este en su fuerza, acercó su caballo al de Diego de Córdoba, y abrazándose a
este le sacó de la silla para tirarle al suelo, pero no contó con el vigor de Diego, el cual, tan
fuertemente se agarró a su contrario que ambos cayeron a tierra, sin valerle al zegrí sus
hercúleas fuerzas. Ya en el suelo, intentó nuevamente el moro levantar en alto a Diego para
estrellarle, pero según dice el cronista, parecía que le habían brotado raíces en los pies.
Entonces, Diego de Córdoba sacó una daga y derribó de un solo golpe a su contrario.
Ya derrotado, confesó el zegrí que cuanto habían dicho era una infame mentira para
condenar a la reina y a los caballeros Abencerrajes. Repitió su confesión ante los jueces, y
la reina fue declarada libre.
Aquella misma noche recibió la reina el agua del bautismo, siendo su padrino Juan Chacón
y poniéndole por nombre María.
Los caballeros cristianos fueron curados de sus heridas y, mientras permanecieron en
Granada, custodió la casa en que se encontraban un fuerte escuadrón de caballería mora,
mandada por Muza, hermano del rey, moro tan prudente como generoso, que era amigo de
Diego de Córdoba y que acabó bautizándose también.
Esto os enseña, hijos míos, a tener fe en le protección del cielo, que nunca falta a los que la
piden de corazón.
Este curiosísimo hecho, que demuestra las altas virtudes y el heroico esfuerzo de la nobleza
castellana, está contado por el historiador y guerrero Ginés Pérez de Hita, en su obra
novelesca titulada “Guerras civiles de Granada”.
FIN
Nota: como sabréis, Boabdil es el Rey moro que aparece en nuestro escudo, y Alonso de
Aguilar era el hermano mayor del Gran Capitán. El Diego de Córdoba que aparece en el
cuento, era seguramente el Conde de Cabra, también de nuestra estirpe.
Descargar