Mensaje de Adviento

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MENSAJE PARA EL TIEMPO DE ADVIENTO
“El Espíritu y la esposa dicen: ¡Ven!
Y el que oiga, que diga, ¡Ven!
Y el que tenga sed que venga;
el que quiera, que tome gratis el agua de
la vida” (Ap. 22,17).
Todo es humilde y sencillo cuando Jesús viene a la Tierra: una gruta que
sirve de establo de animales, una hoguera que arde en el rincón y una hoguera
que arde en el corazón de la Sagrada Familia. Tres corazones que son uno y que
son capaces con su afecto de convertir en un hogar un espacio frío y desangelado.
Allí donde está Dios, hay cariño, hay unidad, hay hogar.
Estos días de Adviento deben ser una buena ocasión para dejar que Dios
venga a nuestras familias, para que sean “un rinconcito del hogar de Belén y
Nazareth”. Dejemos entrar a Dios en nuestros hogares. Frente a aquella posada
donde no había sitio para albergar ni siquiera una noche a la trinidad de la Tierra,
seamos nosotros acogedores con Dios. No hay mayor privilegio. También a
nuestra puerta llama San José buscando cobijo. Dejémosle entrar, porque junto a
él vienen la Madre y el Hijo.
San José llamó a mi puerta
Le dije que no abriría
Que tenía mucho sueño…
Que no había sitio ese día
San José llamó de nuevo
Pero ni caso le hacía
“Mira, no puedo atenderte,
Voy de trabajo hasta arriba”
Pero San José, tozudo
Insistía e insistía
¿Y por qué tanta insistencia?
¿Y… por qué no le abriría?
Miré por el ventanuco
Por quitármelo de encima.
A estas horas de la noche
Ya todo el mundo dormía
Y entonces ví aquella escena
Que jamás olvidaría
Ví la calle iluminada…
¡Y sin luces encendidas!
Dejando ver en José
Su rostro, que sonreía
Me fijé en aquel fulgor
Por ver de dónde venía
Y vi dos pequeños soles
Que juntos se removían
-abrigándose del frioSobre una joven pollina
El sol mayor es la cara
de la bendita María
El sol menor es Jesús
que brillaba en su barriga
San José llamó a mi puerta…
¡y le dije que abriría!
Dios viene, ha venido, a la Tierra. Y lo hace sin manifestaciones
extraordinarias. El Adviento se nos manifiesta como tiempo de expectación
piadosa y alegre, ante Jesús, que ya llega.
En el mundo antiguo la palabra “Adviento” servía para designar la llegada
de un personaje importante: un funcionario imperial o un rey que llegaba a alguna
zona de provincias. También la llegada de la divinidad que salía de su
ocultamiento para mostrar poderosamente su presencia. Los cristianos asumieron
esa palabra para expresar su relación especial con Jesucristo. Para nosotros,
Cristo es el Rey que ha venido a la pobre zona de provincia de la Tierra y que
regala a la Tierra la fiesta de su visita.
Dios está con nosotros, no se ha retirado del mundo. No nos ha dejado
solos. Aun cuando no lo veamos ni podamos tocarlo físicamente como se tocan
las cosas, está presente y viene a nosotros de múltiples maneras.
Sí, es verdad; no podemos poner a Dios sobre la mesa, no podemos tocarlo
como un utensilio o tomarlo en la mano como un objeto cualquiera. Pero
podemos y debemos desarrollar de nuevo la capacidad de percepción de Dios que
se comunica con nosotros de muchos modos. Sólo hay que saber oírlo y verlo en
las pequeñas cosas cotidianas. Muchas veces esperamos grandes manifestaciones,
cuando en realidad Dios es el Rey de lo pequeño, lo humilde, cuando actúa aquí
en la tierra. Toda la Gloria y Omnipotencia de Dios, se transformó en humildad y
pequeñez cuando Él se manifestó, hecho hombre, entre nosotros.
Una cueva en Belén, el hogar mas humilde, una vida escondida; todo
señala la pequeñez como puerta hacia la santidad. Los hechos, las obras, las más
simples expresiones de nuestra voluntad, son el signo de nuestro estado espiritual.
Ni grandes manifestaciones, ni una vida extremadamente visible u ostentosa,
nada de eso fue enseñado a nosotros a través del ejemplo dado por Jesús, a lo
largo de su vida en la Tierra, como Hombre-Dios.
Santidad es el nombre de Dios que viene
El Adviento es una llamada al corazón y a la vida cristiana, a huir de esa
tendencia tan frecuente en nuestros días a llevar como una especie de doble vida:
una vida de relación con Dios, (en la parroquia, en algunos momentos de la
semana, con algunas personas concretas…) y otra vida en la que Dios parece que
no juegue ningún papel. Dicho con palabras de San Josemaría Escrivá: “No
podemos ser como esquizofrénicos, si queremos ser cristianos: hay una única
vida, hecha de carne y espíritu, y ésa es la que tiene que ser en el alma y en el
cuerpo santa y llena de Dios: a ese Dios invisible, lo encontramos en las cosas
más visibles y materiales. No hay otro camino: o sabemos encontrar en nuestra
vida ordinaria al Señor, o no lo encontraremos nunca. Por eso puedo deciros que
necesita nuestra época devolver a la materia y a las situaciones que parecen más
vulgares su noble y original sentido, ponerlas al servicio del Reino de Dios,
espiritualizarlas, haciendo de ellas medio y ocasión de nuestro encuentro
continuo con Jesucristo (Amar al mundo apasionadamente, en Conversaciones
con Mons. Escrivá de Balaguer n.114)… Cuando un cristiano desempeña con
amor lo más intrascendente de las acciones diarias, aquello rebosa de la
trascendencia de Dios… La vocación cristiana consiste en hacer endecasílabos de
la prosa de cada día. En la línea del horizonte parecen unirse el cielo y la tierra.
Pero no, donde de verdad se juntan es en vuestros corazones, cuando vivís
santamente la vida ordinaria (id. n.116).
Dios viene, y viene siempre, allí donde un cristiano vive y trabaja:
- Dios viene cuando un niño sonríe como Jesús en brazos de Santa María
o de su abuelo San Joaquín, o se duerme plácidamente en el regazo de
su abuela Santa Ana, y viene cuando un niño llora como lo hizo Raquel
y tantas madres cuyos vientres son a la vez cuna y sepulcro, madres que
son las primeras en sufrir las consecuencias del crimen del aborto
- Dios viene en la paz y el amor de las familias y los matrimonios, y
viene dando consuelo y fortaleza en tantos hogares rotos por la lacra del
divorcio y la violencia; Dios viene en el trabajo silencioso y humilde del
taller de José y en el precioso y oculto trabajo de ama de casa de María
(¿qué trabajo hay en el mundo que realice más a una mujer que ser
administradora y dueña de un hogar, esposa y madre?), y viene dando
esperanza a tantas personas que no tienen trabajo o están obligadas a
trabajar en condiciones poco dignas
- Dios viene en la generosidad de tantas personas, quizá ricas, ricas pero
generosas, como los magos, que dan de lo que tienen sin escatimar nada
(cuántos ejemplos heroicos estamos viendo en estos años de crisis) y
viene también en los rostros famélicos de poblaciones enteras de
muchas partes de este mundo donde los desequilibrios económicos cada
vez son más acentuados
- Dios viene en las vidas de tantos misioneros o de tantos cristianos que
hacen de su ambiente un lugar de misión para anunciar la Buena Nueva
de Salvación, en esta gran llamada a una Nueva Evangelización hecha
por los últimos Papas, y viene en la figura de tantos que como María y
José tienen que huir de su tierra porque sufren persecución por defender
la fe de Cristo
- Dios viene cuando un chico o una chica joven deciden entregarse a
Dios siendo dóciles a la voz divina incluso en sueños, como San José
(los hemos visto a millares en las recientes Jornadas Mundiales de la
Juventud) y viene en quienes tienen que vivir su vocación de modo
clandestino con riesgo de sus propias vidas y bajo el control del
Herodes de turno
- Dios viene cuando una persona sabe sembrar paz y alegría en un
ambiente hostil, como lo era Belén o como son tantos ambientes
actuales, empozoñados por un laicismo agresivo, y viene cuando
logramos pedir perdón y olvidar una ofensa, incluso aunque se trate del
atentado contra la vida de un familiar
- Dios viene siempre: cuando un agricultor levanta la mirada al Cielo, y
cuando alguien sabe mirar a los ojos misericordiosos de la Virgen y
contemplar el rostro humano y divino de Nuestro Señor, y cuando se
musita una oración en la soledad de la iglesia o cuando siente en el
corazón el toque de la gracia
- Dios viene en el buen ejemplo de unos y en la buena voluntad de otros;
en la belleza de un paisaje y en la sublimidad de un atardecer; en la
fuerza de la tormenta y en la fragilidad de una flor, en la suavidad de
una madre y en la fortaleza de un padre, en el silencio de una clausura y
en el ruido de la ciudad. Dios viene, siempre esta viniendo y siempre
vendrá y no deja de llamar a las puertas de nuestras almas; pero no
entrará si nosotros no le abrimos y le decimos de corazón: ¡Ven, Señor
Jesús!
“Hermanos míos. Vengo a anunciaros una Buena Nueva”; que es tan buena
como nueva. Buena porque viene de Dios; y sólo Dios es bueno. Nueva porque
son muchos los que siguen sin enterarse del núcleo del mensaje cristiano que la
Iglesia, como Madre, quiere transmitirnos en estos días. En efecto, muchos
cristianos viven como si Dios estuviera allá lejos, donde brillan las estrellas. Que
gritan como Isaías y el pueblo judío: “Ojalá rasgases el cielo y bajases,
derritiendo los montes con tu presencia”. Que piensan que Dios es inalcanzable.
Que discurren, y se preocupan, preguntándose, ¿Qué tengo que hacer para poder
llegar a Dios? Son muchos en definitiva los que no han comprendido que ser
cristiano no consiste en que nosotros hemos de lograr alcanzar a Dios sino en
dejar que Dios nos alcance a nosotros.
¿Qué es más importante? ¿Qué es más valioso en la vida de un hombre?
¿Lo que hace él por Dios, o lo que Dios hace por él?
Vivimos en unos tiempos en los que el hombre se ha encumbrado de tal
modo que pretende echar a Dios del mundo. A veces de un modo violento; otras a
través de esa apostasía silenciosa tan difundida en nuestros días. Como por
ósmosis el Cristianismo se ha dejado influir de ese pensamiento y, sin querer, ¡qué paradoja!- buscando llegar a Dios ha alejado a Dios; tan pendiente de las
cosas de Dios, ha alejado al Dios de las cosas. Así se entiende que la búsqueda de
la santidad como algo no sólo posible sino como el verdadero fin de toda vida
auténticamente cristiana, haya sido un ideal para muchos inalcanzable ¿Quién
podrá llegar a esa meta? ¿Quién es capaz de tanto?
De nuevo, ¿qué es lo importante? ¿Lo que hace el hombre por Dios o lo
que Dios hace por el hombre? ¿Qué han hecho los santos? ¿Han sido gente
extraordinaria? ¿Cuál es el secreto de los santos?
Santos son aquellos que descubren que Dios ha venido a la Tierra a
mostrarles el Camino, la Verdad y la Vida. Santos son quienes se dejan
conquistar por el Amor de Dios y que en Dios lo encuentran todo. Un santo es un
menesteroso que pordiosea de Dios lo que necesita. Alguien que roba de Dios
hasta el amor con que poder amarle como Cristo robó el corazón de los pastores o
del buen ladrón. Un santo es alguien que nunca emplea el “yo hago” sino el
“hágase en mi”, como nos lo enseñó María.
Dios es quien nos escoge, quien nos busca, quien toma la iniciativa. “No
me habéis elegido vosotros a mí, sino que yo os he elegido a vosotros” (Jn,
15,16). Él es el que ha ido y va por delante. En el fondo, nosotros amamos,
porque Él nos amó primero (1 Jn 4,19). Porque en verdad, sin Él no podemos
hacer nada (Jn 15,15). La fe cristiana nos enseña, lo repito de intento, que lo más
importante no es tanto lo que nosotros podemos hacer como dar cabida a la
acción de Dios. El gran secreto de toda fecundidad y crecimiento espiritual es
aprender a dejar hacer a Dios (J. Philippe). Él es el verdadero protagonista de
nuestra santidad. Él, más que nosotros, está empeñado –si le dejamos- en
hacernos santos.
Fruto de la conversión: la alegría
Comienza el Adviento; tiempo de conversión. ¿Qué hemos de hacer para
convertirnos? Aceptar el Amor de Dios, esa salvación que nos es ofrecida. De ahí
que San Juan Pablo II insistiese en la necesidad de transmitir al mundo la idea de
Dios a partir de esta gran y consoladora verdad: “¡Date cuenta, quienquiera que
seas, que eres amado!”. Aceptar esto no es sencillo pues, entre otras cosas,
supone poseer la humildad necesaria para dejar el control de la propia vida en
manos de otro.
Escuchemos el eco del anuncio del ángel a los pastores: “No temáis, pues
vengo a anunciaros una gran alegría, que lo será para todo el pueblo: hoy os ha
nacido, en la ciudad de David, el Salvador, que es el Cristo, el Señor” (Lc 2, 1011); que son réplica a su vez de aquellas de San Gabriel: “No temas maría,
porque has hallado gracia delante de Dios… el poder del Altísimo te cubrirá con
su sombra… porque para Dios no hay nada imposible”.
Ha llegado el Adviento. No tengamos tampoco nosotros temor alguno; no
tengamos miedo a ser los santos del siglo XXI. Porque hemos hallado gracia
delante de Dios. ¡Qué buen tiempo para remozar el deseo, la añoranza, las ansias
sinceras por la venida de Cristo! Y junto con ello, ese otro deseo de tomarnos
más en serio nuestra vida cristiana. De ese deseo de conversión verdadera vendrá
la alegría.
Debemos celebrar el nacimiento del Señor con una alegría cálida y
sobrenatural, porque con esa alegría vendrá Dios, Jesús, que es la alegría de los
hombres.
La alegría de los pastores
Ante el anuncio del ángel
Porque fueron los primeros
En ver a Dios y a sus padres
La alegría de los Magos
Que desde distintas partes
Guiados por una estrella
Vinieron para adorarle
La alegría de Abraham
Y los que en su seno yacen
Que comprueban que el Señor
Lo que promete lo hace
La alegría de Adán y Eva
Y de todos los que saben
Que su pecado fue origen
De todos los otros males
La alegría de José
Y de su esposa admirable
Jamás hubo un matrimonio
Más dichoso y más amable
La alegría de Jesús
Envuelta en unos pañales
Moviendo sus tiernas manos
Antes de que se las claven
Y con divina sonrisa
El Niño sus ojos abre
Para mirar a ese mundo
Lleno de tristeza y sangre
Y decirle que la suya
Será el precio que la salve
La alegría. La alegría está en la primera y en la última página de la
Escritura Santa. Como debe de estar inevitablemente en la primera y en la última
página de nuestra vida cristiana. Pensemos si a nuestro alrededor cunde la alegría.
Aunque toquemos como la Sagrada Familia la amargura de la pobreza y el acibar
de las contradicciones, disfrutemos de la dulzura del amor de Dios que no deja de
volcarse con cada uno de nosotros.
¡Qué viaje tan feliz y tan difícil, camino de Belén a empadronarse! No se le
ahorran a Jesús, desde el principio, ninguna dificultad: frío, pobreza, abandono. Y
sin embargo Jesús nació rodeado de un cariño y una paz que nadie jamás pudo
tener. No dejemos nunca que la tristeza sea nuestra compañera de camino. Aún
cuando tengamos motivos aparentes para que así sea.
Un cristiano triste es un sinsentido, es una contradicción. “Quien a Dios
tiene, nada le falta” (Santa Teresa); y tenemos a Dios con nosotros. Rompamos
en este Adviento con aquello que nos separe de Dios y de los demás, y así
recuperaremos la alegría. Vayamos con frecuencia a ese tribunal de misericordia
que es la confesión, el sacramento de la alegría (así lo llamaba el Santo Padre).
Dejemos en el confesionario nuestras preocupaciones y tristezas, preparemos el
alma bien para recibir a Jesús en Navidad. Jamás consintamos en recibir la
Comunión si no estamos bien dispuestos en el alma y en el cuerpo. Pidámosle a
la Virgen que nos ayude a prepararnos del mejor modo cada vez que nos
acerquemos a comulgar, con el mismo esfuerzo y delicadeza con la que Ella, con
ayuda de San José, prepararon aquel establo para que fuera digno de recibir a
Dios. Y acerquemos a muchos familiares y amigos al sacramento de la Penitencia
durante estos días. Sin duda es el bien más grande que les podemos hacer. Allí
muchos recuperan la alegría que quizá hayan perdido; porque la alegría es estar
cerca de Jesús.
La auténtica esperanza cristiana
Y junto a un tiempo de santidad, de conversión y de alegría, el Adviento
es un tiempo de esperanza. Pero de esperanza cristiana. ¡Y es tan necesario que
recuperemos el verdadero sentido de esa esperanza, hoy tan desvirtuada! Con
más o menos culpa hemos desacralizado la virtud de la esperanza haciendo de
ella algo muy humano, pero sólo humano. Aunque muchos repiten con frecuencia
“la esperanza es lo último que se pierde”, en realidad en tantos casos es lo
primero que se deja en el camino si no es que comenzaron ya su viaje sin ella.
Pensemos: tantas pequeñas y efímeras esperanzas que nos rodean y nos proponen
a diario, ¿no nos hacen caer en la cuenta de que son sólo sucedáneos de la única y
Gran Esperanza, que está en Cristo? ¿Por qué tanto desaliento y tanto desánimo?
¿Por qué tanta inquietud e incertidumbre?
Recuperemos ese sentido cierto de esperanza que llena la vida cristiana. La
historia de un cristiano es la historia de un Dios que se enamora de tal modo del
hombre que, después de crearlo, y a pesar de su infidelidad, muere por él y le
abre de nuevo las puertas del Cielo, dándole los medios para que sea feliz
eternamente. Pues bien, si eso es así de claro y sencillo, ¿por qué lo dejamos en
un pensamiento recurrente que consuela cuando no nos quedan más argumentos
para justificar los “fracasos” de nuestra vida?¿Por qué es la esperanza un recurso
último al que agarrarnos?¿Por qué nuestra esperanza está anclada en el futuro y
no en el presente?¿Qué tiene de cristiana una esperanza que tiene que esperar,
cuando lo característico de la esperanza cristiana es precisamente eso, que es
cristiana, que se basa en Cristo, y Cristo ha vencido ya a la muerte, ya ha
resucitado, ya nos ha preparado el camino, ya hemos sido elegidos por Él?
Se podría decir que muchos cristianos viven su vida en tiempos
precristianos, como si Cristo no hubiera vencido, como si la Redención no
hubiera tenido lugar. Parecen judíos, a la espera del Mesías Salvador que llegará.
Viven un Adviento sin Navidad, una Cuaresma sin Pascua… una espera sin
Esperanza. Es lo primero que han perdido.
“Llegará un día en que los hombres estén tan cansados de los propios
hombres que bastará con hablarles de Dios para verles llorar” (Leon Bloy). Esta
frase profética ya se cumple en nuestros días. Los intentos de lograr una
redención sin Redentor, de una salvación sin Salvador, han fracasado ya tantas
veces, y lo que se nos propone como alternativas son tan débiles y tan
empobrecedoras, tan degradantes, que quienes escuchan hablar de Dios rompen a
llorar.
Terminó el tiempo del llanto, porque llegada la plenitud de los tiempos
Dios ha enviado a su Hijo Único, nacido de mujer. María, modelo de santidad,
causa de nuestra alegría, esperanza nuestra. “Yo quisiera Señor, recibirte en esta
Navidad, y cada vez que quieras venir a mi alma y a mi cuerpo en la Eucaristía,
con aquella pureza, humildad y devoción con que os recibió vuestra Santísima
Madre”.
Ha llegado el Adviento. Preparemos nuestro encuentro con Jesús en Belén.
La estrella que guió a los Magos hasta el Portal nos guiará también a nosotros.
Esa estrella se llama Esperanza. Un día Dios nos besó en la frente en las fuentes
del Bautismo y posó en nosotros ese lucero que nos guiará siempre por todos los
caminos de la Tierra.
Dios puso en el firmamento
entre todas, una estrella
Y basta mirarse en ella
para que tierras y cielo
inunden de un gran consuelo
a quien recibe su luz
¡Estrella en forma de Cruz
manda tus rayos divinos
y muéstranos el camino
que nos lleve hasta Jesús!
Altaviana, 14 de diciembre de 2014
III Domingo de Adviento (Gaudete)
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