Las fuerzas del mercado, los factores culturales

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Las fuerzas del mercado, los factores culturales. Nota biográfica
Las investigaciones de David M. Smith se han centrado en la teoría de la localización industrial, el análisis
regional y el desarrollo urbano, además de las desigualdades geográficas, la justicia social y otros temas
morales relacionados con la geografía. Ha trabajado extensamente en Estados Unidos, Europa del Este y
Sudáfrica. Su obra más reciente es Geography and Social Justice (1994). David M. Smith actualmente es
catedrático en Queen Mary y Westville College, University of London, Mile End Road, Londres E1 4NS,
Reino Unido.
Las fuerzas del mercado, los factores culturales y los
procesos de localización
David M. Smith
Uno de los aspectos importantes de la ocupación humana de la superficie
terrestre es la diversidad de estructuras espaciales creadas por diferentes
tipos de sociedades. Tradicionalmente, los geógrafos pretendían explicar los
esquemas de localización mediante referencias a los factores locales y
regionales específicos de la interacción del ser humano con el medio ambiente,
en el estilo ideográfico que pone de relieve la especificidad del lugar, una
escuela que predominó hasta los años '50. La cultura era vista como algo que
estaba influido por el paisaje humano y que contribuía al modo particular en que
éste se constituía en diferentes partes del mundo. Sin embargo, el surgimiento
del enfoque nomotético, asociado con la denominada revolución cuantitativa, y la
reformulación de la geografía humana como análisis localizacional, o ciencia
espacial, que dominaron durante el decenio de los '60 y los '70, viraron hacia
interpretaciones más universalistas, en las que la importancia del carácter
variable de la cultura tendía a ser mitigado, cuando no completamente ignorado.
El resurgimiento de la geografía cultural, en el decenio de los '80, en el
contexto de la preocupación posmoderna por la diferencia y cierto desdén por lo
metanarrativo, volvió a centrar la geografía humana en lo local y lo particular,
lo cual tuvo implicaciones cruciales para las teorías supuestamente universales,
que constituyeron los fundamentos del análisis localizacional durante un cuarto
de siglo.
En este artículo analizaremos brevemente los principales modelos
localizacionales desarrollados en el espíritu del universalismo, sus raíces en
la teoría económica convencional (neoclásica) y su valor explicativo. Más
adelante, analizaremos cómo fueron introducidos los denominados factores
comportamentales, planteando que esto implicaba una lectura limitada de aquellas
influencias que podríamos incluir bajo el rótulo de cultura. Una interpretación
más amplia del papel de la cultura nos recuerda que ésta siempre ha sido un
agente activo en los procesos económicos espaciales. Esto nos conduce al
argumento de que el tipo de economía supuesto en la teoría de la localización,
regulada por las fuerzas del mercado competitivo es, en sí misma, la expresión
de una cultura particular que es histórica y espacialmente específica y que ha
experimentado cambios significativos en años recientes. Por lo tanto, los
planteamientos sobre la universalidad de los enfoques de los análisis
localizacionales basados en una economía de este tipo deben ser modificados. Es
necesario recurrir a interpretaciones más sensibles en términos culturales. El
artículo concluye postulando que los modelos construidos sobre raíces
neoclásicas aún pueden desempeñar un papel, más limitado, como mecanismos
técnicos que contribuyan a una asignación óptima de los recursos.
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Las fuerzas del mercado, la distancia y la localización de la actividad
económica
El viraje desde el enfoque ideográfico al enfoque nomotético en la
geografía humana se vio estrechamente asociado con una conciencia creciente de
las
regularidades empíricas en las estructuras espaciales. Los modelos de
utilización de la tierra y, particularmente de los asentamientos humanos,
atrajeron la atención de una nueva generación de cuantificadores que comenzó a
sentar sus principios en geografía económica y urbana a finales del decenio de
los '50. En la medida en que la descripción verbal fue reemplazada por
cuantificaciones, surgió un nuevo tipo de explicación en la cual se suponía que
se podía entender los procesos generales a partir de los esquemas en sí mismos,
con un poco de ayuda teórica importada de la economía.
En el estilo universalista del análisis locacional, o ciencia espacial,
los intentos para explicar la evolución de las estructuras espaciales dependen
de alguna versión del modelo del mercado competitivo, que tiene sus orígenes en
la
teoría económica neoclásica. La variable de la distancia se suma a la de
combinación de factores (o insumos) y de escala de producción en un proceso
competitivo en el que las fuerzas de la oferta y la demanda asignan recursos a
lo largo de un espacio geográfico y entre empresas y sectores de la economía. Se
supone que el libre mercado opera de tal manera que genera un producto óptimo
guiándose por criterios generales, como la maximización de los beneficios, la
utilidad o el bienestar público, o por objetivos geográficos como la
minimización de los viajes agregados o las distancias cubiertas. Esto se puede
ilustrar brevemente mediante un esbozo de la teoría de la utilización de tierras
agrícolas, de su variante urbana, a saber, la teoría de localización industrial,
y de la teoría del lugar central.
El punto de partida habitual en el desarrollo de la teoría de la
localización es la obra de Von Thünen (Hall, 1966). En un libro publicado en
1826, Von Thünen se
sirvió de observaciones realizadas en su propiedad en
Alemania y elaboró una teoría general del uso de tierras agrícolas en un Estado
imaginario aislado en el que un mercado central urbano en una llanura homogénea
estaría servido por un
territorio circundante. Los campesinos intentarían
individualmente maximizar sus
beneficios en forma de arriendos (a veces
denominados arriendos de
localización). Diferentes actividades tendrían
diferentes capacidades productoras de arriendo dependiendo de la proximidad al
mercado, representada
por diferentes tramos de arriendo en función de la
distancia de la ciudad. Así,
la horticultura de mercado, que incluiría
productos perecibles, tendría altos arriendos dada su proximidad al mercado, y
estos arriendos disminuirían drásticamente según aumentara la distancia de la
ciudad, mientras que los
cereales y la madera generarían arriendos más bajos
cerca del mercado, y disminuirían levemente y se extenderían mucho más allá de
la distancia donde la horticultura dejaría de generar arriendos. En el conocido
modelo de gráficos reproducido en numerosos textos, la asignación de tierras a
la actividad que
produce los arriendos más altos genera un modelo de zonas
concéntricas de diferentes utilizaciones de la tierra en torno a la ciudad.
Así, bajo el supuesto predominante de una conducta competitiva y
maximizadora de
beneficios, los planteamientos relacionales que comprenden
variables económicas
cruciales (entre ellas, la distancia) permiten hacer
reducciones con respecto a
los modelos espaciales que surgirían en las
circunstancias simplificadas que se
ha postulado. Esto permite comparar los
esquemas del mundo real con las expectativas teóricas, y la teoría puede ser
modificada para tener en cuenta
consideraciones que el modelo original ha
marginado. Este es el enfoque general, que se apoya en gran medida en prácticas
vigentes en la economía.
La búsqueda de esquemas reales de zonas concéntricas de utilización de las
tierras agrícolas ha tenido cierto éxito, explicándolos en términos del que usó
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Von Thünen. Por ejemplo, Blaikie (1971) observó que los pequeños campesinos en
el norte de la India adecuaban la utilización de la tierra a la distancia de la
aldea, y que invertían el mayor esfuerzo en las tierras más cercanas, a la vez
que explotaban las tierras periféricas menos intensivamente. Horvath (1969)
encontró zonas de estas características alrededor de Addis-Abeba, en Etiopía.
Un modelo similar de utilización de terrenos urbanos fue elaborado por
Alonso (1964). Este modelo esboza las zonas concéntricas a partir de los
diferentes
tramos de producción de arriendos, por ejemplo, el comercio, la
actividad
industrial y el empleo en zonas residenciales, en ese orden de
capacidad, para pagar altos precios por la ventaja de terrenos más próximos al
centro de la
ciudad. El proceso subyacente consiste, una vez más, en la
maximización de los beneficios en las condiciones competitivas del mercado que,
supuestamente se
cumplirá con la eficacia descrita en los textos teóricos.
Entre las
modificaciones del modelo original de utilización de los suelos
urbanos está la
explicación brindada por Bunge (1971), de sucesivas zonas de
chabolas, viviendas de clase media y prósperos suburbios, un esquema típico de
las ciudades de América del Norte.
Los esquemas de zonas concéntricas han sido validados por numerosos
estudios empíricos sobre las ciudades en Occidente. Sin embargo, estos modelos
pueden complicarse debido a condiciones locales como la topografía y las líneas
de
transporte, que pueden fomentar una estructura de cuña, así como por el
crecimiento metropolitano de núcleos múltiples. También se ha encontrado
indicios de zonas concéntricas en otras regiones del mundo, por ejemplo en las
ciudades del sudeste asiático (McGee, 1967). Se ha intentado identificar dichos
esquemas en la diferenciación socioeconómica existente en algunas ciudades de
Europa del Este, reestructuradas bajo el socialismo, si bien el verdadero
esquema a menudo se parece más a una especie de mosaico o de edredón multicolor
que a zonas ampliamente definidas (Smith, 1989).
Para volver a la localización industrial, el modelo básico de la unidad de
producción única se remonta a la obra de Weber (1929), publicada en 1909. Este
modelo deriva la localización del coste mínimo (y máximo beneficio) de los
costes espacialmente variables de la adquisición de materiales en fuentes fijas
y del envío de productos acabados a un punto del mercado, donde una fuente de
mano de obra barata y las economías de aglomeración se añaden como
complicaciones adicionales. Posteriormente, lo que se llegó a conocer como
teoría neoclásica de la localización ha sido ampliada para incorporar otras
consideraciones, y ha sido aplicada al análisis de una gama de casos donde los
esquemas de industrias particulares, así como la localización de plantas únicas
han sido interpretados con bastante convicción (ver Smith, 1981, para estudios
de caso).
El complemento de este enfoque de coste variable se centra en las
variaciones
espaciales de los ingresos como el determinante principal de la
maximización del
beneficio, basándose en el análisis de la competencia entre
empresas por una
participación física en el mercado. Esta línea de
investigación fue desarrollada
originalmente por los economistas en los años
'30, cuando reconocieron por primera vez el espacio geográfico como una fuente
de monopolio local y, por lo
tanto, constataron una imperfección en los
mercados idealizados de la teoría de
la producción. Sin embargo, las
dificultades conceptuales y prácticas han
dificultado la aplicación de este
enfoque a la interpretación de los verdaderos
esquemas de localización (para
una explicación más detallada, ver Smith, 1981).
Una aplicación más conocida del análisis del área de mercados se encuentra
en la
teoría del lugar central, elaborada en 1933 por Christaller (1966). A
partir de
algunas proposiciones sencillas sobre el umbral de un bien (el
volumen mínimo de
ventas requerido para que una empresa sea viable) y su
espectro (la distancia
máxima que los consumidores se desplazarán para
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comprarlo) elaboró el conocido
modelo hexagonal de una jerarquía de lugares
centrales (mercados, pueblos o ciudades) y regiones complementarias (hinterland
o zonas del mercado)
especificando la estructura espacial de la oferta de
bienes y servicios que
satisfacen unos criterios particulares óptimos. Lösch
(1954) llevó este esquema
algo más lejos en 1940, al especificar las
características del paisaje económico
que cumpliría con la concepción
neoclásica de equilibrio general, bajo la cual ningún participante tendría nada
que ganar del cambio. Esto marcó el punto álgido de la elegancia y complejidad
alcanzadas por la ampliación de la economía
de producción convencional al
espacio geográfico.
Los intentos para explicar las estructuras físicas del mundo real en
términos de la teoría del lugar central van desde el detallado análisis de los
asentamientos
en el sur de Alemania, del propio Christaller, a las diversas
aplicaciones que
representa aquel primer florecimiento de la capacidad de
cálculo recién descubierta de la geografía, y de la construcción de modelos en
los primeros
años de la revolución cuantititativa (ver Berry, 1967). También
había ciertos
refinamientos, parcialmente estimulados por el análisis de la
jerarquía de los servicios en las ciudades. Puede que no parezca sorprendente
que la realidad se adecuara mejor a la teoría en condiciones que se parecían
más estrechamente a la llanura isotrópica y apacible de la geografía física de
la teoría. Y deberíamos
recordar que la explicación del mundo real no era
necesariamente el objetivo
principal de la ampliación espacial de la teoría
económica. Como señaló Lösch
(1954), se centraba más en lo que sería óptimo
bajo el supuesto dominante de racionalidad económica, que en lo que realmente
se podía observar.
Las modificaciones comportamentales
La capacidad limitada del tipo de modelos reseñados más arriba para dar
cuenta
de la realidad observada se explica sólo en parte por la topografía
real, que inevitablemente distorsiona el libre movimiento, o por los tramos de
costes
idénticos en todas las direcciones de los que dependen los modelos
espaciales regulares. También surgen de su particular concepción de la conducta
del hombre, una concepción dominada por una racionalidad económica convencional
(u homo economicus) que requiere una dedicación obsesiva a la maximización de
los
beneficios por parte de los productores y a la maximización de las
utilidades
por parte de los consumidores. La teoría económica neoclásica
subyacente no hace
ningún tipo de concesiones a toda una gama de
consideraciones comportamentales que pueden incidir en la toma de decisiones,
dentro de lo que implícitamente se
supone es una esfera independiente de
actividad económica, que se diría aislada de otros aspectos de la vida que se
podría definir como políticos, sociales y culturales.
Las modificaciones del rígido determinismo económico importadas a la
teoría de localización desde la economía ya fueron propuestas en los primeros
días de la
incursión de la geografía en el análisis espacial económico. Al
parecer, los geógrafos se inclinaban menos por las abstracciones de la teoría
económica y sus
supuestos irrealistas y más en consonancia con la confusa
realidad de la conducta real de los individuos. Sin embargo, lo logrado era tan
sólo una parte
de la humanización del homo economicus, y distaba mucho de
incorporar en todo su sentido a los portadores vivos de la cultura en todo su
sentido.
La introducción al contexto de la geografía, por parte de Rawstron (1958),
de un
margen espacial de la rentabilidad tuvo un significado especial. Aquí,
una línea
(o líneas) son definidas por la igualdad del coste total y los
ingresos totales
con respecto a una determinada escala de una actividad
productiva, comprendiendo
el área (o áreas) dentro de la(s) cual(es) sea
posible una operación rentable.
Ésta fue una de las contribuciones más
originales jamás hechas por un geógrafo al análisis de la economía espacial. Su
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importancia consistía en que distraía la
atención de aquel único factor de
maximización de los beneficios, que los empresarios del mundo real tal vez ni
siquiera persigan, o que tal vez nunca encuentren, y la proyectaba sobre los
límites espaciales en la elección de la localización, que debe ser respetada si
se trata de alcanzar la viabilidad.
Dentro del margen (o márgenes), los
empresarios tendrían la libertad de permitirse este comportamiento subóptimo, y
podrían renunciar a la estricta
maximización de los beneficios en aras de
preferencias tan curiosas como la localización de la industria convenientemente
situada, por ejemplo, en relación con un campo de golf o con otros lugares de
esparcimiento.
La introducción del concepto de margen espacial coincidió con el
reconocimiento
explícito de la importancia de conductas subóptimas en la
economía espacial por aquel entonces vigente. Lösch (1954, 224) reconoció que,
considerando todos los factores, los empresarios establecerían su empresa en el
lugar que más les agradaba. Greenhut (1956, 175-6) desarrolló un argumento más
detallado en esta línea. La satisfacción no pecuniaria que un empresario puede
obtener al establecerse en un lugar particular puede ser visto como un ingreso
psicológico,
y su objetivo de conjunto puede ser maximizar la satisfacción
total obtenida de
los ingresos tanto pecuniarios como psicológicos. En la
primera elaboración gráfica del margen espacial (Smith, 1966, 108) se planteaba
que un punto del ingreso psicológico podría distraer al empresario de optar por
la localización de beneficio máximo de la misma manera que una localización de
bajos costes en mano de obra podía distraer al empresario de Weber del punto
mínimo de coste de
transporte, siempre y cuando la industria permaneciera
dentro de un margen operativo.
Pred (1967) dio un paso más hacia un enfoque más comportamental, que
incluyera el margen espacial. Ideó una matriz comportamental dentro la cual los
empresarios individuales se verían asignada una posición a lo largo de dos
dimensiones que representaban respectivamente la cantidad y la calidad de la
información de que disponen, y sus aptitudes para emplearla. Los empresarios
bien informados y/o altamente aptos encontrarían más fácilmente una localización
cerca del punto óptimo de maximización de beneficios; aquéllos con información
y/o aptitudes más limitadas tenderían a situarse más lejos, o incluso a situarse
en un localización no beneficiosa, más allá del margen.
El posterior desarrollo de un enfoque comportamental del análisis
localizacional se alejó de las meras modificaciones o ampliaciones de los
modelos establecidos.
Otorgó una atención creciente a la observación del
proceso real de toma de
decisiones, con la esperanza de descubrir una
regularidad empírica en cómo los empresarios valoran el entorno dentro del cual
las
posibles
nuevas
localizaciones
son
identificadas,
evaluadas
y,
eventualmente, ocupadas. Y, como
los geógrafos llegaron a reconocer, la
creciente complejidad de la estructura industrial contemporánea, con su escala
de operación de multiplantas,
multiproductos y, a menudo, multinacional, el
análisis se desplazó para enfocar el carácter de la organización en sí misma.
Se trataba, en aquel entonces, de un paso pequeño pero significativo para ver
estas organizaciones como el resultado del desarrollo del capitalismo como un
modelo particular de producción, con su
propia dinámica y especificidad
histórica y geográfica.
El compromiso del marxismo con la geografía económica, y con la geografía
humana
en general, finalmente acabó con la creencia imperante, por implícita
que haya sido, de que los modelos de la época del análisis localizacional o de
la ciencia
espacial captaban los fenómenos universales. Sobre todo, al
abstraerse de las relaciones sociales reales, se ocultaba su especificidad bajo
el capitalismo. Sin embargo, a la hora de dar una interpretación a la toma de
decisiones reales, el homo marxicus no parecía ser más flexible, inicialmente,
de lo que había sido
el homo economicus. Como fuentes de determinismo, los
sustitutos de las fuerzas del mercado, como la ley del valor o la lógica del
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capital, no fueron menores ni
otorgaron más espacio al ejercicio de las
preferencias culturales. Fue el resurgimiento del humanismo, asociado en parte
con la valoración creciente del
papel desempeñado por el quehacer de los
individuos, junto a otras fuerzas estructurales, lo que eventualmente comenzó a
repoblar la geografía humana con protagonistas más verosímiles.
Las consideraciones culturales
El concepto de cultura es muy amplio, y su significado está sujeto a
cambios. En la geografía, la preocupación tradicional por la cultura material y
su expresión
en el paisaje se ha ampliado a un concepto de la cultura como
principio activo de la reproducción social, abarcando el discurso mediante el
cual las personas
hacen significativas sus experiencias para otros y para sí
mismas. El reconocimiento de que la cultura también es un ámbito de conflicto y
de lucha
entre diferentes modos de comprensión es un rasgo importante de las
perspectivas
posmodernas, que rechazan el universalismo y reconocen la
existencia de voces diferentes.
Un análisis de la literatura sobre la geografía económica desde la época
de la
ciencia espacial confirma que ésta otorga una atención menor a la
cultura, incluso a su estrecho significado tradicional. Sin embargo, los textos
recientes
tienden a abordar la cultura más en serio. Por ejemplo, Healey y
Ilbery (1990)
han ilustrado la importancia permanente de los factores
culturales en la
estructura espacial de la sociedad en diferentes partes del
mundo. Han
enfatizado el hecho de que los sistemas económicos son creados y
modificados
permanentemente dentro de los marcos sociales y culturales
concretos. En la
agricultura, por ejemplo, la maximización de los beneficios
puede estar
subordinada a problemas como el prestigio de ser propietario y
trabajar la
tierra, a preferencias personales o colectivas por cultivos
particulares y a
prácticas técnicas, o a actitudes religiosas con ciertos
animales. También puede haber islotes de actividades distintivas asociadas con
grupos locales que han
conservado una identidad distintiva. Entre otros
ejemplos bien conocidos del impacto de las consideraciones culturales están las
actitudes religiosas hacia la tierra (por ejemplo, por parte de los aborígenes
australianos) como algo más que una mercancía, o los mercados periódicos como
un alejamiento de la ortodoxia del lugar central, y variaciones espaciales en
los gustos y preferencias de los
consumidores que la teoría económica suele
tratar como seres idénticos.
Se ha ofrecido una elaboración de la cultura en otro texto que se ha
revelado particularmente sensible al contexto social de la sociedad económica
(De Souza, 1990, 48):
cultura - las costumbres y civilización de un pueblo o grupo particular, el resultado de un comportamiento aprendido. La
gente aprende a comer sólo ciertos alimentos, a vestirse de cierta manera, a hablar en ciertas lenguas y dialectos, a
asignar diverso papel y condición a las mujeres, hombres y niños, así como a las diferentes razas, y a cultivar ciertos
conceptos acerca de la vida y la muerte. La cultura afecta las características demográficas, influye en la estructura de
producción y consumo, fomenta o dificulta el progreso económico y forma opiniones acerca de otros países del mundo.
Si bien esto no capta todos los matices de la comprensión contemporánea de
la
cultura, es evidentemente mucho más amplio que las características
comportamentales asociadas con una toma de decisiones subóptima de la
perspectiva de la ciencia espacial. Además, se centra en grupos de individuos
con atributos compartidos que los diferencian de otros grupos, por oposición al
énfasis de la teoría económica sobre la conducta individual que surge de un
ideal abstracto universal. Tiene, no obstante, un contenido económico explícito,
no sólo en las referencias a las estructuras de producción y consumo sino
también en el vínculo con el progreso económico, o el desarrollo.
De Souza (1990, 434) sugiere que, con la posible excepción del enfoque que
enfatiza el uso de recursos locales para satisfacer las necesidades básicas de
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los pobres, todas las grandes perspectivas de desarrollo enfatizan la dimensión
económica y minimizan la dimensión cultural. Esto se refleja en el llamado de
Agnew (1987) para que los geógrafos vuelvan a introducir la cultura en sus
estudios sobre el desarrollo, poniendo de relieve que todas las regiones del
mundo tienen su propia relación particular y peculiar con la evolución de la
economía mundial. Por ejemplo, no se puede explicar el éxito de Japón y de otros
países del sudeste asiático, el lento crecimiento de la economía surafricana
bajo el apartheid, o el rechazo al estilo de desarrollo occidental en algunas
partes del mundo únicamente en términos económicos.
La opinión convencional que tiende a dominar aún en los estudios sobre el
desarrollo es que ciertos atributos culturales particulares (atrasados, incluso
primitivos), impiden el desarrollo económico, mientras que otros lo fomentan.
Esto se convierte fácilmente en una expresión de la superioridad de la cultura
"occidental" como altamente organizada para facilitar la consecución eficiente
de objetivos materiales con medios racionales en una producción generadora de
beneficios. La cultura no occidental ("del este" u "oriental") se podría
retratar como débilmente organizada, fatalista, pasiva y preocupada de una
producción para el uso y no para el intercambio. Así, las actitudes y los
valores asociados con las ciencias tradicionales en el mundo menos desarrollado
deben ser reemplazadas por las ideas modernas y occidentales y por instituciones
que generan unas altas pautas de existencia material, o al menos así reza el
argumento.
Las
etapas
de
crecimiento
popularizadas
por
Rostow
(1960)
proporcionan una expresión bastante conocida, aunque ahora algo desacreditada,
de esta tesis. Este tipo de pensamiento generó un enfoque que influyó en la
planificación para el desarrollo, e incorporó algunos modelos de la ciencia
espacial donde los impulsos de crecimiento seguirían a la divulgación espacial
de la modernización (u occidentalización) desde el núcleo hasta la periferia,
dentro de los países individualmente e internacionalmente, articulados por el
surgimiento de una jerarquía urbana y conectados por medios de transporte y
comunicación eficientes.
El problema de este enfoque no es sólo que no comprende un proceso
económico por el cual los impulsos de crecimiento suponen unas inversiones de
capital cuyos beneficios volverán al núcleo en lugar de ser reinvertidos en la
periferia.
También consiste en que supone la superioridad y, de hecho, la
inevitabilidad de un modo de producción particular del capitalismo (el libro de
Rostow tenía como
subtítulo Un Manifiesto No Comunista) junto con sus
relaciones sociales
(estructura de clases), sus instituciones (como la
propiedad
privada),
sus
prácticas
culturales
(en
particular,
la
comercialización y la evaluación pecuniaria) y una concepción de la buena vida
(la priorización del consumo
material individual). Esto no quiere decir que
había, o hay, una vía alternativa
al desarrollo con mayores posibilidades de
éxito, cualquiera sea el significado
de desarrollo exitoso. Lo que sucede es
que un tipo de sociedad tendió a ser adoptada como panacea universal cuando, de
hecho, era una forma de práctica humana histórica y geográficamente específica
que abarcaba su propia concepción del progreso económico (y, de hecho, humano)
que no dejaba de ser problemático.
En resumen, representaba una cultura
específica. Como ha señalado De Souza
(1990, 434), fue el sistema cultural
europeo de intercambio y de valores que se
remonta a los tiempos de la Edad
Media lo que allanó el camino a la economía moderna. Así, en la medida en que
el capitalismo amplió progresivamente su
espectro espacial, una forma de
difusión cultural (algunos lo llamarían imperialismo) vino a abarcar gran parte
del planeta y la mayor parte de su población. La extinción de lo que pasaba por
socialismo en los países del Este
de Europa y en la ex Unión Soviética ha
permitido que el capitalismo amplíe su espectro aún más lejos, dado que China
actualmente ha optado por las fuerzas del mercado. Así, la universalización de
una forma específica de cultura se acerca
aún más de su consolidación como
realidad.
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Sin embargo, es importante reconocer que las estructuras de la economía
espacial que ahora están siendo generadas son significativamente diferentes de
aquellas que preocuparon a los geógrafos durante el primer periodo del análisis
localizacional. En aquellos días la economía capitalista moderna era considerada
en gran parte como un sistema industrial con modelos de localización industrial
y de desarrollo regional que, se suponía, tenían un buen comportamiento y eran
predecibles (Martin, 1994, 22). Salvo pocas excepciones, el análisis se centraba
más en la producción que en el consumo, y el sector de los servicios era tratado
como una esfera de actividad aislada. No es sólo que aquello que aún se podría
concebir como economía industrial se ha venido modificando desde las cadenas de
montaje de Ford hasta alcanzar formas de organización más flexibles, donde los
impactos regionales y locales centran la atención sobre la reestructuración
(ver, por ejemplo, Scott, 1988; Storper y Walker, 1989). También la distinción
entre la actividad industrial (en el sentido tradicional de manufactura) y los
servicios se ha vuelto más confusa, y es cada vez más inconsistente con un mundo
donde el término "producto" se aplica con la misma naturalidad a un servicio
financiero, a una experiencia de esparcimiento o al producto material salido de
una industria.
Diversos cambios tanto en la organización de la producción como en la
práctica
del consumo han permitido eliminar no sólo las distinciones
tradicionales entre
las actividades industriales y de servicio, sino también
entre los aspectos
económicos, sociales, políticos y culturales de la vida.
Esto es algo más que
destacar la interdependencia de lo económico y lo
político, manifiesto por
ejemplo, en la influencia que las grandes empresas
pueden ejercer sobre los gobiernos. Como explica Thrift (1994), las actividades
de los agentes económicos, como las élites financieras transnacionales, tienen
que ser entendidas como socialmente estructuradas o engastadas en instituciones
y redes
en cuyo marco la interacción cara a cara sigue siendo importante,
incluso en esta época de comunicación instantánea. Así, los centros financieros
internacionales, como la "City" de Londres, involucran a personas vinculadas en
redes sociales y en una cultura que comprende una clase específica, un género y
unas relaciones étnicas, así como unas prácticas discursivas que asignan un
significado al dinero. En otros lugares, los vínculos familiares pueden ser
rasgos importantes de la organización económica. Los determinantes sociales y
culturales de los procesos económicos, que nunca están muy por debajo de la
superficie, se han vuelto cada vez más visibles e importantes.
La cultura se ha vuelto cada vez más significativa en otro sentido. Como
señala
Martin (1994, 24), la cultura de consumo de masas del periodo de la
posguerra ha florecido como una nueva cultura del consumo, que abarca a nuevas
"industrias",
basadas en la comercialización de lo visual, lo estético y lo
simbólico. Así, la cultura entendida como conjunto de significados de personas
y lugares, se ha
convertido en parte de lo que se produce y se consume, en
términos de entorno residencial o esparcimiento, al menos en las regiones más
ricas del mundo. Un elevado consumo de productos materiales y de estilo de vida
se ha convertido en
una fuente de identidad personal, caricaturizada por el
axioma "Compro, luego existo". La difusión de la cultura de consumo de masas, a
través de los medios de comunicación transnacionales, genera una afiliación a
través de las aspiraciones de pueblos de extensas regiones del mundo excluidas
por la pobreza de una participación activa. Todo esto sugiere un mundo más bien
diferente a la
geometría de la estructura espacial que ocupaba al análisis
localizacional tradicional.
La economía de mercado como cultura
Hemos sostenido más arriba que, si bien las teorías y los modelos de la
estructura espacial desarrollados en la tradición de la ciencia espacial
demuestran cierta capacidad para esclarecer el mundo real, son deficientes hasta
el punto de que experimentan dificultades para incorporar la variabilidad real
de la toma de decisiones humanas, así como de la naturaleza física de la Tierra.
8
La discusión posterior ha permitido revelar un problema más profundo, pero menos
frecuentemente reconocido, con los modelos universales que dicen dar cuenta de
las elecciones de localización y de esquemas agregados en términos de las
fuerzas del mercado: el hecho de que los mercados en sí mismos, como creaciones
humanas, son fenómenos históricos y, de hecho, culturales, y que están sujetos a
cambio.
Una breve elaboración de ciertos rasgos de la cultura o modos de vida
convencionalmente asociados con una economía de mercado bajo el capitalismo,
debería permitir destacar su especificidad. Hay un factor crucial en la
estructura formalizada en la economía neoclásica, a saber, una particular
concepción de la identidad humana, profundamente asociada con el liberalismo
occidental, de individuos autónomos conectados entre sí por intercambios
impersonales de mercado, más que por vínculos de parentesco o de comunidad. No
existe tal cosa llamada sociedad (como la ex Primer Ministro británica Margaret
Thatcher aseveraba) excepto en el sentido técnico muy limitado de que se puede
agregar las preferencias individuales en una función de bienestar social que
pretende representar las preferencias colectivas con respecto a conjuntos de
bienes y su distribución. Se ignora los rasgos de la vida humana en la realidad,
como los sentimientos, la negociación y el conflicto. Los procesos de
pensamiento que se atribuye a los individuos en cierto sentido los capacitan
para
proclamar las relativas ventajas pecuniarias o, más generalmente, de la
utilidad, que se derivará de estrategias de producción o de consumo alternativas
y para adecuar al instante su comportamiento de forma coherente. Y todo esto,
sin importar el impacto que tiene en otras vidas. Las relaciones sociales
imperantes definen una sencilla dicotomía entre quienes de alguna manera han
llegado a ser dueños de los medios de producción, en forma de capital, tierras y
otras propiedades, y aquellos que viven vendiendo su fuerza de trabajo a otros:
una diferencia implícitamente supuesta como natural y no problemática. Una
cultura de este tipo es, por decir lo menos, peculiar.
Otro de los rasgos importantes de la economía de mercado ideal es el papel
del
Estado. Éste debe intervenir sólo en caso de que las imperfecciones del
mercado,
u otros fallos accidentales y en otras circunstancias supuestamente
excepcionales, (como la generación de efectos externos) que se encuentren más
allá de la capacidad de control de la competencia de precios. En la relación
entre individuo y Estado, se tiende a poner mucho más énfasis en defender a los
individuos del poder y de la tiranía potencial de los gobiernos. Se supone que
la institución de la propiedad privada desempeña un papel crucial en este
sentido, puesto que ayuda a garantizar la libertad personal mediante la
dispersión del control sobre los medios de producción.
Además de los rasgos específicos del individuo (fuerte), la sociedad
(débil) y el Estado (mínimo), la cultura de la economía de mercado neoclásica
también
tiene una moral distintiva. Los propios mercados, regulados por las
fuerzas
impersonales de la oferta y la demanda, incorporan el ideal de
imparcialidad, a veces concebido como un sello de marca de la razón moderna. La
mano oculta de Adam Smith resuelve los problemas imparcialmente: los recursos y
las recompensas
son asignados por las fuerzas competitivas de la oferta y la
demanda, más que sobre la base de lazos de parentesco o de solidaridad. Una vez
más, la autonomía del individuo es un valor de primer orden (Gray, 1992, 19):
El libre mercado permite al individuo actuar sobre sus [sic] propias metas y valores, su objetivo y su plan de vida sin
subordinación a otros individuos ni sujeción a ningún procedimiento de decisión colectiva. Es a partir de su papel de
mecanismo capacitador para la protección y potenciación de la autonomía individual que, en última instancia, el mercado
deriva su justificación ética.
Resulta claro que esta relación algo idealizada de la cultura de las
economías de mercado requiere una modificación a la luz de la práctica real.
Por ejemplo, la mano de una gran empresa de una gran corporación transnacional
está lejos de ser un mecanismo oculto en la manipulación de los mercados para
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sus propios fines corporativos. Y la libertad de los individuos para construir
su propia concepción de lo bueno, algo capital en el liberalismo, puede verse
severamente
limitada, no sólo por carecer de los recursos necesarios para
comprar un estilo de vida, sino también por las posibilidades que, en realidad,
ofrece una cultura
de masas cada vez más global en la que el poder soberano
reside, en última instancia, más en el productor que en el consumidor. En estas
circunstancias, la economía de libre mercado tradicional, con su defensa de las
libertades individuales y su supuesta propiedad de maximización del bienestar,
puede ser
vista como parte del sistema de creencias que sustenta y, que en
realidad,
pertenece a la cultura dominante. Por lo tanto, el invocar las
fuerzas del mercado en defensa de unos resultados particulares se convierte más
bien en algo parecido a pedir que se cumpla la voluntad de un dios, es decir,
en fuente última y universal de arbitraje.
Si bien parte de lo que aquí se ha atribuido a la cultura de la economía
de
mercado puede parecer natural, para quienes viven bajo el capitalismo
resulta instructivo compararlo con un tipo diferente de cultura. Pensemos en lo
que se
podría describir como el modo de vida tradicional o premoderno en
Africa. Shutte
(1993) resume esto con el proverbio de los Xhosa: "umuntu
gumuntu ngabantu", lo
cual significa "una persona es una persona a través de
las personas". Este
sentimiento africano muy común capta un sentido de
mutualidad y reciprocidad en
una forma de vida social en la que la gente
alcanza la autorrealización a través de la dependencia personal mutua más que
como individuos autónomos que flotan libremente desprendidos de la sociedad. La
satisfacción de los deseos de una persona depende del desarrollo de la comunión
con otros, de un modo que se
supone evitará la conformidad impuesta del
colectivismo y del individualismo. Para Shutte (1993, 90):
Mientras más involucrado esté en una comunidad con otros, soy más completamente capaz de darme cuenta de mis
profundos deseos en toda su plenitud. El bien de la comunidad (con el que también estoy comprometido) será mi valor
supremo, así como lo habría esperado el sentimiento africano tradicional. Al mismo tiempo, la influencia de la comunidad
sobre mí es lo que me permite alcanzar esta forma de autotrascedencia y autodonación, que es la expresión más plena de
mi autorrealización.
Estos sentimientos comprenden una concepción relacional de la identidad
personal y de la moralidad, con ecos del comunitarismo contemporáneo y de la
noción de una ética del cuidado a la que adhieren ciertas filosofías políticas
del feminismo.
Por lo tanto, es posible pensar en una cultura o modo de vida bastante
diferente
del de la economía de mercado, ya sea en su forma tradicional
neoclásica, ya sea en su manifestación real bajo el capitalismo contemporáneo.
Algo de este estilo probablemente existió históricamente y estuvo muy difundido
geográficamente. La gente vivía en y a través de comunidades localizadas, y los
individuos estaban
vinculados mutuamente por la reciprocidad y por una mutua
interdependencia, más que por relaciones de mercado impersonales; controlaban y
utilizaban los activos
productivos para el bien común, concentrándose en los
valores de uso para
satisfacer las necesidades básicas más que para
intercambiar valores por
beneficios; el cálculo pecuniario (si éste existía)
estaba subordinado a la
vida, y no la dominaba. Estas sociedades tenían su
propia geografía económica y
de asentamientos, explicables en términos de la
cultura en cuestión.
Aún cuando una versión particular (tal vez posmoderna) de la economía de
mercado
capitalista puede estar en vías de universalizarse, debemos recordar
que este sistema en sí mismo es dinámico. Hay cambios que se están produciendo
en la
organización de la producción (por ejemplo, hacia una mayor
flexibilidad), en la distribución de los ingresos (hacia una mayor polarización
socioeconómica), en
el rol del Estado (que se aleja de una reglamentación
abierta y de una provisión
de bienestar global) y en fuentes de identidad
personal (hacia las afiliaciones diferenciadoras de etnia y género y hacia el
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resurgir de los nacionalismos). En
la medida que estos desarrollos sean
específicos en términos espaciales y que tengan un impacto selectivo por país,
región y localidad, habrá un espectro para los efectos diferenciales sobre las
estructuras espaciales que modificarán las tendencias de la cultura dominante y
universalizadora, aunque todavía
históricamente específica, de la economía
internacional de mercado capitalista.
Conclusión
La reverencia por los mecanismos de mercado dentro de la cultura o la
ideología
del capitalismo sin duda ha conducido a la exageración de su
importancia para
entender el mundo, así como su valor en la regulación del
comportamiento humano. El papel positivo de los modelos de la teoría económica
neoclásica en la explicación de las estructuras espaciales del mundo real se ve
limitado por el grado de abstracción del comportamiento humano real, así como
por la geografía
física. La interpretación normativa de los resultados del
mercado como eficientes y equitativos no sólo se basa en unos supuestos dudosos
acerca de
cómo deberían operar los mercados, sino también sobre principios
morales
discutibles asociados con el liberalismo y el utilitarismo. En tanto
todos estos supuestos y principios son culturalmente específicos, la relevancia
de los modelos basados en las fuerzas del mercado se verá limitada, a pesar del
espectro espacial en expansión del capitalismo.
Sin embargo, esto no significa necesariamente que deberíamos descartar
estos
modelos. Aún desempeñan un papel útil en la planificación de la
localización de
la actividad humana, si se emplean cuidadosamente en
circunstancias en que es probable que los supuestos subyacentes se cumplan, y
donde la optimización buscada se relacione con objetivos sociales más amplios.
Y esto no se limita
únicamente al problema de la localización de las
industrias. Por ejemplo, se
puede analizar los modelos de utilización de las
instalaciones de atención de
salud mediante funciones de decaimiento a
distancia, y se podría utilizar una
versión del modelo de localización
industrial de Weber para encontrar la
localización ideal para un hospital en
relación con las necesidades de una
población (Smith, 1977, 310-19). Si la
solidaridad, así como el cuidado por los débiles y los necesitados hubiese de
desplazar la búsqueda del beneficio como la
fuerza motriz de la sociedad,
entonces este tipo de aplicaciones puede ayudar a revelar cómo prestar cuidados
al menor coste. Entretanto, una teoría universal
positiva de la estructura
económica espacial sigue siendo tan esquiva como siempre.
Traducido del inglés.
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