Una obra buena ha hecho conmigo1

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“UNA BUENA OBRA HA HECHO CONMIGO”
Sobre el servicio
“Y estando en Betania en la casa de Simón el leproso, cuando estaba sentado a la mesa,
vino una mujer que llevaba un frasco de alabastro con perfume de nardo puro de mucho
precio; y rompiendo el frasco lo derramó sobre su cabeza. Algunos de los presentes,
indignándose en su interior, decían: ¿Para qué se ha hecho este derroche de perfume? Se podía
haber vendido este perfume por más de trescientos denarios, y darlo a los pobres. Y se irritaban
contra ella.
Pero Jesús dijo: Dejadla, ¿por qué la molestáis? Ha hecho una obra buena conmigo, pues a
los pobres los tenéis siempre con vosotros, y podéis hacerles bien cuando queráis; a mí, en
cambio, no siempre me tenéis. Ha hecho cuanto estaba en su mano: se ha anticipado a
embalsamar mi cuerpo para la sepultura. En verdad os digo: dondequiera que se predique el
Evangelio en todo el mundo, se contará también lo que ella ha hecho, para memoria suya”
(Mc, 14, 3-9; cfr. Mt 26, 6-13, Jn 12, 1-8)
Cuando el mismo Dios piensa en mandar a su propio Hijo a la Tierra, para hacerse uno
de nosotros, piensa también en el hogar donde debía crecer. Debía ser un lugar donde nadie
pensara en sí mismo, donde nadie “se reserve nada” (San Josemaría), donde el mayor cariño se
manifestara en los detalles más pequeños. Un hogar ejemplar. Así fue Nazareth, el hogar que
formaban Jesús, María y José.
Del mismo modo, cuando Cristo, durante los tres años de vida pública, convive
estrechamente con sus discípulos, busca también un hogar donde los que allí viven reflejen lo
más fielmente posible todo lo que Él mismo recibió en Nazareth. Ese lugar lo encontró cerca
de Jerusalén, en una aldea llamada Betania, en la casa donde vivían tres hermanos que fueron
sus grandes amigos: Lázaro, Marta y María.
A ese hogar de Betania iba con frecuencia Jesús con sus discípulos a descansar, a
reparar sus fuerzas, a querer y a dejarse querer, como sólo se puede hacer en un verdadero
hogar de familia.
Como siempre, el Evangelio nos dice poco, pero suficiente, de lo mucho que de aquel
hogar podemos aprender. Nos toca a nosotros adentrarnos en la escena que describe sobre
todo Marcos, siempre más preciso, aunque también Juan añade algunos datos importantes:
que estaba presente Lázaro, que Marta servía la mesa y que fue María la protagonista de la
escena.
También Juan añade un comentario muy oportuno: después de que María tuviera
aquel gesto de cariño, “la casa se llenó de la fragancia del perfume”. De ese perfume vamos a
hablar aquí, del perfume del servicio y del amor, del perfume que llena cualquier hogar
verdaderamente cristiano, allí donde alguien se decide a mostrar cariño incondicional y
derrochador.
El verdadero valor de las cosas
La escena que ahora contemplamos tiene mucho paralelismo con la que tuvo lugar en
casa del otro Simón, el fariseo, donde una pecadora pública se vuelca en detalles de cariño y
reparación con el Señor (cfr Lc 7, 36-50).
Aquí de nuevo, el Mesías (el “ungido”) vuelve a ser ungido por una mujer, María,
cumpliendo con ese gesto que forma parte de la antigua hospitalidad oriental, que honraba a
los huéspedes ilustres con agua perfumada.
En este caso el Evangelio nos lleva a reflexionar en un aspecto concreto: el valor real
de las cosas. Se suele decir que es un necio aquel que sabe el precio de todo pero que no
conoce el valor de nada. El verdadero valor de las cosas está en relación con las personas; y a
su vez el valor de cada persona es relativo a Dios, de quien toda persona es imagen y a cuya
semejanza hemos sido creados.
Así se entiende por ejemplo que lo que hizo María, gastar más de 300 denarios (unos
15.000 euros actuales) para ungir al Señor fuese un gesto de pobreza y no un despilfarro.
Qué bien lo entendió el autor de Camino cuando escribía: “Aquella mujer que en casa
de Simón el leproso, en Betania, unge con rico perfume la cabeza del Maestro, nos recuerda el
deber de ser espléndidos en el culto de Dios. —Todo el lujo, la majestad y la belleza me
parecen poco. —Y contra los que atacan la riqueza de vasos sagrados, ornamentos y retablos,
se oye la alabanza de Jesús: "opus enim bonum operata est in me" —una buena obra ha hecho
conmigo.” (San Josemaría)
Algunos de los que están allí se indignan por el aparente derroche; entre ellos –y sobre
todos-, Judas. Juan, al relatar esta escena, nos hace caer en la cuenta que hemos de mirar al
interior de Judas, para saber qué pasaba en realidad por su cabeza en esos momentos: “esto lo
dijo (Judas) no porque él se preocupara de los pobres, sino porque era ladrón y, como tenía la
bolsa, se llevaba lo que echaban en ella” (Jn, 12,6). De hecho, la escena de la unción en Betania
y de la traición de Judas se narran siempre juntas. Y es que la pobreza siempre será una señal
significativa de lo que hay en el corazón humano.
María vivió la pobreza mientras que Judas era un egoísta; María era magnánima, Judas
un mezquino; el amor sobreabundante de María le llevaba a derrochar con Dios, mientras que
el amor propio de Judas le llevaba a ser un calculador con lo que daba a Dios y a los demás.
No pensemos que las palabras de Jesús suponen en algo un desprecio a los pobres,
una llamada al abandono de los menesterosos. Caigamos en la cuenta de que nos
encontramos al final de la vida pública del Señor. Durante tres años Jesús ha dado muestras
continuas de lo que es volcarse ante los más necesitados, salir a su encuentro y darles
sobradamente. Pero ante Jesús no cuenta el dinero sino el amor. “Dios es Amor” y todo lo
que hacemos vale en función de ese único criterio.
La buena obra de María no está en lo que ha gastado sino en que ella es la única que,
en aquel contexto, ha sabido situarse de verdad. Así nos lo hace ver el Maestro con el
comentario que lanza a continuación: “Se ha anticipado a embalsamar mi cuerpo para la
sepultura”.
María, imagen de la actitud propia de una mujer cristiana
¡Qué necesario es saber situarse, para que no nos quedemos en un análisis superficial
y frívolo de lo que ocurre a nuestro alrededor! Eso es lo que siempre hace el Evangelio, darnos
criterios de actuación y ayudarnos a mirar nuestra vida, para que no andemos desorientados.
Una buena madre de familia, cristiana, como María, la protagonista de esta escena,
debe saber gastar lo que sea necesario en su marido y en sus hijos, al mismo tiempo que busca
para ella lo peor; sabe cuándo alguno de ellos necesita un gasto extraordinario y busca los
medios para poder hacerlo; recibe en su hogar a los que llegan, sabiendo que cuando los
miembros de la familia buscan descansar les toca a ellas trabajar y lo hacen encantadas; ponen
toda la imaginación y el cuidado del detalle, tan propiamente femenino, para que se vea a las
claras que los demás miembros de la familia son personas queridas hasta no poder más…
María, a medida que derrama el nardo puro, va colmando su corazón de auténtico
cariño.
Nada pierde. Es plenamente consciente de que todo lo que se da a Dios se recibe
multiplicado. Es la paradójica lógica del amor verdadero, del amor cristiano, del amor divino y
del amor humano. Del amor, sin más.
De hecho, es eso lo que hace, antes que nadie, Dios mismo. Dios crea un mundo
maravilloso para nosotros y a la hora de instalarse (de nacer, de morir, o de quedarse) elige lo
peor; sabe derrochar gracia extraordinaria cuando ve que alguien lo necesita; no para de
trabajar y su corazón no deja de vigilar, para que podamos descansar en Él siempre; pone toda
su imaginación a la hora de estar también en las cosas más pequeñas de nuestra vida sin que
se le escape una; busca los medios para mostrar que cada persona es infinitamente amada…
María de Betania es por tanto una imagen real del amor de Dios. Y con ella todas
aquellas mujeres que muestran con su vida y su trabajo esa verdad tan profunda.
¿Quién encontrará una mujer así? Una mujer que tenga por meta de su vida servir, que
sea delicada, que valore los pequeños detalles, que no sea superficial, que sea sensible sin
sensiblerías, que viva el orden por fuera y la armonía por dentro, que sea discreta pero no
encogida, natural pero no zafia, dulce pero no melosa, austera pero no pobretona, modesta
pero no rancia, alegre con sencillez, responsable pero no envarada, con una intimidad infinita
donde Dios sea el invitado permanente y el arcángel San Gabriel quien guarde la casa…
Esa mujer ya ha sido encontrada y creada. Se llamó primero María de Nazareth.
Y tras ella vino esta otra María de Betania.
Y tras ella otra y otras…
¿Quién encontrará una mujer así?
Pues bien, el Evangelio no nos dice nunca cómo han de ser las personas, sino cómo son
en realidad. Ello significa que todas esas cualidades que hemos citado -y muchísimas más- no
son sólo cualidades que se dan en algunas mujeres y tal vez no en otras (sin duda es así, cada
quien es cada cual), sino sobre todo son rasgos que conforman la verdadera esencia del alma
femenina.
Cabría decir que con lo que acabamos de apuntar simplemente hemos obedecido en
algo al Señor, que nos pide enseñar al mundo el ejemplo de esa mujer: “donde quiera que se
predique el Evangelio, en todo el mundo, también lo que ella ha hecho se contará en memoria
suya”.
Pero –repito de intento- ella es tan sólo una muestra, una más, de tantísimas mujeres
que viven parar servir, que gastan su vida despilfarrándola con Dios y con los demás, haciendo
constantemente una buena obra. Y hacen de ello una vocación y una profesión. La profesión
más influyente y más poderosa que existe: la de quien trabaja para servir. Porque “el
verdadero poder está en el servicio” (Papa Francisco).
A los que no entiendan que haya personas que vivan así, que no puedan comprender
que una existencia llena gire exclusivamente en torno al servicio; y mucho más a aquellos que
incluso se rebelan porque en su cortedad de miras piensan que vivir así supone degradarse… a
esos pusilánimes habrá que recordarles que no existe ningún modo mejor de imitar a Cristo
que seguir el ejemplo de quien no vino a ser servido, sino a servir.
Y si, a pesar de todo, tales personas –siempre las hay y las habrá- siguieran obcecadas
en sus prejuicios, habrá que contestarles que quien vive con el único afán de servir, busca por
encima de todo amar a Dios amando a cada persona, pues cada persona no es sino imagen
divina.
Y Cristo mismo será quien les reprochará: “Dejadlas, ¿Por qué las molestáis? Una obra
buena han hecho conmigo”.
Altaviana, 2 de febrero de 2015
Fiesta de la Presentación del Señor y Purificación de la Virgen
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