Creo en Dios Padre CCE 198-412

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CURSILLO DE FORMACIÓN PERMANENTE
EL CATECISMO DE LA IGLESIA CATÓLICA (VIII)
COMENTARIO A LOS ARTÍCULOS: CREO EN DIOS PADRE
Creo en Dios Padre (Números 199 al 227)
«Creo en Dios» es la afirmación primera y fundamental de la profesión de fe.
El Dios en el que creemos los cristianos es uno y único. Así le fue revelado a Israel y así lo
confirmó nuestro Señor Jesucristo es su predicación.
La unicidad de Dios nos lleva a creer también que no hay ningún otro Dios; que Dios no tiene ni
origen ni fin; que todo cuanto vemos en el cielo y en la tierra es obra suya, y que es Él, quien con su
poder todo lo ha creado y lo conserva. Por sus obras conocemos su benevolencia, su bondad, su
gracia, su amor; pero también su fiabilidad, su constancia, su fidelidad, su verdad. En Dios no cabe
pensar ni cambios ni mutaciones, y cuanto ha prometido lo cumplirá.
Pero de este Dios, que confesamos que es uno solo, decimos también que es Trino: Padre, Hijo y
Espíritu Santo: Tres Personas, pero una Esencia, una Sustancia o Naturaleza absolutamente simple.
El Nombre de Dios y sus principales atributos
El Catecismo nos dice que el Dios, Uno y Trino, no es una fuerza anónima, tiene un Nombre: Yo
soy el que soy. Un nombre que fue revelado para que los hombres tuvieran acceso al misterio de
Dios, y, sobre todo, para que pudieran conocerlo más íntimamente y lo invocaran personalmente.
Es un Nombre misterioso. Con él ciertamente se nos da a conocer, pero también, en la medida
que expresa que Dios está infinitamente por encima de todo lo que podemos comprender o decir,
es un nombre que nos habla de un Dios inefable, es decir, de una realidad que no se puede
explicar con palabras.
El Nombre de Dios habla de su presencia y participación en la historia de los hombres, por
medio de la cual se ha dado a conocer. Se trata del Dios de Abrahán, de Isaac y de Jacob, el Dios
de los patriarcas, que les condujo a todos y cada uno de ellos a lo largo de sus peregrinaciones.
El nombre de Dios revela igualmente que es un Dios fiel y compasivo, que se acuerda de
aquellos con quienes ha hecho una alianza y que no olvida sus promesas. Su fidelidad es de
siempre y para siempre, vale tanto para el pasado, como para lo que está por venir.
El nombre de Dios nos dice asimismo que viene para librar a los que son esclavos. Dios se revela
como el que está siempre ahí, junto a su pueblo para salvarlo.
Ante este Dios, el hombre descubre su pequeñez y su pecado, lo cual le pone en la mejor
disposición para hacer experiencia de la misericordia y clemencia divinas. Ambas son eternas y
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se revelan fundamentalmente en el perdón inmerecido y gratuito, concedido a los que le fueron
ingratos y se apartaron de su amor.
Se nos revela de este modo que Dios no puede dejar de amar. Tanto es así que, a pesar de la
infidelidad y del pecado de los hombres y del castigo que merecen, llegó a entregar a su propio
Hijo, para librarnos del pecado.
Dios es la Verdad, sus palabras no pueden engañar; por ello el hombre puede entregarse con toda
confianza a la verdad y a la fidelidad de su palabra en todas las cosas.
La sabiduría de Dios rige todo el orden de la creación y gobierna el mundo. Por eso, solo desde
Dios es posible conocer la naturaleza íntima de las cosas y el orden existente en la creación. Sin
Él, la sabiduría de los hombres se vuelve necedad.
Por último, el Catecismo nos recuerda que Dios es Amor. Su amor gratuito le llevó a fijar su mirada
en Israel, que no era ni el mayor ni el más poderoso de los pueblos de la tierra, pero sí en el que
Dios se había complacido. Para que comprendamos hasta dónde alcanza el amor de Dios, se nos
dice que ama a los hombres como un padre a su hijo; o como una madre a la criatura salida de sus
entrañas; o también como el esposo ama a su amada. Sin embargo, la mayor prueba del amor de
Dios por los hombres, nos ha sido dada en su Hijo, al que Dios entregó para salvarnos. No cabe
imaginar un amor mayor que éste.
Y, puesto que amor con amor se paga, si decimos creer en el Dios único, hemos de amarlo con
todas las consecuencias. Hemos de reconocer su grandeza y su majestad mediante la alabanza, la
bendición y la acción de gracias. Un acción de gracias que no debe cesar, pues continuamente
estamos recibiendo dones de su bondad. Mas no hay mejor modo de bendecir a Dios, que honrarle
con el respeto a la dignidad del hombre, la criatura hecha a su imagen y semejanza. Y también
haciendo un uso responsable de todas las demás criaturas, hechas por Dios y puestas a disposición
del hombre. Por último, el Catecismo nos recuerda que, si creemos en el Dios uno y único, hemos
de confiar en Él en todas las circunstancias y momentos de la vida, incluso en la adversidad. Nos lo
dice con la poesía de santa Teresa de Jesús: Nada te turbe.
«El Padre» (232-260)
La exposición de esta parte del Catecismo arranca del hecho que los cristianos somos bautizados en
el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, tal y como lo mandó el Señor antes de subir a
los cielos. Y se hace hincapié en que se habla de “nombre” y no de “nombres”. Se nos bautiza en el
nombre de Dios; y no en los nombres de Dios.
La razón es simple: Dios es uno, y es en el misterio de Dios, en su vida misma, donde queda
injertado el bautizado; por eso se habla de “nombre de Dios”. Mas Dios es comunión de personas:
Padre, Hijo y Espíritu Santo, y las tres Personas han de ser mencionadas, porque las tres intervienen
conjuntamente en la salvación de los hombres, y, más en concreto, en la salvación de aquel que, en
virtud del sacramento del bautismo, pasa de la muerte a la vida.
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Que el Catecismo nos introduzca en la contemplación del Misterio de la Santísima Trinidad,
recordándonos nuestro bautismo, nos ayuda a entender que la Trinidad es para la fe cristiana y para
cada cristiano algo más que un galimatías complejo, al que no merece la pena dar muchas vueltas,
porque poco podemos sacar de él.
¡Cuántas veces no habremos oído contar la famosa anécdota de san Agustín, cuando vio a aquel
niño que jugaba en la orilla del mar a meter el agua del océano en un agujero! «Más fácil», le dijo el
niño a san Agustín, «es que yo meta toda esta agua en un agujero de la playa, que el que tú llegues a
comprender el misterio sobre el que estás pensando». Por eso, muchos tienen claro que si a san
Agustín, que tanto y tan bien escribió sobre el misterio de Dios, le pasó una cosa así; nosotros, los
del común de los mortales, mejor que ni nos molestemos en ponernos a pensar en misterios tan
elevados.
Sin embargo, renunciar a pensar sobre el misterio de la santísima Trinidad es renunciar a pensar
el centro de la fe y de la vida cristiana. Si renunciamos a pensar y a meditar sobre el misterio de
Dios y de su vida, estaríamos renunciando a ser y a vivir como cristianos. Porque ser cristiano es
vivir la vida del bautizado; y la vida del bautizado no es otra que la vida de Dios, Padre, Hijo y
Espíritu Santo.
Renunciar a pensar sobre el misterio de Dios sería querer privarnos precisamente de la luz necesaria
para pensar y meditar sobre el resto de los misterios de la fe cristiana. ¿Qué podríamos entender,
por ejemplo, del misterio de Jesús, el Verbo de Dios, segunda Persona de la Trinidad, hecho
hombre, si no es desde la luz del misterio mismo de la Santísima Trinidad? Absolutamente nada.
El misterio trinitario
El Catecismo expone este misterio hablándonos, en primer lugar, sobre la manera en que ha sido
revelado; en segundo lugar, recordándonos las fórmulas como la Iglesia en su magisterio lo ha
expuesto; y, en tercer lugar, hablándonos de cómo, mediante las misiones divinas del Hijo y del
Espíritu Santo, Dios Padre ha realizado su “designio amoroso” de creación, de redención y de
santificación.
Antes de entrar en más detalles, el Catecismo en el número 236 subraya la distinción tradicional
entre economía divina y teología. La economía divina es el conjunto de obras realizadas por Dios,
mediante las cuales se revela a los hombres y les comunica su misma vida; mientras que la teología
lo que intenta es decir y reflexionar, racionalmente y a la luz de la fe, lo que puede ser conocido del
misterio de Dios y ha sido formulado en conceptos que llamamos teológicos.
A continuación, recuerda también el Catecismo que la Trinidad es un misterio de fe en sentido
estricto. Es decir, que no puede ser conocido si no nos es revelado desde lo alto, pues la inmensidad
del Ser de Dios, Uno y Trino, es algo inaccesible a la sola razón, por mucho que en la creación y en
el hombre haya huellas imborrables, que son fiel reflejo de la esencia trinitaria de Dios. El misterio
del ser de Dios solo ha sido revelado plenamente por medio de Cristo, Verbo de Dios hecho carne,
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que, al ascender a los cielos, envió al Espíritu Santo. De hecho, solo cuando leemos el Antiguo
Testamento a la luz de la revelación de Jesús, como el Verbo de Dios que se ha hecho carne,
algunos pasajes de la Ley, de los profetas y de los salmos, nos hablan claramente de la vida íntima
de Dios y de la comunión intratinitaria; sin esa luz son incomprensibles.
La revelación de Dios como Trinidad (238-248)
►El Padre revelado por el Hijo
Llamar a Dios con el título de Padre no es algo exclusivo de la religión bíblica, pero sí algo muy
característico de ella.
Con este título se intenta dar razón de dos aspectos fundamentales del misterio de Dios. Primero
que es origen de todo y lo trasciende todo. Y segundo, que es bueno y se preocupa amorosamente
por todas sus criaturas. Tan bueno es Dios que, para hablar de Él, sirve igualmente la imagen de
“madre”. Ésta última indica hasta qué punto la criatura depende del Creador, y habla también del
grado de unión e intimidad que cabe sospechar entre ambos (entre Creador y criatura).
Fijémonos bien en que hablamos de imágenes, no de realidades. Dios ni es “padre” en sentido
estricto ni tampoco es “madre”. Dios es Dios. Ahora bien, para referirnos a Él necesitamos utilizar
una terminología concreta que nos haga asequible lo que experimenta el creyente ante Él. Y en
nuestro lenguaje humano no encontramos palabras que se acerquen más al misterio de Dios, que
éstas de “padre” y “madre”. Por tanto, no son las experiencias humanas de la paternidad y la
maternidad las que dan sentido a lo que decimos en el lenguaje de la fe cuando hablamos de Dios
como padre o como madre. Es la propia experiencia creyente del hombre ante el misterio de Dios,
la que busca expresarse con términos tan familiares a cualquier persona, como los de “padre” o
“madre”. De ahí que, no sólo quien humanamente tenga una experiencia positiva de la paternidad y
la maternidad puede comprender lo que significa que Dios es padre o madre, sino que cualquier
persona que tenga una auténtica experiencia de encuentro con el amor de Dios, encontrará que
humanamente no hay mejor modo de hablar de Él, que diciendo que es “padre” o “madre” o las dos
cosas al mismo tiempo.
Sin embargo, quien ha dado un sentido nuevo y pleno a la afirmación creyente de que Dios es
Padre, ha sido Jesucristo. Pues Jesús nos ha enseñado que Dios es Padre desde siempre; porque,
desde siempre tiene un Hijo, su Verbo eterno. Es decir, a Dios le podemos llamar Padre, no sólo
porque nosotros, en cuanto criaturas suyas, seamos sus hijos y de Él recibamos el ser y la existencia,
sino que, antes de los tiempos, antes de la creación del mundo, desde siempre es Padre con relación
a la segunda la persona de la santísima Trinidad, que es su Hijo. Este Hijo, el Verbo eterno de Dios,
se hizo hombre en un momento de la historia y, de este modo, nos elevó a todos los hombres a una
nueva condición, por encima de nuestra condición creatural. Somos hijos, en el Hijo Jesucristo, y
esto es gracia, una gracia aún mayor que nuestra propia condición de criaturas, que ya lo es de por
sí.
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La mente humana nunca habría podido imaginar ni sospechar algo semejante. La paternidad eterna
de Dios como propia de su esencia divina, la hemos conocido gracias a Jesucristo, porque así Él lo
reveló. Así lo enseñaron los apóstoles y así fue reconocido en los primeros concilios ecuménicos de
la Iglesia. Primero en el de Nicea (año 325) donde se definió que el Hijo es "consubstancial" al
Padre, y más tarde en el de Constantinopla (año 381), en el que, a lo ya dicho en Nicea, se añadió la
expresión: “Engendrado del Padre antes de todos los siglos, luz de luz, Dios verdadero de Dios
verdadero”. Por lo tanto, si en Dios hay un Hijo que es consubstancial al Padre y que ha sido
engendrado antes de todos los siglos, quiere decir que Dios es Padre desde siempre, al igual que el
Hijo es también Hijo desde toda la eternidad. Por eso los creyentes cristianos, cuando hablamos de
la paternidad de Dios, antes que decir que es nuestro Padre, confesamos que es Padre de nuestro
Señor Jesucristo, su Único Hijo, que procede del Padre desde ante de todos los siglos y es
consustancial a Él.
Dios, como Padre eterno de nuestro Señor Jesucristo, es fuente de toda paternidad en la tierra. A
Dios, por tanto, deben mirar quienes han recibido la misión de ser padres en lo material, y también
en lo espiritual, pues no habrá otro modo de ser “buen padre o buena madre” sino en comunión con
este Dios, que desde siempre es Padre de su Hijo, Jesucristo, y que por medio de su Hijo Jesucristo,
a todos nosotros nos ha destinado también a ser realmente hijos suyos.
►El Padre y el Hijo revelados por el Espíritu
El Catecismo aborda entre los números 243 al 248 la cuestión de la divinidad del Espíritu Santo.
Comienza recordándonos que el Espíritu Santo es la gran promesa que Jesús nos hizo antes de su
Pascua. Recuerda asimismo que el Espíritu Santo que Jesús prometió enviar, es el mismo que ya
actuó en la Creación, también el que habló por medio de los profetas y el que, ya en el tiempo de la
Iglesia, fue derramado sobre los Apóstoles y discípulos para que estuviera con ellos, les enseñara y
les condujera hasta la verdad completa.
En el Evangelio, cuando Jesús se refiere al Espíritu, lo nombra como el Espíritu del Padre y también
del Hijo. En concreto, Jesús nos enseña que el Padre enviará al Espíritu, porque así se lo pide Él al
Padre, pero también Jesús, el Hijo de Dios, promete el Espíritu Santo en primera persona: «Os
conviene que yo me vaya, porque, si no me voy, no vendrá a vosotros el Paráclito; pero, si me voy,
os lo enviaré» (Jn 16,7).
El Concilio de Constantinopla (año 381) confesó al Espíritu Santo como Señor y dador de vida, que
procede del Padre. Con esta fórmula del símbolo, la Iglesia reconocía al Padre como la fuente y el
origen de toda la divinidad. Pero, al mismo tiempo, la fe de la Iglesia hizo también hincapié en el
origen eterno del Espíritu en conexión con el del Hijo. Ésa es la razón de que se afirmara que El
Espíritu Santo, que es la tercera persona de la Trinidad, es Dios, uno e igual al Padre y al Hijo, de
la misma sustancia y también de la misma naturaleza: Por eso, se dice que es el Espíritu del Padre,
y, a la vez, el Espíritu del Hijo. Por tanto, Espíritu del Padre y del Hijo.
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El Credo aprobado en el Concilio de Constantinopla (año 381) confesaba que el Espíritu Santo,
recibe con el Padre y el Hijo una misma adoración y gloria.
Desde los primeros credos, los procedentes de los tiempos apostólicos, ya se confesaba la eterna
divinidad del Espíritu Santo. Ahora bien, el modo de explicar la procedencia del Espíritu Santo en
el seno de la Trinidad, tiene dos tradiciones.
La Tradición latina que confiesa que el Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo y que con el
Padre y el Hijo recibe una misma adoración y gloria. Y la Tradición oriental que afirma que el
Espíritu procede del Padre por medio del Espíritu.
En la Tradición latina se defiende la divinidad del Espíritu diciendo que su esencia y su ser lo recibe
desde siempre del Padre y del Hijo, entendiendo que ambos, Padre e Hijo, con respecto al Espíritu
son un solo principio y de ellos procede como de una sola espiración. Se explica esto en función de
que, como afirma Jesús en el Evangelio, todo lo del Padre le ha sido entregado al Hijo desde
siempre. Por lo tanto, si el Espíritu Santo procede del Padre desde siempre, también ha de proceder
del Hijo desde siempre, porque desde siempre el Hijo todo lo ha recibido del Padre. Por eso, con
toda razón, se defiende la fórmula: Que procede del Padre y del Hijo. El conocido filioque.
Esta fórmula del filioque no estaba, sin embargo, en el símbolo aprobado en el concilio de
Constantinopla (año 381), aunque sí era conocida en occidente y también por la escuela de los
padres de Alejandría. El papa san León Magno ya la utilizó dogmáticamente en el año 447, cuatro
años antes de que fuese recogida en el símbolo aprobado en el concilio de Calcedonia (año 451). De
los símbolos de la fe, pasó a ser una fórmula litúrgica habitual en occidente.
En cambio en las iglesias de oriente nunca se admitió esta fórmula del filioque, y aún hoy continúa
siendo un motivo serio de divergencia con la iglesia latina.
La Tradición oriental prefiere expresar la divinidad del Espíritu Santo, afirmando que procede del
Padre por medio del Hijo. Se basan para ello en el texto de Juan 15,26, donde Jesús dice: «Cuando
venga el Paráclito, el Espíritu de la verdad que yo enviaré y que procede del Padre, él dará
testimonio de mí». Éste: Y que procede del Padre, da fundamento al modo de argumentar propio de
la Tradición oriental.
La Tradición latina, de hecho, no niega la validez de dicha expresión, únicamente va más lejos y
defiende que el orden eterno de las personas divinas en su comunión consubstancial implica que el
Padre es el origen primero del Espíritu, en tanto que principio sin principio, pero también en tanto
que Padre del Hijo Único, pues el Padre junto con el Hijo es el único principio del que procede el
Espíritu Santo.
El Catecismo invita a mirar ambas visiones como legítimas y también como complementarias;
sobre todo, si en lugar de negarse, sirven para reafirmarse la una a la otra. Ambas confiesan la
divinidad eterna del Espíritu Santo, ambas tienen su fundamento en la Sagrada Escritura, ambas
encuentran apoyos en la Tradición Patrística y ambas pueden servir para expresar una misma fe y la
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realidad de un misterio, que no puede ser agotado en fórmulas, aunque sean absolutamente
necesarias y no podamos prescindir de ellas.
La Santísima Trinidad en la doctrina de la fe (249-252)
El misterio de la Santísima Trinidad ha sido confesado desde siempre por parte de la Iglesia. Somos
bautizados en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo. La catequesis, en cuanto nos
prepara para profesar la fe en Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo, tiene una articulación
eminentemente trinitaria. Igualmente sucede con los símbolos de la fe. Y, por supuesto, con la
liturgia y con la oración cristiana. Todas ellas tienen una impronta trinitaria, pues se dirigen a Dios
Padre, por medio del Hijo en la unidad del Espíritu Santo.
Fórmulas trinitarias explícitas las encontramos, además de en los relatos evangélicos, en las cartas
apostólicas, especialmente en los saludos y en las despedidas de las cartas de san Pablo. Pero estas
fórmulas trinitarias con el correr de los años tuvieron que ser aquilatadas, como consecuencia de los
errores doctrinales que, de un modo u otro, desvirtuaban la fe de la Iglesia en la Trinidad divina.
Gracias, primeramente, a las enseñanzas de los santos padres y, más tarde, gracias a los primeros
concilios ecuménicos, sostenidos en todo momento por el sentido de la fe del pueblo cristiano,
fueron fijándose las fórmulas dogmáticas concernientes a este misterio fundante y fundamental de
nuestra fe.
¿Y qué nos enseña nuestra fe sobre la Santísima Trinidad, tal y como ha quedado resumido en el
Catecismo de la Iglesia Católica?
Primero que la Trinidad es una. Es decir, que no confesamos tres dioses, sino un solo Dios en tres
personas. Para ello decimos que sólo hay una sustancia, o esencia o naturaleza divina. Cada una de
las personas divinas, el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, son el mismo Dios. El Padre es Dios, el
Hijo es Dios y el Espíritu Santo es Dios. No es que la naturaleza divina esté divida en tres, pues es
indivisible, sino que cada una de las personas de la Trinidad es Dios enteramente.
En segundo lugar, la Iglesia confiesa que las tres personas de la Santísima Trinidad siendo un solo y
único Dios, son realmente distintas entre sí. Padre, Hijo y Espíritu Santo son tres personas, no tres
modos de designar a un único Dios solo o solitario. El Padre es el Padre, porque desde siempre
engendra al Hijo; el Hijo es el engendrado desde antes de todos los siglos y el Espíritu Santo es el
que procede de ambos. Son un solo Dios y trinidad de Personas.
La distinción entre unas personas y otras dentro de la Trinidad divina reside únicamente en las
relaciones. Las personas divinas sólo se entienden desde la relación que tienen entre sí. El Padre es
Padre en referencia al Hijo; el Hijo lo es en referencia la Padre; y el Espíritu Santo en cuanto es
espiración de los dos, del Padre y del Hijo. Mas los tres, Padre, Hijo y Espíritu Santo participan
enteramente de la única sustancia, esencia o naturaleza divina. No existe, por tanto, oposición en la
relación. De ahí que se diga que el Padre está todo en el Hijo y todo en el Espíritu Santo; el Hijo
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está todo en el Padre y todo en el Espíritu Santo; y el Espíritu Santo está todo en el Padre y todo el
Hijo.
En este Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo somos sumergidos por las aguas del bautismo. De su
misma vida participamos. En Él vivimos, nos movemos y existimos. Y un día de Él gozaremos por
toda la eternidad.
Las obras divinas y las misiones trinitarias (257-260)
El Catecismo cierra el apartado dedicado a la Santísima Trinidad hablando de las obras divinas y las
misiones trinitarias.
Empieza recordándonos el Catecismo que Dios, puesto que es amor, es eternamente feliz y dichoso;
y, como es también inmortal y luz sin ocaso, no cabe pensar que nada ni nadie pueda perturbar ni
alterar lo más mínimo su eterna bienaventuranza. Y lo que Dios es: su amor, su dicha, su vida
inmortal y su luz eterna, lo ha querido comunicar desde siempre a sus criaturas; no por necesidad,
sino porque libremente así lo ha querido y decidido. Ése es su designio eterno desde siempre,
incluso antes de la creación del mundo.
La creación, por tanto, responde al designio amoroso de Dios Padre, que en su Hijo nos ha
predestinado a ser sus hijos. Somos, pues, el fruto gratuito de un amor que, desde siempre, ha
pensado en nosotros y que ha tendido a bien compartir su eterna bienaventuranza, haciéndonos
partícipes y herederos de la mismísima vida divina.
La creación del cielo y de la tierra, la historia de la salvación tras la caída de los hombres, la misión
misma de la Iglesia, obedecen, pues, a ese designio único del amor trinitario de Dios, que ha
enviado a su Hijo, el Verbo eterno de Dios, y al Espíritu Santo, para compartir con nosotros la vida
divina.
A la hora de llevar a cabo este plan, la Trinidad divina, Padre, Hijo y Espíritu Santo, en cuanto uno
solo, actúa unitariamente. Por eso se dice que Dios tiene una sola y la misma operación, o que
Padre, Hijo y Espíritu Santo son un solo principio.
Sin embargo, cada persona divina realiza la obra común según su propiedad personal. Así la Iglesia
confiesa que todas las cosas proceden de Dios y Padre; que todas las cosas son (o existen) por
medio del solo Señor Jesucristo; y que son (o existen) en el Espíritu Santo. Es decir, de Dios Padre,
por medio del Hijo y en el Espíritu Santo son todas las cosas.
Pero las propiedades respectivas de las personas divinas fundamentalmente nos han sido reveladas
según el papel o las misiones que cada una de ellas realiza como propias, aunque siempre de forma
común, tanto en la Encarnación del Hijo como en el envío del Espíritu Santo.
Por eso, porque las tres personas obran al mismo tiempo y, a la vez, de forma común y personal,
toda la vida cristiana está llamada a ser comunión con cada una de las personas divinas, sin
separarlas de ningún modo. Así, el que da gloria al Padre, lo hace por medio del Hijo en el Espíritu
Santo. El que sigue a Cristo, lo hace porque el Padre le atrae y el Espíritu le mueve.
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La meta última de todo lo que Dios pensó cuando decidió crear el mundo, es que todas las criaturas
entraran a formar parte de la unidad perfecta de la Bienaventurada Trinidad. Pero antes, la Trinidad
divina ha querido habitar por la gracia en el hombre, cumbre y cima de toda la creación para
habituarnos al fin para el que hemos sido creados.
El Catecismo ha recogido una oración de la Beata Isabel de la Trinidad, que expresa
maravillosamente ese deseo del creyente de vivir en Dios, anticipando ya desde ahora lo que será el
objeto de nuestra eterna dicha y felicidad:
«Dios mío, Trinidad que adoro, ayúdame a olvidarme enteramente de mí misma para
establecerme en ti, inmóvil y apacible como si mi alma estuviera ya en la eternidad; que nada
pueda turbar mi paz, ni hacerme salir de ti, mi inmutable, sino que cada minuto me lleve más
lejos en la profundidad de tu Misterio. Pacifica mi alma. Haz de ella tu cielo, tu morada amada y
el lugar de tu reposo. Que yo no te deje jamás solo en ella, sino que yo esté allí enteramente,
totalmente despierta en mi fe, en adoración, entregada sin reservas a tu acción creadora.»
Los atributos divinos:
►El Todopoderoso (268-274)
El único atributo divino que aparece mencionado en el Símbolo de la fe la Iglesia es el de la
omnipotencia: Dios es confesado en el Credo como el Todopoderoso.
Se trata de una verdad que tiene un gran alcance para nuestra existencia. Primero porque sabemos
que nuestra vida depende de Alguien que por amor lo ha creado todo; que no somos, por tanto, el
fruto ni del azar ni de la necesidad, sino de una voluntad amorosa que ha querido que viniéramos a
la existencia y que ha puesto en juego todo su poder para que fuera posible. Y, segundo, porque
sabemos que no se trata de una omnipotencia caprichosa ni arbitraria, que busca el propio beneficio.
La omnipotencia de Dios tan sólo quiere el bien y la vida de todo cuanto ha creado porque lo ama,
y, si no lo amara, nada de cuanto existe seguiría existiendo. Y como Dios ama todo lo que ha creado
y quiere que la creación alcance la plenitud a la que ha sido destinada, por eso ha establecido en la
naturaleza leyes justas y ordenadas, y Él mismo las respeta y las cumple porque es igualmente un
Dios justo. Más aún, ha tenido a bien identificarse con los más débiles, con los pequeños y con los
últimos, poniendo a su servicio toda su fuerza, para que nadie se sienta excluido de su amor ni de su
protección providente.
En la Biblia encontramos frecuentes alusiones a este poder de Dios. Es un poder que se refleja
desde el momento mismo de la creación del mundo y que luego se pone de manifiesto en algunos
fenómenos extraordinarios que se nos cuentan en la Biblia: Las plagas de Egipto, los
acontecimientos que rodean el Éxodo de Israel y su travesía por el desierto, la misma conquista de
la tierra prometida, y, cómo no, también los signos portentosos que vemos realizar a Jesús: Cuando
calmó la tempestad del mar, cuando anduvo sobre las aguas, cuando multiplicó los panes y los
peces para saciar a aquella multitud hambrienta; sin olvidar tampoco las curaciones milagrosas que
realizó.
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Por prodigiosos que sean todos estos signos, sin embargo, ninguno resulta tan revelador de la
omnipotencia divina, como el perdón y la paciencia infinitas que Dios tiene con su pueblo. El Dios
de Israel, cuando de verdad se revela como el Todopoderoso, es en el perdón y en la misericordia; y
el mayor milagro del poder de Dios es el convertir un corazón de piedra en un corazón de carne.
Sólo un Dios todopoderoso es capaz de realizar proeza tan grande. Y lo más maravilloso es
comprobar que toda la omnipotencia divina, puesta ya de manifiesto en la obra de la creación, ha
sido puesta al servicio del plan redentor. Un prodigio tal nos ayuda a barruntar lo importante que es
el hombre para Dios, pues lo que no hizo ni siquiera con los ángeles, lo ha hecho para favorecernos
a nosotros, pobres criaturas, en las que ha desbordado todo su amor y poder infinito.
Conocer la omnipotencia divina nos hace sentir, al mismo tiempo, nuestra nada y nuestra grandeza.
Nuestra nada, porque eso es lo que reconocemos al compararnos con el poder de Dios, con su
infinita bondad, con su inmensa sabiduría y con su eterna justicia; pero también nuestra mayor
grandeza porque este Dios todopoderoso, infinitamente bueno, inmensamente sabio y eternamente
justo es nuestro Padre, y de Él lo podemos esperar todo. A Él podemos acudir seguros y confiados,
pues, si nosotros, que somos malos, sabemos dar cosas buenas a nuestros hijos, ¡cuánto más nuestro
Padre Dios dará cosas buenas a los que se lo pidan!
El misterio de la aparente impotencia de Dios
Termina hablándonos el Catecismo del problema del mal y el sufrimiento, experiencias que ponen
en crisis la fe en Dios Padre Todopoderoso.
Todos en un momento u otro hemos experimentando, no sin cierta perplejidad, que no siempre Dios
es capaz de impedir el mal y evitar el sufrimiento. ¿Cómo es esto compatible con la confesión de fe
en la omnipotencia divina?
El Catecismo más que contestar a esta pregunta, nos ayuda a pensar y a meditar sobre tan espinoso
asunto, aportando la luz de la revelación cristiana para que cada cual saque conclusiones.
Sencillamente nos recuerda una de las claves fundamentales de la historia de la salvación: El Dios
grande y omnipotente se ha hecho pequeño (se ha hecho nada), para levantar lo que es nada y polvo
a lo más alto de los cielos.
Esta dinámica del anonadamiento y la exaltación es la luz que nos permite adentrarnos en el
misterio del mal y del sufrimiento. Desde cualquier otro punto de vista, el mal y el sufrimiento no
tienen sentido alguno; más aún, su existencia hace que todas las cosas maravillosas y alegres que
suceden en la vida del hombre queden trivializadas, pues ¿de qué sirve alegrarse por unos instantes,
si al final siempre la muerte y la destrucción tienen todas las de ganar, y la vida todas las de perder?
La fe cristiana nos invita a contemplar cómo Dios, con todo su poder, ha entrado en la entraña
misma del mal y del sufrimiento, y ha bebido ese cáliz hasta las últimas consecuencias. Sólo así ha
sido posible vencerlos. La resurrección nos asegura que Dios es más poderoso que el dolor, que la
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injusticia, que la traición, que la cobardía, que los insultos, que las vejaciones, que la crueldad de
los hombres, que la muerte misma.
Los santos padres, que en sus escritos tanto se adentraron en este misterio, hablaban de cómo Dios
quiso revestirse de nuestra flaqueza para confundir precisamente a la muerte, que ignorante de que
en la debilidad de la humanidad del Verbo se encerraba la fuente de la vida, mordió a su víctima y
así quedó derrotada con su mismo aguijón. Las palabras del apóstol san Pablo, inspiradas en los
escritos de los profetas Isaías y Oseas, y recogidas en el capítulo 15 de la carta a los Corintios, son
lo bastante elocuentes: «La muerte ha sido devorada en la victoria. ¿Dónde está muerte tu victoria?
¿Dónde está muerte tu aguijón?» «¡Gracias sean dadas a Dios, que nos da la victoria por nuestro
Señor Jesucristo!»
Desde el misterio Pascual de Cristo muerto y resucitado, se revela a los ojos de los hombres que el
modo de proceder de Dios es aparentemente necio, pero, sin embargo, es mucho más sabio que la
pretendida sabiduría de los hombres; y que lo que parece débil en realidad es más fuerte que la
fuerza de los hombres.
La luz pascual que se proyecta sobre el problema del sufrimiento, del mal y de la muerte, permite al
creyente confiar en la omnipotencia divina incluso en medio de las tribulaciones y debilidades,
porque, una vez que se ha conocido y experimentado hasta dónde llega el amor de Dios, Padre, que
nos ha sido revelado en Cristo, nada ni nadie podrá apartarnos de ese amor: Ni la tribulación, ni la
angustia, ni la persecución, ni el hambre, ni la desnudez, ni los peligros, ni la espada; pues en todo
esto salimos vencedores gracias a aquel que nos amó y que se ha revelado omnipotente desde la
más absoluta debilidad.
También en esta ocasión, el Catecismo nos propone la figura de María como el mejor ejemplo que
se le puede proponer al creyente. Efectivamente, María experimentó cómo un Dios todopoderoso
había puesto los ojos en la pequeñez de su esclava, y recordó los grandes hitos de la historia de la
salvación en los que Dios aparecía derribando del trono a los poderosos y enalteciendo a los
humildes y a los sencillos. Apoyada en esa fe, María creyó que para Dios realmente nada hay
imposible, y que, siendo como es el Todopoderoso y cuyo nombre es santo, podía hacerla concebir
para que diera a luz un niño sin que para ello fuera necesario concurso de varón.
Termina el Catecismo este apartado, recogiendo unas palabras del Catecismo romano, aquel que
hizo el Papa Pío V años después de haber finalizado el concilio de Trento. Las reproducimos
literalmente porque son muy ilustrativas:
«Nada es, pues, más propio para afianzar nuestra Fe y nuestra Esperanza que la convicción
profundamente arraigada en nuestras almas de que para Dios nada es imposible. Porque todo lo
que (el Credo) propondrá luego a nuestra fe, las cosas más grandes, las más incomprensibles, así
como las más elevadas por encima de las leyes ordinarias de la naturaleza, en la medida en que
nuestra razón tenga la idea de la omnipotencia divina, las admitirá fácilmente y sin vacilación
alguna».
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►El Creador (279-314)
La fe de la Iglesia encuentra en la creación la primera palabra pronunciada por Dios. Se trata de una
palabra que ya nos revela el designio amoroso de Dios con respecto a todas sus criaturas.
Es verdad que el sentido último de las cosas creadas se encuentra en Cristo, cabeza de toda la
creación, pues por Él fueron creadas todas las cosas y todas las cosas subsisten en Él y por medio de
Él. Pero ya en las primeras páginas del Génesis encontramos las suficientes luces para responder a
las grandes cuestiones que los hombres de todos los tiempos se han hecho y se harán: ¿De dónde
venimos? ¿Adónde vamos? ¿Cuál es nuestro origen? ¿Cuál es nuestro fin? ¿De dónde viene y
adónde va todo lo que existe?
A estas preguntas, los saberes y las ciencias humanas han dado múltiples respuestas. Tanto la física
como la metafísica; las ciencias naturales como la filosofía, han elaborado cosmovisiones para
interpretar el mundo y la situación que en el mundo juega la persona humana. La Palabra revelada,
más que una respuesta científica, lo que busca es darnos una luz para conocer el sentido y la verdad
última de lo que somos y de cuanto nos rodea. Y esa verdad última dice que el universo fue
formado por la Palabra de Dios, de manera que lo que se ve solo se explica desde lo que no se ve.
Vemos el mundo y las cosas que hay en el mundo, pero su explicación última está en Dios, al que
no vemos, pero que es quien da realidad y consistencia a todo lo que existe.
El Catecismo nos dice, además, que la verdad sobre la creación está íntimamente ligada con la
revelación y la realización de la Alianza de Dios con su Pueblo, Israel. En la Sagrada Escritura la
creación, de hecho, es presentada como el primer paso de esa historia de amor de Dios con los
hombres, a los que el Génesis describe como la cima y la culminación de toda la realidad creada, y
que son con quienes Dios, con el transcurrir de los siglos, establecerá una alianza esponsal y para
siempre en virtud de la Encarnación del Verbo y de su ofrenda en la Cruz.
A lo largo de toda la historia de la Salvación, tal y como se refleja en las Sagradas Escrituras, Dios
se sirve de sus criaturas para llevar a cabo su plan. Por eso, en muchos de los pasajes escriturísticos,
los sabios cantan las maravillas que Dios ha creado, entendiéndolas como signo de su amor y de su
providencia, especialmente preocupada por los pequeños, los sencillos y los pobres. Los profetas
anuncian en sus oráculos la aparición de unos cielos nuevos y una tierra nueva, como signo que
anticipa la plenitud de la obra salvadora de Dios. Las fiestas litúrgicas se acompasan a los ritmos
naturales de la tierra, a las fases de la luna, del sol y de las estrellas. Los salmos y los himnos que
saltean los textos de la Escritura, dan voz a cada de las criaturas para bendecir y alabar a su
Creador.
Todos esos pasajes son, por tanto, muy importantes para reflexionar y entender la creación. Pero,
sin duda, los pasajes bíblicos de mayor trascendencia para esta cuestión los tenemos en los tres
primeros capítulos del libro del Génesis.
Se trata de textos muy antiguos, escritos en períodos diferentes de la historia de Israel y por autores
con una mentalidad muy lejana y distinta de la nuestra, y que, por supuesto, no contaban con los
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instrumentos científicos con que hoy contamos para datar la evolución del cosmos, la aparición del
sistema solar y las fases de la formación de la tierra. No obstante, son un testimonio precioso de
cómo el universo es un irse ordenando, según la voluntad de Dios, partiendo de un caos primigenio.
En ese irse ordenando todo, se nos habla de cómo la luz vence a la oscuridad, y, poco a poco, van
apareciendo el firmamento, las aguas de los mares, la tierra seca, la vegetación, el sol, la luna y las
estrellas, los peces del mar, los animales y vivientes de la tierra, y, por último, el hombre. Todo es
obra de Dios y todo es bueno, muy bueno.
A continuación se nos cuenta que el hombre fue colocado en el jardín del Edén para que disfrutara
de todo lo creado, llenara el universo y lo dominara. Sin embargo, al desobedecer el mandato
divino, pecó, y al pecar rompió el equilibrio maravilloso con que Dios había hecho todas las cosas.
Desde entonces, la historia se ha convertido en un drama. El argumento de ese drama consiste en
que Dios busca al hombre, el cual, avergonzado, trata de esconderse de su mirada, porque se siente
incapaz por sí solo de reparar lo que ha destruido por su desconfianza. Y allí mismo donde el
hombre pecó, Dios anunció ya la salvación, proveniente de la descendencia de Eva, la madre de
todos los que viven. Otra Eva, pero concebida sin la mancha de aquella primera, nos dará a luz a
Cristo, y por Él será reconstruido cuanto el pecado de Adán destruyó.
Sin estas claves de creación, caída y salvación, difícilmente el ser humano podrá entenderse a sí
mismo y entender su relación con el resto de la creación. A la luz de estos datos de la Escritura,
comprendemos mejor el misterio del hombre y del mundo, salidos de la mano bondadosa de Dios,
pero que necesitan ser restaurados en Cristo, para alcanzar precisamente aquella plenitud a la que
estaban destinados en la mente del Creador.
El misterio de la creación
Dios creó el mundo por sabiduría y por amor
De esta afirmación toma pie el Catecismo para hacernos caer en la cuenta de que la creación
procede de la voluntad libre y amorosa de Dios, en la que se revela su sabiduría. Afirmando esto se
pretende resaltar que la creación ni es un producto de la necesidad ni tampoco del azar. Todo cuanto
existe, lo visible y lo invisible es fruto del amor libre y gratuito del Creador. Si Dios no hubiera
amado alguna de sus criaturas no la habría creado. Nunca nos cansaremos de meditar esta
afirmación tan fundamental de nuestra fe. Nunca acabaremos de extraer de ella todas consecuencias
prácticas que encierra para nuestra vida.
Dios lo creó todo de la nada
Lo cual significa, en primer lugar, que Dios no necesitó de ningún material previo para hacer cuanto
hizo. Y, en segundo lugar, que la creación tampoco puede entenderse como una emanación
necesaria de la sustancia divina.
La creación de la nada es algo propio y exclusivo de la revelación bíblica. La filosofía y muchas de
las cosmogonías, incluso contemporáneas, parten de la eternidad de la materia, y, más que de
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creación, hablan de la ordenación de la materia preexistente que evoluciona hacia formas cada vez
más complejas. Dios, en el mejor de los casos, sería el autor de ese orden, pero no un verdadero
creador. La fe cristiana afirma, sin embargo, que Dios lo dijo y existió. Es por medio de la Palabra,
sabiduría eterna de Dios, como surgen las cosas. Y antes de que Dios pronunciara su palabra,
llamando a las cosas a la existencia, no existía nada: ni materia, ni espacio, ni tiempo. Sólo existía
Dios.
Esta fe en Dios que creó de la nada, está atestiguada en la historia de la salvación, por la
manifestación salvadora del poder de Dios que hizo surgir a su pueblo de la nada: ¿Qué, si no,
significan el vientre estéril de Sara y ancianidad de Abrahán, de donde surge, contra toda lógica
humana, un pueblo numeroso como las estrellas del cielo y las arenas del mar? Otro tanto cabe decir
del momento del exilio. Israel fue literalmente reducido a la nada: No tenían ni rey, ni profetas, ni
templo, ni culto, ni tierra. Habían quedado reducidos a la nada, y de la nada Israel fue reconstruido.
Comprendieron, entonces, que Dios, para realizar tan considerable prodigio, había desplegado aquel
mismo poder con el que creó todo de la nada. Por último, la resurrección de Jesucristo avala esta
misma fe: Muerto ignominiosamente, abandonado y traicionado, sepultado durante tres días, fue
reducido a la nada. Y del dominio de la nada y de la muerte fue resucitado por aquel mismo Espíritu
con cuya fuerza Dios formó todo el universo.
Creación y redención son dos acciones de Dios que no se deben separar. Y, al contemplar el poder
creador de Dios, el creyente es invitado a confiar en Dios. Un Dios creador que pudo crear todo de
la nada y que puede devolver la vida a los pecadores.
Dios creó el mundo ordenado y bueno
El orden de la creación está al servicio del hombre. Desde las criaturas, el hombre puede levantarse
hasta el Creador y conocer su sabiduría y su bondad, que se revelan en la belleza y la armonía de
todo lo creado. Frente a visiones cósmicas y antropológicas pesimistas, que ven la materia, el
cosmos y la creación como enemigos del hombre y de su felicidad, la revelación cristiana nos hace
contemplar las cosas como buenas en sí mismas, dentro de un orden armonioso y de un equilibrio
perfecto. Por eso, el hombre no puede entenderse como dueño arbitrario del cosmos y de la
naturaleza, sino como guardián y defensor de ese equilibrio natural querido por Dios. Un equilibrio
que, siempre que se rompe, provoca que la naturaleza se vuelva en contra nuestra.
Nuestra fe nos ayuda a encontrarnos con un Dios creador de todo cuanto existe, que nos llama a
cuidarlo y a preservarlo por nuestro propio bien y por el bien de los que nos sucederán.
Dios trasciende la creación y está presente en ella
Ambas cosas son muy importantes y han de ser tenidas en cuenta. La primera, porque Dios
ciertamente es mayor que todas sus obras: Más alto que los cielos y más profundo que los abismos
de los mares. Por eso los creyentes no llamamos Dios a ninguna de las cosas que existen, sean
visibles o invisibles. Y, si no son Dios, ninguna de las cosas merece ser tratada como si lo fuera. Por
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bellas, sobrecogedoras, inexplicables, maravillosas que sean, a ninguna criatura podemos rendirle el
culto que sólo Dios merece.
Los antiguos adoraban al sol, o a la luna, o a las estrellas, o a los mares, o a la madre tierra. Y hoy
endiosamos a un jugador de fútbol, o a una estrella de televisión o de cine; hay quien hace del
trabajo un Dios, y otros a su casa, su chalet, su colección de sellos, o incluso el sofá de su casa
Personas y cosas, todas ellas muy importantes y maravillosas, pero que nunca deberían ser
divinizadas ni tratadas como tales.
La presencia de Dios en todas sus obras y en toda la creación, nos lleva a mirar la realidad que nos
rodea con ojos de fe. Cuanto más purificada está la mirada de una persona, y más iluminada se
encuentra por la luz de la fe, más goza con la creación. Esto se nota porque dicha persona tiene
mayor capacidad de alabanza, de acción de gracias y de bendición. Grandes santos como san
Francisco de Asís, nos lo demuestran. Para él el sol, la luna, las estrellas, el agua, el fuego, la tierra,
las hierbas, los frutos y flores de color, hasta la hermana muerte nos hablan de su Autor. Su ejemplo
nos tiene que poner en un camino de purificación de la mirada y en un proceso de iluminación del
corazón, para que, también como ellos, nosotros podamos cantar a Dios por las maravillas de su
creación. Para animarnos a iniciar la marcha, pensemos tan sólo que todo esto que vemos, no es
nada en comparación con lo que aún nos espera, cuando veamos a Dios cara a cara. Hasta entonces
le alabaremos y bendeciremos sin cesar aquí en la tierra, habituándonos a cantarle y glorificarle,
unidos al himno jubiloso de toda la creación en honor a su Hacedor.
Por último, ya en el número 301, el Catecismo nos habla de que Dios mantiene y conduce la
creación. Es decir, que Dios no se ha conformado con crear el mundo y poner en marcha el devenir
de las cosas. Dios mantiene en cada instante a cada una de sus criaturas en el ser, le da la capacidad
de obrar según su naturaleza y le da fuerzas para que pueda llegar a su fin. Añade el Catecismo que
reconocer esta dependencia completa respecto al Creador es fuente de sabiduría, de libertad, de
gozo y de confianza.
De sabiduría, porque los verdaderamente sabios son aquellos que saben que sus vidas están en
manos de Dios. Como dice el salmo, es Dios quien les lleva su salario. Y Jesús en el evangelio nos
insiste en que por mucho que nos afanemos, no podemos añadir un codo a nuestra estatura. Los
que se afanan por la vida, como si ésta dependiera de ellos, se afanan por nada y entran en una
dinámica de agobio que no les conduce a nada. Por tanto, sintámonos con Dios como un niño en
brazos de su madre y disfrutaremos de la vida, como sólo Dios es capaz de hacernos disfrutar.
La dependencia del Creador es, en segundo lugar, fuente de libertad. Y es verdad, porque el miedo a
la muerte nos hace esclavos: esclavos de nosotros mismos y esclavos de nuestras pasiones. Mientras
que, cuando sabemos que nuestra vida está en manos de Dios, no tememos a nada, y mucho menos
a la muerte.
La dependencia de Dios es fuente de gozo. Ni siquiera los fracasos, los sufrimientos, las penas y los
dolores, lógicos y naturales en esta vida, sometida al pecado y a la muerte, pueden arrebatar el gozo
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que Dios pone en los corazones de los que se fían de Él. Ello es posible, porque el creyente no pone
la felicidad en los resultados, sino en saberse amado, sostenido y querido por Alguien cuyo amor es
inquebrantable. Y el gozo que da experimentar este amor no se puede comparar a ninguna otra cosa.
Por último, nos dice el Catecismo que la dependencia del Creador da confianza. Y es verdad. ¿Qué
podemos temer, si Dios está con nosotros y a favor nuestro? ¿Quién podrá hacernos algún daño?
Toda la Escritura es una permanente invitación a esta confianza, pero, sobre todo, es el mensaje
central del Evangelio: Jesús nos enseñó y nos demostró que podemos fiarnos de Dios, pues nunca
nos abandona, ni incluso en la muerte. Pues Él con su resurrección venció a la muerte.
Dios realiza su designio: La divina providencia
La obra de la creación pone de manifiesto que Dios no actúa ni por capricho ni arbitrariamente,
Dios actúa por amor, y ese amor, para entendernos de algún modo, le ha llevado a diseñar un plan.
Y tener un plan es justo lo contrario a improvisar.
Todo plan tiene una meta o un objetivo que se quiere conseguir, y también un camino o unos
medios, que se creen los más adecuados para alcanzarlo. Creer en la providencia divina supone, por
tanto, creer que la creación ha sido pensada con un fin propio y que para lograrlo se han pensado o
concebido unos medios aptos. Dios, por su bondad, ha querido revelarnos el fin y, de igual modo,
ha tenido a bien mostrarnos el camino que conduce a dicho fin.
En el plan divino, tal y como nos ha sido revelado, descubrimos que Dios quiso crear un mundo que
se ha desarrollar y crecer hasta alcanzar la perfección última a la que ha sido destinado. La creación,
dice el Catecismo, está en estado de vía.
La importancia de esta afirmación radica en que en el plan de Dios las criaturas cuentan. Las cosas
tienen su autonomía propia, sus leyes, su naturaleza. Dependen radicalmente del Creador, pues Dios
les da el ser y el existir; pero, una vez que han sido creadas, por la bondad de Dios, tienen su
autonomía, funcionan por sí solas gracias a las leyes que Dios ha inscrito en ellas y tienden, en
virtud de esas leyes, a alcanzar la perfección con la que fueron pensadas en la mente divina.
El Catecismo nos recuerda asimismo que, para alcanzar esa perfección última, la providencia
divina, tiene cuidado de todo, de las cosas más pequeñas y también de los mayores acontecimientos
del mundo y de la historia; y que, como soberano y señor absoluto de la historia y del mundo,
interviene cuando quiere. De este modo se acrecienta en el hombre la confianza en su Hacedor.
Si de verdad creemos que Dios es un Padre, que está en los cielos y que, desde allí, cuida de las
necesidades de sus hijos, entonces, como enseña Jesús en el Evangelio, no deberíamos de andar
“preocupados” de forma obsesiva por el qué vamos a comer, o con qué nos vamos a vestir; por esas
cosas se preocupan quienes no confían en Dios como Padre providente. Jesús invita a los que creen
en Él y en su Evangelio, a que busquen el Reino de Dios y su justicia, y les promete que las demás
cosas les serán dadas por añadidura.
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Creer en la providencia divina es, pues, el resultado de haber hecho experiencia de la paternidad de
Dios, de habernos fiado de esa palabra que nos anuncia que somos realmente hijos de Dios. Un
Dios, que es Padre, y que si cuida tan amorosamente de los lirios del campo y de los pájaros del
cielo, mucho más aún lo hará con los hombres, a quienes, por amor, les ha entregado a su Hijo,
Jesucristo, su Hijo eterno, y, con Él y por medio de Él, les ha enriquecido en todo.
Los hombres tendemos a querer asegurarlo todo: la vida, la salud, la casa, la familia, las vacaciones,
el dinero, etc. Sin embargo, cuando se nos olvida asegurar nuestra existencia en el Único de quien
depende todo, pues terminamos angustiados por todo, sin sentir seguridad en nada. Fiémonos de
Dios y veremos que podemos vivir totalmente seguros y confiados, sin temor a nada ni a nadie.
La cuestión de las causas segundas
El Catecismo habla de las causas segundas en función de que a Dios le reconocemos como la causa
primera y última de todo cuanto acontece. En todos los demás fenómenos en los que existe una
relación de causalidad, a lo que es la causa de otra cosa, le llamamos causa segunda.
Pero lo que le interesa al Catecismo con respecto a este tema, es afirmar que Dios, para llevar a
cabo su plan para con el conjunto de la creación, cuenta o se sirve de las criaturas, de sus
capacidades y facultades propias, y de lo que ellas son y pueden hacer o realizar.
Evidentemente nadie debe pensar que Dios no es capaz por sí solo de hacer cuanto quiera. Dios es
el omnipotente, pero no es un prepotente. Muy lejos de nosotros pensar que Dios actúa como esas
personas que por soberbia y vanidad no cuentan con nadie y lo quieren hacer ellas todo por sí solas.
Dios, dicho en lenguaje juvenil, para nada es un prepotente; al contrario, quiere y le gusta contar
con las criaturas, y en ellas ha confiado para llevar adelante su plan.
De un modo singular, a los hombres Dios les ha concedido la posibilidad de participar libremente
en su providencia. De hecho, les ha confiado la responsabilidad de someter la tierra y dominarla,
como leemos en el libro del Génesis. Los hombres, por tanto, con su inteligencia y libremente han
de completar la obra de la creación y perfeccionarla en bien de todos.
A lo largo de la historia de la salvación descubrimos que los colaboradores de la obra de Dios,
curiosamente no han sido ni los más fuertes, ni los más capacitados según lo humano; ni los más
sabios, ni los más listos. Dios se ha servido de los pobres, de los sencillos, de los que no cuentan,
para llevar a cabo su obra. Nadie, pues, debe sentirse excluido a priori porque piense que sus
capacidades son pocas. El plan de Dios no sale adelante porque haya hombres muy capaces de
realizarlo, sino porque Dios es lo suficientemente sabio y poderoso para realizar su obra, contando
con los medios que Él cree más convenientes. Eso sí, aquél en quien Dios se fija, lo consagra y lo
unge con la fuerza de su Espíritu, capacitándole para la misión.
Desde esta perspectiva entendemos mejor por qué el Catecismo nos hace fijarnos y valorar mucho
lo que puede contribuir en la realización del plan de Dios, el ofrecimiento de los sufrimientos y
contrariedades de la vida de las personas enfermas y débiles; aquellas que muchas veces se
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preguntan: Pero yo qué hago o para qué sirvo en esta vida. La fe en la providencia divina, nos
enseña que la vida no depende de nosotros, y que es valiosa siempre, incluso cuando no podemos
nada y nos consideramos y sentimos como auténticos inútiles. Precisamente entonces es cuando
más se puede revelar y poner de manifiesto el poder y la grandeza de Dios. Pues es Dios de quien,
en última instancia, depende todo y Él es el que da valor a la entrega de lo poco que somos y
valemos.
Un enfermo, una persona fracasada, inválida, inútil según el mundo, un crucificado como Jesús,
despreciado y reducido a nada, en la medida que ofrece su vida y se pone en las manos
omnipotentes de Dios, el Señor de la vida y de la historia, nos puede ofrecer la mejor lección sobre
la providencia divina. Porque, los que no cuentan, son aquellos por cuyo medio se ha realizado el
plan de la salvación del mundo. Y de ellos se ha servido Dios para ejercer su mayor providencia,
llevando con ellos su obra hasta el fin.
El Catecismo termina este punto citando una frase de san Pablo: Dios es quien obra en vosotros el
querer y el obrar, como bien le parece. Estas palabras no debemos entenderlas como si no
tuviéramos posibilidad de querer y de actuar con total libertad e independencia. Más bien, debemos
entenderlas como una invitación a que nuestro querer y nuestro obrar, libremente y por amor,
tiendan a secundar la voluntad de Dios, hasta tal punto que nos convirtamos en instrumentos dóciles
y obedientes en las manos amorosas del Padre, para que se realice y se lleve a cabo su designio de
salvación, tal y como Él, en su providencia infinita, lo pensó.
Eso es precisamente lo que comprendieron los santos de todas las épocas y a lo que se nos invita a
todos nosotros: a convertirnos en colaboradores, entregados al Señor para que su amor y su
providencia puedan ser experimentados por todas sus criaturas.
La providencia y el escándalo del mal
El Catecismo concluye este apartado dedicado a la providencia divina, abordando la difícil cuestión
del escándalo del mal.
Comienza haciendo la pregunta que todos en un momento u otro de la vida nos hemos hecho,
fundamentalmente cuando hemos tenido que afrontar una desgracia o contrariedad muy fuente: «Si
Dios Padre Todopoderoso, Creador del mundo ordenado y bueno, tiene cuidado de todas sus
criaturas, ¿por qué existe el mal?»
Asimismo se plantea esta otra cuestión: ¿por qué Dios no creó un mundo tan perfecto que en él no
pudiera existir ningún mal?
El Catecismo en su número 309 nos dice que es el conjunto de la fe cristiana lo que permite dar
respuesta a preguntas como éstas. Pero, en realidad, más que responder lo que hace el Catecismo es
invitarnos a pensar; mejor dicho, a fiarnos.
Si creemos y confiamos en que Dios es infinitamente sabio y eternamente bondadoso, debemos de
estar seguros de que el mundo ha sido creado del modo que más convenía: en estado de vía hacia su
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perfección última. Nos toca asumir que en este estado de cosas existente, según la voluntad de Dios,
los seres aparecen y, con el transcurrir del tiempo, desaparecen. La vida está ahí, pero junto a ella,
existe también la muerte y la destrucción. Ambos son fenómenos naturales que deben ser aceptados
por igual. La vida no nos pertenece como un derecho absoluto, ningún ser de la creación es un ser
necesario, el único ser necesario y absoluto es Dios.
Hemos, por tanto, de asumir nuestra condición de criaturas contingentes, mortales, por mucho que
nos pese. Esta dinámica, precisamente, de muerte y de vida es la que nos hace anhelar la perfección
última que sólo puede venir de Dios y que, por revelación, sabemos que está inscrita en la creación
misma. Sabemos que el Dios que ha creado la vida, quiere su triunfo, y nosotros anhelamos ese
triunfo, y, además, por medio del Espíritu que habita en nosotros, tenemos la garantía firme y
segura de que así será. Pero siempre hemos de tener muy claro que la vida plena, no es un logro
humano, una conquista de nuestro ingenio autónomo, algo merecido como resultado de nuestros
esfuerzos, sino un regalo maravilloso que el Señor de la vida y de la historia nos ha querido regalar,
y, como tal, hemos de esperarlo y, en su momento, recibirlo.
Junto al mal físico existe el mal moral. Éste nace de la desconfianza y de la desobediencia del
hombre, que le aleja de los caminos del Señor, y que le arrastra a la destrucción de sí mismo, de los
hermanos y de cuanto le rodea.
Dios, en su providencia amorosa, respeta la libertad del hombre, aunque no le abandona a su suerte,
sino que no cesa de llamarle y atraerle para que vuelva a la comunión con el Padre y viva. Para ello,
muchas veces se vale de los propios pecados y de sus caídas; y les llama a la conversión, para que
se den cuenta de que sin Dios no hacen sino engendrar destrucción y muerte. Lo cual permite que,
leídos desde una perspectiva creyente, muchos de los grandes pecados de los hombres, se puedan
ver y entender como gestos singulares de la providencia divina, que ha sacado de ellos grandes
beneficios para la historia de la salvación.
En la Escritura tenemos un ejemplo típico. La entrega de José como esclavo a los madianiatas y su
posterior llegada a Egipto, donde terminará como intendente del Faraón. Aquel pecado tan grave de
envidia de los hijos de Jacob, se convertirá en la salvación de los israelitas, porque, cuando el
hambre les obligue a emigrar a Egipto, allí encontrarán su salvación; y les salva, ni más ni menos,
aquel hermano a quien ellos previamente habían deseado matar; al que metieron en un pozo del
desierto, y al que, después, decidieron vender como esclavo. De aquel terrible pecado, con el
transcurrir de los años, vino su salvación.
Y la historia de José no es nada, comparada con la historia de Jesús. El pecado mayor de la historia,
el más grave: la condena del justo por excelencia. El mayor crimen de la humanidad, sin embargo,
en virtud de la providencia divina, fue la causa de salvación para todos nosotros.
¡Qué mayor providencia de Dios para con los hombres! Del mal, del pecado, de la injusticia y de la
muerte, Dios es capaz de sacar tanto bien. Esto sólo lo puede hacer el Señor. Nosotros del mal no
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podemos extraer nada, sino desesperación. Nuestro Dios, en cambio, de la muerte hace surgir la
vida; y del pecado la salvación.
El apóstol san Pablo, pensando en estas cosas exclamó: Todo coopera al bien de los que aman a
Dios; y san Agustín se atrevió a añadir, incluso del pecado.
Los grandes santos, aquellos a quienes les tocó beber en tantas ocasiones hasta las últimas gotas del
cáliz del sufrimiento, de la injusticia, de la enfermedad y del mal, nos han dejado páginas
memorables para que nunca desesperemos, ni desconfiemos de la bondad y de la providencia de
Dios.
La Sagrada Escritura y todos los santos nos invitan a esperar hasta el último día, el día de la
consumación final, entonces se revelará el sentido último y verdadero de la historia, y entonces
comprenderemos muchas de las cosas que hasta el momento nos resultan imposibles de
comprender.
Dios creó el cielo y la tierra (325 a 349)
Esta verdad de nuestra fe conoce dos formulaciones: Creador del cielo y de la tierra, que pertenece
al Símbolo de los Apóstoles, y Creador de todo lo visible y lo invisible, que es como viene recogida
en el Símbolo niceno-constantinopolitano.
El Catecismo explica expresamente que se trata de un modo concreto de decir que Dios creó todo lo
que existe, y también que todo lo que es y existe es obra suya.
Así dicho puede sonar a una afirmación de Perogrullo, sin embargo, debemos pensar que cuando se
empieza a expandir el cristianismo, muchas personas creían que los seres espirituales o inmateriales
que existen: Las almas, las ideas, los espíritus, hasta los elementos de los que está hecha la materia,
son eternos; y que, por tanto, Dios, más que crear, lo que habría hecho es poner orden en las cosas.
La fe cristiana, en cambio, afirma que todo cuanto existe es obra de Dios y nada de lo que existe, ni
siquiera los seres inmateriales e inmortales como los ángeles y nuestras propias almas son eternos.
Todos ellos proceden de Dios que los creó de la nada.
Pasa a continuación el Catecismo a hablarnos más concretamente de los Ángeles. Su existencia es
una verdad de fe apoyada en el testimonio de la Escritura y de la Tradición.
La palabra ángel significa enviado, por eso, como señalaba san Agustín comentando el salmo 103,
el término en sí no nos dice mucho a propósito de su ser o de su naturaleza, sino que, más bien, nos
indica la tarea que cumplen: Agentes a las órdenes de Dios y atentos a la voz de su palabra. Con
todo, de los muchos episodios en que aparecen nombrados a lo largo de la Sagrada Escritura, tanto
en el Antiguo como en el Nuevo Testamento, incluidos los cuatro evangelios, se puede deducir que
se trata de criaturas puramente espirituales, que tienen inteligencia y voluntad, que son seres
personales e inmortales, y que superan en perfección a todas las criaturas visibles.
Pero la importancia de la fe en la existencia de los ángeles no radica en conocer su naturaleza, sino
en función del papel que juegan en la propia historia de salvación de los hombres. El Catecismo en
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sus números 332 y 333 tiene gran interés en resumir los hitos y los momentos en que ellos han
intervenido para que se cumpliera el designio salvador de Dios Padre. Y, aparte de los muchos
pasajes del Antiguo Testamento en que se alude a sus prodigiosas intervenciones, los mensajes que
traen de parte de Dios, y de la ayuda que prestaron a algunos de los personajes más relevantes: Lot,
Agar, Abrahán, etc., el Catecismo se fija en la importancia que juegan en la vida de Jesús desde su
Encarnación hasta su Asunción gloriosa a los cielos.
Todo ello con una clara finalidad: Que si contaron tanto en la vida de nuestro Señor, debemos
esperar también nosotros su acción beneficiosa y su ayuda poderosa.
La Iglesia nos enseña a invocarlos, más aún, nos invita en la liturgia eucarística a unirnos al himno
que los ángeles entonan en la presencia del trono de Dios: Santo, Santo, Santo es el Señor Dios del
universo.
El Catecismo termina recordándonos que, desde la infancia hasta la muerte, la vida humana está
rodeada de la custodia y de la intercesión de los ángeles; que cada fiel tiene a su lado un ángel
protector y pastor para conducirlo a la vida, según la expresión de san Basilio. Y también que un día
junto a ellos, junto a los ángeles, los arcángeles y todas las jerarquías celestiales entonaremos la
alabanza a Dios por toda la eternidad.
La creación del mundo visible
Este tema ya había sido mencionado en el Catecismo, cuando se hizo referencia a Dios como
Creador, números 279 al 314. Ahora, en este apartado, números 337 al 349, lo que se pretende es
echar una mirada de conjunto para descubrir desde la fe cristiana cuál es la naturaleza íntima de
todas las criaturas, su valor y su ordenación a la alabanza divina.
Para ello el Catecismo hace una serie de afirmaciones que después desarrolla brevemente.
 Primera: Nada existe que no deba su existencia a Dios creador. Los seres que existen, la
naturaleza de cada una de las cosas, la historia misma de los hombres encuentran su raíz en este
acontecimiento primordial. Todo existe porque Dios quiere, porque Dios lo ha creado.
 Segunda: Toda criatura posee su bondad y su perfección propias. Debemos, pues, mirar las cosas
como buenas en sí mismas, ya que, al haber sido creadas por Dios reflejan, cada una a su
manera, su bondad y su sabiduría infinitas. Existencialmente esta verdad se traduce en que el
hombre debe aprender a respetar las cosas y el orden que hay en ellas, pues, cuando no lo hace,
desprecia precisamente la sabiduría de Dios y su voluntad, lo cual siempre acarrea consecuencias
negativas tanto para los propios hombres como para su entorno.
 Tercera: La interdependencia de las criaturas es querida por Dios. En el orden de la naturaleza
descubrimos una asombrosa variedad y enormes diferencias entre unos seres y otros. Ninguno es
autosuficiente, sino que cada cual necesita de los demás. El hombre tampoco puede sentirse
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autónomo dentro del sistema de la creación, depende del resto de los seres, que, al igual que él,
fueron creados por Dios.
 Cuarta: La belleza del universo. Ésta deriva precisamente de la diversidad y la armonía en las
relaciones existentes entre todos los seres. Cuanto más investigan los sabios el orden en la
creación, más crece su admiración hacia ella. Dicho orden y equilibrio ha de ser salvaguardado y
defendido por los hombres, y nada mejor para conseguirlo que el respeto y la sumisión de la
inteligencia humana al orden querido por Dios entre sus criaturas.
 Quinta y sexta: La jerarquía de las criaturas y El hombre es la cumbre de la obra de la creación.
Dios ama todo lo que ha creado y nada existiría sin que Él lo amara. Con todo, ha puesto su
predilección en el hombre, al que, según el relato del libro del Génesis, creó en un último lugar,
otorgándole el dominio sobre todas las demás criaturas.
 Séptima: Existe una solidaridad entre todas las criaturas por el hecho de que todas tienen un
mismo Creador, y todas están ordenadas a su gloria. En este número el Catecismo recoge algunas
de las estrofas del himno a las criaturas de san Francisco de Asís. Es como si quisiera comparar
la creación con una grandísima orquesta. En ella cada instrumento con su timbre característico y
diferente al resto de los instrumentos ha de interpretar la parte de la melodía que le corresponde,
y todos, tocando al unísono y bajo una misma dirección, interpretan una obra musical estupenda,
en la que es fácil percibir una gran variedad de sonidos, de colores, de matices, de contrastes, de
armonías, de contrapuntos, etc.
 La culminación de toda esta obra maravillosa de la creación es el día séptimo, el sábado para los
judíos y el domingo, el día octavo, para los cristianos. Toda la creación, en definitiva, no es sino
el camino para entrar en la presencia de Dios, en su vida bienaventurada y feliz, en su descanso
eterno. Al entrar allí contemplaremos gozosa y definitivamente de esta obra maravillosa que
Dios ha desplegado con su poder, su fuerza y su bondad. Gracias a Cristo y a su victoria sobre la
muerte y el pecado, tenemos garantizado poder entrar en ese día sin fin y en ese descanso eterno.
Pues, en definitiva, toda la creación apunta ya a la plenitud que nos ha sido revelada en Cristo y
de ella gozaremos gracias a la resurrección de Cristo, de la que hemos sido hechos partícipes por
la incorporación a su Misterio Pascual.
La creación del hombre (355-378)
A imagen de Dios
El primer aspecto sobre el que se centra el Catecismo es en que el hombre ha sido creado a imagen
de Dios.
Tomando pie de la doctrina de los santos padres, de otros santos, pero, sobre todo, de la doctrina del
concilio Vaticano II, el Catecismo nos recuerda que el hombre es la única criatura que puede
conocer y amar a su Creador, y la única, además, a la que Dios ama por sí misma.
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El hombre, en cuanto ser dotado de razón y voluntad libres, está llamado a participar de la vida de
Dios, ésa es precisamente su mayor dignidad.
Para Dios el hombre es alguien, una persona con la que quiere contar y a la que directamente llama
y le ofrece una relación de alianza.
Dios, de hecho, al crear al hombre le ha tratado de un modo totalmente singular: Dios todo lo creó
para que pudiera servir al hombre, y también, para que, de este modo, el hombre, conociendo la
bondad de Dios y su predilección por él, le amara libremente, le sirviera y le rindiera el homenaje
de su obediencia.
Por otra parte, el Catecismo también nos dice que, sólo desde esta perspectiva teologal, es como se
alcanza a comprender el misterio último del hombre; más todavía, sólo desde la realidad del VerboEncarnado, el Verbo hecho hombre, es como se llega a la verdad última sobre el ser humano.
La unidad del género humano y la dignidad de cada persona descansan en el hecho de que todos
somos criaturas de Dios, nuestro principio y nuestro fin último; y que, por tanto, todos tenemos un
origen común y una meta que es la misma para todos.
Ello no se contradice en absoluto con la legítima variedad de las personas, culturas y pueblos; al
contrario, la diversidad subraya la armonía que se crea en virtud de la caridad, por la cual lo valioso
de uno enriquece a todos, y lo propio de cada uno está destinado al servicio común. De ahí que cada
hombre, para ser hombre, haya de abrirse a la fraternidad global con los demás hombres. Ése era el
plan de Dios, cuando nos creó a su imagen y semejanza; y es que Dios, no lo olvidemos nunca, es
comunión de personas unificadas por el amor.
Dios creó al hombre uno en cuerpo y alma
Comienza el Catecismo recordando el pasaje bíblico del Génesis en el que se dice que, cuando Dios
creó a Adán, insufló en sus narices aliento de vida y resultó un ser viviente. Se supera así la
concepción de que las almas son realidades que existen desde siempre y que, al crear Dios a los
hombres, lo único que hizo fue introducirlas en el cuerpo. Dicha concepción, lo sabemos bien,
ha llevado a planteamientos antropológicos que dan muy poco valor a la carne, o incluso la
desprecian, mientras que consideran el alma como lo único digno de ser comparado a Dios,
en cuanto realidad espiritual. La visión cristiana del hombre está muy lejos de una concepción así,
que, por lo general, recibe el nombre de dualismo.
Todo en el hombre es creación de Dios. El hombre en sí, cuerpo y alma, es imagen y semejanza de
Dios; y es el hombre, cuerpo y alma, es el que está destinado a la comunión y a la participación en
la vida divina. Así, aunque el alma sea lo que hay de más íntimo en el hombre, en cuanto ella es el
principio espiritual, lo que, en realidad, anima y da concreción e individualidad a la persona
humana, sin embargo, también hay que decir, como lo hace el Catecismo, que el cuerpo del hombre
participa de la dignidad de la imagen de Dios. Ciertamente el alma es la forma del cuerpo, pero el
cuerpo es también el que actualiza la potencialidad del alma. La unidad es tan profunda que
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debemos concluir, como concluye el Catecismo, que el espíritu y la materia no son dos naturalezas
unidas, sino que su unión constituye una única naturaleza.
La consideración del cuerpo en la antropología cristiana es muy elevada. Esto es lógico pues nuestra
fe parte del convencimiento de que el Verbo de Dios, la segunda persona de la Santísima Trinidad,
consustancial al Padre, se ha hecho carne. Y esa carne del Verbo, asumida sin mezcla ni confusión
en el seno de la Virgen María en Jesucristo, no ha sido abandonada por Él al subir a los cielos; al
contrario, la elevó por encima de las jerarquías de los Ángeles y la sentó a la derecha del Padre. El
cuerpo de Cristo, habitado en plenitud por el Espíritu Santo, nos habla a nosotros de que Dios
quiere hacer su verdadero santuario en el cuerpo de los hombres, llevando así a plenitud el plan
previsto desde el momento de la creación.
Por eso en el bautismo el cuerpo del cristiano queda consagrado como auténtico templo de Dios, y
por eso también, cuando morimos, el cuerpo, antes de ser sepultado o incinerado, es bendecido y
recibe las honras fúnebres. Todo ello porque sabemos que el cuerpo es algo más que mera materia
destinada a la corrupción, es el habitáculo donde Dios vive y que está destinado a vivir gozando por
siempre de la contemplación de su divino rostro en unión con el alma inmortal.
Termina el Catecismo haciendo una llamada de atención porque a veces, al hablar, distinguimos
entre alma y espíritu. Se nos dice en el número 367 que se trata de una distinción admisible, siempre
que no sirva para introducir una especie de dualidad en el alma. Si se emplean ambos términos con
significados distintos es simplemente para subrayar que «el espíritu» en el hombre está ordenado
desde el momento mismo de la creación a un fin sobrenatural, y que el alma es capaz de ser elevada
gratuitamente a la comunión con Dios.
Hombre y mujer los creó
Esta afirmación del libro del Génesis nos está revelando que para Dios varón y hembra son queridos
por igual. No hay diferencia, por tanto, en la dignidad pues ambos han sido creados por Dios y
ambos son amados de por sí y del mismo modo.
«Varón y mujer» es como Dios ha querido crear a los hombres, y el ser una cosa o la otra reflejan la
sabiduría y la bondad del Creador, así como su primer designio y su voluntad para con cada uno de
los seres humanos.
El Catecismo aclara que Dios ni es hombre ni es mujer, pues en Dios no cabe hablar de sexo; sin
embargo, las perfecciones del varón y de la mujer reflejan algo de la infinita perfección de Dios y,
por eso, nos atrevemos a decir que Dios tiene las entrañas de una madre, la ternura de un esposo y el
amor de un padre.
Pasa después el Catecismo a señalar que el hecho de que el libro del Génesis hable de que Dios,
cuando creó al hombre, lo creó a la vez varón y mujer, indica su complementariedad. O lo que es lo
mismo, el varón y la mujer han sido creados así para complementarse el uno al otro, para vivir en
comunión, para ayudarse.
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La expresión más excelente de esa complementariedad la tenemos en el sacramento del matrimonio.
Varón y hembra, dos seres distintos aunque complementarios, están llamados a ser una sola carne
por el amor. No es que dejen de ser dos, con sus características propias, sino que siendo dos forman
una sola carne. Y siendo una sola carne están llamados a ser fecundos, a transmitir la vida humana y
a cooperar, por tanto, en la obra del Creador de una forma del todo única y singular.
Por último, nos dice el Catecismo que varón y mujer han sido llamados a “someter” la tierra como
“administradores” de Dios. A ambos, pues, les toca hacer cercana y real la providencia divina
respecto a las cosas creadas; ambos son, por tanto, responsables del cuidado del mundo y de su
desarrollo, para que se realice y cumpla el plan amoroso del Padre. En consecuencia, ambos
deberán colaborar estrechamente y complementarse en esta tarea. La transformación del mundo y su
cuidado no es cosa del uno o del otro, los dos tienen que ayudarse para llevar a cabo la obra que
Dios les encomendó.
El hombre en el paraíso (El estado preter-natural)
Nos dice el número 374 del Catecismo que el primer hombre fue constituido en la amistad con su
creador y en armonía consigo mismo y con la creación.
El relato del libro del Génesis, que describe a nuestros primeros padres en el jardín del Edén, sirve a
la Iglesia para interpretar que el hombre fue creado en un estado de santidad y justicia únicas, en
virtud de la participación que gozaba de la vida divina. A ese estado se le conoce teológicamente
con la expresión estado de «santidad y justicia original».
Lo que, en resumidas cuentas se quiere señalar es que el trato con Dios, la amistad con Él,
la comunión con su misma vida, santifica al hombre, le hace feliz y le sirve para experimentar
la plenitud a la que fue destinado. Y, mientras hubiera permanecido en esa santidad y justicia
originales no debería ni morir ni sufrir; estaría en paz consigo mismo y con cuanto le rodea, con sus
semejantes y con el resto de la creación. Como señala el Catecismo, citando a Génesis 2, el hombre
fue colocado en el jardín para cultivar la tierra y guardarla; para alimentarse de lo que producían los
árboles y plantas que llevan semilla. El trabajo no le resultaba penoso, sino que le servía para
sentirse colaborador de Dios en su obra creadora, y también necesario para que dicha obra llegara a
su plenitud.
Además, en el estado en que Dios creó al hombre, éste era dueño de sí mismo; tanto, que su
voluntad estaba del todo ordenada al fin para el que fue creado. Y, mientras obró así, Adán no
experimentó el peso de la concupiscencia, ese impulso por el que los seres humanos se ven
sometidos a los placeres de los sentidos, a la apetencia de los bienes terrenos y a la afirmación de sí
contra los imperativos de la razón.
En resumen, el hombre fue creado no solamente bueno, sino disfrutando de la comunión con Dios,
feliz y gozoso con su tarea de cultivar la tierra y someterla y libre de todo apetito desordenado. Mas,
conviene no olvidar, que la gloria que nos espera a los redimidos será aun mayor, ya que, al haber
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sido redimidos por Cristo, hemos sido hechos herederos con Él de su misma gloria eterna, y lo que
nos aguarda es la plenitud de nuestra condición de hijos de Dios, pues en verdad lo somos.
La Caída (385-412)
Al hablar de la Creación hemos insistido, como lo hace la Sagrada Escritura, en que Dios todo lo
hizo bueno. Sin embargo, las realidades del sufrimiento, del trabajo penoso, del dolor y de la muerte
están ahí y son innegables. Y la pregunta que todos nos hacemos es la de si todo ha sido creado
bueno y Dios es Bueno, entonces ¿de dónde viene el mal?
A esta pregunta es difícil, muy difícil responder. La revelación lo que nos enseña es que el misterio
del mal sólo puede esclarecerse a la luz del misterio de la piedad, de la bondad y de la misericordia
de Dios. Y la clave que nunca debemos olvidar es que Dios, su amor y su perdón, son mayores que
el mal, que el sufrimiento y que la muerte.
De ahí que el Catecismo, en los números 386 al 390, aborde esta cuestión bajo un epígrafe que
reproduce literalmente una frase del apóstol san Pablo en su carta a los Romanos: “Donde abundó el
pecado, sobreabundó la gracia”.
Donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia
En primer lugar, el Catecismo habla de la realidad del pecado. Y nos dice que para comprender qué
es el pecado es necesario reconocer el vínculo profundo que liga al hombre con Dios; pues el
pecado no es otra cosa que el rechazo y la oposición a Dios, que trae pésimas consecuencias para la
vida de cada hombre y también transciende y repercute negativamente en la historia que entre todos
vamos construyendo.
El libro del Génesis describe el pecado como un abuso de la libertad que Dios dio al hombre para
que éste pudiera amarlo y para que los hombres se amaran entre sí.
La verdad de este pecado y las consecuencias que trajo para los hombres, han sido conocidas y
profundizadas según ha ido avanzando la historia de la salvación; sobre todo, a raíz de las
resistencias del pueblo de Israel a aceptar la voluntad de Dios, a obedecer y a ser dócil a los
designios salvíficos del Señor.
Por otra parte, como señala el Catecismo, sólo es posible conocer a Adán desde Cristo. Tanto es así
que se llega a decir que la doctrina del pecado original es como el reverso de la Buena Nueva que
Jesús trajo. Si Cristo murió por todos, según la voluntad del Padre, es que todos necesitábamos ser
salvados, porque todos, por el pecado, nos habíamos apartado de Dios y extraviado nuestras vidas.
Y esta situación del hombre arrancó al comienzo de la historia, por eso toda la historia humana está
marcada por el pecado cometido por nuestros primeros padres. Este es el mensaje fundamental que
el libro del Génesis intenta transmitir desde el capítulo sexto al undécimo, envuelto en un lenguaje
de símbolos e imágenes, muchas de las cuales son herencia de las culturas mesopotámicas que, sin
duda, fueron conocidas y utilizadas por los sabios de Israel. Mas su contenido último sabemos que
es Revelación de Dios y, por tanto, lo tenemos como objeto de nuestra fe.
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La caída de los ángeles
Parecería, en principio, que este tema poco tiene que ver con los hombres, sin embargo, ya desde
las primeras líneas del número 391, el Catecismo nos habla de que la caída de los ángeles guarda
una estrecha relación con la desobediencia de nuestros primeros padres.
Efectivamente, según la Escritura y la Tradición, algunos de los ángeles, también criaturas de Dios,
rechazaron radical e irrevocablemente al Señor y su Reino, se negaron a obedecer, no quisieron
adorarle y se hicieron malos a sí mismos. A la cabeza de todos ellos hay uno, al que se denomina
Satán o diablo.
Todos ellos, desde el momento de su rebelión, por el carácter irrevocable de su elección, ya no
pueden amar, ni pueden ser perdonados. Los demonios viven, por tanto, en el odio continuo a Dios
y a su bondad: son sus enemigos. Mas, como no pueden hacer nada contra Dios, quieren y buscan
hacer daño en sus obras, y especialmente en el hombre, pues saben que es, entre todas las criaturas
que Dios hizo, la que es más amada.
Por eso la Biblia nos cuenta que, desde el momento mismo en que los hombres fueron creados por
Dios y colocados en el paraíso, la serpiente quiso engañarlos y seducirles para que desconfiaran de
Dios y de su bondad, y le desobedecieran como habían hecho ellos.
El demonio, no satisfecho con haber engañado a nuestros padres y haber causado graves daños en
cada hombre, en las relaciones entre los hombres, en la sociedad, en la naturaleza, y en todo el
cosmos, quiso también apartar a Jesucristo de la misión que recibió del Padre, y no dudó en salirle
al paso y tentarle incluso a Él.
Mas donde Adán y Eva fracasaron, Cristo venció. De este modo sabemos que el demonio, en
definitiva no deja de ser una criatura y que su poder, por tanto, es limitado. No puede, por ejemplo,
impedir que el plan de Dios de instaurar su Reino por medio de su Hijo, Jesucristo, se realice.
El Catecismo nos recuerda, por último, que el que Dios permita la actividad de los demonios es un
gran misterio, pero lo importante es que nuestra fe nos asegura, por medio del Señor Jesús, el
triunfo sobre Satanás, sobre el pecado y sobre la muerte. Pues Dios nos ha querido librar de su
dominio, para trasladarnos del reino de las tinieblas al reino de la luz. Y todos nosotros, cuantos
creemos en Cristo, sabemos que hemos pasado del pecado y de las sombras de muerte, al reino de la
verdad, de la justicia y de la paz.
Con nuestra fe podemos contribuir para que el triunfo de Cristo sobre el demonio se extienda a
todos los rincones del mundo, y que de este modo el amor venza al odio, la justicia a la iniquidad, la
verdad a la mentira y la paz a la guerra. Ésta es, pues, la mejor contribución que nuestra fe puede
hacer al mundo. Y, como vemos cada día, lo que la fe nos promete es lo que el mundo más está
necesitando.
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El pecado original
Comienza el Catecismo recordándonos que Dios creó al hombre a su imagen y le llamó a ser su
amigo. La amistad tiene dos principales características: es libre y es gratuita. Nadie puede ser
obligado a ser amigo de otro y, si hay otros intereses ocultos, no puede existir verdadera amistad. La
amistad supone también confianza, fiarse del otro, de lo que nos dice. Si, además, quien nos lo dice
es quien nos ha dado el ser y de quien depende nuestra vida, esa confianza ha de ser absoluta y no
puede caber la menor sombra de duda. Ha de ser una confianza que necesariamente se tiene que
traducir en obediencia.
Obedece libre y gustosamente quien se fía, quien comprende que aquel que le habla y le propone
algo que realizar o le advierte de algo que ha de evitar es para su propio bien. Y Dios, que le dio la
vida al hombre, y le colocó en el jardín del Edén para que viviera felizmente cuidando de aquel
huerto, alimentándose de todos los árboles y plantas que allí había, y tratando amigablemente con
su Creador, quiso igualmente que el hombre supiera el peligro que corría si comía del árbol del
conocimiento del bien y del mal. Expresión ésta que indica la pretensión de absoluto (el binomio
“bien y mal” expresan la idea de totalidad). Y la totalidad, lo absoluto, es algo que escapa de las
posibilidades del ser humano, pues, por muy excelente que sea, no deja de ser una criatura entre las
demás criaturas; y la totalidad y el absoluto no puede abarcarlos por sí misma, pretenderlo le puede
destruir.
Sin embargo, el hombre no deja de pensar que Dios y la obediencia a su voluntad son un límite para
sus posibilidades de realización. De ahí que se sienta tentado a desconfiar y a ejercer su libertad,
desoyendo la voz de su Creador y Señor. El ser humano estaba destinado a compartir la misma vida
divina, pero quiso ser como Dios sin Dios, antes que Dios y no según Dios.
Las consecuencias de la primera desobediencia son realmente dramáticas. Adán y Eva perdieron
la gracia de la santidad con la que habían sido creados. Se vieron desnudos, desprotegidos y
empezaron a sentir miedo. Miedo el uno del otro y por eso se ciñeron con hojas de higuera;
miedo de Dios y por eso, al sentir sus pasos por el jardín, se ocultaron de su presencia; miedo de
los animales que, a partir de entonces se convierten en potenciales enemigos. Y cosas tan naturales
como engendrar y dar a luz un hijo por parte de la mujer, se convierten en algo doloroso.
La relación entre varón y mujer ya no se establece desde la clave de la igualdad, sino desde del
dominio y la pasión. La tierra queda maldita y, en lugar de servir de sustento y alimento, se
convierte en la causa del trabajo fatigoso que cansa y hace sudar al hombre para poder comer y
seguir viviendo. Así, los que pretendieron ser dioses sin Dios, se encuentran con que son polvo, y al
polvo de la tierra habrán de volver necesariamente cuando mueran.
El libro del Génesis nos cuenta, por último, que el primer pecado provocó toda una cadena de
maldad, de violencia y de muerte. Desde el fratricidio de Caín con Abel, hasta los momentos
previos al relato del diluvio, se nos dice que la maldad crecía y que todos los proyectos del hombre
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tendían siempre al mal. El hombre y toda la creación, afectados por el misterio del mal, del pecado
y de la muerte, necesitan y aguardan a ser redimidos.
Consecuencias del pecado de Adán para toda la humanidad
Las consecuencias del pecado original, nos dice el Catecismo, afectan a toda la humanidad. Al
pecar Adán todos pecamos; y, puesto que todos pecamos, todos estamos privados de la santidad
primera en que fuimos creados. Como consecuencia, nuestra naturaleza está inclinada al pecado y
padecemos el dolor, la enfermedad y la muerte, ya que nuestra condición de criaturas de por sí
consiste en eso: en ser polvo. Y como del polvo de la tierra fuimos formados, al polvo de la tierra
volvemos cuando morimos.
A nuestra mentalidad occidental le cuesta entender el hecho de que en Adán estuviéramos
representados todos los hombres. Por lo general somos tan individualistas que no consentimos que
nadie nos represente, a no ser que tenga una delegación expresa por parte nuestra. Tampoco
consentimos que persona alguna se arrogue la posibilidad de decidir por nosotros y mucho menos
aceptamos que alguien deba pagar las consecuencias de los actos de un tercero. Solemos decir que
cada palo aguante su vela.
Sin embargo, la revelación nos dice que el plan de Dios es muy diferente. Dios nos crea uno a uno y
cada uno somos una creación de Dios, pero Dios nos creó de manera que, aun siendo muchos,
fuéramos una unidad, una especie de organismo vivo donde los elementos dependen unos de otros y
se necesitan mutuamente. Los hombres formamos, según santo Tomás de Aquino, como el cuerpo
único de un único hombre. Por eso, aunque quienes realmente pecaron fueron Adán y Eva, es toda
la naturaleza humana la que cayó. La revelación nos enseña que el pecado de nuestros primeros
padres se transmite, no sabemos muy bien cómo, de generación en generación a toda la humanidad.
Y todos los hombres, al nacer, contraemos ese estado de la humanidad caída. Tan solo la Virgen
María, por privilegio singular y en virtud de que iba a engendrar al autor de la salvación, fue
liberada del pecado original antes incluso de su concepción.
María precisamente es la que representa a aquella mujer de la que habla el libro del Génesis, cuya
descendencia, Jesucristo, venció a la serpiente. Efectivamente, donde Adán y Eva fracasaron, otro
hombre, Cristo Jesús venció; y la desobediencia de nuestros primeros padres fue sanada mediante la
obediencia de Jesús, el nuevo Adán, desde su concepción virginal hasta su muerte en la cruz,
aceptando libremente cumplir y realizar la voluntad del Padre. Como nos enseña el apóstol Pablo en
su carta a los Romanos: La obra de justicia de uno solo procura a todos una justificación que da la
vida.
Gracias al triunfo de Cristo la naturaleza humana ha sido sanada de raíz. Y, puesto que todos
pecamos en Adán, todos estamos invitados a injertarnos en Cristo, como los sarmientos en la vid,
por medio del sacramento del bautismo, para que la vida de Cristo libre nuestra naturaleza herida e
inclinada al pecado y la fortalezca en el combate contra el mal y contra todas las seducciones con
que el diablo continúa intentando engañarnos.
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La vida del bautizado es, pues, una vida fundada en el triunfo de Cristo y basada en la esperanza
definitiva de una vida con Dios para siempre, gracias a que, por medio de Cristo, hemos sido hechos
hijos de Dios y herederos de su misma suerte. Como nos recuerda el Catecismo en el número 412,
la gracia inefable de Cristo nos ha dado bienes mejores que los que nos quitó la envidia del
demonio. Lo cual nos ayuda a barruntar la respuesta a pregunta imposible de responder: ¿Por qué
Dios no impidió que el primer hombre pecara? Contemplando lo Cristo ha hecho por salvar a la
humanidad, podemos decir con toda razón que, en efecto, Dios permite que los males se hagan para
sacar de ellos un bien mayor. Eso es, en definitiva, lo que san Pablo nos quiso enseñar en su carta a
los Romanos: «Donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia» (Rom 5,20). Y, basada en esta
convicción, la Iglesia cada noche de Pascua canta llena de un gozo especial: «¡Oh feliz culpa que
mereció tal y tan grande redentor!»
Es, pues, el gozo de la Pascua lo que nos hace afrontar esperanzados la lucha en la vida cristiana:
el duro combate contra el demonio, el enemigo por excelencia del hombre, y contra las
consecuencias que el pecado ha introducido en la vida de los hombres, en las estructuras sociales de
la comunidad humana, en la historia y en la creación entera.
En esa lucha no estamos solos. Por el bautismo nos incorporamos a la Iglesia, que es la gran familia
de los hijos de Dios. Y en la Iglesia, puesto que somos un cuerpo, nos ayudamos los unos a los
otros. En primer lugar, Cristo, nuestra cabeza, no cesa de interceder, para que la obra comenzada en
nosotros el día de nuestro bautismo llegue a feliz término. También interceden María, la Virgen
inmaculada, los ángeles y todos los santos, sin olvidar la inestimable ayuda y la intercesión que nos
ofrecen los hermanos de la tierra: los padres, los catequistas, los educadores, los amigos, y los
demás miembros de la comunidad cristiana. Entre todos vamos dando muerte al pecado, para vivir
según nuestra nueva condición de redimidos por Jesucristo.
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