21_amado_capitanes_de_la_arena.pdf

Anuncio
Facultad de Periodismo y Comunicación Social
UNLP
Taller de Comprensión y
Producción de Textos I
Los 70 / La lucha
Jorge Amado (1912-2001)
Capitanes de la arena (1937)
CARTAS A LA REDACCIÓN
NIÑOS LADRONES
LAS AVENTURAS SINIESTRAS DE LOS “CAPITANES DE LA ARENA”. LA CIUDAD ESTÁ INFECTADA DE NIÑOS QUE VIVEN DEL ROBO. URGE LA INTERVENCIÓN DEL JUEZ DE MENORES Y DEL JEFE DE POLICÍA. AYER HUBO OTRO ASALTO.
“En varias oportunidades, nuestro diario, sin duda el órgano de las más legítimas aspiraciones populares bahianas, ha publicado informaciones sobre las actividades delictivas de los “Capitanes de la
arena”, nombre con el que se conoce a un grupo de niños asaltantes y ladrones que infectan la cuidad.
Esas criaturas, encaminadas tan temprano por la tenebrosa ruta del crimen, no tienen domicilio conocido. Como tampoco se conoce el lugar donde guardan el futuro de sus asaltos diarios.
“La banda se compone, por lo que se sabe, de un número superior a los cien chicos de las más diversas edades, desde los ocho a los dieciséis años. Chicos que, debido al descuido con que unos padres
carentes de sentimientos cristianos tomaron su educación, a la más tierna edad se dedicaron a una
vida criminal. Se los llama “Capitanes de la arena”, porque en los muelles tienen su cuartel general. Y
su comandante es un muchacho de unos catorce años, el peor de todos, no sólo ladrón sino también
autor de un asalto que cobró una víctima gravemente herida, en la tarde de ayer. Lamentablemente no
se conoce la identidad de este jefe.
“Es necesaria una urgente intervención de la policía y del juzgado de menores para que esta banda
desaparezca y sean internados estos menores criminales que no dejan dormir en paz su merecido
sueño a la ciudad, en reformatorios o cárceles.
“Ahora pasamos a relatar el asalto de ayer, del que fuera víctima un honesto comerciante de la plaza
local, en una residencia robaron más de un conto de réis1, con el agravante de que un empleado de la
)1(
www.territorio.perio.unlp.edu.ar
casa fue herido por el desalmado jefe de la banda.
EN LA RESIDENCIA DEL COMENDADOR JOSÉ FERREIRA
“En el Corredor de la Victoria, corazón del barrio más elegante de la ciudad, se encuentra la hermosa
residencia del comendador José Ferreira, uno de los más conocidos e importantes comerciantes de
esta plaza, con tienda de ramos generales en la calle Portugal. Da gusto observar el palacete del comendador, rodeado de jardines, con su arquitectura colonial. Ayer, este remanso de paz y de honesta
actividad, pasó momentos de indescriptible agitación y susto con la invasión que sufrió de parte de los
“Capitanes de la arena”.
“El reloj daba las tres de la tarde y la ciudad mal soportaba el calor, cuando el jardinero notó que algunos niños harapientos rondaban el jardín de la residencia del comendador. El jardinero intentó alejar a
los incómodos visitantes. Pero como continuaron su ruta calle abajo, el jardinero volvió a su trabajo en
los jardines de la parte de atrás de la residencia. Minutos después se produjo
EL ASALTO
“No habían pasado todavía cinco minutos, cuando Ramiro, el jardinero, escuchó gritos desde el interior
de la vivienda. Eran gritos de personas terriblemente asustadas. Esgrimiendo una hoz como arma, el
jardinero penetró en la casa y apenas tuvo tiempo de ver a varios muchachos que, como demonios
(es la curiosa expresión de Ramiro), escapaban saltando por las ventanas y cargando objetos de valor
robados del comedor. La criada que había gritado estaba con la señora del comendador, quien había
sufrido un leve desmayo en virtud del susto pasado. El jardinero persiguió a los asaltantes por el jardín,
donde tuvo lugar.
LA LUCHA
“Sucedió que en el jardín, la hermosa criatura que es Raúl Ferreira, once años, nieto del comendador
que se encontraba de visita en la casa de los abuelos, conversaba con el jefe de los “Capitanes de la
Arena”, identificable por su tajo en la mejilla. En su inocencia, Raúl reía con el malvado, que sin duda
alguna pensaba raptarlo. Entonces el jardinero se echó encima del ladrón, sin esperar, evidentemente,
que a reacción del jovencito lo revelaría un maestro en estas lides. Y el resultado fue que en lugar de
apresar al jefe de la banda, el jardinero resultó herido de sendas puñaladas en el hombro y en el brazo,
debiendo soltar al criminal, que escapó.
“La policía tomó conocimiento del hecho, pero hasta este momento no encontró ningún rastro de los
“Capitanes de la Arena”. El comendador José Ferreira ha revelado a nuestro cronista que fue perjudicado en más de un conto de réis, pues sólo el pequeño reloj que le arrebataron a su esposa estaba valuado
en 900 $.
URGE UNA SOLUCIÓN
“Los vecinos del aristocrático barrio están alarmados y recelosos de que los asaltos se sucedan, pues no
Facultad de Periodismo y Comunicación Social / UNLP
Taller de Comprensión y Producción de Textos I
es el primero llevado a cabo por los “Capitanes de la Arena”. Urge una solución que dé a semejantes
bandidos su condigno castigo y a nuestras más distinguidas familias el sosiego necesario. Esperamos
que el ilustre señor Jefe de Policía y el no menos ilustre señor Juez de Menores, sabrán tomar las debidas providencias contra los jóvenes y osados delincuentes.
LA OPINIÓN DE LA INOCENCIA
“Nuestros cronistas entrevistaron asimismo al pequeño Raúl, que tiene once años y es uno de los
alumnos más distinguidos del colegio Antonio Vieira. Raúl demostraba un gran coraje y acerca de su
conversación con el terrible jefe de los “Capitanes de la Arena”, declaró:
“-Me dijo que era un tonto y que no sabía que era jugar. Yo le dije que tenía una bicicleta y muchos juguetes. Él me dijo, riéndose, que tenía la calle y los diques. A mí me gustó. Se parece a un muchacho de los del cine,
de esos que se escapan de la casa para correr aventuras.
“Entonces nos quedamos pensando en este delicado problema que constituye el cine al darle a los
niños una idea falsa acerca de la vida. Otro problema que debe merecer la atención del señor Juez de
Menores. Volveremos sobre él.”
(Artículo publicado en el Jornal da Tarde, en la página de Noticias policiales, como una fotografía de la
casa del comendador y otra de éste cuando fue condecorado)
CARTA DEL SECRETARIO DEL JEFE DE POLICÍA A LA REDACCIÓN DEL “JORNAL DA TARDE”
Sr. Director del Jornal da Tarde.
De mi consideración:
Habiendo llegado al conocimiento del señor Jefe de Policía el artículo publicado ayer en la segunda
edición de ese diario sobre las actividades de los “Capitanes de la Arena”, banda de niños delincuentes y el asalto llevado a cabo por esa misma banda en la residencia del comendador José Ferreira, el
señor Jefe de Policía se apresura a comunicar a la dirección de ese diario que la solución del problema
compete antes al Juez de Menores que a la policía. La policía, en estos casos, debe estar de acuerdo con
las órdenes del Juez de Menores. Pero, de todos modos, va a tomar las providencias necesarias para
que semejantes atentados no se repitan y para que los autores del hecho de anteayer sean apresados y
reciban su condigno castigo.
Por lo expuesto, queda claramente probado que la policía no merece ninguna crítica por su actitud
frente a este problema. Si no ha actuado con mayor eficacia es porque el Juez de menores no se ha lo
solicitado.
Con cordial estima lo saluda el
mentario elogioso)
CARTA DEL SEÑOR JUEZ DE MENORES A LA REDACCIÓN DEL “JORNAL DA TARDE”
Excmo. Sr. Director del Jornal da Tarde.
Ciudad del Salvador
En este Estado.
De mi consideración.
Estimado conciudadano:
Hojeando vuestro brillante vespertino en uno de los raros momentos de ocio que me dejan las múltiples y varias preocupaciones de mi difícil cargo, tomé conocimiento de una epístola del infatigable
señor Jefe de Policía del Estado, en el cual exponía los motivos por los que la Policía no pudo, hasta el
momento, intensificar su meritoria campaña contra los menores delincuentes que infectan nuestro
urbe. El señor Jefe de Policía se justifica declarando que no tenía órdenes del juzgado de menores en el
sentido de actuar contra la delincuencia infantil. Sin pretender menoscabar a la brillante e infatigable
Jefatura de Policía estoy obligado, sin embrago, en honor de la verdad (esa misma verdad que he colocado como luz que ilumina mi vida), a declarar que esa disculpa no es procedente. No es procedente
señor Director, porque al Juzgado de Menores no le compete perseguir y apresar a los menores que
delinquen y sí, en cambio, designar el lugar donde deben cumplir su pena, nombrarles un curador
para que controle cualquier proceso instaurado contra ellos, etc. No es tarea del Juzgado de Menores
capturar a los pequeños delincuentes. Su tarea es velar por su destino posterior. Y el señor Jefe de
Policía siempre me ha encontrado donde me llame el deber, porque jamás, en cincuenta años de vida
impoluta, dejé de cumplirlo.
Más aún, en estos últimos meses solicité que fueran enviados al Reformatorio de menores varios
niños delincuentes o abandonados. No tengo culpa de que se escapen, que no se dejen llevar por el
ejemplo de trabajo que encuentran en aquel establecimiento educativo y que, por medio de la fuga,
abandonen un ambiente donde se respiran paz y trabajo y donde se los trata con el mayor cariño. Se
escapan y se vuelven cada vez más perversos, como si el ejemplo que recibieron fuera malo o dañino.
¿Por qué? Ése es un problema para los psicólogos y no para mí, un simple curioso de la filosofía.
Mas quiero dejar claro como un cristal lo siguiente, señor Director, que el señor Jefe de Policía puede
contar con la mejor ayuda de este Juzgado de Menores para intensificar su campaña contra los menores que delinquen. Reciba los saludos de su conciudadano y admirador.
JUEZ DE MENORES.
(Publicado en el Jornal da Tarde, con la foto del Juez de menores, a una columna, y un pequeño comentario elogioso)
CARTA DE UNA MADRE COSTURERA A LA REDACCIÓN DEL “JORNAL DA TARDE”
SECRETARIO DEL JEFE DE POLICÍA.
(Publicada en la primera página del Jornal da Tarde con una foto del Jefe de Policía y un extenso co-
Taller de Comprensión y Producción de Textos I
Sr. Director:
Facultad de Periodismo y Comunicación Social / UNLP
www.territorio.perio.unlp.edu.ar )2(
Disculpe los errores de esta carta, que no soy costurera en estas cosas de escribir y si hoy vengo a su presencia es para ponerle los puntos a las íes. Leí en el diario una nota sobre los robos de los Capitanes de la arena
y enseguida vino la policía y dijo que los iba a perseguir y entonces el doctor de los menores vino diciendo
que era una pena que ellos no se corrigieran en el reformatorio donde él mandaba a los pobres. Para hablar
de ese reformatorio es que yo le escribo unas líneas. Yo quería que su diario mandara a una persona a ver
ese reformatorio para que viera cómo son tratados los hijos de los pobres que tienen la desgracia de caer en
manos de esos guardianes sin alma. Mi hijo Alonso estuvo allá seis meses y si yo no lo saco de ese infierno
en vida, no sé si el desgraciado viviría ni seis meses. Lo menos que les pasa es recibir palizas dos o tres veces
por día. El director se lo pasa borracho y le gusta ver cómo el rebenque cae en las costillas de los hijos de los
pobres. Yo lo vi muchas veces porque ellos lo hacen delante de todos y dicen que es para dar ejemplo. Por
eso lo saque a mi hijo de allí. Si su diario manda una persona en secreto, podrá ver la comida que comen,
el trabajo de esclavos que hacen, que ni un hombre fuerte lo puede aguantar y las palizas que les dan. Pero
es necesario que vaya en secreto porque si ellos se enteran les mostrarán un cielo. Que vaya de repente y
vea quien tiene razón. Por eso y por otras cosas existen los Capitanes de la Arena. Yo prefiero verlo a mi hijo
con ellos y no en el reformatorio. Si usted quiere ver una cosa que parte el corazón vaya. También si quiere
puede hablar con el padre José Pedro, que fue capellán de allá y vio todo. Él también le puede contar y con
mejores palabras que las que tengo yo.
MARÍA RICARDINA, costurera
(Publicado en la quinta página del Jornal da Tarde, entre aviso, sin foto ni comentarios)
CARTA DEL PADRE JOSÉ PEDRO A LA REDACCIÓN DEL
“JORNAL DA TARDE”
Sr. Redactor del Jornal da Tarde.
De su consideración:
He leído en vuestro conceptuado diario la carta de María Ricardina, que me nombraba como persona
que podía esclarecer cómo es la vida de los niños recogidos en el reformatorio de menores y me siento
obligado a salir de la oscuridad en que vivo para declarar que, lamentablemente, María Ricardina tiene
razón. Las criaturas en ese reformatorio son tratadas como fieras, ésa es la verdad. Se olvidaron de las
lecciones del dulce Maestro, señor Redactor, y en lugar de conquistar a los niños con buenos tratos, los
hacen más rebeldes todavía, por medio de castigos físicos verdaderamente inhumanos. Yo he ido allá
para llevar a los niños el consuelo de la religión y los encuentro poco dispuestos a aceptarlo, naturalmente debido al odio que están acumulando en esos jóvenes corazones tan dignos de piedad. Lo que
he visto, señor periodista, daría para un libro.
Muy agradecido, por su atención.
Su siervo en Cristo.
(Carta publicada en la tercera página del Jornal da Tarde, bajo el título “¿Será verdad?” y sin comentarios.)
CARTA DEL DIRECTOR DEL REFORMATORIO A LA REDACCIÓN DEL “JORNAL DA TARDE”
Excmo. Sr. Director del Jornal da Tarde.
De mi consideración:
He seguido con mucho interés la campaña que el brillante órgano de prensa bahiano, que con tan
rutilante inteligencia vos dirigís, está realizando contra los crímenes pavorosos de los “Capitanes de
la arena”, banda de delincuentes que atemorizan a la ciudad e impide que se viva en ella con sosiego.
Así fue como leí dos cartas con acusaciones contra el establecimiento que dirijo y que la modestia (solamente la modestia, señor Director) me impide llamar modelo.
Cuando apareció la carta de una pobre mujer de pueblo no me preocupé pues no merecía una respuesta. Sin duda, era una de las muchas que vienen aquí con la pretensión de impedir que el reformatorio
cumpla la santa misión de educar a sus hijos. Ellas se crían en la calle, en el jolgorio, y como sus hijos
son sometidos acá a una vida ejemplar, son las primeras en protestar, en lugar de besar las manos de
quienes tratan de hacer a sus hijos hombres de bien. Primero vienen a pedir un lugar para sus hijos.
Después sienten su falta y especialmente la desaparición del provecho de los robos que llevaban a la
casa y entonces protestan contra el Reformatorio. Pero como ya le expresé, señor Director, esa carta
no me preocupó. No está una pobre mujer de pueblo capacitada para comprender la obra que estoy
realizando al frente de este establecimiento.
Lo que me preocupó, señor Director, fue la carta del padre José Pedro. Ese sacerdote, olvidando las
funciones a su cargo, lanzó contra el establecimiento que dirijo graves acusaciones. Ese padre (al que
yo llamaría padre del demonio, si me permitís, señor Director, una pequeña ironía) abusó de sus funciones para penetrar en nuestro establecimiento de educación en horas prohibidas por el reglamento
y en contra de él tengo que formular una seria queja: el padre José Pedro ha incentivado a los menores
que el Estado colocó bajo mi responsabilidad, a la revuelta y a la desobediencia. Desde que pisó los
umbrales de esta casa, los casos de rebeldía y las violaciones de los reglamentos aumentaron. Ese padre
es un instigador del mal comportamiento general de los menores bajo mi guardia. Y por eso le voy a
cerrar las puertas de esta casa de educación.
Por tales razones, señor Director, haciendo mías las palabras de la costurera que escribió al diario, yo os
pido que envíes a un redactor al reformatorio. Así podréis, lo mismo que el público, tener conocimiento exacto y dar fe sobre la manera como son tratados los menores que se regeneran en el Reformatorio
Bahiano para Menores Delincuentes y Abandonados. Espero a vuestro redactor el lunes. Y si no digo
que venga el día que quiera es porque las visitas deben hacerse en los días que lo fija el reglamento, del
cual nunca me aparto. Ése es el único motivo por el que invito a vuestro redactor para el lunes. Quedo
sumamente agradecido a vos por la publicación a vos por la publicación de esta carta. De tal manera
quedará confundido el falso vicario de Cristo.
Vuestro seguro servidor atentamente.
PADRE JOSÉ PEDRO.
)3(
www.territorio.perio.unlp.edu.ar
Facultad de Periodismo y Comunicación Social / UNLP
Taller de Comprensión y Producción de Textos I
DIRECTOR DEL REFORMATORIO BAHIANO DE
MENORES DELINDUENTES Y ABANDONADOS
(Publicada en la tercera página del Jornal da tarde, con una foto del Reformatorio y un suelto que agregaba que e lunes siguiente un periodista del Jornal da Tarde iría al Reformatorio.)
“UN ESTABLECIMIENTO MODELO DONDE REINAN LA PAZ Y EL TRABAJO. UN DIRECTOR QUE
ES UN AMIGO. ÓPTIMA COMIDA. NIÑOS QUE TRABAJAN Y SE DIVIERTEN. MENORES LADRONES EN CAMINO DE SU RECUPERARCIÓN. ACUSACIONES IMPROCEDENTES. SOLAMENTE
UN INCORREGIBLE PROTESTA. EL “REFORMATORIO BAHIANO” ES UNA GRAN FAMILIA DONDE DEBERÍAN ESTAR LOS “CAPITANES DE LA ARENA”.
(Títulos del artículo público en la segunda edición del martes del Jornal da Tarde, sobre el reformatorio
Ballano, con varias fotos del lugar y una del Director. Ocupaba toda la primera página.)
BAJO LA LUNA,
EN UN VIEJO DEPÓSITO ABANDONADO
El depósito
Bajo la luna, en un viejo depósito abandonado, los niños duermen.
Aquí estaba el mar antes. En las grandes y oscuras piedras de los cimientos del depósito las olas reventaban estruendosos o lamían mansas. El agua pasaba por debajo del puente, donde ahora los niños
duermen iluminados por un resto amarillento de luna. De este puente salieron numerosos veleros
cargados, algunos enormes, pintados de extraños colores, rumbo a la aventura de las travesías marítimas. Aquí venían a llenar sus bodegas y atracaban en su puente de tablas hoy carcomidas. Delante del
depósito antes se extendía el misterio del océano, las noches que lo enfrentaban eran verde oscuro, casi
negro, de ese color misterioso que es el color del mar por las noches.
Ahora, frente al depósito, la noche es clara. Porque delante se extiende el arenal de los muelles. Debajo
del puente ya no hay rumor de olas. La arena lo invadió todo, hizo retroceder al mar muchos metros.
Poco a poco, lentamente, la arena fue conquistando el depósito. Ya no amarran en su puente los veleros que iban a marcharse cargados. Ya no trabajan allí los negros forzudos que venían de la esclavitud.
Ya no canta su canción en el viejo puente ningún marinero nostálgico. La arena se extiende, clara frente al depósito. Y nunca más se llenó el inmenso caserón con fardos, con bolsas, con cajones. Quedó
abandonado en medio del arenal, una mancha negra en la claridad de los diques.
Durante años sólo lo habitaron los ratones que lo recorrían en sus carreras, que roían la madera de las
monumentales puertas, que lo usaban como señores exclusivos. En cierta ocasión, un perro vagabundo lo utilizó como refugio contra el viento y la lluvia. La primera noche no durmió, ocupado en despedazar a los ratones que le pasaban por encima. Durmió después algunas noches, ladrando a la luna
por las madrugadas, pues gran parte de los techos estaba destruida y los rayos de la luna penetraban
libremente, iluminando los pisos de gruesas maderas. Pero aquel perro era nómada y pronto se alejó
en busca de otra posada, de la oscuridad de otra puerta, el vano de otro puente, el cuerpo caliente de
Taller de Comprensión y Producción de Textos I
una perra. Y los ratones volvieron a dominar hasta que los Capitanes de la arena arreciaron sus visitas
al caserón abandonado.
En esa época se había caído una puerta y una de la banda, cierto día que paseaba por la extensión de
sus dominios (porque toda la zona del arenal del dique como toda la ciudad de Bahía, pertenece a los
Capitanes de la Arena), entró en el depósito.
Resultó mejor hospedaje que la pura arena, que los puentes de los otros depósitos, donde a veces el
agua subía amenazante. Y desde esa noche gran número de los Capitanes de la Arena durmió en el
viejo depósito abandonado en compañía de los ratones, bajo la luna amarilla. A frente la vastedad de la
arena, la claridad sin fin. A lo lejos, el mar que golpeaba contra el muelle. Por la puerta venían las luces
de los barcos que entraban y salían. Por el techo venía el cielo estrellado, la luna que los iluminaba.
Más tarde llevaron al depósito los objetos que el trabajo del día les proporcionaba. Entonces el depósito
cobijó extrañas cosas. Pero no más extrañas que aquellos chicos, de todos los colores y de las edades
más variadas desde los nueve a los dieciséis años, que a la noche se extendían por el piso y por debajo
del puente, indiferentes al viento que rodeaba al caserón ululando, indiferentes a la lluvia que muchas
veces los mojaba, pero con los ojos prendidos a las luces de los barcos, con los oídos presos de las canciones que venían desde las embarcaciones...
Aquí también vive el jefe de los Capitanes de la arena: Pedro Bala. Desde el comienzo lo llamaron así, desde
que tenía cinco años. Ahora tiene quince. Hace diez años que vagabundea por las calles de Bahía. Nunca
supo de su madre; su padre había muerto de un balazo. Quedó solo y gastó años en conocer la ciudad. Hoy
conoce todas sus calles y todos sus rincones. No hay tienda, negocio ni botica que no conozca. Cuando se
incorporó a los Capitanes de la arena (los diques recién construidos atraían a sus arenas a todos los chicos
vagabundos de la ciudad) el jefe era Raimundo, el Caboclo2, mulato colorado y fuerte.
No duró mucho la jefatura del caboclo Raimundo. Pedro Bala era mucho más activo, sabía planear los trabajos, sabía tratar con los otros, en sus ojos y en su voz había autoridad de jefe. Un día pelearon. La desgracia
de Raimundo fue sacar una navaja y cortar la cara de Pedro, un tajo que le quedó para el resto de su vida.
Los demás se metieron y como Pedro estaba desarmado le dieron la razón y esperaron la revancha que
no demoró en llegar. Una noche, cuando Raimundo quiso zurrar a Barandâo, Pedro se puso de parte del
negrito y se trenzaron en la lucha más sensacional que las arenas del dique vieron. Raimundo era más alto
y de más edad. Mas Pedro Bala, el cabello rubio al viento, la cicatriz colorada en la mejilla, tenía una agilidad
formidable, y desde ese día Raimundo dejó no sólo la jefatura de los Capitanes de la arena, sino también el
arenal. Al tiempo se enganchó en un barco.
Todos reconocieron los derechos de Pedro Bala al liderazgo, y desde ese momento la ciudad comenzó a
hablar de los Capitanes de la arena, chicos vagabundos que vivían del robo. Nadie sabía el número exacto
de los que así vivían. Serían unos cien y de ésos, más de cuarenta dormían en las ruinas del viejo depósito.
Vestidos de harapos, sucios, agresivos, mal hablados, fumadores de puchos, eran los dueños de la
ciudad, a la que conocían totalmente, a la que amaban totalmente, eran sus poetas.
NOCHE DE LOS “CAPITANES DE LA ARENA”
La gran noche de paz de Bahía vino del muelle, envolvió a los saveiros3, al fuerte, al rompeolas, se
extendió por las laderas y las torres de las iglesias. Las campanas ya no tocan el Ave María, ya hace rato
que pasaron las seis. Y el cielo está lleno de estrellas, aunque la luna no salió en esta noche clara. El
depósito se destaca en la claridad del arenal que conserva las huellas de los pasos de los Capitanes de
Facultad de Periodismo y Comunicación Social / UNLP
www.territorio.perio.unlp.edu.ar )4(
la arena, de los que ya están durmiendo. A los lejos, la débil luz de la linterna del cafetín de marineros
“Porta do Mar” parece agonizar. Un viento frío levanta la arena y hace difíciles los pasos del negro João
Grande que viene a dormir. El viento lo dobla como la vela de un barco. El alto, el más alto de la banda
y también el más fuerte, negro de mota entrada y músculos vigorosos, aunque apenas tiene trece años,
de los que lleva cuatro en la más amplia libertad corriendo por las calles de Bahía con los Capitanes de
la arena. Desde la tarde en que su padre, un carrero gigantesco, fue atropellado por un camión mientras intentaba desviar a su caballo hacia un costado de la calle, João Grande no volvió a la pequeña casita del morro. Frente a él estaba la ciudad misma y religiosa, es así tan misteriosa como el verde mar.
Por eso, João Grande no volvió más. Tenía nueve años cuando se enganchó con los Capitanes de la
arena, cuando todavía el Caboclo era jefe y el grupo apenas se conocía, pues el caboclo no se arriesgaba.
Rápidamente, João Grande fue uno de los jefes y nunca dejaron de invitarlo a las reuniones de los
mayores en las que se planeaban los robos. No porque fuera un buen organizador ni tuviera una inteligencia viva. Por el contrario, si tenía que pensar le dolía la cabeza. Se quedaba con los ojos ardidos,
como cuando veía a alguien haciéndole maldades a uno de los más chicos. Entonces sus músculos
se endurecían y estaba dispuesto a pelear. Pero su enorme fuerza muscular inspiraba miedo. El SemPernas decía:
-Este negro es bruto, pero es una aplanadora...
Y los chicos, aquellos chiquilines que llegaban al grupo llenos de recelo, lo tenían como su más decidido protector. A Pedro, el jefe, también le gustaba oírlo. Y João Grande sabía muy bien que no era por su
fuerza que tenía la amistad del Bala. A Pedro le parecía que el negro era bueno y no se cansaba de decir:
-Vos sos bueno, Grande. Vos sos mejor que los otros. Me gustás –y daba palmaditas en la pierna del
negro que se quedaba avergonzado.
João Grande viene hacia el depósito. El viento intenta detener sus pasos y lo dobla, pero resiste al viento
que levanta las arenas. Había ido al “Porta do Mar” a tomar un rasgo de cachaça con el Querido-deDeus, recién llegado de los mares del sur en un barco pesquero. El Querido-de-Deus es el más célebre
capoeirista de la ciudad. ¿Quién no lo respeta en Bahía? En el juego de capoeira5 de Angola nadie se
puede medir con el Querido-de-Deus, ni siquiera Zé Moleque que tiene su fama en Río de Janeiro.
El Querido-de-Deus cuenta sus novedades y avisa que al día siguiente dará una vuelta por el depósito
para seguir dándoles lecciones de capoeira a Pedro Bala. João Grande y el Gato. João Grande camina
hacia el depósito fumando su cigarrillo. Las marcas que sus grandes pies van dejando en la arena son
destruidas por el viento. El negro piensa que los caminos del mar son peligrosos en esas noches de
tanto viento.
João Grande pasa por debajo del puente- los pies se le hunden en la arena- evitando tocar los cuerpos
de los compañeros dormidos. Entra en el depósito. Se queda un momento indeciso hasta que advierte
la luz de la vela del Profesor. En el más lejano rincón de la casa está leyendo a la luz de la vela. João
Grande piensa que aquella luz es todavía más pequeña y vacilante que la linterna del “Porta do Mar” y
que el Profesor está agotando sus ojos con la lectura de esos libros de letra tan chica. João Grande llega
hasta el Profesor, a pesar de que siempre duerme a la puerta del depósito, como un perro guardián,
con el puñal al alcance de la mano, para evitar cualquier sorpresa.
Después de caminar entre los chicos que duermen, se acuclilla junto al Profesor y lo mira leer atentamente.
João José, el Profesor, desde el día que robó un libro de relatos de un estante en una casa de la Barra se
)5(
www.territorio.perio.unlp.edu.ar
había vuelto perito en ese tipo de relatos. Pero nunca vendía los libros, los iba apilando en un rincón
del depósito, bajo ladrillos, para que los ratones no los arruinasen. Los leía con una ansiedad que se
parecía a la fiebre. Le gustaba saber cosas y muchas noches les contaba a los otros historias de aventureros, de hombres de mar, de personajes heroicos y legendarios, historias que alentaban a aquellos
ojos asombrados a lanzarse al mar o a las misteriosas laderas de la ciudad con ansias de aventuras y de
heroísmo. João José era el único que leía de corrido, aunque sólo había ido un año y medio a la escuela.
Pero el entrenamiento diario en la lectura había despertado su imaginación, o tal vez, era el único que
tenía cierta conciencia de la heroicidad de sus vidas. Ese saber, esa vocación para narrar historias lo
hizo respetable entre los Capitanes de la arena, aunque era débil, flaco y triste, con los pelos negros cayéndole sobre los ojos achicados de miope. Lo apodaron Profesor porque en uno de los libros robados
había aprendido a hacer pases mágicos con pañuelos y monedas y también porque al contar aquellas
historias que leía o que inventaba, se valía de una enorme y misteriosa magia para transportarlos a
mundos diferentes, para hacer brillar los ojos de los Capitanes de la arena con el mismo brillo de las
estrellas en las noches de Bahía. Pedro Bala no resolvía nada sin antes consultarlo, y en varias ocasiones la imaginación del Profesor proporcionó los mejores planes para los asaltos. Mientras tanto, nadie
sabía que un día, pasados algunos años, sería el encargado de contar en escenas que asombrarían al
país, la historia de aquellas vidas y otras historias de hombres luchadores y sufridos. Quizá lo sabía
Don’Aninha, la madre de la plaza de la Cruz de Opó Afonjá, porque Don’Aninha sabe todo lo que ya
le dice por medio de un buzo, en las noches de temporal.
João Grande se quedó largo rato atento a la lectura. Para el negro esas letras no significaban nada.
Su mirada iba del libro a la luz vacilante de la vela y de ésta hacia el cabello despeinado del Profesor.
Cuando se cansó preguntó con su voz llena y caliente:
-¿Lindo, Profesor?
El Profesor desvió los ojos del libro, puso su mano descarnada en el hombro del negro, su admirador
más ardiente:
-Una historia de ley, Grande. –Sus ojos brillaban.
-¿De marineros?
-Es de un negro como vos. Un negro macho, de agallas.
-¿Vas a contarlo?
-Cuando termine de leer lo cuento. Vas a ver qué negro...
Y volvió los ojos a las páginas del libro. João Grande encendió un cigarrillo barato y en silencio le ofreció otro al Profesor. Se quedó fumando en silencio, como cuidando la lectura del otro. Por el depósito
subía un rumor de risas, de charlas, de gritos. João distinguía la voz del Sem-Pernas, estridente y
gangosa. El Sem-Pernas hablaba alto y se reía mucho. Era el espía del grupo, el que sabía meterse en
una casa de familia por una semana, haciéndose pasar por un pobre chico abandonado por sus padres
en la inmensa y agresiva ciudad. Era rengo y ese defecto físico le valió el sobrenombre. También le
valía la simpatía de cuanta madre de familia lo veía, humilde y tristón, pidiendo un poco de comida o
resguardo por una noche. Ahora, en el depósito, el Sem-Pernas ponía en ridículo al Gato, que se había
perdido todo el día para robar un gran anillo color borravino, una piedra falsa sin ningún valor.
Hacía una semana que el Gato había avisado a medio mundo:
-Vi un anillo, hermanito, que ni de obispo. Un anillo justo para mi dedo. Van a ver cuando lo traiga.
-¿En qué vidriera?
Facultad de Periodismo y Comunicación Social / UNLP
Taller de Comprensión y Producción de Textos I
-En el dedo de un zonzo. Un gordo que todos los días toma el tranvía de Brotas, en la Baixa do Sapateiro.
Y el Gato no descansó hasta conseguirlo en los apretujones del tranvía de las seis de la tarde, lo arrancó
del dedo de su dueño y se escapó en medio de la confusión porque el gordo se había dado cuenta. Lo
exhibía en su anular vanidosamente. Sem-Pernas se reía:
-¡Arriesgarse a la cárcel por esa porquería! Un pedazo de vidrio...
-¿A vos qué te importa? A mí me gusta. Se terminó.
-Pero en mi dedo tiene pinta. Me consigue una hembra.
Hablaban de mujeres y los mayores no tenían ni dieciséis años. Temprano conocían los misterios del
sexo.
Al entrar, Pedro Bala evitó el comienzo de pelea. João Grande dejó al Profesor con su lectura y se
acercó al jefe. El Sem-Pernas se reía solo, murmurando por el anillo. Pedro lo llamó y con João Grande
fueron hasta el rincón donde estaba el Profesor.
-Vení, Profesor.
Se quedaron los cuatro sentados. El Sem-Pernas encendió una punta de cigarro de lujo y empezó a
saborearlo. João Grande espiaba por la puerta un pedazo de mar, más allá de la arena. Pedro dijo:
-González el del “14” me habló hoy...
-¿Qué quiere? La otra vez... – atajó el Sem-Pernas.
-No. Ahora quiere sombreros. Pero sombreros de fieltro, nada de paja, dice que no salen. Y además...
-¿Qué más quiere? – interrumpió nuevamente el Sem-Pernas.
-Quiere que no estén muy usados.
-Quiere demasiado. Por lo que paga...
-Vos sabes que es un tipo callado. No paga bien pero es una cueva. A ése no le sacan nada ni con un
tirabuzón.
-Con lo que paga, su interés es no decir nada. Si llega a abrir la boca se liga una...
-Bueno, Sem-Pernas, si no querés hacer el negocio deja que lo hagan los otros.
-No dije que no quiero. Digo que trabajar para un gringo ladrón no vale la pena. Pero si vos querés...
-Dijo que ahora va a pagarnos más. Algo que valga la pena. Pero tienen que ser sombreros nuevos. El
Sem-Pernas podría hacerlo con algunos. Mañana a la noche, González manda a un empleado del “14”,
trae la patita y se lleva los sombreros.
-Los cines son buenos - dijo el Profesor volviéndose al Sem-Pernas.
-Bueno es en la Victoria... - y el Sem-Pernas hizo un gesto de desprecio-. Entrás en los pasillos y tenés
sombreros garantidos... Toda gente con billetes.
-Pero tiene portero...
-¿Qué te importa el portero? Ni que fuera un tira... El portero es para espantar a los tontos. ¿Venís
conmigo, Profesor?
-Voy. Necesito un sombrero.
Pedro Bala dijo:
-Conseguí lo que quieras, Sem-Pernas. Este negocio corre por tu cuenta. Pero sin el Grande y el Gato,
porque yo tengo un trabajo con ellos mañana. – Se volvió hacia João Grande-. Un negocio del Queridode-Deus.
-Ya me avisó. Me dijo que esta noche viene a la capoeira.
Taller de Comprensión y Producción de Textos I
Pedro se volvió hacia el Sem-Pernas que se iba para combinar con Pirulito la formación del grupo que
iría a robar sombreros:
-¡Eh! Sem-Pernas, avisa que si a alguno lo siguen que se vaya para otro lado, que no venga para acá.
Pidió un cigarrillo y João Grande se lo dio. El Sem-Pernas ya aparte llamaba a Pirulito. Pedro fue en
busca del Gato, tenía que conversar de un asunto con él. Cuando volvió se extendió cerca de donde
estaba el Profesor, que siguió inclinado sobre su libro hasta que la vela se acabó y la oscuridad del
depósito envolvió todo. João Grande caminó lentamente hacia la puerta y se echó sobre el umbral con
el puñal al cinto.
Pirulito era alto y muy flaco, la cara chupada, medio amarilla, los ojos como metidos en una cueva, la
boca rasgada y seria. El Sem-pernas le hizo una broma acerca de si “ya estaba rezando”, después entró
en el asunto del robo de los sombreros. Combinaron salir con un grupo numeroso de chicos cuidadosamente escogidos, en señalar las zonas donde operarían y separarse luego. Pirulito entonces se fue a
su rincón de costumbre. Invariablemente dormía allí, donde las paredes del depósito hacían ángulo.
Tenía cuidadosamente dispuestas sus pertenencias: un viejo cobertor, una almohada que trajo cierto
día de un hotel donde había entrado llevando las valijas de un viajero, un par de pantalones para los
domingos, cuando se los ponía con una blusa color indefinido, aunque bastante limpia. Y colgados en
la pared dos cuadros de santos: un San Antonio con el Niño Jesús en los brazos (Pirulito se llamaba
Antonio y había oído decir que San Antonio era brasileño) y una Nuestra Señora de los Siete Dolores
con el pecho clavado de flechas. Bajo ese cuadro había una flor marchita. Pirulito recogió la flor, aspiró
y notó que no tenía más perfume. Entonces la ató al amuleto que llevaba colgado al pecho y del bolsillo del saco viejo que tenía puesto sacó un clavel rojo que había cortado en una plaza bajo las narices
del guardián, a la hora indecisa del crepúsculo. Se arrodilló. Al principio los demás le hacían bromas
cuando lo veían rezando de rodillas. Pero ya se habían acostumbrado y ninguno lo miraba. Comenzó
a rezar y su aire de asceta se acentuó todavía más, su cara de chico se volvió más pálida y grave, sus
manos largas y flacas se levantaron ante el cuadro. Todo su rostro tenía una especie de aureola y su voz
tonalidades y vibraciones que los compañeros no conocían. Era como si estuviera fuera del mundo,
no en el viejo y derruido depósito, sino en otra tierra, junto a Nuestra Señora de los Siete Dolores. Sus
oraciones eran simples y ni siquiera aprendidas en el catecismo. Pedía que Nuestra Señora lo ayudase
a entrar un día en aquel colegio que estaba en el Sodré, de donde los hombres salían transformados
en sacerdotes.
El Sem-Pernas que venía a combinar unos detalles sobre los sombreros y que al verlo rezar había
preparado una broma, una broma que lo hacía reír de sólo pensarla y que iba a desconcertar completamente a Pirulito, cuando se le acercó y lo vio, las manos levantadas, los ojos fijos no se sabía dónde, la
expresión extasiada (como vestido de felicidad), se detuvo, la sonrisa burlona desapareció de sus labios
y se quedó observándolo con algo de miedo, poseído de un sentimiento que mezclaba la envidia con
la desesperación.
El Sem-Pernas se quedó parado, mirando. Pirulito no se movía. Sólo sus labios hacían un leve movimiento. El Sem-Pernas acostumbraba burlarse de él como de todos los otros del grupo, hasta del
Profesor a quien quería, menos de Pedro Bala, al que respetaba. Cuando aparecía algún novato entre
los Capitanes de la arena se formaba una idea mala del Sem-Pernas. Porque enseguida le arrimaba un
sobrenombre, se reía de algún gesto, de alguna frase del recién llegado. Ridiculizaba todo y era de los
que más bromeaban. Hasta tenía fama de maldito. Una vez había cometido tremendas crueldades con
Facultad de Periodismo y Comunicación Social / UNLP
www.territorio.perio.unlp.edu.ar )6(
un gato que había entrado al depósito. Y un día había lastimado con una navaja a un mozo de restaurante sólo para robar un pato asado. Y otra vez que tuvo un absceso en una pierna se lo cortó fríamente
con una navaja a la vista de todos y lo exprimió riéndose. Muchos en el grupo no lo querían, pero los
que superaban esas barreras y se hacían sus amigos decían que era un “tipo bueno”. En el fondo de su
corazón sentía pena por la desgracia de todos. Y reírse y ridiculizarlos era una manera de escapar de
su desgracia. Como un remedio. Se quedó parado observando a Pirulito que rezaba concentrado. En
su cara había una especie de exaltación que le hizo pensar al Sem-Pernas en algo como la felicidad o
la alegría. Pero al mirarlo bien notó que era una expresión que no sabía definir. Y arrugando su cara
minúscula pensó que tal vez por eso él nunca había rezado ni pensado en irse a ese cielo del que tanto
hablaba el padre José Pedro cuando los iba a ver. Lo que él quería era felicidad, alegría, huir de esa miseria, de toda esa desgracia que los envolvía y los estrangulaba. Es verdad que en las calles había gran
libertad. Pero también había la carencia de afecto, la falta de alguna palabra de cariño. Pirulito buscaba
eso en el cielo, en los cuadros de los santos, en las flores marchitas que colocaba ante Nuestra Señora
de los Siete Dolores, como un enamorado romántico de los barrios elegantes de la ciudad las llevaba
a la mujer amada para pedirle casamiento. Pero el Sem-Pernas no entendía que eso pudiese bastar.
Quería algo inmediato, algo que lo hiciera feliz, que lo librase de la necesidad de reír de todos y de todo.
Que lo librase también de esa angustia, de esas ganas de llorar que le venían en las noches de invierno.
No quería eso que tenía la cara de Pirulito, esa exaltación. Quería alegría, una mano que lo acariciara,
alguien que le hiciera olvidar su defecto físico con mucho amor, que le hiciera olvidar los muchos años
(quizá sólo habían sido meses o semanas, pero para él igualmente eran largos años) que había vivido
solo en las calles de la ciudad, hostilizado por los hombres que pasaban, empujado por los porteros, zurrado por los muchachos más grandes. Nunca tuvo familia. Había vivido en la casa de un panadero al
que llamaba padrino y que le pegaba buenas palizas. El día que comprendió que una fuga lo liberaría,
lo hizo. Sufrió hambre y un día lo metieron preso. Quiere un cariño, una mano que posándose sobre
sus ojos lo haga olvidar aquella noche en la comisaría cuando vigilantes borrachos le hicieron correr
renqueando alrededor de una pieza. En cada rincón lo esperaba uno con un palo largo. Las marcas de
las costillas ya habían desaparecido, pero en la parte interior nunca desapareció el dolor de esa noche.
Corría por la pieza como un animal perseguido por otros animales más fuertes. La pierna renga se
negaba a ayudarlo. Y el palo zumbaba en sus espaladas cuando el cansancio lo hacía detenerse. Al
principio lloró mucho, después no sabía cómo las lágrimas se secaron. Cuando no aguantó más, cayó
al suelo. Sangraba y todavía oyó cómo los vigilantes se reían y cómo se rió aquel hombre de chaleco gris
que fumaba un cigarro. Después encontró a los Capitanes de la arena (el Profesor lo trajo, se habían
hecho amigos en un banco de plaza) y se quedó con ellos. No tardó en destacarse porque como ninguno sabía fingir dolores y engañar a las señoras cuyas casas visitaba después la banda, ya conocedora de
todos los lugares donde había objetos de valor y de las costumbres de la casa. Y el Sem-Pernas sentía
verdadera satisfacción al pensar en cómo se sentirían burladas esas señoras que lo habían tomado por
un pobre huérfano. Así se vengaba, porque su corazón estaba lleno de odio. Confusamente deseaba
tener una bomba (como las de una historia que les había contado el Profesor) que arrasara con toda la
ciudad, que se llevase todo por el aire. Entonces se alegraría. O también, si alguien, posiblemente una
mujer de cabellos grises y manos suaves, lo apretaba contra su pecho, le acariciara la cabeza y lo hiciera
dormir un buen sueño, un sueño que no estuviera lleno de los sueño con aquella noche en la comisaría. Entonces estaría alegre y no tendría odio en el corazón. Y no tendría más envidia, ni desprecio, ni
)7(
www.territorio.perio.unlp.edu.ar
rabia de Pirulito, que con las manos levantadas y los ojos fijos huía de su mundo de sufrimientos hacia
otro mundo que había conocido en las palabras del padre José Pedro.
Un rumor de conversaciones se aproximó. Un grupo de cuatro entraba en el silencio de la noche
del depósito. El Sem-pernas se estremeció, se río a espaladas de Pirulito que continuaba rezando, se
encogió de hombros y decidió dejar para el día siguiente la concertación de los detalles del robo de los
sombreros. Y como tienen miedo de dormir, sale al encuentro del grupo que llega, pide un cigarrillo,
hace bromas sobre la aventura con algunas mujeres que los otros vienen contando:
-¡Unos raquíticos como ustedes! ¿Quién les va a creer que se bajaron a una mujer? Debe haber sido
algún marica vestido de nena.
Los demás se irritan:
-No te hagas el burro. Si querés conocerla vení mañana con nosotros. Verás que pescado gordo.
El Sem-Pernas se río sardónico:
-No me gustan los maricas.
Y salió
El Gato todavía no estaba durmiendo. Siempre salía después de las once. Es el elegante del grupo.
Cuando llegó, blanco y rosado, el Boa-Vida intentó conquistarlo. Pero en aquel tiempo el Gato ya tenía
una agilidad increíble, y no venía como creía el Boa-Vida de una casa de familia. Venía de los Indios
Maloqueiros, los chicos que vivían bajo los puentes de Aracaju. Había hecho el viaje en el furgón de
cola de un tren. Conocía bien la vida de los chicos abandonados. Y ya tenía más de trece años. Así entendió enseguida los motivos por que el Boa-Vida mulato fuerte y feo, lo trató con tanta consideración,
le ofreció cigarrillos y parte de su comida y recorrió con él la ciudad. Después robaron juntos un par de
zapatos nuevos expuestos en un negocio de la Baixa do Sapateiro. El Boa-Vida le dijo:
-Agarralos, que yo sé donde se pueden vender.
El Gato miró sus zapatos rotos.
-Yo los quería para mí. Los ando precisando.
-Tus zapatos todavía están bien... -se admiró el Boa-Vida que raras veces llevaba zapatos y en ese momento estaba descalzo.
-Te pago tu parte. ¿Cuánto querés?
El Boa-Vida lo miró. El Gato llevaba corbata, un saco remendado y, cosa asombrosa, medias.
-¿Vos te das de elegante, eh? -se sonrió.
-No nací para esta vida. Nací para el gran mundo –dijo el Gato, repitiendo una frase que le había oído
cierta vez a un viajante en un cabaret de Aracaju.
El Boa-Vida le encontraba decididamente hermoso. El Gato tenía un aire petulante y aunque no presentaba una belleza afeminada le gustaba al Boa-Vida que, además, no tenía mucha suerte con las
mujeres, pues aparentaba menos años que los trece que tenía, bajito y achaparrado. El Gato era alto y
sobre sus labios de catorce años comenzaba a surgir una sombra de bigote que cultivaba con esmero.
En ese momento, seguramente, el Boa-Vida pensó que lo amaba, porque le dijo:
-Te podes quedar con los zapatos. Yo te doy mi parte.
-Bueno. Te lo debo.
El Boa-Vida quiso aprovechar los agradecimientos para iniciar su conquista. Y bajó las manos por las
piernas del Gato que lo esquivó con un movimiento del cuerpo. El Gato se rió para adentro y no dijo
nada. El Boa-Vida presentó al Gato ante Pedro y después lo llevó al lugar donde dormía.
Facultad de Periodismo y Comunicación Social / UNLP
Taller de Comprensión y Producción de Textos I
-Aquí tengo una sábana. Cabemos los dos.
El Gato se acostó. El Boa-Vida se tendió a su lado. Cuando creyó que estaba dormido, lo abrazó y con
una mano comenzó a bajarle lentamente los pantalones. Instantáneamente el Gato se paró:
-Te equivocaste mulato. Yo soy macho.
Pero el Boa-Vida ya no veía nada más que su deseo, las ganas que tenía del cuerpo blanco del Gato, de
enredar su cara en los cabellos negros del Gato, de tocar las carnes duras de las caderas del Gato. Y se
le tiró encima con la intención de voltearlo y forzarlo. Pero el Gato esquivó el cuerpo, le trabó la pierna
y lo hizo caer de narices. Alrededor ya se había formado un grupo. El Gato dijo:
-Se creyó que soy marica. Ese animal.
Sacó la sábana del Boa-Vida y llevándola a otro rincón se durmió. Anduvieron enemistados algún tiempo, pero al fin hicieron buenas migas y ahora, cuando el Gato se cansa de alguna se la pasa al Boa-Vida.
Una noche el Gato andaba por la calle de las mujeres, el pelo bien lustroso de brillantina barata, una
corbata alrededor del cuello, silbando como un compadrito de la ciudad. Las mujeres lo miraban y se
reían:
-Miralo a ése... ¿Qué querrá por aquí?
El Gato les sonreía y seguía. Esperaba que alguna lo llamase para hacer el amor pero no quería pagar,
no solo porque sus níqueles no pasaban de mil quinientos, sino también porque a los Capitanes de
la arena no les gustaba pagar a las mujeres. Tenían a las negritas de dieciséis años para voltear en el
arenal.
Las mujeres observaban su aspecto de chico y sonreían. Lo encontraban hermoso en su niñez viciada
y les gustaba hacerle el amor. Pero no lo llamaban porque a esa hora esperaban a los hombres que
pagaban y tenían que pensar en la casa y en la comida del día siguiente. Entonces se contentaban con
reír y hacerle bromas. Sabían que de ahí saldría un gigoló, de esos que toman la vida de una mujer,
le sacan la plata, la apalean, pero también le dan mucho amor. Y a muchas les gustaría ser la primera
muchacha de ese compadrito tan joven. Pero eran las diez, hora de los hombres que pagaban. Y el
Gato andaba de un lado para el otro inútilmente. Entonces lo vio Dalva, que venía por la calle envuelta
en una capa de piel a pesar de la noche de verano. Pasó a su lado casi sin verlo. Era una mujer de unos
treinta cinco años, gran cuerpo, una cara llena de sensualidad. El Gato la deseó inmediatamente. Le
fue detrás. La vio entrar en una casa sin darse vuelta. Se quedó esperándola en la esquina. A los minutos ella apareció a la ventana. El Gato subía y bajaba la calle, pero ella no lo miraba. Después pasó
un viejo que al llamado de ella entró. El Gato esperó todavía, sin embargo. Después que el viejo salió
apurado procurando no ser visto, ella no volvió a la ventana.
Noches y noches el Gato volvió a la misma esquina sólo para verla. Toda la plata que conseguía se la
gastaba en comprar trajes usados y ponerse elegante. Tenía el don de la elegancia del compadrito, que
está más en la manera de caminar, de ponerse el sombrero y de atarse la corbata que en la ropa misma. El Gato deseaba a Dalva de la misma manera que deseaba la comida cuando tenía hambre, como
deseaba dormir cuando tenía sueño. Ya no atendía el llamado de las otras mujeres cuando, pasada la
medianoche y ganado el sustento del día siguiente, buscaba el amor juvenil del pequeño compadrito.
Una vez fue con una, sólo para enterarse de la vida de Dalva. Así supo que tenía un amante que tocaba
la flauta en un café y le sacaba la plata que ella ganaba y además le pegaba palizas colosales embrollando la vida de todas las putas de la casa.
El Gato volvía cada noche. Dalva nunca lo miró. Y eso hacía que la amara más. Se quedaba en una
Taller de Comprensión y Producción de Textos I
espera dolorosa hasta pasada la medianoche, cuando el flautista llegaba y después de besarla en la ventana entraba por la puerta mal iluminada. Entonces el Gato se iba al depósito con la cabeza cargada: si
un día el flautista no apareciera... si el flautista se muriera... Era flaco, tal vez ni aguantara el peso de
los catorce años del Gato. Y apretaba la navaja que llevaba en la camisa.
Una noche el flautista no vino. Esa noche Dalva anduvo por las calles como una loca, volvió tarde a la
casa, no recibió a ningún hombre y ahora estaba ahí recostada en la ventana, aunque ya hacía un rato
que habían dado las doce. Poco a poco la calle se fue quedando desierta. Sólo quedaron el Gato en la
esquina y Dalva esperando en la ventana. El Gato sabía que ésa era su noche y estaba contento. Dalva
desesperada. Entonces el Gato empezó a pasearse de una punta a la otra de la cuadra hasta que la
mujer lo notó y le hizo una señal. Él se acercó enseguida, sonriente.
-Vos sos el chiquilín que se queda en la esquina toda la noche.
-El que se queda en la esquina soy yo. Pero eso de que soy un chiquilín...
Ella sonrió tristemente.
-¿Me haría un favor? Te doy una cosa –pero enseguida pensó e hizo un gesto- No. Seguramente estás
esperando a alguna y no vas a perder el tiempo.
-Sí, puedo. La que estoy esperando no viene.
-Entonces, hijito ¿no irías hasta la calle Rui Barbosa? Hasta el número 35. Pregunta por Gastâo. Es en
el primer piso. Decile que lo estoy esperando.
El Gato se marchó humillado. Primero pensó en no ir y no volver nunca más allí. Pero después decidió ir para ver de cerca al flautista que tenía el coraje de abandonar a una mujer tan hermosa. Llegó al
lugar (un edificio negro con muchos pisos), subió la escalera y a un chico que dormía en el corredor
le preguntó por el cuarto del señor Gastâo. El chico le señaló la última habitación y el Gato golpeó la
puerta. El flautista abrió en calzoncillos, en la cama había una mujer flaca. Los dos estaban borrachos.
El Gato dijo:
-Vengo de parte de Dalva.
-Decile a ésa que no me moleste. Estoy de ella hasta aquí... -y se puso la mano abierta en la garganta.
Desde adentro la mujer dijo:
-¿Quién es ese policiíta?
-No te metas –dijo el flautista, pero enseguida agregó-: Lo manda la porquería de Dalva. Se pela para
que vuelva.
La mujer largó una carcajada sucia de borracha:
-Pero vos ahora sólo querés a tu Bebezinha, ¿no es cierto? Vení a darme un besito, ángel sin alas.
El flautista también se rió:
-¿Lo ves, cacho de hombre? Decile eso a Dalva.
-Estoy viendo un cuero picado, si señor, ¿Cómo se consiguió ese urubú , compañero?
El flautista lo miró muy serio:
-No le permito hablar de mi novia –y enseguida- ¿Quiere tomar un trago? Es cañita de la buena.
El Gato entró. La de la cama se cubrió. El flautista sonrió:
-Si es un chico. No lo asustes.
-Ese cuero no me tienta –Dijo el Gato.
Se bebió la cachaça4. El flautista había vuelto a la cama y besaba a la mujer. Ni siquiera vieron que el
Gato había salido con la cartera de la puta olvidada en la silla junto con la ropa. En la calle el Gato contó
Facultad de Periodismo y Comunicación Social / UNLP
www.territorio.perio.unlp.edu.ar )8(
sesenta y ocho mil reis. Tiró la cartera al pie de la escalera y se metió la plata en el bolsillo. Se fue hasta
la casa de Dalva silbando.
Dalva lo esperaba en la ventana. El Gato la miró fijamente:
-Voy a entrar.
Desde el comedor. Dalva le preguntó:
-¿Qué dijo?
-Te lo digo en la pieza. ¿Dónde es?
Entraron. Lo primero que vio el Gato fue una fotografía de Gastâo tocando la flauta vestido de smoking. Se sentó en la cama observando el retrato. Dalva lo miraba asombrado y apenas pudo preguntar
de nuevo:
-¿Qué dijo?
El Gato contestó.
-Sentate aquí –y le señaló la cama.
-Tal chiquilín... –murmuró ella.
-Mirá bichito, él está acostado con otra. ¿Sabés? Le dije unas buenas a los dos. Y después la pelé a esa
loca –se metió la mano en el bolsillo y sacó la plata -.Vamos a dividir esto.
-Está con otro. ¿Eh? Mi señor de Bonfim los va a castigar a los dos. Mi señor do Bonfim7 es mi santo.
Fue hasta el cuadro del Santo hizo la promesa y retornó.
-Guardate la plata. Vos te la ganaste.
El Gato repitió:
Sentate aquí.
Esta vez se sentó, el Gato la agarró y la tiró sobre la cama. Después que la hizo gemir con su amor y
varios sopapos, murmuró:
-El chiquilín parece un hombre...
Él se levantó, se arregló el pantalón, fue hasta el retrato del flautista y los rompió.
-Me voy a sacar una fotografía para que la pongas aquí.
La mujer se rió y dijo:
-Vení, bichito querido. ¡Que compadrito va a salir de ahí! Yo te voy a enseñar un montón de cosas
cuzquito.
Cerró la puerta de la pieza. El Gato se sacó la ropa.
Por eso el Gato sale todas las medianoches y no duerme en el depósito. Sólo vuelve por la mañana para
acompañar a los demás en las aventuras de cada día.
El Sem-Pernas se le acercó y bromeó:
-¿Le vas a mostrar el anillo, eh?
-A vos qué te importa –el Gato fumaba un cigarrillo- ¿No querés venir a ver si alguna mujer te quiere
así, rengo?
-Yo no voy a las casas donde juntan cueros viejos. Yo sé donde hay cosas buenas.
Pero el Gato no estaba dispuesto a conversar y el Sem-Pernas siguió su camino por el trapiche.
El Sem-Pernas se recostó en la pared y dejó que pasara el tiempo. Vio salir al Gato hacia las once y
media. Se sonrió porque se había lavado la cara, puesto brillantina en el pelo y caminaba cimbrándose como los compadres y los marineros. Después, el Sem-Pernas se quedó mirando largo rato a los
chicos que dormían. Eran unos cincuenta, sin padre ni madre, sin maestro. No tenían nada más que
)9(
www.territorio.perio.unlp.edu.ar
la libertad de andar por la calle. Su vida no siempre era fácil, conseguían para la comida y la ropa cargando maletas, o robando carteras o sombreros, o con amenazas, o pidiendo limosna. El grupo reunía
a más de cien chicos, pero muchos no dormían en el depósito. Se desparramaban por los portales de
los rascacielos, por los puentes por los barcos amarrados al Puerto de Lenha. Ninguno protestaba. A
veces uno moría de alguna enfermedad que nadie les trataba. Cuando venían el padre José Pedro, o la
mâe-de-santo Don’Aninha o el Querido-de-Deus, los enfermos tenían algún remedio. Pero ninguno
estaba como un chico de casa de familia. El Sem-Pernas se quedaba pensativo.
Y encontraba que la alegría de esa libertad era muy poca para la desgracia de esa vida.
Se dio vuelta al advertir un movimiento. Alguien se levantó en medio del caserón. El Sem-Pernas
reconoció al negrito Barandâo que se dirigía tranquilamente al arenal. El Sem-Pernas pensó que iría
a esconder algo que había robado y no quería mostrar a los compañeros. Lo que era un crimen contra
las leyes de la banda. El Sem-Pernas siguió a Barandâo través de los dormidos. El negrito ya había
salido del depósito y dio la vuelta al edificio por el lado izquierdo. Sobre ellos el cielo estrellado. Ahora
Barandâo caminaba rápidamente. El Sem-Pernas observó que se dirigía hacia el otro extremo del depósito donde las arenas eran más finas. Dio la vuelta por el otro lado y vio que Barandâo se encontraba
con alguien. Luego lo reconoció: era Almiro, un gordo perezoso de doce años. Se acostaron y el negro
acariciaba a Almiro. El Sem-Pernas oyó que uno decía: “mi chiquito”, “mi chiquito”. El Sem-Pernas
retrocedió lleno de angustia. Todos buscaban un cariño, alguna cosa para escapar de esa vida: el Profesor en aquellos libros que leía todas las noches, el Gato en la cama de una puta que le daba plata.
Pirulito en las oraciones que lo transfiguraban. Barandâo y Almiro haciéndose el amor en el arenal. El
Sem-Pernas sentía que la angustia crecía y no podía dormirse. Si dormía le venían las pesadillas de la
celda. Quería armar una pelea. Pensó en encender un fósforo en la pierna de unos de los dormidos.
Pero cuando miró la puerta del depósito sólo sintió pena y una enloquecida gana de escapar. Y salió
corriendo por el arenal, corriendo sin dirección huyendo de su angustia.
Pedro Bala se despertó por un ruido cercano. Dormía de bruces y observó por debajo de los brazos. Vio
que un chico se levantaba y se aproximaba cautelosamente a Pirulito. Pedro Bala pensó, en medio de
su soñolencia, que se trataba de un pederasta. Y se quedó atento para echar del grupo al pasivo porque
una de las leyes era no admitir pederastas pasivos. Pero se despertó completamente al recordar que
Pirulito no hacía esas cosas. Debía ser un robo. El chico ya estaba abriendo el baúl de Pirulito. Pedro
Bala se le tiró encima. La lucha fue rápida. Pirulito se despertó pero los demás seguían durmiendo.
-¿Le estás robando a un compañero?
El otro se quedó callado, tocándose el mentón lastimado. Pedro Bala prosiguió:
-Mañana te vas de aquí... No te acepto con nosotros. Te vas con los Ezequiel, donde se roban unos a
los otros.
-Yo sólo quería ver...
-¿Qué ibas a ver con los manos?
-Te juro que quería ver esa medalla que tiene.
-Hablá claro si no querés que te pague.
Pirulito se metió:
-Dejalo, Pedro. Si quería ver la medalla. Es la medalla que me dio el padre José.
-Sí, es eso –dijo el chico-, solamente la quería ver. – Te lo juro -. Temblaba de miedo. Sabía que la vida
de un expulsado de los Capitanes de la arena era difícil. O entraba en la banda de Ezequiel que se pasa
Facultad de Periodismo y Comunicación Social / UNLP
Taller de Comprensión y Producción de Textos I
los días en las comisarías, o terminaba en el reformatorio.
Pirulito intercedió de nuevo y Pedro Bala se alejó. Entonces el chico dijo con la voz todavía trémula:
-Te lo voy a contar. Hoy conocí a una chica. Estaba en la Cidade de Palha. Yo entré para robar un saco,
pero ella vino y me preguntó que quería. Empezamos a conversar. Le dije que mañana le iba a llevar
un regalo. Porque fue muy buena conmigo, ¿sabes? –y casi gritaba de rabia.
Pirulito tomó la medalla que le había dado el padre y la miró. De pronto extendió la mano:
-Tomala. Dásela. Pero no se lo digas a Pedro Bala.
Volta Seca entró en el depósito cuando ya estaba avanzada la madrugada. Los pelos del mulato sertanejo estaban revueltos. Calzaba alpargatas como cuando vino de la caatinga9. Su cara sombría se
protegió en la oscuridad del caserón. Pasó encima del cuerpo del negro João Grande. Escupió. Traía
un diario apretado debajo del brazo. Buscó a alguien, distinguió al Profesor y sosteniendo el diario con
sus manos grandes y callosas lo llamó, a pesar de la hora:
-Profesor... Profesor...
-¿Qué hay? –el Profesor estaba semidormido.
-Necesito una cosa.
El Profesor se sentó. La cara sombría de Volta Seca era casi invisible en la oscuridad.
-¿Sos Volta Seca? ¿Qué querés?
–Quiero que leas lo de Lampiâo que salió en el diario. Tiene un retrato.
-Mañana te lo leo.
-Léelo ahora, que yo mañana te enseño cómo imitar a un canario.
El Profesor buscó una vela, la encendió y comenzó a leer la información del diario. Lampiâo había
entrado en una villa de Bahía, había matado a ocho soldados, violado algunas muchachas y saqueado
los cofres de la Prefectura. La cara sombría de Volta Seca se iluminó. Su boca apretada se abrió en una
sonrisa. Y seguía siendo feliz cuando dejó al Profesor que apagó la vela y volvió a su rincón. Se llevaba
el diario para recortar la foto de Lampiâo10. Adentro llevaba una alegría primaveral.
SITIO DE PITANGUEIRAS11
Esperaban que le policía se fuera. Pero se quedaba mirando el cielo, observando la calle desierta. El
tranvía desapareció en la curva. Era el último tranvía de la línea de Brotas de esa noche. El policía
encendió el cigarrillo. El viento le hizo gastar tres fósforos. Después levantó el cuello de la capa pues
hacía un frío húmedo que el viento traía de las chacras donde balanceaba a los mangos y zapotes. Los
tres chicos esperaban que la policía se marchara para poder cruzar de un lado al otro la calle y penetrar
en el camino sin pavimento. El Querido-de-Deus no había podido venir. Se había pasado toda la tarde
en la “Porta do mar”, esperando al hombre que no apareció. Con él todo sería más fácil, porque con
el Querido-de-Deus no iba a discutir, le debía mucho al capoerista. Pero no vino, la información fue
equivocada y el Querido-de-Deus estaba comprometido para esa noche. Se iba para Itaparica. A la tarde, en un baldío al fondo del “Porta do mar”, hicieron algunas vueltas de capoerira. El Gato prometía
llegar a ser un luchador capaz de enfrentar al mismo Querido-de-Deus. Pedro Bala también era muy
habilidoso. El manos ágil de los tres era el negro João Grande, bueno sólo en una pelea que le permitiera desplegar su gran fuerza física. Igualmente aprendía lo suficiente para librarse de alguno más
fuerte que él. Cuando se cansaron pasaron a la sala. Pidieron cuatro vinos y el Gato sacó los naipes del
Taller de Comprensión y Producción de Textos I
bolsillo del pantalón. Un viejo y grasiento mazo de cartas groseras. El Querido-de-Deus decía que el
hombre vendría, que el amigo que le dio la información era seguro. Un negocio que rendiría mucho
y el Querido-de-Deus prefería llamar a los Capitanes de la arena, sus amigos, antes que a los malandrines del dique. Sabía que los Capitanes de la arena valían más que muchos hombres y mantenían la
boca cerrada. El “Porta do mar” estaba casi desierto a esa hora. Solamente dos marineros de un barco
bahiano tomaban cerveza al fondo conversando. El Gato puso las barajas encima de la mesa.
-¿Quién juega?
El Querido-de-Deus agarró el mazo:
-Está más que marcado, seño Gato. Un mazo algo viejo...
-Si tenés otro a mano...
-No tengo. Dale con ése...
Empezaron a jugar. El Gato descubrió dos cartas, los otros apostaron a una, la blanca quedaba con la
otra. Al principio ganaron Pedro Bala y el Querido-de-Deus. Joâo Grande no jugaba (conocía demasiado el mazo del Gato), solamente observaba riéndose con sus dientes blancos cuando el Querido-deDeus decía que estaba en un día con suerte, porque era el día de Xangó, su santo. Sabía que la suerte
era cosa del principio, porque apenas el Gato empezará a ganar no pararía más. Y el Gato empezó a
ganar. La primera vez dijo con una voz medio triste:
-Era hora. ¡Estaba con un peso de la gran puta!
Joâo Grande agrandó su sonrisa. El Gato ganó de nuevo. Pedro Bala se levantó, recogió las monedas
que había ganado. El Gato lo miró desconfiado:
-¿No vas a jugar más ahora?
-Ahora me voy a mear... -y salió por los fondos del bar.
El Querido-de-Deus perdía. Joâo Grande se reía y el capoerista se contrariaba. Pedro Bala había vuelto
pero no jugaba. Se reía con Joâo Grande. El Querido-de-Deus perdió lo que había ganado. Joâo Grande dijo entre dientes:
-Vas a hacerte un capital...
-Todavía estoy perdiendo - dijo el Gato.
Notó que Pedro había vuelto:
-¿No arriesgas más? ¿No entrás?
-Estoy cansado de jugar... –y Pedro Bala guiño un ojo al Gato como diciéndole que se contentara con
el Querido-de-Deus.
El Querido-de-Deus perdió cinco mil reis. Había ganado sólo dos veces en las últimas jugadas y estaba
medio desconfiado. El Gato abrió el mazo sobre la mesa. Sacó un siete y un rey.
-¿Quién tira? –preguntó.
Nadie tiró. Ni siquiera el Querido-de-Deus que miraba el mazo con mucha desconfianza. El Gato
preguntó:
-¿Crees que hay mula? Mira bien. Yo juego limpio...
Joâo Grande soltó una de sus carcajadas escandalosas. Pedro Bala y el Querido-de-Deus también se
rieron. El Gato miró a Joâo Grande con rabia:
-Este negro es bruto como una puerta. Si no estás viendo...
Pero no terminó su frase. Dos marineros del barco bahiano que miraban el juego desde hacía rato se
habían aproximado. El más bajo que estaba borracho, le preguntó al Querido-de-Deus:
Facultad de Periodismo y Comunicación Social / UNLP
www.territorio.perio.unlp.edu.ar ) 10 (
-La banca es de este mozo.
Los marineros lo miraron con desconfianza. El más bajo codeó al otro y le murmuró algo al oído. El
Gato se rió por adentro porque sabía que le estaba diciendo que sería fácil desplumar a ese chiquilín.
Se sentaron los dos y al Querido-de-Deus le pareció extraño que Pedro Bala también se dispuso a
participar. Sabía que había que distraer a los marineros y era necesario que los del grupo también
perdieran. Los marineros empezaron a ganar, como había sucedido con el Querido-de-Deus. Pero el
favor de la suerte les duró poco y enseguida el único que ganaba era el Gato. Pedro Bala exclamaba:
-Cuando el Gato empieza a tener es una cosa grande...
-Pero cuando empieza a peder pierde toda la noche –replicó Joâo Grande y su réplica afirmó la confianza a los marineros sobre la honestidad del juego y las posibilidades del azar. Y siguieron jugando
y perdiendo. El petiso sólo decía:
-La suerte tiene que cambiar...
El otro que tenía bigotitos, jugaba en silencio y cada vez apostaba más suerte. Pedro Bala también
subía el valor de sus apuestas. En una oportunidad el de bigotitos encaró al Gato:
-¿La banca copa cinco mil?
El Gato se pasó la mano por la cabellera llena de brillantina barata, aparentando una indecisión que los
compañeros sabían que no tenía.
-Va. Copo. Aunque sea para que ustedes no sigan desconfiando.
El de los bigotitos apostó cinco mil. El petiso entró con tres mil reis. Los dos apostaron a un as contra
una sota de la banca. Pedro Bala y Joâo Grande también apostaron al as. El Gato empezó a echar las
cartas. La primera fue un nueve. El petiso martillaba con los dedos y el otro se tiraba de los bigotes.
Enseguida apareció un dos y el petiso dijo:
-Ahora el as. Dos. Después un... –y martillaba con los dedos.
Pero vino un siete y después un diez y entonces apareció una sota. El Gato arrasó mientras Pedro Bala
ponía cara de fastidio y decía:
-Mañana, se te da vuelta el naipe y vas a ver cómo te gano todo.
El petiso confesó que estaba limpio. El de los bigotitos se metió las manos en los bolsillos.
-No tengo más que unas monedas para pagar la cerveza.
El pendejo se las trae.
Se levantaron, saludaron al grupo, pagaron la cerveza que habían tomado en la otra mesa. El Gato los
invitó a volver al otro día. El petiso contestó que su barco salía esa noche para Carabelas. Sólo cuando
regresaran. Y se fueron tomados del brazo, comentando su mala suerte.
El Gato sumó la plata. Sin contar el dinero que Pedro Bala y Joâo Grande habían perdido, tenían una
ganancia de treinta y ocho mil reis. El Gato devolvió su plata a Pedro Bala, después Joâo Grande y se
quedó pensativo. Se metió la mano en el bolsillo, sacó los cinco mil reis que el Querido-de-Deus había
perdido antes:
-Tomá, jefe, hubo trampa y yo no quiero guardarme tus monedas...
El Querido-de-Deus palmeó al Gato:
-Irás lejos, muchacho. Te vas a hacer rico con estas trampitas.
El sol ya se ponía y el hombre no aparecía. Pidieron otro vino. Al anochecer el viento había aumentado.
El Querido-de-Deus empezó a impacientarse. Fumaba un cigarrillo tras otro. Pedro Bala observaba la
puerta. El Gato dividió los treinta y ocho mil reis entre los tres. Joâo Grande preguntó:
) 11 ( www.territorio.perio.unlp.edu.ar
-¿Cómo le habrá ido al Sem-Pernas con los sombreros?
Nadie respondió. Esperaban al hombre y ahora tenían la impresión de que no vendría. La información
había estado equivocada. Ni siquiera oían la canción que venía del mar. El “Porta do mar” estaba desierto y don Felipe estaba casi adormecido sobre el mostrador. Dentro de poco se llenaría y entonces
sería imposible concretar nada con el hombre. No querría hablar allí, en el salón lleno. Lo reconocerían
y él no quería eso. Tampoco lo querían los Capitanes de la arena. En realidad el Gato no sabía de qué se
trataba. Y poco más sabían Pedro Bala y Joâo Grande. Sabían lo que sabía el Querido-de-Deus, a quien le fue
propuesto el negocio y lo había destinado a Pedro Bala y a los Capitanes de la arena. Sin embargo, él mismo
sólo tenía vagas noticias y habrían de saber todo a través del hombre que les había pedido una entrevista
para esa tarde en el “Porta do mar”. Pero eran las seis y no había llegado. En su lugar llegó uno que había
hablado con el Querido-de-Deus. Llegó cuando el grupo se disponía a salir. Les explicó que el hombre no
había podido ir. Pero que esperaba al Querido-de-Deus esa noche en la calle en que vivía. A eso de la una de
la mañana. El Querido-de-Deus dijo que no podía ir, pero que le entregaba el asunto a los Capitanes de la
arena. El intermediario miró a los chicos con desconfianza. El Querido-de-Deus le preguntó:
-¿Nunca oyó hablar de los Capitanes de la arena?
-Ah, sí. Pero...
-Los que iban a tratar el asunto eran ellos. Así que...
El intermediario pareció conformarse. Arreglaron para la una de la mañana y se separaron. El Querido-de-Deus se fue a su barco, los Capitanes de la arena al depósito, el intermediario desapareció en
el muelle.
El Sem-Pernas no había vuelto. No había nadie en el depósito. Debían estar todos desparramados por
las calles de la ciudad, buscando su comida. Los tres volvieron a salir y fueron a comer a un restaurante
barato que había en el mercado. Al salir del depósito, el Gato, muy alegre por los resultados del juego,
intentó hacerle un pase a Pedro Bala que lo esquivó derribando al Gato:
-Yo estoy bien entrenado, animal.
Entraron al restaurante haciendo ruido. Un viejo que oficiaba de mozo se les aproximo desconfiado.
Sabía que los Capitanes de la arena no eran afectos a pagar y que el de la cicatriz en la cara era el más
temible de todos. A pesar de que había bastante gente en el restaurante, el viejo dijo:
-Se terminó todo. No hay más carne.
Pedro Bala replicó:
-No hable al pedo, viejo. Queremos comer.
Joâo Grande golpeó la mesa con el puño:
-Si no te damos vuelta ese pega moscas.
El viejo estaba indeciso. Entonces el Gato puso la plata encima de la mesa:
-Hoy vamos a gastar en forma.
Fue un argumento suficiente. El mozo empezó a traer los platos: un plato de sarapatel12 y después una
feijoada13. El Gato pagó. Después Pedro Bala propuso que fueran andando hasta Brotas, porque yendo
a pie había mucho que caminar.
-No vale la pena tomar el tranvía -dijo Pedro Bala–. Es mejor que nadie sepa que fuimos allá.
El Gato entonces dijo que iría después y los encontraría en el lugar. Tenía algo que hacer antes. Iba a
avisarle a Dalva que no lo espera esa noche.
Y ahora estaban ahí, en el sitio de las Pitangueiras, esperando que la policía se alejara. Escondidos en
Facultad de Periodismo y Comunicación Social / UNLP
Taller de Comprensión y Producción de Textos I
un portal, no hablaban. Oían el vuelo de los murciélagos que picoteaban los zapotes maduros. Finalmente, el policía se movió y ellos se quedaron espiando hasta que su figura desapareció en una curva
de la calle. Entonces cruzaron y entraron en la alameda de las quintas para esconderse de nuevo en un
portal. El hombre no tardó mucho. Bajó de un auto en la esquina, pagó y venía subiendo la alameda.
Todo lo que se oía era el ruido de sus pasos y el rumor de las hojas de los árboles balanceadas por el
viento. Cuando el hombre estuvo próximo, Pedro Bala salió del portal. Los otros aparecieron después
como sus guardaespaldas. El hombre se acercó más al muro junto al que venía caminado. Pedro caminaba hacia él. Cuando lo tuvo enfrente se paró:
-¿Me puede dar fuego, señor? - llevaba en la mano un cigarrillo apagado.
El hombre no dijo nada. Sacó la caja de fósforos y se la tendió al muchacho. Pedro prendió uno y cuando encendió el cigarrillo, miró al hombre. Al entregarle la caja de fósforos preguntó:
-¿Usted se llama Joel?
-¿Por qué? - quiso saber el hombre
-El Querido-de-Deus nos mandó.
Joâo Grande y el Gato se habían acercado. El hombre los miró asombrado:
-¡Pero son unos chicos! ¡Este asunto no es para chicos!
-Diga de qué se trata, nosotros sabemos trabajar –retrucó Pedro Bala, apenas los otros dos se le acercaron.
-Pero es un asunto que a lo mejor ni los hombres... –y el hombre se puso la mano sobre la boca, como
quien ha dicho más de lo debido.
-Nosotros para los secretos somos como un cofre. Y los Capitanes de la arena siempre hacen las cosas
bien...
-¿Los Capitanes de la arena? ¿Esa banda de la que hablan en los diarios? ¿Los chicos abandonados?
¿Son ustedes?
-Sí, y de los que mandan.
El hombre parecía reflexionar. Al fin se decidió.
-Yo preferiría tratar esto con hombres. Pero, bueno, como tiene que ser esta noche... La cosa es que...
-Va a ver cómo trabajamos. No se asuste.
-Vengan conmigo. Pero déjenme que vaya adelante. Ustedes unos pasos atrás.
Los chicos obedecieron. El hombre se detuvo ante un portón, lo abrió y esperó. Apareció un gran perro
que le lamió las manos. El hombre los hizo entrar, atravesaron una calle arbolada, el hombre abrió
la puerta de la casa. Penetraron a una salita, el hombre colocó la capa y el sombrero sobre la silla y se
sentó. Los tres se quedaron de pie. El hombre les hizo la señal para que se sentaran y ellos miraron
con desconfianza las anchas y mullidas poltronas. Ante una señal del hombre, Pedro y el Grande se
sentaron. En cuanto al Gato, ya se había sentado muy a gusto y adoptado una actitud displicente. Joâo
Grande se quedó apenas apoyado sobre el borde de la silla, como si temiera ensuciarla. El hombre
parecía sonriente. De repente se levantó y habló, mirando a Pedro, en quien había reconocido al jefe:
-Lo que me tienen que es hacer es difícil y fácil al mismo tiempo. La cosa es que tiene que ser bien
secreto.
-De aquí no va a salir - dijo Pedro Bala.
El hombre sacó un reloj de su bolsillo.
-Es la una y cuarto. Él vuelve a las dos y media... –miraba a los Capitanes de la arena, aún indeciso.
Taller de Comprensión y Producción de Textos I
-Entonces no hay mucho tiempo -dijo Pedro- si quiere que vayamos, desembuche.
El hombre se decidió:
-Dos calles después de ésta. Es la penúltima quinta a la derecha. Tienen que librarse de un perro que
ya debe estar suelto. Es bravo.
Joâo Grande lo interrumpió:
-¿El señor no tiene un pedazo de carne?
-¿Para qué?
-Para el perro. Con el pedazo alcanza.
-Después veremos – Miraba a los chicos, parecía preguntarse a sí mismo si debía confiar en ellos-. Ustedes entran por el fondo. Al lado de la cocina, en la parte de afuera de la casa, hay una pieza encima del
garaje. Es del cuidador que ahora debe estar esperando al patrón. Y en su pieza deben entrar ustedes.
Ahí deben buscar un paquete igual a éste, igualito... –Buscó en el bolsillo de la capa y sacó un pequeño
paquete atado con un cinta color rosa-. Igualito. No sé si todavía estará en la pieza. Puede ser que el
cuidador lo tenga en el bolsillo. Si es así no se puede hacer nada-. Y pareció tener una desesperación
repentina-. Si yo hubiera podido ir esta noche... con seguridad entonces estaba en la pieza. Pero ahora
¿quién sabe?- y se tapó la cara con las manos.
-Aunque lo tenga el cuidador, lo podemos conseguir... –dijo Pedro.
-No. Es esencial que nadie sepa que ese paquete fue robado. Lo que se puede hacer es cambiarlos, si
es que lo encuentran en la pieza.
-¿Y si lo tiene el cuidador?
-Entonces.... –y la fisonomía del hombre nuevamente se alteró. Joâo Grande creyó oír un nombre que
sonaba como Elisa. Pero, a lo mejor fue una ilusión de Joâo Grande de que a veces veía y oía cosas que
nadie advertía. El negro era muy mentiroso.
-Entonces cambiamos el paquete. Quédese tranquilo. Usted no conoce a los Capitanes de la arena.
A pesar de su desesperación, el hombre se rió de la valentonada de Pedro Bala:
-Entonces vayan. Y antes de las dos vuelvan acá. Pero sólo cuando la calle esté desierta. Yo los espero.
Entonces arreglamos cuentas. Les voy a decir algo más, si los agarran y los meten presos, a mí no me
compliquen en el asunto. No haré nada por ustedes. Mi nombre no puede aparecer en estas cosas. Traten de terminar con el lío lo mejor que puedan y no me llaman para nada. Es cosa de ganar o perder.
-En ese caso hay que marcar el precio antes - contestó Pedro Bala-. ¿Cuánto nos pagará?
-Les doy cien mil reis. Treinta para cada uno y diez más para usted –señaló a Pedro Bala.
El Gato se hamacó en la silla. Pedro le hizo un gesto para que se callara.
-Queremos cincuenta para cada uno y todavía le conviene. Son ciento cincuenta para los tres. Si no
hay paquete.
El hombre no vaciló mucho. Miraba el reloj donde la manecilla corría:
-Esta bien.
Entonces habló el Gato:
-Nosotros no desconfiamos, pero la cosa puede salir mal y usted dijo que entonces no le importaba
nada de nosotros.
-¿Y qué?
-Es justo que nos dé un anticipo.
Joâo Grande apoyó al Gato con un movimiento de cabeza. Pedro Bala repitió las últimas palabras de
Facultad de Periodismo y Comunicación Social / UNLP
www.territorio.perio.unlp.edu.ar ) 12 (
otro:
-Es lo justo. Si después no podemos llamarlo...
-Es justo –dijo también el hombre. Sacó una billetera del bolsillo y en ella cien mil reis. Se los entrego
a Pedro:
-Ahora en marcha. Se hace tarde.
Salieron. Pedro Bala dijo:
-Puede quedar tranquilo. Dentro de una hora estamos de vuelta con el paquete.
Ya frente a la sala (la calle estaba completamente desierta, de una ventana salía luz y vieron la sombra
de una mujer que iba de un lado a otro) el Grande se golpeó la frente:
-Me olvidé de la carne para el perro.
Pedro Bala, que miraba la ventana iluminada, se dio vuelta:
-No es nada. Esto me huele a cosa de amoríos. Aquel sujeto andaba con esta mujer y ahora el cuidador
le robó las cartas que se escribían y quiere descubrirlos. Este paquete está perfumado. Entonces el otro
también debe tener perfume.
Les hizo una señal para que lo esperasen al otro lado de la calle y se acercó al portón de la casa. Apenas
la tocó, un perro enorme se acercó ladrando. Pedro Bala, mientras el perro anduvo de un lado a otro
ladrando bajito, ató piolín a la cerradura del portón. Después llamó a los otros:
-Vos - y señaló al Gato- quédate aquí, en la calle, para avisar si viene alguien. Vos, Grande, entra conmigo.
Subieron a una saliente del muro y Pedro Bala tiró del piolín el portón. El Gato se había ido a la esquina. Al ver el portón abierto, el perro se precipitó a la calle y se quedó oliendo una lata de basura.
Pedro Bala y Joâo Grande saltaron el muro, cerraron el portón para que el perro no pudiera entrar y
avanzaron entre los árboles. En la iluminada ventana de la casa la figura de mujer seguía andando.
Joâo Grande dijo bajito:
-Me da pena.
-Quien la manda acostarse con otros...
El negro se quedó cerca de la casa para transmitir el aviso del Gato se veía a alguno. Tenían silbidos
especiales para estos casos. La puerta estaba abierta y también la de la pieza sobre el garaje. Antes de
subir la escalera que llevaba a ese cuarto, Pedro espió por la puerta de la cocina. Había luz y un hombre
hacía un solitario. “Debe ser el cuidador”, pensó Pedro y rápidamente trepó por la escalera del garaje.
Subió de cuatro en cuatro y entró en la pieza del hombre. No había luz. Pedro cerró la puerta, encendió un fósforo. Sólo había una cama, un baúl y una percha en la pared. El fósforo se le apagó pero ya
Pedro estaba encima de la cama y la tanteó toda con las manos. Después observó debajo del colchón.
Tampoco había nada. Entonces bajó de la cama y sin hacer ruido, se acercó al baúl. Levantó la tapa y
encendió un fósforo que mantuvo sostenido con los dientes. Revisó la ropa cuidadosamente, no había
nada. Apagó el fósforo (enseguida se acordó que quizá el cuidador no fumaba y entonces se lo metió
en el bolsillo) y fue hasta la percha. En los bolsillos de la ropa colgada no había nada. Bala prendió otro
fósforo, miró todo el cuarto:
-Seguramente lo tiene él.
Abrió la puerta de la pieza y bajó las escaleras. Llegó hasta la puerta de la cocina, el hombre todavía
estaba sentado. Entonces Pedro Bala observó que estaba sentado encima del paquete. Debajo de su
pierna se le asomaba una punta. Pedro pensó que todo estaba perdido. ¿Cómo iba a sacar el paquete
) 13 ( www.territorio.perio.unlp.edu.ar
de abajo de la pierna del hombre? Se alejó de la puerta y empezó a caminar hacia donde había quedado
el Grande. Sólo que entre los dos atacaran al hombre. Pero entonces habría gritos, se sabría del robo.
Y el señor que les dio el trabajo no quería nada de eso. Tuvo una idea de repente. Ya cerca del Grande,
silbó bajito. Joâo Grande apareció enseguida. Pedro le dijo en voz muy baja:
-Mirá, Grande, el cuidador está sentado encima del paquete. Vos vas a ir hasta la puerta de la calle, tocás el timbre y te vas. Entonces el hombre se levanta y yo puedo agarrar el paquete. Y como el hombre
que sale no te ve pensará que fue un sueño. Dejá que pase tiempo como para que yo llegue a la cocina.
Rápidamente volvió a la puerta de la cocina. Un minuto después sonó el timbre. El cuidador deprisa,
se abrochó el saco y se encaminó hacia el frente de la casa por el corredor, donde prendió la luz. Pedro
Bala entró en la cocina, cambió los paquetes y se escapó hacia el lado de la quinta. Saltó el muro y silbó
a Joâo Grande y al Gato. El Gato apareció enseguida, pero Joâo Grande no apareció. Anduvieron de un
lado para el otro y el negro no llegaba. Pedro empezó a impacientarse pensando que el cuidador podía
haber sorprendido a Joâo Grande y que estarían trabados en lucha. Pero cuando había pasado por ahí
no había oído ruido alguno. Dijo:
-Si demora, entramos.
Silbaron de nuevo, no tuvieron respuesta. Pedro Bala resolvió:
-Vamos a entrar de nuevo...
Pero oyeron un silbido de Joâo Grande que no tardó en estar al lado de ellos. Pedro le preguntó:
-¿Dónde te metiste?
El Gato había agarrado al perro por la correa y lo había metido adentro de la casa. Sacaron el piolín de
la cerradura y desaparecieron por el otro lado de la calle. Entonces el Grande les explicó:
-Cuando toqué el timbre la mujer aquella de arriba se asustó mucho. Dio un saltó, abrió la ventana,
parecía que se iba a tirar. Miraba de una manera que daba miedo. Hasta lloraba. Entonces me dio lástima y trepé por la cañería para decirle que no llorase más, que todo se había arreglado, que habíamos
robado los papeles. Y como le tuve que explicar todo, demoré...
El Gato preguntó muy curioso:
-¿Era una buena mujer?
-Sí, era buena. Me pasó la mano por la cabeza, después me dijo que muchas gracias, que Dios me iba
a ayudar.
-No seas bruto, negro. Te preguntaba si era una buena mujer en la cama. Si le viste las piernas...
El negro no le contestó. Un automóvil había entrado a la calle. Pedro Bala palmeó al negro en el
hombro y Joâo Grande sabía que el jefe le estaba dando su aprobación. Entonces su cara se llenó de
satisfacción y dijo:
-Me gustaría verle la cara al gallego cuando el patrón abra el paquete y no encuentre lo que esperaba.
Y ya en otra calle, los tres soltaron la ancha, libre y ruidosa carcajada de los Capitanes de la arena, que
era como un himno del pueblo de Bahía.
Las luces del carrusel
El “Gran Parque Japonés” apenas era un pequeño carrusel que volvía de una triste excursión por las
ciudades del interior en los meses de invierno, cuando las lluvias son largas y la Navidad todavía está
lejos. De tan descolorida que estaba la pintura, que antiguamente había sido azul y colorada, el azul
Facultad de Periodismo y Comunicación Social / UNLP
Taller de Comprensión y Producción de Textos I
era un blanco sucio y el colorado casi de un color rosa, y de tantos pedazos que faltaban en ciertos caballos y en ciertos bancos, Nhozinho França resolvió no armar la carpa en alguna plaza céntrica sino en
Itapagipe. Allí las familias no son tan ricas, en muchas calles sólo viven obreros y a los chicos pobres
les gusta el viejo carrusel despintado. La lona también tenía muchos agujeros además de un enorme
desgarrón que hacía depender las funciones de la lluvia. Había sido hermoso, había sido el orgullo de
los chicos de Maceió en otros tiempos. Entonces estaba al lado de una rueda gigantesca, siempre en la
misma plaza y los domingos y feriados los niños ricos, vestidos de marinerito o de pequeño lord inglés,
las niñas con finos vestidos de seda o de holandesas, iban a pasearse en los caballos preferidos, mientras los menores se quedaban en los bancos con las niñeras. Los padres iban a la rueda gigante, otros
preferían pasearse y tocar las ancas de las mujeres. El parque de Nhozinho França en otros tiempos era
la alegría de la ciudad. Y ante todo, el carrusel daba plata rodando incansable con sus luces de colores.
Nhozinho encontraba que la vida era buena, las mujeres hermosas, los hombres amables, pero también encontraba que la bebida era buena y que volvía a los hombres más amables y a las mujeres más
hermosas. Y se bebió primero el túnel, después la rueda gigante. Después, como no quería separarse
del carrusel por el que sentía un apego especial, con la ayuda de unos amigos lo desarmó una noche y
comenzó a peregrinar por las ciudades de Alagoas y de Serpige. Los acreedores lo llamaron con todos
los nombres posibles. Mucho anduvo Nhozinho França con su carrusel. Después de recorrer todas las
ciudades chicas de los dos estados, de embriagarse en todos los bares, entró en el estado de bahía y le
dio una función hasta a la banda de Lampiâo. Vivía en una pobre aldea del sertón apenas le alcanzaba
el dinero para trasladar su carrusel. No le alcanzaba para el hotel miserable donde se había hospedado
y que era el único de la aldea y le faltaba para el vino o la cerveza que aunque allí se servía caliente igual
lo tentaba. El carrusel armado sobre el pasto de la plaza central estaba cerrado desde hacía una semana.
Nhozinho França esperaba la noche del sábado y la tarde del domingo para conseguir unos pesos que
le permitieran ir a un lugar mejor. Pero el viernes, Lampiâo entró en la aldea con veintidós hombres
y el carrusel tuvo mucho trabajo. Como si fueran niños, los cangacieros14, hombres que tenían en
su haber veinte o treinta muertes, encontraron hermoso el carrusel, pensaron que mirar sus luces
cambiantes, oír su música viejísima tocada en una pianola y montar aquellos arruinados caballos de
palo, era la mayor felicidad. Y el carrusel de Nhozinho França salvó a la pequeña aldea del saqueo, a los
jóvenes de la violación y a los hombres de la muerte. Solamente los dos vigilantes de la policía bahiana
que se lustraban las botas frente al puesto policial fueron fusilados por los cangacieros, pero fue antes
de haber descubierto el carrusel en la plaza central. De lo contrario, quizá a los vigilantes de la policía
bahiana hubiera perdonado Lampiâo en esa noche suprema felicidad para su banda de cangaceiros.
Entonces se portaron como niños, gozaron de una felicidad que antes nunca habían gozado ni en su
infancia de hijos de campesinos: montar en el caballo de madera de un carrusel, mientras sonaba la
música de una pianola y las luces ofrecían todos los colores: azules, verdes, amarillas, violetas y coloradas, como la sangre que sale de los cuerpos de los asesinados.
Eso fue lo que contó Nhozinho a Volta Seca (que se quedó excitadísimo) y al Sem-Pernas, la tarde que
los encontró en el “Porta do mar” y los convidó a trabajar en el carrusel durante su estadía en Bahía, en
Itapagipe. No podía decir cuánto les darás, pero a lo mejor, les podría dar a cada uno unos mil reis por
noche. Y cuando Volta Seca mostró sus habilidades para imitar a distintos animales, Nhozinho França
se entusiasmo completamente, pidió otra botella de cerveza y declaró que Volta Seca se quedaría a la
puerta llamando al público mientras el Sem-Pernas lo ayudaría en las máquinas y atendería la pianola.
Taller de Comprensión y Producción de Textos I
Él mismo vendería las entradas mientras el carrusel estuviera parado. Mientras funcionara, las vendería Volta Seca. “Y cada tanto uno puede salir para tomarse una copa -dijo guiñando un ojo- mientras
el otro hace el trabajo de los dos”.
Volta Seca y el Sem-Pernas nunca habían recibido con tanto entusiasmo ninguna idea. Habían visto
muchos carruseles, pero casi siempre de lejos, rodeados de misterio, con sus caballos cabalgados por
niños ricos y endomingados. El Sem-Pernas hasta había comprado una entrada (un día en que entró
en un parque de diversiones levantado en el Paseo Público) pero el portero lo echó porque estaba
harapiento. Después, el de la boletería no le quiso devolver la plata de la entrada, por lo que el SemPernas metió las manos en el cajón, se llevó el toco y desapareció del Paseo Público de manera harto
rápida mientras en el parque se oían los gritos de “ladrón, ladrón”. Hubo una tremenda confusión en
tanto el Sem-Pernas bajaba calmosamente la Gamboa de Cima, llevando en el bolsillo por lo menos
multiplicado por cinco, lo que había pagado por la entrada. Pero sin duda, el Sem-Pernas hubiera
preferido montar en aquel fantástico caballo con cabeza de dragón, lo más tentador y extraño dentro
de la maravilla que para él significaba el carrusel. Le creció un odio mayor contra los guardianes y un
amor más grande por los carruseles distantes. Y ahora, de pronto, venía un hombre que les pagaba
la cerveza y hacía el milagro de pedir que fueran a vivir unos días a un verdadero carrusel accionando
las máquinas, subiendo a los caballos, viendo de cerca las luces de todos los colores. Y, para el SemPernas, Nhozinho Francâ no era el borracho que tenía enfrente, en la pobre mesa del “Porta do mar”.
Para sus ojos era un ser extraordinario, como el Dios al que rezaba Pirulito, algo como Xangó, que
era el santo de Joâo Grande y del Querido-de-Deus. Porque ni el padre José Pedro ni la misma madre
santa Don’Aninha eran capaces de realizar ese milagro. En las noches de Bahía, en una plaza de Itapagipe, las luces del carrusel girarían locamente manejadas por el Sem-Pernas. Era como un sueño muy
diferente de los que solía tener el Sem-Pernas en sus noches angustiadas. Y por primera vez, sus ojos
se sintieron húmedos de lágrimas que no provocaban el dolor ni la rabia. Y sus ojos húmedos miraban
a Nhozinho França como a un ídolo. Para él, el Sem-Pernas abriría hasta la garganta de un hombre
con esa navaja que tiene entre los pantalones y el viejo chaleco negro que le sirve de saco.
-Es una hermosura -dijo Pedro Bala mirando el viejo carrusel armado. Y Joâo Grande abría los ojos
para ver mejor. Las lámparas azules, verdes, amarillas y coloradas estaban colgadas.
Era viejo y despintado el carrusel de Nhozinho Francâ pero tenía su belleza. Tal vez estaba en las lámparas, o en la música de la pianola (viejos valses del tiempo perdido) o tal vez, en los caballos de palo.
Había un pato para que se sentaran los más chicos. También tenía su belleza, pero según la opinión
unánime de los Capitanes de la arena era maravilloso. ¿Qué importaba que fuera viejo, roto y de apagados colores, si le gustaba a los chicos?
Fue una sorpresa casi increíble cuando el Sem-Pernas llegó aquella noche al depósito con la novedad
de que él y Volta Seca iban a trabajar unos días en un carrusel. Muchos no se lo creyeron pensando que
era una broma del Sem-Pernas. Entonces le iban a preguntar a Volta Seca que, como siempre, estaba
escondido en su rincón sin hablar, examinando el revólver que había robado en una casa de armas.
Volta Seca decía que sí con la cabeza y cada tanto largaba:
-Lampiâo ya anduvo en él. Lampiâo es mi padrino...
El Sem-Pernas invitó a todos para que fueran al carrusel esa noche cuando lo terminaron de armar. Y
salió para encontrar a Nhozinho França. En esos momentos lo pequeños corazones de todos los que vivían en el depósito envidiaron la suprema felicidad del Sem-Pernas. Hasta el mismo Pirulito que tenía
Facultad de Periodismo y Comunicación Social / UNLP
www.territorio.perio.unlp.edu.ar ) 14 (
cuadros de santos en su pared, hasta el mismo Joâo Grande que esa noche iría con el Querido-de-Deus
al candombe de Procopio, en el Matatu, hasta el mismo Profesor que leía libros, y quién sabe, hasta
el mismo Pedro Bala, que nunca había tenido envidia de ninguno porque era el jefe de todos. Todos
los envidiaron. Como envidiaban a Volta Seca que en su rincón, el pelo mestizo y escaso despeinado,
los ojos apretados y la boca rasgada en aquel rictus de rabia, apuntaba con el revólver a alguno de los
chicos, a algún ratón que cruzaba, a las estrellas, que eran tantas en el cielo.
A la noche siguiente todos fueron con el Sem-Pernas y Volta Seca (que habían pasado el día afuera,
ayudando a Nhozinho a levantar el carrusel) a ver el carrusel armado. Y estaban parados delante de
él, extasiados de su belleza, con las bocas abiertas de admiración. El Sem-Pernas les mostraba todo.
Volta Seca los llevaba uno por uno para mostrarles el caballo que había montado su padrino Virgulino
Ferreira Lampiâo. Parecían unas criaturas mirando el viejo carrusel de Nhozinho França, que a esas
horas estaba doblado sobre las botellas en el “Porta do mar”.
El Sem-Pernas les mostró la máquina (un pequeño motor que fallaba constantemente) con orgullo de
propietario. Volta Seca no se desprendía del caballo donde había dado vueltas Lampiâo. El Sem-Pernas
cuidaba mucho el carrusel y no dejaba que tocaran nada.
Entonces el Profesor le preguntó:
-¿Sabés manejar las máquinas?
-Mañana voy a saber... – dijo el Sem-Pernas con cierto disgusto.
-Mañana don Nhozinho me va a enseñar.
-Entonces mañana, cuando se termine la función, podés hacerlo andar para nosotros. Vos pones las
cosas en marcha, nosotros nos arreglamos.
Pedro Bala apoyó la idea con entusiasmo. Los otros esperaban ansiosos la respuesta del Sem-Pernas.
El Sem-Pernas dijo que sí y entonces varios aplaudieron y algunos gritaron. Fue cuando Volta Seca
dejó el caballo donde había montado Lampiâo y se les acercó:
-¿Quieren ver algo lindo?
Claro que querían. El sertanejo8 subió al carrusel, le dio cuerda a la pianola y comenzó la música de un
antiguo vals. El sombrío rostro de Volta Seca se abrió en una sonrisa. Observaba la pianola, observaba
a los chicos estallantes de alegría. Escuchaban religiosamente la música que salía del carrusel, en la
magia de la noche de la ciudad de Bahía, sólo para los oídos aventureros y pobres de los Capitanes de la
arena. Todos estaban silenciosos. Un obrero que iba por la calle, al ver la aglomeración de muchachos
en la plaza se les acercó. Y se quedó también escuchando la vieja música. Entonces la luz de la luna se
extendió sobre todos, las estrellas brillaron todavía más en el cielo, el mar se serenó (quizás Yemanjá15
había venido también a escuchar música) y la ciudad fue como un gran carrusel donde giraban en
invisibles caballos los Capitanes de la arena. En esos momentos se sintieron los dueños de la ciudad. Y
se amaron unos a los otros, se sintieron hermanos porque todos ellos carecían de afectos y de consuelo
y ahora tenían el afecto y el consuelo de la música. En ese momento Volta Seca no pensó en Lampiâo.
Pedro Bala no pensó en llegar a ser el jefe de todos los compadritos de la ciudad. El Sem-Pernas no
pensó en darse al mar donde todos los sueños son bellos. Porque la música salía del viejo carrusel sólo
para ellos y para el obrero que se había detenido. Y era un vals viejo y triste ya olvidado por todos los
hombres de la ciudad.
Todas las calles se llenan de gente. Es la noche del sábado, mañana los hombres no irán al trabajo.
Pueden demorarse en la calle esa noche. Muchos prefieren ir a los bares, al “Porta do mar” que está
) 15 ( www.territorio.perio.unlp.edu.ar
lleno, pero los que tienen hijos van con ellos a la plaza más iluminada. En compensación las luces del
carrusel dan vuelta. Los chicos las miran y aplauden. Delante de la boletaría, Volta Seca imita voces de
animales para atraer al público. Lleva una cartuchera como si estuviera en el sertón. Nhozinho França
pensó que llamaría la atención de la gente y Volta Seca aparenta ser un verdadero cangaceiro con el
sombrero de cuero y la cartuchera atravesada. E imita a los animales hasta que hombres, mujeres y
niños se juntan a su alrededor. Entonces ofrece entradas que los niños compran. La alegría recorre la
plaza. Las luces del carrusel los ponen contentos a todos. En el centro, agachado, el Sem-Pernas ayuda
a Nhozinho França a poner el motor en marcha. Y el carrusel gira cargado de chicos, la pianola toca
sus viejos vals y Volta Seca vende entradas.
Por la plaza paseaban parejas de enamorados. Las madres compran helados y refrescos; sentado cerca
del mar, un poeta compone un poema sobre las luces del carrusel y la alegría de los niños. El carrusel
ilumina la plaza y los corazones. Volta Seca imita a los animales vestido de cangaceiro. Cuando el carrusel se detiene, los chicos lo invaden exhibiendo su entrada y es difícil contenerlos. Los que quedan
sin lugar esperan impacientes y con la desilusión pintada en la cara, la próxima vuelta. Y cuando el
carrusel vuelve a detenerse, sus ocupantes no quieren bajar y debe venir el Sem-Pernas a gritarles:
-¡Abajo! ¡Abajo! Si quieren otra vuelta tienen que comprar la entrada.
Sólo entonces abandonan los viejos caballos que nunca se cansan de la eterna corrida. Una nueva leva
monta los caballos y la carrera recomienza, las luces giran, todos los colores forman un color único
y extraño, la pianola toca su música. Las parejas de enamorados sentadas en los bancos aprovechan
cuando gira el carrusel para decirse palabras de amor. Hasta hay quienes se cambian un beso cuando
el motor falla y se apagan las luces. Entonces Nhozinho França ordena al Sem-Pernas que sustituya a
Volta Seca en la venta de entradas y Volta Seca se monta el caballo que usó Lampiâo y mientras duran
las vueltas del carrusel da saltos como si cabalgara de verdad. Y moviendo el dedo, hace como que
dispara su revólver sobre los que tiene al frente y en su imaginación los ve caer bañados en sangre. Y
el caballo corre cada vez más rápido y él los mata a todos, porque todos los agentes de los fazendeiros16
ricos. Después, montado en su caballo y armado con su rifle se acuesta con todas las mujeres, saquea
las ladeas y ciudades, asalta los trenes.
Después va el Sem-Pernas. Va callado, una extraña conmoción lo posee. Va como el creyente a una
misa, el amante al lecho de la mujer amada, el suicida a la muerte. Va pálido y renquea. Monta un
caballo azul que tiene estrellas pintadas en el lomo de madera. Los labios apretados, los oídos no oyen
la música de la pianola. Solamente ve las luces que giran con él y tiene certeza de que está en un
carrusel, girando en un caballo como todos aquellos chicos que tienen padres y una casa y quien los
bese y quien los ame. Piensa que es uno de ellos y cierra los ojos para guardar mejor esa certeza. Ya
no ve a los vigilantes que le pegaban, no al hombre de chaleco que se reía. Volta Seca los mató en su
corrida. El Sem-Pernas va tieso en su caballo. Es como si corriera sobre el mar hacia las estrellas en
el viaje más maravillosos del mundo. Un viaje que nunca había logrado imaginar y nunca les había
leído el Profesor.
Su corazón late tanto, tanto, que debe contenerlo con una mano.
Esa noche los Capitanes de la arena no volvieron. No sólo la función del carrusel había terminado muy tarde
(a las dos de la mañana todavía andaban dando vueltas), sino que muchos de ellos, Pedro Bala, Boa-Vida,
Barandâo y el Profesor, estaban ocupados en algunos asuntos. Eran las tres y las cuatro de la mañana. Pedro
Bala le preguntó al Sem-Pernas si ya sabía maniobrar bien con el motor:
Facultad de Periodismo y Comunicación Social / UNLP
Taller de Comprensión y Producción de Textos I
-No vale la pena que perjudiquemos a tu patrón.
-Yo me lo sé de memoria.
El Profesor, que estaba jugando a las damas con Joâo Grande, preguntó:
-¿No podríamos hacer un asalto en la plaza, de tarde? ¿No valdría la pena?
-Yo voy –dijo Pedro Bala– Pero deben ser pocos. Si ven muchos pueden desconfiar.
El Gato dijo que él de tarde no iba. Tenía que hacer porque a la noche estaba ocupado con Dalva. El
Sem-Pernas bromeó:
-¿No te podes pasar un día sin acostarte con ésa? Vas a quedar exprimido...
El Gato no le contestó. Tampoco Joâo Grande iría por la tarde. Tenía que encontrarse con el Queridode-Deus para comer una feijoada en la casa de Don’Aninha, la mâe-de-santo. Finalmente se resolvió
que un grupo pequeño podría operar por la tarde en la plaza. Los demás irían adonde quisieran. Sólo
se reunirían por la noche para ir al carrusel. El Sem-Pernas previno:
-Hay que llevar gasolina para el motor, muchachos.
El Profesor (que ya había vencido a Joâo Grande en tres partidas) hizo una colecta para comprar dos
litros de gasolina:
-Yo la llevo.
Pero esa tarde apareció el padre José Pedro, que era una de las poquísimas personas que sabían
dónde quedaba la vivienda más permanente de los Capitanes de la arena. El padre José Pedro se
había hecho amigo de ellos hacía bastante tiempo. La amistad vino por intermedio del Boa-Vida,
quien un día de misa, en una iglesia donde oficiaba el padre José Pedro, entró en la sacristía. Lo
hizo por curiosidad más que por otra cosa. El Boa-Vida no era de los que se preocupan mucho.
Dejaba que la vida corriera. Era más bien un parásito del grupo. Un día, si tenía ganas, entraba
en cualquier casa, traía algún objeto de valor, o le robaba el reloj a alguno. Casi nunca lo ponía él
mismo en mano de los intermediarios. Se lo entregaba a Pedro Bala y dejaba una contribución
para el grupo. Tenía muchos amigos entre los estibadores del puerto en varias casas pobres de
la Cidade de Palha, y en otros puntos de Bahía. Comía en casa de uno o de otro. En general, se
llevaba bien con todos. Se contentaba con las mujeres que le sobraban al Gato y conocía la ciudad
más que ninguno, sus calles, sus lugares curiosos, una fiesta donde se podía ir a tomar y a bailar.
Cuando ya hacía un buen tiempo que había contribuido con algún objeto de valor para el sostén
del grupo, hacia un esfuerzo y conseguía algo que rendía dinero para entregárselo a Pedro Bala.
Pero no le gustaba ningún tipo de trabajo, ni honesto ni deshonesto. Lo que le gustaba era echarse
sobre la arena, horas y horas observando los barcos, quedarse recostado las tardes enteras en los
portones de los depósitos del puerto, oyendo historias de valientes. Se vestía con trapos porque
sólo se buscaba un traje cuando el otro se le caía en pedazos. Le gustaba andar al azar por las calles
de la ciudad, entrando en los parques para fumarse un cigarrillo sentado en un banco, entrando
en las iglesias para observar la belleza del oro viejo, pasearse por las callejuelas empedradas con
grandes piedras negras.
Aquella mañana, cuando vio a la gente saliendo de la misa, entró en la iglesia displicentemente y llegó
hasta la sacristía. Observaba todo, los altares, los santos, se rió de un San Benedictino muy morocho.
En la sacristía no había nadie y observó un objeto de oro que debía valer mucha plata. Espió otra vez a
su alrededor y no vio a nadie. Acercó la mano, pero alguien lo tocó en un hombro. El padre José Pedro
acababa de entrar:
Taller de Comprensión y Producción de Textos I
-¿Por qué hace eso, hijo mío? –le preguntó con una sonrisa, mientras le sacaba de la mano el relicario
de oro.
-Lo estaba mirando, revendo. Es formidable –contestó el Boa-Vida con cierto recelo-. Es formidable. No
crea que me iba a llevar. Lo iba a dejar allí. Soy de buena familia.
El padre José Pedro observó la ropa del Boa-Vida y se echó a reír. El Boa-Vida también se miró la ropa:
-Es que mi padre se murió, ¿sabe? Pero estuve en un colegio y todo... Le digo la verdad. ¿Para qué le iba
a robar eso? –Señalaba el relicario-. Algo de una iglesia. No soy pagano.
El padre José Pedro se sonrió de nuevo. Sabía perfectamente que le Boa-Vida le mentía. Hacía mucho tiempo que aguardaba la oportunidad de relacionarse con los chicos abandonados de la ciudad.
Pensaba que ésa era su misión. Ya había hecho algunas visitas al reformatorio de menores pero allí le
ponían todo tipo de dificultades porque no coincidía con las ideas del director de que hay que zurrar
a una criatura para corregirle las faltas. Hacía bastante tiempo que el padre José Pedro oía hablar de
los Capitanes de la arena y soñaba con estar en contacto con ellos, en poder llevar aquellos corazones
hacia Dios. Tenía unas ganas enormes de trabajar con aquellas criaturas, de ayudarlas a ser buenas.
Por eso trató lo mejor que pudo al Boa-Vida. ¿Quién sabe si no le serviría para conocer a los Capitanes
de la arena? Y así fue.
El padre José Pedro no era considerado una gran inteligencia dentro del clero. Era uno de los más
humildes de la legión de sacerdotes de Bahía. Antes de entrar en el seminario había sido durante
cinco años obrero de una fábrica textil. El director de la fábrica, el día que los visitó un obispo, resolvió
dar muestras de su generosidad y dijo que “ya que le señor obispo se quejaba de la falta de vocaciones
sacerdotales, él estaba dispuesto a costear los estudios de un seminarista o de alguien que quisiera estudiar para sacerdote”. José Pedro, que estaba escuchando desde su tela, se acercó y dijo que quería ser
sacerdote. Tanto el patrón como el obispo se llevaron una sorpresa. José Pedro ya era un muchacho y
no tenía ningún estudio. Pero delante del obispo el patrón no pudo echarse atrás. Y José Pedro marchó
al seminario. Los otros seminaristas se reían de él. Nunca consiguió ser un buen alumno. Lo que tenía
era buen comportamiento. También era de los más devotos y no estaba de acuerdo con muchas cosas
que sucedían en el seminario, por eso los muchachos lo perseguían. No conseguía penetrar en los misterios de la filosofía, de la teología y del latín. Pero era piadoso y tenía deseos de catequizar a los niños
y a los indios. Sufrió mucho, principalmente después que, pasados dos años, el dueño de la fábrica
dejó de pagar los gastos y tuvo que trabajar de bedel en el seminario para poder seguir. Pero consiguió
ordenarse y quedó como agregado a una parroquia de la capital a la espera de parroquia propia. Su
mayor deseo era catequizar a los chicos abandonados de la ciudad, a los chicos sin padre ni madre que
vivían del robo en medio de todos los vicios. El padre José Pedro quería llevar aquellos corazones hasta
Dios. Así comenzó a frecuentar el reformatorio de menores, donde el director lo recibía con mucha
deferencia, al principio. Pero cuando se declaro en contra de los castigos corporales, en contra de los
ayunos forzados por días seguidos a que se sometía a los chicos, entonces las cosas cambiaron. Un día
tuvo que escribir una carta sobre el asunto a la redacción de un diario. Entonces le prohibieron la entrada al reformatorio y hasta hubo una queja contra él elevada al Arzobispado. Por eso no consiguió una
parroquia. Pero su mayor deseo era conocer a los Capitanes de la arena. El problema de los menores
abandonados y delincuentes, que casi no preocupaba a nadie en la ciudad, era la mayor preocupación
del padre José Pedro. Quería acercarse a esas criaturas para llevarlas a Dios y también para buscar una
manera de mejorar su situación. Pero tenía poca influencia el padre José Pedro. En realidad, no tenía
Facultad de Periodismo y Comunicación Social / UNLP
www.territorio.perio.unlp.edu.ar ) 16 (
ninguna influencia y tampoco sabía cómo conseguir la confianza de los chicos. Pero sabía que su vida
carecía de toda comodidad y de todo afecto, que era una vida de hambre y de abandono. Y si el padre
José Pedro no tenía cama, comida y ropa para llevarles, por lo menos tenía palabras de consuelo y sin
duda, mucho cariño en su corazón. Pero en algo se había equivocado el padre José Pedro al principio:
en ofrecerles a cambio de dejar la libertad que gozaban, sueltos por las calles, una posibilidad de vida
más segura. El padre José Pedro sabía muy bien que no podía ofrecerles el reformatorio a esas criaturas. Conocía demasiado las reglas del reformatorio, las escritas y las practicadas. Y sabía que no había
la más remota posibilidad de que un chico se volviera allí bueno y trabajador. Pero el padre José Pedro
confiaba en unas amigas que tenía, en unas beatas viejas y muy religiosas. Ellas podrían encargarse de
algunos de los Capitanes de la arena, de educarlos y de alimentarlos. Pero eso significaba abandonar
lo mejor de la vida que llevaban: la aventura de la libertad en las calles de la más misteriosa y bellas de
las ciudades del mundo, en las calles de la Bahía de Todos los Santos. Después que por intermedio del
Boa-Vida el padre José Pedro entabló relación con los Capitanes de la arena, se dio cuenta de que si les
hacía esa proposición perdería toda la confianza que le tenían, que se irían del depósito y nunca más
los vería. Además no tenía absoluta confianza en aquellas solteronas viejas que vivían mentidas en la
iglesia y que aprovechaban los intervalos entre misa y misa para comentar las vidas ajenas. Se acordaba
de que una vez habían quedado medio enojadas con él porque al terminar su primera misa en aquella
parroquia un grupo de beatas se le había acercado con el evidente propósito de ayudarlo a cambiarse
las ropas de oficiar. Y a su alrededor resonaron exclamaciones conmovidas:
-Reverendo... Ángel Gabriel...
Una viejita flaca juntaba sus manos en señal de adoración:
-Mi Jesucristo...
Parecían adorarlo y el padre José Pedro se reveló. En realidad, la mayor parte de los sacerdotes no se
rebelaba y recibían buenos presentes, gallinas, pavos, pañuelos bordados, y a veces, antiguos relojes de
oro que habían pasado a través de varias generaciones familiares. Pero el padre José Pedro tenía otra
idea acerca de su misión, pensaba que los otros estaban equivocados y con todo su furor sagrado dijo:
-¿Las señoras no tienen nada que hacer? ¿No tienen una casa que cuidar? Yo no soy ni Jesucristo, ni el
ángel Gabriel... Vayan a trabajar a sus casas, a preparar la comida, a coser.
Las beatas lo miraban asombradas. Como si fuera el mismo Anticristo. El sacerdote le remató:
-Sirven mejor a Dios trabajando en sus casas que oliendo las ropas de los curas... Vayan, vayan...
Y cuando ellas salían atemorizadas, repitió más con pena que con fastidió:
-Jesucristo... El nombre de Dios dicho en vano.
Las beatas fueron a ver al padre Clovis, gordo, calvo y siempre de buen humor, confesor preferido de
casi todas. Le contaron entre exclamaciones de asombro lo que acababa de suceder. El padre Clovis las
miro tiernamente y la consoló:
-Ya se le pasará... es así al comienzo. Después apreciará que ustedes son unas santas, unas verdaderas
hijas del señor. Ya se le pasará. No se pongan tristes. Vayan a rezar un padrenuestro y no se olviden
de que hoy hay bendición.
Cuando se fueron se quedó riendo y murmurando para sí:
-Esos padres recién ordenados le arruinan la vida a uno...
Lentamente las beatas intentaron aproximarse de nuevo al padre José Pedro. En verdad nunca llegaron
a tener una verdadera intimidad con él. Su aire serio, su bondad reservada para los casos necesarios,
) 17 ( www.territorio.perio.unlp.edu.ar
su rechazo de las intrigas de sacristía, hacían que lo respetaran, pero no que lo amaran. Sin embargo,
las que eran viudas o esposas de malos maridos se hicieron algo amigas suyas. Otra cosa que lo apartaba de las beatas: era la negación del predicador. Nunca había conseguido describir el infierno con la
fuerza de convicción del padre Clovis, por ejemplo. Su retórica era pobre. Sin embargo, creía, era un
verdadero creyente. Y difícilmente se podría decir que el padre Clovis creía por lo menos en el infierno.
Al principio, el padre José Pedro pensó en llevar a los Capitanes de la arena a las beatas. Pensaba que
así salvaría a los chicos de una vida miserable y a las beatas de una inutilidad perniciosa. Podría conseguir que se dedicaran a los chicos con la misma fervorosa devoción con que se dedicaban a la iglesia
o a los gordos sacerdotes. El padre José Pedro adivinaba (más de lo que sabía) que sí pasaban los días
inútiles conversaciones en las iglesias, o en bordar pañuelos para el padre Clovis, era porque en sus
malogradas existencias de vírgenes, no habían tenido un marido, un hijo, a quien dedicar sus horas
y su cariño. Ahora él les llevaría hijos. El padre José Pedro le dedicó mucho tiempo a este proyecto.
Hasta llevó a un chico del reformatorio a la casa de ellas. Eso fue antes de conocer a los Capitanes de
la arena, cuando apenas había oído hablar de ellos. La experiencia dio malos resultados: el chico se fue
de la casa de la solterona llevándose unos objetos de plata, prefiriendo la libertad de la calle aunque
anduviera harapiento y sin tener la seguridad de comer, a la buena ropa y la comida cierta con la obligación de rezar el rosario en voz alta y asistir a varias misas y bendiciones todos los días. Después el
José Pedro comprendió que la experiencia había fracasado por culpa de la solterona más que del chico.
Porque, evidentemente, pensaba el padre José Pedro, es imposible convertir a un chico abandonado y
ladrón en un sacristán. Pero es muy factible convertirlo en un hombre trabajador... Y esperaba conocer
a los Capitanes de la arena y entrar en un acuerdo con ellos y con las beatas para intentar una nueva
experiencia, ahora mejor manejada. Mas apenas el Boa-Vida lo presentó al grupo y poco a poco ganó
la confianza de la mayoría, advirtió que era completamente inútil pensar en ese proyecto. Advirtió que
era absurdo, porque la libertad era el sentimiento más arraigado en los corazones de los Capitanes de
la arena y que tenía que intentar otros medios.
Al principio los chicos lo miraban con desconfianza. Muchas veces oían decir por las calles que cosas
con los curas eran propias de mujeres. Pero el padre José Pedro había sido obrero y sabía cómo tratar
a los muchachos. Los trataba como hombres, como amigos. Y así conquistó su confianza, hasta de los
que, como Pedro Bala y el Profesor, no quería saber nada con las oraciones. Sólo con el Sem-Pernas
tuvo dificultades mayores. Mientras que el Profesor, Pedro Bala y el Gato eran indiferentes a las palabras del sacerdote (el Profesor lo quería porque le traía libros) y Pirulito, Volta Seca y Joâo Grande,
principalmente, el primero, atendían todo lo que les decía, el Sem-Pernas le presentaba una oposición
que al comienzo fue muy tenaz. Pero el padre José Pedro terminó por conquistar la confianza de todos.
Y por lo menos en Pirulito descubrió una vocación sacerdotal.
Aquella tarde no lo vieron llegar con mucha satisfacción. Pirulito se le acercó y le besó la mano. Volta
Seca también. Los demás lo saludaron. El padre José Pedro dijo:
-Hoy vengo a hacerles una invitación a todos.
Los oídos prestaron atención. El Sem-Pernas rezongó:
-Nos va a invitar a la bendición. Quiero ver quien va...
Pero se calló cuando notó que Pedro Bala lo miró con fastidio. El padre sonrió bondadosamente. Se
sentó en un cajón. Joâo Grande vio que su sotana estaba sucia y vieja. Tenía remiendos y era demasiado grande para la flacura del sacerdote. Codeó a Pedro Bala, que también lo observó. Entonces el
Facultad de Periodismo y Comunicación Social / UNLP
Taller de Comprensión y Producción de Textos I
Bala dijo:
-Muchachos, el padre José Pedro que es amigo de nosotros nos quiere decir una cosa. ¡Viva el padre
José Pedro!
Joâo Grande sabía que todo era por causa de la sotana rota y grande para la flacura del padre. Los
otros corearon “viva”, el padre sonrió, saludando con la mano; Joâo Grande no le sacaba los ojos de la
sotana. Pensó que José Pedro era el jefe, sabía de todo, sabía hacer todo. Por Pedro Bala, Joâo Grande
se dejaría cortar la cara como aquel negro de Ilheus por Barbosa, el gran señor del cangaço. El padre
José Pedro metió su mano en el bolsillo de la sotana, sacó un breviario negro. Lo abrió, sacó algunos
billetes de diez mil reis:
-Esto es para que hoy vayan al carrusel... Los invito a ir hoy al carrusel de la plaza de Itapagipe.
Esperaba que las caras se animaran más. Que una extraordinaria alegría aflorase por todo el recinto.
Porque así quedaría más convencido de que estaba sirviendo a Dios dándoles a los Capitanes de la arena cincuenta mil reis de los quinientos mil que le había regalado doña Guillermina Silva para comprar
velas para el altar de la Virgen. Y como las caras no expresaron una súbita alegría, se quedó desconcertado, los billetes en la mano, observando al montón de chiquilines. Pedro Bala se levantó el pelo
que le caía sobre las orejas, quiso hablar, no pudo. Miró al Profesor, que fue el encargado de explicar:
-Padre, usted es muy bueno -tuvo ganas de decir que el padre era bueno como Joâo Grande, pero
pensó que quizá el padre se ofendería si lo comparaba con el negro-, pero resulta que el Sem-Pernas
y Volta Seca están trabajando en el carrusel. Y ya estamos invitados –hizo una breve pausa– por el
dueño, que es amigo de ellos, para ir esta noche gratis. Pero no nos olvidaremos de su invitación...
–El Profesor hablaba pausadamente, escogiendo las palabras, pensando que ese momento era muy
delicado y Pedro Bala apoyaba sus palabras con movimientos de cabeza-. Queda para otra ocasión.
Esperamos que usted no se enoje porque no lo aceptamos, ¿no es cierto? –y observaba el padre, cuyo
rostro estaba otra vez alegre.
-No. Quedará para otra ocasión. –Miró a los chicos sonriendo-. Así es mejor. Porque la plata que yo
traje... – y de repente se calló ante lo que iba a contar. Y pensó que quizá había si una lección de Dios,
un aviso de que había hecho algo malo. Su mirada fue tan extraña que los chicos se le acercaron.
Miraban al sacerdote sin entender. Pedro Bala arrugaba la frente como cuando tenía que resolver
alguien problema. El Profesor intentó hablar. Pero Joâo Grande comprendió todo, a pesar de ser el
más bruto:
-¿Era de la iglesia, padre? –y se golpeó en la boca con rabia de sí mismo.
Los otros entendieron. Pirulito pensó que había sido un gran pecado, pero sintió que la bondad del
padre era mayor que el pecado. Entonces, el Sem-Pernas, renqueando más de lo habitual, como si luchase consigo mismo, se acercó al padre y casi gritando al principio, si bien enseguida bajó la voz, dijo:
-La podemos devolver de donde la sacó... No se ponga triste. Es fácil para nosotros –y sonreía.
Y la sonrisa del Sem-Pernas y la amistad que el padre leía en los ojos de todos (¿habría lágrimas en los
ojos del Grande?) le devolvieron, la calma, la serenidad, la confianza en su acto y en su Dios. Con voz
natural dijo:
-Una viuda me dio quinientos mil reis para comprar velas. Yo saque cincuenta para ustedes, para que
fueran al carrusel. Dios juzgará si esta bien. Ahora mismo compro las velas.
Pedro Bala sintió que debía saldar una deuda con el padre. Quería que supiera que todos lo comprendían. Y como no encontró nada más a mano, se dispuso a perder el trabajo que podrían hacer esa tarde
Taller de Comprensión y Producción de Textos I
y lo invitó al padre:
-Esta tarde vamos al carrusel a ver a Volta Seca y al Sem-Pernas. ¿No quiere venir con nosotros?
El padre Pedro José contestó que si porque era un paso más en su intimidad con los Capitanes de la arena. Y
un grupo fue con el sacerdote a la plaza. Algunos no fueron, el Gato inclusive, que se fue a ver a Dalva. Pero
los que fueron parecían una barra de chicos buenos que volvían de catecismo. Si hubieran estado limpios y
bien vestidos, los podrían haber tomado por alumnos de un colegio.
Dieron la vuelta a la plaza con el padre. Le mostraron con orgullo a Volta Seca imitando a los animales,
vestido de cangaceiro, y al Sem-Pernas haciendo girar el carrusel él solo, porque Nhozinho França había ido a tomarse una cerveza al bar. Era una pena que las luces del carrusel no estuvieran encendidas.
No era tan lindo como de noche, con todas las luces de colores girando. Pero estaban orgullosos de
cómo Volta Seca imitaba a los animales y el Sem-Pernas hacía marchar el carrusel, controlando a los
chicos que subían y a los que bajaban. El Profesor dibujó a Volta Seca vestido de cangaceiro valiéndose
de un resto de lápiz y de la tapa de una caja. Tenía habilidad para dibujar y a veces se ganaba unos pesos en la calle haciendo dibujos de los hombres que pasaban, de las señoritas que iban con sus novios.
Éstos se paraban un minuto, se reían del dibujo aún no terminado, las novias decían:
-Está muy parecido...
Él recogía las monedas y entonces seguía dibujando a los hombres de los muelles, a las mujeres de la
vida, hasta que un policía lo echaba de la vereda. A veces lo rodeaba algún grupo compacto y no faltaba
quien dijera:
-Ese chico promete. Es una pena que el gobierno no apoye estas vocaciones... –y se acordaban de casos
de chicos de la calle que ayudados por alguna familia fueron grandes poetas, cantores y pintores.
El Profesor terminó el dibujo (en el que figuraban el carrusel y Nhozinho França cayéndose de borracho) y se lo dio al sacerdote. Formaban un grupo cerrado mirando el dibujo que el padre elogiaba,
cuando oyeron:
-Pero, si es el padre José Pedro.
Y el impertinente de la vieja flaca se asentó sobre el grupo como un arma de guerra. El padre José Pedro quedó confundido, los chicos miraban con curiosidad los huesos del cuello y del pecho de la vieja,
donde un prendedor muy costoso brillaba a la luz del sol. Por un instante se quedaron todos callados,
hasta que el padre José Pedro juntó fuerzas y dijo:
-Buenas tardes, doña Margarita.
La viuda Margarita Santos le asestó de nuevo el impertinente de oro.
-¿Pero usted no se avergüenza de estar acá? ¿Un sacerdote del señor? Un hombre de responsabilidad,
en medio de la gentuza...
-Son chicos, señora.
La vieja los miró con un dejo de superioridad e hizo un gesto de desprecio con los labios. El padre
continuó:
-Cristo dijo: “Dejad que los niños vengan a mí”.
-Niños... niños... –escupió la vieja.
-“Ay de quien le haga mal a un niño”, dijo el señor –y el padre José Pedro elevó su voz por encima del
desprecio de la vieja.
-Éstos no son niños, son ladrones. Malevos y ladrones. No son niños. A lo mejor hasta son los Capitanes de la arena... ladrones –repitió enojada.
Facultad de Periodismo y Comunicación Social / UNLP
www.territorio.perio.unlp.edu.ar ) 18 (
Los chicos la miraban con curiosidad. Solamente el Sem-Pernas, que había venido del carrusel después que Nhozinho França reapareció, la miraba con rabia. Pedro Bala se adelantó y quiso dar explicaciones:
-El padre nos quiere ayu...
Pero la vieja dio un salto atrás y se apartó:
-No se me acerque, no se me acerque, roñoso. Si no fuera por el padre llamaba a la policía.
En ese momento Pedro Bala se rió escandalosamente al pensar que si no fuese por el padre la vieja ya
hubiera perdido el prendedor y el anteojo. Con aire de gran superioridad la vieja se apartó no sin antes
decirle al padre José Pedro:
-De esta manera no va a ir lejos, padre. Tenga más cuidado con sus relaciones.
Pedro Bala se reía cada vez más y el padre también se rió, aunque sintiéndose triste por esa vieja, por
la incomprensión de la vieja. Pero el carrusel giraba con los niños bien vestidos y pronto los ojos llenos
del deseo de andar en los caballos, de girar con las luces. Son niños, sí –pensó el padre.
Al comienzo de la noche cayó un chaparrón. Pero las negras nubes pronto desaparecieron del cielo y
las estrellas brillaron y también brilló la luna. A la madrugada entraron los Capitanes de la arena. El
Sem-Pernas puso en marcha el motor. Y ellos se olvidaron de que no eran iguales a los otros niños, se
olvidaron de que no tenían casa, ni padre, no madre, que vivían del robo como hombres, que en la ciudad los consideraban ladrones. Se olvidaron de las palabras de la vieja del impertinente. Se olvidaron
de todo y fueron iguales a los demás niños, cabalgando los caballos, girando con las luces. Las estrellas
brillaban, brillaba la luna llena. Pero más que todo, brillaban en la noche de Bahía las luces verdes,
azules y coloradas del Gran Parque japonés.
Dársenas
Pedro Bala tiró la moneda de cuatrocientos reis contra la pared de la aduana y cayó delante de la moneda del Boa-Vida. Después tiró la suya Pirulito, la moneda quedó entre las otras dos. El Boa-Vida,
acodado, observaba. Se sacó el cigarrillo de la boca:
-Me gusta empezar así. Bien mal...
Y siguieron jugando, pero el Boa-Vida y Pirulito perdieron sus monedas de cuatrocientos reis que
Pedro Bala embolsó:
-Es que soy un perito...
Mujeres y hombres del mercado. Esa tarde esperaban al saveiro del Querido-de-Deus. El capoerista
estaba en una pescadería, pues era pescador de oficio. Siguieron con el juego hasta que Pedro Bala los
limpió a los dos. Le brillaba la cicatriz de la cara. Le gustaba ganar en el juego limpio, principalmente
cuando los rivales tenían la fuerza de Pirulito (que durante mucho tiempo había sido el campeón del
grupo) y del Boa-Vida. Cuando terminaron, el Boa-Vida sacó el forro del bolsillo afuera:
-Me vas a tener que prestar aunque sea una moneda. Estoy pelado.
Después miró al mar, los saveiros anclados:
-El Querido-de-Deus va a llegar al anochecer. ¿Vamos a las dársenas?
Pirulito dijo que se quedaba esperando Querido-de-Deus, mientras Pedro Bala y Boa-Vida se fueron
hacia las dársenas. Atravesaron las calles del muelle, hundieron los pies en la arena. Un barco desamarraba de la dársena cinco y había un gran movimiento de gente que iba y venía. Pedro Bala le preguntó
) 19 ( www.territorio.perio.unlp.edu.ar
al Boa-Vida:
-¿No querés ser marinero?
-¿Yo? ¿No ves que me gusta estar aquí? No quiero irme.
-Yo sí. Tengo ganas. Debe ser lindo subirme a un mástil. ¿Y en un temporal? ¿Te acordás de aquel
cuento que nos leyó el Profesor? Aquel que tenía un temporal...
-Era formidable...
Pedro se acordó del cuento. Al Boa-Vida le parecía idiota irse de Bahía, donde cuando fuese mayor
podría vivir una interesante vida de compadrito, la navaja en el pantalón, la guitarra debajo del brazo,
una morocha para tumbar en el arsenal. Era la vida que deseaba llevar cuando fuera completamente
hombre.
Llegaron al portón de la dársena siete. Joâo de Adâo, un estibador negro y fortísimo, antiguo huelguista, temido y querido en toda la estiba, estaba sentado en un cajón. Fumaba una pipa y sus músculos
bajo la camisa. Al ver a los chicos los saludó:
-Hola, amigo Boa-Vida. Oh, capitán Pedro.
Llamaba a Pedro “Capitán Pedro” y le gustaba charlar con ellos. Les ofreció un lugar en el cajón y
Pedro Bala se acomodó. El Boa-Vida se acuclilló frente a ellos. En un rincón una negra vieja vendía
naranjas y cocos, vestida con una pollera de percal y una blusa que dejaba ver los pechos todavía duros
a pesar de su edad. El Boa-Vida le observó los pechos mientras pelaba una naranja que había tomado
del mostrador.
-Todavía tenés una buena pechuga, ¿eh, vieja?
La negra le sonrió:
-Estos chicos de ahora no respetan a los viejos, compadre Joâo de Adâo. ¿Dónde se vio que un chiquilín
de éstos hable de los pechos de una vieja arruinada como yo?
-No digas pavadas, vieja. Que todavía servís para la cosa...
La negra se rió con ganas.
-Ya cerré la puerta, Boa-Vida. Pasé la línea. Preguntale a éste... –y señala a Joâo de Adâo -. Yo lo vi
cuando era casi un muchacho, así como vos, cuando hizo la primera huelga acá en las dársenas. En
ese tiempo nadie sabía qué cosa era una huelga. ¿Se acuerda, compadre?
Joâo de Adâo afirmó con la cabeza, cerró los ojos recordando los lejanos tiempos de la primera huelga
que comandó en el puerto. Era uno de los portuarios más viejos, aunque nadie le daba los años que
tenía.
Pedro Bala le dijo:
-Negro que pinta tres veces treinta.
La negra mostró la mota blanqueada. Se había sacado el pañuelo que llevaba en la cabeza, el Boa-Vida
bromeó:
-Por eso anda con pañuelo. Negra compadrita.
Joâo de Adâo preguntó:
-Comadre Luisa. ¿Se acuerda de Raimundo?
-¿El rubio que murió en la huelga? ¡No me voy a acordar! Todas las tardes venía a charlar conmigo, le
gustaban las bromas...
-Lo mataron acá, el día que atropellaron con la montada. –Miró a Pedro Bala-. ¿Vos no oíste hablar de
él, Capitán?
Facultad de Periodismo y Comunicación Social / UNLP
Taller de Comprensión y Producción de Textos I
-No.
-Vos tendrías unos cuatro años. Después anduviste de la casa de uno a la del otro, hasta que te escapaste. Después volvimos a verte como jefe de los Capitanes de la arena. Nosotros sabíamos que te las ibas
a arreglar. ¿Cuántos años tenés ahora?
Pedro se puso a hacer cálculos y Joâo de Adâo lo interrumpió:
-Debés andar en los quince años. ¿No le parece, comadre?
La negra afirmó. Joâo de Adâo continuó:
-El día que quieras, tenés un puesto acá. Tenemos un lugar reservado para vos.
-¿Por qué? –preguntó el Boa-Vida, pues Pedro miraba asombrado.
-Porque el padre de él era Raimundo y murió aquí luchando por nosotros, por nuestros derechos. Era
un hombre como pocos. Valía diez veces más que cualquiera de los que andan por ahí.
-¿Mi padre? –exclamó Pedro Bala, que sólo conocía esas historias por vagas noticias.
-Tu padre. Lo llamábamos el loiro17. Cuando había huelga decía discursos, no parecía un estibador. Le
metieron una bala. Aquí tenemos un puesto para vos.
Pedro Bala rascaba el asfalto con una piedrita. Miró a Joâo de Adâo:
-¿Por qué nunca me lo contaste?
-Eras muy chico. Ahora ya estás hecho un hombre –y rió con satisfacción.
Pedro Bala también rió. Estaba contento de saber la historia de su padre, de saber que había sido un
hombre valiente. Pausadamente preguntó:
-¿Y a mi madre la conociste?
Joâo de Adâo pensó un momento:
-No. No la conocí. Cuando conocí a Loiro no tenía mujer. Pero vos vivías con él.
-Yo la conocí -habló la negra-. Era un pedazo de hembra. Decían que el Loiro la había sacado de su casa, que
era de familia rica, de los de arriba –y señalaba a la ciudad alta-. Murió cuando vos tenías unos seis meses.
En ese tiempo Raimundo trabajaba en la fábrica de cigarrillos de Itapagipe. Después se vino a las dársenas.
Joâo de Adâo repitió:
-Cuando quieras...
Pedro Bala asintió con la cabeza. Después preguntó:
-¿Fue una cosa grande la huelga, no?
Y se quedaron oyendo a Joâo de Adâo contar la huelga.
Cuando terminó Pedro Bala dijo:
-Me gustaría hacer una huelga.
Entraba un barco. Joâo de Adâo se levantó:
-Ahora vamos a cargar aquel holandés.
El barco pitaba en las maniobras para atracar. De todas partes salían estibadores que se iban dirigiendo
hacia él gran tinglado. Pedro Bala los miró con afecto. Su padre había sido uno de ellos, había muerto
en defensa de ellos. Pasaban hombres blancos, mulatos, negros, muchos negros. Iban a llenar la bodega del barco con bolsas de cacao, fardos de tabaco, de azúcar, de todos los productos del Estado que
salían hacia países lejanos, donde otros hombres como ellos quizá altos y rubios, descargarían el barco,
dejarían vacía la bodega. Su padre fue uno de ellos. Sólo ahora lo sabía. Y por ellos había hecho discursos trepado en un cajón había paleado, había recibido una bala el día que la montada atropelló a los
huelguistas. Tal vez ahí mismo, donde estaba sentado él, había caído la sangre de su padre. Pedro Bala
Taller de Comprensión y Producción de Textos I
observó el suelo ahora asfaltado. Debajo de ese asfalto debía estar la sangre que corrió del cuerpo de
su padre. Por eso, cuando quisiera tendría su puesto en los diques, entre esos hombres, el lugar de su
padre. Y también tendría que cargar los fardos... Vida dura, fardos de setenta kilos sobre las espaldas.
Pero también podría hacer una huelga como su padre y Joâo de Adâo, pelear con los policías, morir
por los derechos obreros. Así vengaría a su padre, ayudaría a esos hombres a luchar por los derechos
(vagamente sabía Pedro Bala qué era eso). Se imaginaba en una huelga, luchando. Y sus ojos sonreían
como sus labios.
El Boa-Vida, que chupaba la tercera naranja, le interrumpió el sueño:
-¿Estás pensando en la muerte de la becerra, manito?
La negra vieja miró a Pedro Bala cariñosamente.
-Es como el padre. Sólo que tiene el pelo ondeado de la madre. Si no fuera por esa cicatriz era el mismo
Raimundo. Un hombre guapo...
El Boa-Vida se rió entre dientes. Preguntó cuánto debía y pagó los doscientos reis. Después miró de
nuevo los pechos de la negra y preguntó:
-¿No tenés una hija, tía?
-¿Para que lo querés saber, desgraciado?
El Boa-Vida se rió:
-Podríamos ser amigos...
La negra le tiró la chancleta, el Boa-Vida desvió el cuerpo:
-Si yo tuviera una hija no sería para vos, sinvergüenza.
Después se acordó:
-¿Vos no vas hoy a Gantois? Va a ser una de ésas. Un fandango de primera. Es la fiesta de Omolu.
-¿Va a haber bastante comida? ¿Y aluá18?
-Si tenés... -miró a Pedro Bala-. ¿Por qué no vas, blanco? Omolu no es sólo santo de los negros. Es el
santo de todos los pobres.
El Boa-Vida levantó la mano en un saludo cuando ella habló de Omolu, la diosa de la viruela. Caía la
tarde. Un hombre compró cocos. Las luces se prendieron de repente. La negra se levantó. El Boa-Vida
la ayudó a ponerse el mostrador sobre la cabeza. A lo lejos, Pirulito conversaba con el Querido-deDeus. Pedro Bala miró una vez más a los hombres que cargaban fardos en el barco holandés. En las
anchas espaldas negras y mestizas brillaban gotas de sudor. Los pescuezos musculosos doblados bajo
los fardos. Y los guinches andaban ruidosamente. Un día iba a hacer una huelga como su padre...
luchar por los derechos... un día un hombre como Joâo de Adâo podría contar a otros chicos en la
entrada de los diques su historia, como contaban la de su padre. Sus ojos tenían un intenso brillo en
la noche recién llegada.
Ayudaron al Querido-de-Deus a desembarcar la pesca que había sido buena. Yemanjá lo había ayudado. Un hombre que tenía un puesto de pescado en el mercado le compró toda la mercadería. Después
fueron a comer a un restaurante próximo. Pirulito fue a ver al padre José Pedro que le estaba enseñando a leer y escribir. Antes pasó por el depósito para llevar una caja de plumas que se había levantado
en un papelera esa mañana. Pedro Bala, el Boa-Vida y el Querido-de-Deus fueron al candomblé19 de
Gantoi (el Querido era ogan), donde Omolu apareció con sus vestidos colorados y comunicó a sus pobres hijitos, en el canto más hermoso que pueda haber, que muy pronto la miseria terminaría, que ella
llevaría la viruela a la casa de los ricos y que los pobres estarían bien alimentados y felices. Los timbales
Facultad de Periodismo y Comunicación Social / UNLP
www.territorio.perio.unlp.edu.ar ) 20 (
tocaban en la noche de Omolu. Y ella anunciaba que el día de la venganza de los pobres llegaría. Las
negras, bailaban, los hombres estaban alegres. El día de la venganza llegaría.
Pedro Bala volvió solo por las calles de la ciudad, pues el Boa-Vida había ido con el Querido-de-Deus
a bailar.
Bajó las laderas que lo llevaban a la ciudad baja. Iba a vagabundear, como si cargarse dentro de sí un
peso, iba como doblado por dentro. Pensaba en la charla de esa tarde con Joâo de Adâo, charla que lo
había alegrado porque quedó sabiendo quién era su padre, un hombre valiente de las dársenas, un
hombre que había dejado una historia. Pero Joâo de Adâo también había hablado de los derechos de
los portuarios. Pedro Bala nunca había oído hablar de eso y, sin embargo, por esos derechos había
muerto su padre. Y después, en la macumba de Gantois, Omolu, vestida de colorado, había dicho que
el día de la venganza de los pobres no tardaría en llegar. Y todo eso oprimía el corazón de Pedro Bala,
como los fardos de sesenta kilos oprimían las espaladas de los estibadores.
Cuando terminó de bajar la ladera fue hacia el arenal, con ganas de volverse al depósito para dormir. Un perro le ladró pensando que iba a disputarle el hueso que estaba royendo. Al final de la calle, Pedro Bala vio un
bulto. Parecía una mujer que andaba rápidamente. Sacudió su cuerpo de niño como se sacude un animal
joven al ver una hembra y con paso apresurado se acercó a la mujer que ahora entraba en el arenal. La arena
bajo sus pies y la mujer se dio cuenta de que la seguía. Pedro Bala la podía ver bien cuando pasaba bajo los
focos de luz: era una negrita muy joven, quizá de unos quince años, como él. Pero los pechos puntiagudos
le saltaban y las nalgas se movían bajo la falda. Porque el andar de los negros es como un danza. Y el deseo
creció dentro de Pedro Bala, era un deseo que nacía de la voluntad de ahogar la angustia que lo oprimía. Si
pensaba en las nalgas bamboleantes de la negrita no pensaba en la muerte de su padre defendiendo los derechos de los huelguistas, el Omolu pidiendo venganza en la noche de la macumba. Pensaba en voltear a la
negrita sobre la arena blanda, en acariciar sus senos duros (tal vez de virgen, siempre senos de muchacha),
en poseer su cuerpo caliente de negra.
Apresuró sus pasos porque la negrita se había desviado hacia el camino que cortaba el arenal y se había
internado por él, alejándose de los focos de luz. Cuando se dio cuenta de que Pedro Bala estaba cada
vez más cerca, casi se echó a correr. Pedro comprendió que iba hacia alguna de esas calles que quedan
más allá de los depósitos, perdidas entre el morro y el mar y que si atravesaba el arenal era para acortar
camino y escaparse de él más fácilmente. Toda la dársena estaba en silencio, solamente crujía la arena
con los pasos de ellos, lo que hacía estremecer de miedo el corazón de la negrita y de impaciencia el
corazón de Pedro Bala. Pero cada vez estaba más cerca. Caminaba más rápido que la negra y la alcanzaría. Todavía había mucho que andar por el arsenal antes de llegar a los depósitos y a las calles que
quedaban más allá. Pedro sonreía, una sonrisa de dientes apretados, igual a la de una animal feroz en
el desierto, a la caza de otro animal que constituiría su comida.
Cuando ya iba a levantar el brazo para cortarle un hombro y hacerla dar vuelta, la negrita comenzó a
correr. Pedro Bala la persiguió y enseguida la alanzó. Pero iban a tal velocidad que chocaron y cayeron
rodando por la arena. Pedro se levantó de un salto, riendo, y se le arrimó en el momento en que ella
trataba de ponerse de pie:
-No es necesario, ricura. Así está bien.
La cara de la negrita era de terror. Pero cuando notó que su perseguidor era un chico de quince años,
se animó un poco y le preguntó con rabia:
-¿Qué querés?
) 21 ( www.territorio.perio.unlp.edu.ar
-No seas orgullosa, morenita. Vamos a...
Y la agarró del brazo para voltearla de nuevo. Un miedo, un terror casi enloquecido volvió a poseer a la
negrita. Venía de la casa de la abuela e iba para su casa donde la esperaban la madre y las hermanas.
¿Por qué había venido de noche, por qué se había arriesgado por el arenal de la dársena? ¿Acaso no
sabía que el arenal era el lecho nupcial de todos los malandrines, de todos los ladrones, de todos los
marineros, de todos los Capitanes de la arena, de todos los que no podían pagarse mujer y tenían sed
carnal en la ciudad santa de Bahía? Ella no sabía eso, apenas había cumplido quince años, hacía muy
poco tiempo que era mujer. Pedro Bala también tenía quince años, pero desde mucho antes conocía
no sólo el arenal y sus secretos, sino también los secretos del amor femenino. Porque si los hombres
conocen esos secretos antes que las mujeres, los Capitanes de la arena los conocen mucho antes que
cualquier hombre. Pedro Bala la quería porque hacía mucho que sentía los deseos de un hombre y
conocía las caricias del amor. Ella no lo quería porque hacía poco que era mujer y quería reservar su
cuerpo para un mulato que la supiera enamorar. No lo quería entregar al primero que se le apareciera
en el arenal. Y está con los ojos desorbitados de miedo.
Pedro Bala le pasó la mano por la mota:
-Vos sos una hembra bárbara. Vamos a hacer un hijo precioso.
Ella luchó para apartarse:
-¡Dejame, dejame, desgraciado!
Y miraba alrededor a ver si encontraba a alguien a quien pedirle socorro, alguien que la ayudara a conservar su virginidad, pues le habían enseñado que era una joya. Pero a la noche, en el arenal del dique
de Bahía, no se ven más que sombras y no se oyen más que gemidos de amor, cuerpos que ruedan
confundidos por la arena.
Pedro Bala le acariciaba los senos y ella, en el fondo de su terror, empezaba a tener un hilo de deseo,
como el hilo de agua que corre entre las montañas y poco a poco va creciendo hasta convertirse en un
río caudaloso. Lo que hizo que su terror aumentara. Si no resistía el deseo y se dejaba poseer estaría
perdida, dejaría una mancha de sangre sobre el arenal, de la que se reirían los estibadores a la mañana
siguiente. La certeza de sus debilidad le dio nuevo aliento y nuevas fuerzas. Bajó la cabeza, mordió la
mano de Pedro que le apretaba un pecho. Pedro dio un grito, retiró su mano y ella se levantó y corrió.
Pero él volvió a agarrarla y ahora su deseo se mezclaba con rabia.
-El que quiere celeste que le cueste –y trataba de voltearla.
-¡Dejame desgraciado! ¿Me querés arruinar, hijo de puta? Dejame, yo no tengo nada con vos.
Pedro no le contestaba. Conocía a otras que hacían melindres. En general, porque un amante las esperaba. En ningún momento, pensó que la negrita pudiera ser virgen. Pero ella se resistía, lo mordía,
daba puñetazos con sus pequeñas manos contra el pecho de Pedro Bala.
-Pero ¿qué te crees? ¿Pensás que te vas a ir antes de darme? No seas orgullosa. Tu macho no se va a
enterar, nadie lo va a saber. Y vas a ver lo que es un hombre de verdad...
Y trataba de acariciarla, de dominar su rabia, de hacerle sentir deseo. Sus manos bajaban a los largo del
cuerpo, la acostó con esfuerzo. Ella repetía su frase:
-Dejame, desgraciado... Dejame, desgraciado...
Pedro le levantó la pollera de percal y aparecieron los muslos duros de la negra. Pero mantenía una
pierna sobre otra y Pedro intentó separarlas. La negrita reaccionó de nuevo y como el muchacho la
seguía acariciando y le hizo sentir la llegada impetuosa del deseo, no lo golpeó más, sino que le hacía
Facultad de Periodismo y Comunicación Social / UNLP
Taller de Comprensión y Producción de Textos I
un pedido angustioso:
-Dejame, que soy virgen. Vos no me querés, después vas a encontrar otra. Yo soy virgen, me vas a
arruinar.
Pedro la miró, lloraba de miedo y también porque sentía finquear su voluntad, tenía los pechos hinchados.
-¿Sos virgen de verdad?
-Te lo juro por Dios Nuestro señor, por la Virgen –y se besaba los dos dedos en cruz.
Pedro Bala vacilaba. Los pechos de la negrita hinchados bajo sus dedos. Las piernas duras, la mota del
sexo.
-¿Lo decís en serio? –y no paraba de acariciarla.
-Te lo juro. Dejame ir, que mi mamá me está esperando.
Lloraba y Pedro sentía pena, pero el deseo estaba suelto dentro de él. Entonces le propuso al oído (y
con la lengua le hacía cosquillas).
-Sólo por atrás.
-No. No.
-No te pasa nada. Seguís virgen igual.
-No. No, que duele.
Pero seguía acariciándola y ella sintió todo el cuerpo convulsionado. Comprendió que si no lo satisfacía como pedía su virginidad terminaría allí. Y cuando le prometió (nuevamente su lengua la excitaba
desde el oído).
-Si te duele, la saco... –consintió.
-Jurame que adelante no.
-Te juro.
Pero después que se satisfizo (ella había gritado y le mordía las manos), al ver que la negrita todavía
estaba poseída por el deseo, trató de desvirgarla. Ella lo advirtió y saltó como una loca:
-¡Todavía más, desgraciado, con lo que me hiciste! ¿Me querés arruinar?
Y sollozaba fuerte, levantaba los brazos, enloquecida, toda su defensa estaba en los gritos, en las lágrimas, en las imprecaciones contra el jefe de los Capitanes de la arena. Pero para Pedro Bala la mayor
defensa de la negrita eran sus ojos llenos de pavor en ojos de animal débil que no tiene fuerzas para
defenderse. Y como su deseo primario ya estaba satisfecho y como la angustia del principio de la noche
volvía a dominarlo, le dijo:
-Si te dejo, ¿volvés mañana?
-Sí, vuelvo.
-Sólo te hago lo de hoy. Igual seguís virgen...
Ella dijo que sí con la cabeza. Sus ojos parecían los de un loco y en ese momento lo único que quería
era escaparse. Ahora que las manos de Pedro ya no la tocaban ni sus labios ni su sexo, su único deseo
era escapar y defender su virginidad. Respiró cuando Pedro le dijo:
-Entonces, andate. Pero si no volvés mañana... Cuando te agarre, vas a ver...
Ella empezó a caminar sin contestarle nada. El muchacho la acompañaba:
-Te acompaño para que no te agarre otro...
Iban los dos juntos y ella lloraba. Él quiso agarrarle una mano pero ella no lo dejó y se la apretó. Pedro
intentó nuevamente tomarle la mano y nuevamente ella la retiró. Entonces le dijo:
Taller de Comprensión y Producción de Textos I
-¿Qué te pasa?
Y caminaron tomados de la mano. Ella lloraba y ese llanto angustiaba a Pedro Bala, hizo que le volviera
la angustia del comienzo de la noche, la visión de su padre muriendo en la lucha, la visión de Omolu
anunciando venganza. Empezó a maldecir íntimamente el encuentro con la muchacha y apuró el paso
para llegar cuanto antes al nacimiento de la calle. Ella lloraba y Pedro le dijo con rabia:
-¿Qué te hice? Yo no te hice nada...
Ella apenas lo miró (aunque todavía iba a su lado con pavor) y sus ojos estaban llenos de odio y de
desprecio. Pedro bajó la cabeza sin saber qué decir, ya no sentía rabia ni deseo, sólo había tristeza en
su corazón. Un hombre cantaba un samba en la calle. Ella lloró más triste. Él iba pateando la arena.
Ahora se sentía más débil que ella. La mano de la negrita en su mano pesaba como si fuera de plomo.
La soltó y ella se le apartó. Pedro no protesto. Prefería no haberla encontrado, no haber encontrado
tampoco a Joâo Grande, no haber ido a Gantois. Llegaron a la calle, le dijo:
-Ahora podes ir sola, no te van a hacer nada.
Ella volvió a mirarlo con odio y se echó a correr. Pero en la primera esquina se dio vuelta, lo miró (él
todavía estaba observándola) y lo maldijo con una voz llena de miedo:
-Peste, que el mal te acompañe, desgraciado. Que Dios te castigue, desgraciado. Hijo de puta, desgraciado, desgraciado -su voz solitaria atravesaba la calle y estremecía a Pedro Bala.
Y antes de desaparecer a la vuelta de la esquina, escupió el suelo con un despreció supremo y repitió:
-Desagraciado, desgraciado...
En el primer momento Pedro se quedó parado, después se echó a correr por el arenal como si los
vientos lo persiguieran, como si tuviera que escapar de las maldiciones de la negrita. Y tenía ganas de
vengarse de los hombres que habían matado a su padre, el odio que sentía contra la ciudad rica que
se extendía al otro lado del mar, por la Barra, la Victoria, la Graça, la desesperación de su vida de chico
abandonado y perseguido, la pena que sería por esa pobre negrita, una niña también.
“Una niña también”, oía en la voz del viento, en el samba que cantaba, una voz dentro de él.
Aventura de Ogum20
Otra noche, una noche oscura de invierno, en la que los saveiros no se aventuraban en el mar, noche de cólera de Yemanjá y Xangó, cuando los relámpagos eran la única luz en el cielo cargado de
nubes negras y pesadas, Pedro Bala, el Sem-Pernas y Joâo Grande acompañaron a la máe-de-santo,
Don’Aninha hasta su distante domicilio. Había venido al depósito esa tarde porque necesitaba un
favor y mientras les explicaba, la noche cayó espantosa y terrible.
-Ogum está cansado... –explicó la máe-de-santo Don’Aninha.
Por ese asunto había ido allí. En una batida hecha en un candomblé (que era suyo, porque ningún
policía se atrevía a dar un batida en el candomblé de Aninha, pero que estaba bajo su protección) la
policía se había llevado a Ogum que reposaba en su altar. Don’Aninha estaba luchando para conseguir
la devolución del santo. Hasta había ido a la casa de un profesor de la facultad de Medicina amigo suyo,
que había estudiado la religión negra en su candomblé, a pedirle que le consiguiese la restitución del
dios. El Profesor pensaba que era factible la devolución de la imagen, pero no para reintegrarla al altar
del candomblé sino para su colección de ídolos africanos. Por eso, porque Ogum estaba detenido por
la policía, Xangó descargaba sus rayos esa noche.
Finalmente, Don’Aninha había ido a ver a los Capitanes de la arena, sus amigos desde hacía mucho
Facultad de Periodismo y Comunicación Social / UNLP
www.territorio.perio.unlp.edu.ar ) 22 (
tiempo, porque todos los negros y todos los pobres de Bahía eran muy amigos de la mâe-de-santo.
Tiene para cada uno de ellos una palabra maternal. Cura enfermedades, reúne amantes, sus hechizos
matan a los hombres malos. Les explicó lo sucedido. Pedro Bala les explicó lo sucedido. Pedro Bala
iba poco a los candomblés, como poco oía las lecciones del padre José Pedro. Pero era amigo tanto
del padre como de la mâe-de-santo y entre los Capitanes de la arena cuando hay amistad se le prestan
servicios al amigo.
Ahora llevaban a Aninha hasta su casa. La noche era tormentosa y colérica. La lluvia los doblaba bajo
el paraguas de la mâe-de-santo. Los candomblés batían en desagravio de Ogum y quizá en alguno o
en muchos de ellos Omolu anunciaba la venganza de los pobres. Don’ Aninha dijo a los chicos con
amarga voz:
-No dejan vivir a los pobres... No dejan en paz ni siquiera al dios de los pobres. El pobre no puede
bailar, no puede cantarle a su dios, no puede pedirle una gracia a su dios. -Su voz era amarga, una voz
que no parecía de la mâe-de-santo Don’ Aninha-. No se contentan con matar de hambre a los pobres.
Ahora también les sacan sus santos... –y alzaba los puños.
Pedro Bala sintió una oleada dentro de sí. Los pobres no tenían nada. El padre José Pedro decía que
los pobres irían un día al reino de los cielos, donde Dios sería igual para todos. Pero la razón de Pedro
Bala no veía que eso fuera justo. Pero el reino de los cielos serían iguales. Ya habían sido desiguales en
la tierra, entonces la balanza pasaba siempre de un lado.
Las imprecaciones de la mâe-de-santo llenaban la noche más que el ruido de los atabales que desagraviaban a Ogum. Don’Aninha era flaca y alta, un tipo aristocrático de negra que sabía llevar como ninguna negra de la ciudad sus ropas de bahiana. Tenía un rostro alegre, aunque una sola de sus miradas
inspiraba el más absoluto respeto. En eso se parecía al padre José Pedro. Pero ahora tenía aire terrible
y sus imprecaciones contra los ricos y la policía llenaban la noche de Bahía y el corazón de Pedro Bala.
Cuando la dejaron rodeada de sus filhas-de-santo que le besaban las manos, Pedro Bala:
-Quedate tranquila, mâe Don’ Aninha, que mañana te traigo a Ogum.
Ella le pasó una mano por su cabeza rubia y le sonrió.
Joâo Grande y el Sem-Pernas besaron la mano de la negra y bajaron la ladera. Los atabales resonaban
desagraviando a Ogum.
El Sem-Pernas no creía en nada, pero le debía favores a Don’ Aninha. Preguntó:
-¿Qué vamos a hacer? El coso está en la policía...
Joâo Grande escupió, andaba con cierto recelo:
-No llames coso a Ogum, Sem-Pernas. Ogum castiga...
-Está preso, no puede hacer nada –se rió el Sem-Pernas.
Joâo Grande se calló la boca porque sabía que Ogum era, muy grande y podía castigar al Sem-Pernas
incluso desde la cárcel. Pedro Bala les pidió un cigarrillo:
-Déjense de molestar. Tenemos que preparar esto. Le dimos garantías de Aninha, ahora tenemos que
hacerlo.
Volvieron al depósito. La lluvia entraba por los agujeros del techo. La mayor parte de los muchachos
se amontonaba en el rincón que se mantenía seco. El Profesor intentaba encender una vela, pero el
viento jugaba con él y se le apagaba a cada rato. Finalmente desistió de leer esa noche y se quedó mirando cómo jugaban al siete y medio varios con el Gato en la banca, ayudado por el Boa-Vida. Había
monedas en el suelo, pero ningún rumor distraía a Pirulito de sus oraciones ante los cuadros de la
) 23 ( www.territorio.perio.unlp.edu.ar
Virgen y de San Antonio.
En esas noches de lluvia no podían dormir. Cada tanto la luz de un relámpago iluminaba el depósito
y entonces se veían las caras flacas y sucias de los Capitanes de la arena. Muchos eran tan niños que
todavía le tenían miedo a los dragones y a los monstruos legendarios. Se arrimaban a los mayores,
que solamente sentían el frío y el sueño. Los negros oían en los truenos la voz de Xangó. Pero para
todos las noches de lluvia eran terribles. Hasta para el Gato, que tenía una mujer en cuyo pecho podía
esconder su cabeza, las noches de temporal eran noches malas. Porque en esas noches, los hombres
que en la ciudad no tienen dónde reclinar su cabeza, que solo tienen cama solitaria y quieren apoyar
su cabeza con Dalva y pagaban bien. Entonces el Gato se quedaba en el depósito, bancando juegos
con su mazo marcado, ayudado en las trampas por el Boa-Vida. Se quedaban todos juntos, inquietos,
pero solos, sintiendo que les faltaba algo, no sólo una cama caliente en una habitación cerrada, sino
también palabras maternales o fraternales que hicieran desaparecer los temores. Se quedaban todos
amontonados y algunos tiritaban de frío, bajo las camisas y los pantalones humedecidos. Otros tenían
sacos robados y los pantalones de los tachos de desperdicios, sacos que usaban como sobretodos. El
Profesor incluso tenía un sobretodo que de tan grande arrastraba por el suelo. Una vez, era verano,
un hombre de sobretodo había parado en una cantina de la ciudad para tomar un refresco. Parecía
un extranjero. Era la media tarde y el calor hacia doler el cuerpo. Pero el hombre parecía no sentirlo
envuelto en su sobretodo nuevo. El Profesor lo encontró interesante, con cara de tipo con plata y se
puso a dibujarlo (con el sobretodo enorme, mayor que el hombre, el sobretodo era el hombre mismo).
Y reía de satisfacción, porque quizá el hombre le daría una moneda de dos mil reis. El hombre se dio
vuelta en su silla y observó el dibujo casi concluido. El Profesor se reía, encontraba bueno el dibujo, el
sobretodo dominando al hombre, era más que el hombre. Pero al hombre la cosa no le gustó, le entró
una rabia tremenda, se levantó de la silla y le dio dos puntapiés al Profesor. El chico cayó rodando por
la vereda. El hombre todavía le pateó la cara, diciendo congestionado al irse:
-Tomá, corneta, así aprenderás a no burlarte de un hombre.
Y salió sacudiendo sus monedas en la mano después de romper el dibujo con el pie. La camarera vino
a ayudar al Profesor. Miró con lástima al chico que se tocaba la cintura dolorida, miró el dibujo y dijo:
-¡Qué bruto! El retrato se le parecía... ¡Qué estúpido!
Metió su mano en el bolsillo donde guardaba las propinas y sacó una moneda de mil reis que quiso
darle al Profesor que se negó, porque sabía que a ella le hacía falta. Observó el dibujo casi roto, y
siguió su camino todavía con las manos en los riñones. Iba sin pensar, con un nudo en la garganta.
Había querido ser agradable y ganarse algún dinero. Obtuvo puntapiés y palabrotas. No comprendía.
¿Por qué los odiaban así en realidad? Eran unas pobres criaturas sin padre ni madre. ¿Por qué esos
hombres bien vestidos los odiaban tanto? Se fue con su dolor. Pero sucedió que en el camino hacia el
depósito, en el desierto del arenal bajo el sol, volvió a encontrar al hombre del sobretodo. Parecía encaminarse hacia uno de los barcos atracados en la puerta y ahora llevaba el sobretodo al brazo porque
el sol abrasaba. El Profesor sacó la navaja (la usaba pocas veces) y se acercó al hombre. El calor había
alejado del lugar a toda alma viviente y el del sobretodo cortaba camino por el arenal. El profesor se
acercó silenciosamente por detrás del hombre, y cuando estuvo cerca, le saltó al frente con la navaja
en la mano. Al ver al hombre la confusión de sus sentimientos se había convertido en un solo sentir:
venganza. El hombre lo miró aterrorizado. El Profesor se agrandaba frente a él con la navaja abierta.
Entre dientes murmuró:
Facultad de Periodismo y Comunicación Social / UNLP
Taller de Comprensión y Producción de Textos I
-Salí, mocoso.
El Profesor avanzó con la navaja, el hombre se pudo blanco.
-¿Qué es esto? ¿Qué es esto? –y miraba a todas partes con la esperanza de ver a alguien. Pero sólo a
los lejos, en la dársena, aparecían algunos perfiles. Entonces el del sobretodo se largó a correr, pero el
Profesor ya le había saltado encima cortándolo en la mano con la navaja. El sobretodo quedó abandonado en el suelo junto con la sangre que brotaba de la mano del hombre. El Profesor tomó hacia otro
lado, por un instante no supo qué hacer. No demoraría en aparecer un vigilante, enseguida muchos,
acompañando al hombre en su persecución. Si el barco del hombre zarpaba pronto, todo se arreglaría.
Pero si tardaba, el hombre lo perseguiría hasta alcanzarlo y mandarlo a la cárcel. Entonces el Profesor
se acordó de la camarera. Caminó hasta la cantina y desde el jardín de enfrente le hizo señas para que
se acercara. Cuando lo vio con el sobretodo ella comprendió de que se trataba. El profesor le dijo:
-Le hice un tajo en la mano.
Ella se rió:
-¿Te vengaste, eh?
Llevó el sobretodo a la cantina y lo guardó. El Profesor desapareció hasta que el barco zarpó. Pero de
donde estaba escondido apreciaba la batida de la policía por el arenal y las calles adyacentes. Así fue
como el Profesor había conseguido aquel sobretodo que nunca quiso vender. Lo había ganado con
mucho odio. Y mucho tiempo después, cuando sus cuadros admiraron a todo el país (sus temas eran
los niños abandonados, los viejos mendigos, los obreros y los portuarios que representaban en las
cárceles), se advirtió que en ellos los gordos burgueses aparecían siempre vestidos con enormes sobretodos que tenían más personalidad que sus dueños.
Pedro Bala, Joâo Grande y el Sem-Pernas entraron en el depósito. Fueron hasta el grupo que jugaba
alrededor del Gato. Cuando llegaron el juego paró y el Gato se quedó mirándolos:
-¿Juegan un siete y medio?
-¿Me ves cara de idiota? –contestó el Sem-Pernas.
Joâo Grande se sentó para observar, Pedro Bala se apartó con el Profesor. Quería combinar la manera
de sacarle la imagen de Ogum a la policía. Discutieron parte de la noche y ya eran las once cuando
Pedro Bala, antes de salir, les habló a todos los Capitanes de la arena:
-Muchachos, voy a meterme en un asunto difícil. Si mañana no aparezco es que estoy preso y no tardaré en estar en el reformatorio hasta que me pueda escapar. O hasta que ustedes me puedan sacar
de allí...
Y salió. Joâo Grande lo acompañó hasta la puerta. El Profesor volvió a acercarse al Gato. Los chicos
miraron la partida del jefe con cierto recelo. Tenían gran confianza en Pedro Bala y sin él muchos no
sabrían cómo arreglarse.
Pirulito vino de su rincón dejando la oración por la mitad:
-¿Qué pasó?
-Pedro tiene un asunto difícil. Si no vuelve mañana es que esta preso...
-Nosotros lo sacamos -contestó Pirulito naturalmente y ni parecía que hasta minutos antes había estado rezando ante el cuadro de la Virgen por al salvación de su pequeña alma de ladrón. Y se volvió a
sus santos a rezar por Pedro Bala.
El juego comenzó. Llovía a cántaros, truenos y nubes en el cielo. Un frío intenso en el depósito. El agua
caía sobre los chicos que jugaban. Pero ahora ya no le prestaban atención al juego: hasta el Gato se
Taller de Comprensión y Producción de Textos I
olvidaba de ganar. Había como un confusión en el depósito. Duró hasta que el Profesor dijo:
-Voy a ver cómo van las cosas...
Joâo Grande y el Gato fueron con él. Esa noche Pirulito se echó sobre la puerta del depósito con el puñal bajo la cabeza. Y cerca de él, Volta Seca observaba la noche con su cara sombra. Y pensaba en qué
lugar estaría esa noche de temporal la banda de Lampiâo en la inmensidad de las caatingas. Quizás
esa noche de temporal lucharía con la policía como iba a hacer ahora Pedro Bala. Y Volta Seca pensó
que cuando Pedro Bala fuera un hombre sería tan valiente como Lampiâo. Lampiâo era el dueño de
la ciudad, de los arrabales, de las calles, de las dársenas. Y Volta Seca que era del sertón, podría andar
en las caatingas y en las ciudades. Porque Lampiâo era su padrino y Pedro Bala su amigo. Imitó el
cocorocó de un gallo y eso era señal de que Volta seca estaba alegre.
Mientras subía la ladera de la Montaña, Pedro Bala revisaba mentalmente su plan. Lo había preparado con ayuda del profesor y era la cosa más arriesgada en que se había metido. Pero Don’Aninha se
merecía que corrieran riesgos por ella. Cuando había enfermos les traía remedios hechos con plantas,
se los aplicaba y muchas veces los curaba. Y cuando algún Capitán de la arena aparecía por su patio,
lo trataba como a un hombre, como a un ogan, le daba lo mejor para comer y para beber. El plan era
arriesgado y posiblemente no terminaría bien. Pedro Bala estaría en la cárcel algunos días y acabarían
por enviarlo al Reformatorio, donde se vivía pero que un perro. Pero había una posibilidad de que terminara bien y Pedro Bala se jugaría el todo por el todo a esa posibilidad. Llegó al Largo do Teatro. Llovía
y los vigilantes se resguardaban en sus capas. Comenzó a subir la ladera de San Bento lentamente.
Tomó por San Pedro, cruzó el Largo da Piedad, subió por Rosario y ahora estaba en las Mercedes, delante de la Central de Policía, mirando las ventanas, el movimiento de los agentes y de los del servicio
secreto que entraban y salían. De a uno por minuto pasaban los tranvías haciendo rechinar los rieles,
iluminando todavía más la calle bastante clara. El policía amigo de Don’Aninha le había dicho que
Ogum estaba en la sala de detención, sobre el armario junto con diversos objetos aprehendidos en
batidas hechas en refugios de ladrones. En esa sala pasaban la primera noche los presos, antes de ser
interrogados por el juez o por los comisarios de turno que los enviaban a la cárcel o los liberaban. Allí,
en un rincón, primero dentro de un armario que enseguida quedó repleto, después sobre él, situaban
los objetos sin valor aprendidos en las batidas policiales. El plan de Pedro Bala era pasar la noche en la
sala de detenidos y al salir llevarse la imagen de Ogum. Tenía una gran ventaja: la policía no lo conocía. Sólo unos pocos agentes lo conocían como un muchacho de la calle, pero todos e incluso algunos
detectives deseaban ardientemente capturar al jefe de los Capitanes de la arena. Lo único que sabían de
él era que tenía una cicatriz en la cara, y Pedro Bala se pasó la mano por la marca. Pero lo creían mayor
de lo que era en realidad, se hacían la idea de que Pedro Bala debía ser mulato y de mayor edad. Si
llegaban a descubrir que era el jefe de los Capitanes de la arena quizá no lo mandarían al Reformatorio.
Probablemente lo mandarían derecho a la Penitenciaría. Porque del Reformatorio se puede huir pero
de la Penitenciaria no es fácil. Y Pedro Bala caminó hasta el campo Grande. Pero ya no iba con aquel
paso despreocupado de muchacho de la calle. Ahora iba bamboleándose como un hijo de marinero,
la gorra inclinada a causa de la lluvia, el cuello del saco (debía haber pertenecido a un hombre muy
grande) levantando.
El policía se resguardaba de la lluvia debajo de un árbol. Pedro se fue acercando temerosamente. Y
cuando le habló al policía, su voz sonaba como la de un chico asustado en la noche tormentosa de la
ciudad.
Facultad de Periodismo y Comunicación Social / UNLP
www.territorio.perio.unlp.edu.ar ) 24 (
-Agente...
El policía lo miró:
-¿Qué hay, muchacho?
-Yo no soy de aquí, ¿sabe? Yo soy de Mar Grande, vine hoy con mi viejo.
El policía no lo dejó continuar:
-¿Y qué hay con eso?
-No tengo dónde dormir. Quería preguntarle si no podría dormir en la policía...
-La policía no es un hostel, atorrante. Alejate, vamos, alejate... –y le hizo una señal para que se apartara.
Pedro intentó hablarle otra vez pero el policía lo amenazó con el machete.
-Andá a dormir a una plaza... vamos...
Pedro se fue casi llorando. El policía siguió mirándolo. Pedro se quedó en la parada del tranvía, esperó.
Del primero que pasó no bajó nadie, pero del segundo descendió una pareja. Pedro se tiró encima de
la mujer, el hombre vio que le quería quitar la cartera y lo agarró por un brazo. La cosa estuvo tan mal
hecha que si algún Capitán de la arena hubiera pasado por allí no hubiera reconocido a su jefe. Apenas
vio la escena el policía ya estaba junto a ellos:
-¿Así que no eras de aquí? ¿Un ladrón?
Agarró a Pedro por un brazo y lo apartó. El chico tenía una cara entre amedrentada y risueña:
-Lo hice para que usted me llevara preso...
-¿Cómo?
-Lo que le dije es verdad. Mi viejo es marinero, tiene un saveiro en Mar Grande. Hoy me dejó aquí y no
volvió por el temporal. No sé dónde dormir, le pedí a usted. Y usted no me dejó, entonces hice como
que le robaba a esa mujer sólo para que me agarrara... ahora tengo dónde dormir.
-Y por mucho tiempo -fue la única respuesta del policía.
Entraron en la Central. El policía cruzó un corredor y largó a Pedro Bala en la sala de los detenidos.
Había unos cinco o seis hombres. El policía le dijo en son de burla:
-Ahora podes dormir, hijo de puta. Cuando llegue el comisario vamos a ver cuanto tiempo vas a dormir
aquí...
Pedro se quedó callado. Los otros presos ni lo miraron, estaban muy entretenidos en burlarse de un
pederasta que decía llamarse Mariazinha. Pedro Bala vio el armario en un rincón. La imagen de Ogum
estaba al lado de una cesta de papeles. Pedro se acercó, se quitó el saco y lo puso sobre la imagen. Mientras los otros hablaban envolvió a Ogum (no era grande, había otras imágenes mucho más grandes) en
el saco y se tiró al suelo. Puso la cabeza sobre el embrollo y se hizo el dormido.
Los presos de esa noche siguieron riéndose con el pederasta, salvo un viejo que temblaba en un rincón,
no sabía Pedro si de frío o de miedo. La voz de un negro joven le decía a Mariazinha:
-¿Quién te rompió el himen?
-Vamos, dejame... –contestó el pederasta riéndose.
-No. Contalo. Contalo –dijeron los otros.
-¡Ah! Fue Leopoldo... ¡ah!
El viejo seguía temblando. Un tipo de cara chupada por la tuberculosis advirtió al viejo en el rincón:
-¿Por qué no te coges al viejo ése? –le preguntó a Mariazinha.
-¿No ves que no se me da con los viejos? Vamos, terminemos...
Ahora había un policía divirtiéndose desde la puerta y el de la cara chupada se dio vuelta hacia el viejo
) 25 ( www.territorio.perio.unlp.edu.ar
que se encogió todo:
-¿A vos te hubiera gustado que te diera, eh?
-Yo soy un viejo... Yo no hice nada... –murmuró el viejo-. Yo no hice nada, mi hija me está esperando...
Pedro estaba con los ojos cerrados pero adivinó que el viejo lloraba. Siguió fingiendo que dormía.
Ogum le dolía en los huesos de la cabeza. Los presos siguieron divirtiéndose con el pederasta y el viejo,
hasta que llegó otro policía y le preguntó al viejo.
-Usted, viejo. Vamos...
-Yo no hice nada.... –volvió a decir el viejo-. Mi hija me está esperando... –y se dirigía a todos, policías
y presos. Y temblaba tanto que le dio pena a todos, hasta al tipo de la cara chupada que bajó la cabeza.
Sólo el pererasta sonreía.
El viejo no volvió. Después pasó el pederasta. Demoró mucho. El de la cara chupada explicaba que
Mariazinha era de buena familia. Naturalmente, estaría telefoneando a su casa, pidiendo que lo fueran
a buscar para que no tuvieran que prenderlo de nuevo esa noche. De cuando en cuando, si tomaba
demasiada cocaína hacía escándalos en la calle y algún policía lo prendía. Mariazinha sólo volvió para
agarrar su sombrero. Entonces vio a Pedro Bala acostado y dijo:
-Tan jovencito. Qué ricura...
Pedro con los ojos cerrados, escupió:
-Salí de ahí antes que te rompa la cara...
Los otros se rieron y sólo entonces repararon en Pedro:
-¿Qué hacés acá, ratón de iglesia?
-Lo que no te importa, monito... –respondió Pedro Bala al de la cara chupada.
Hasta el policía se rió y les contó a todos la historia de Pedro. Pero llamaron al negro joven y todos
quedaron ansiosos. Sabían que el negro había acuchillado a un hombre esa noche en un baile. Cuando
el negro volvió tenía las manos húmedas por los golpes.
Explicó:
-Dice que me va a procesar por heridas leves.
No habló más, buscó un rincón y se tiró. Los demás también se quedaron callados. Y uno por uno fueron hacia el despacho del comisario. Unos quedaron en libertad otros iban al calabozo, otros volvían
arreglados. El temporal había terminado y llegaba el día. Pedro fue el último en ser llamado. Dejó el
saco donde envolvía a ogum.
El comisario era un joven abogado que lucía un rubí en un dedo y un cigarro en la boca. Cuando Pedro
entró con el policía estaba pidiendo café en lata voz. Pedro se quedó parado delante del escritorio. El
policía dijo:
-Este es el chico del robo en Campo Grande.
El comisario hizo una señal con la mano:
-Fíjese si ese café viene o viene.
El policía se fue. El comisario leyó el parte del agente que había prendido a Pedro Bala y miró al chico:
-¿Qué tenés que decir? Y no me vengas con mentiras...
Con una voz amedrentada. Pedro contó una larga historia. Que el padre era saveirista en Mar Grande
y ese día por la mañana había venido con el saveiro y lo había traído. Pero tuvo que volverse enseguida
para traer otra carga y lo había dejado paseando por la ciudad, porque el saveiro volvería a Bahía recién
a la tardecita y entonces podría retornar con su padre. Pero con el temporal su padre no había podido
Facultad de Periodismo y Comunicación Social / UNLP
Taller de Comprensión y Producción de Textos I
volver y él, que no conocía a nadie, se quedó debajo de la lluvia sin tener dónde dormir. Le preguntó a
un hombre en la calle dónde podría dormir, el hombre le había contestado que en la policía. Entonces
le había solicitado al agente que lo llevase a dormir a la policía y no lo dejó, entonces hizo como que le
iba a robar la cartera a una mujer para que el policía lo apresara y poder dormir bajo techo.
-Tanto que no le robé nada y no me escapé... –concluyó.
El delegado que sorbía el café a sorbitos, dijo para sí:
-No es posible que un chico de esa edad invente semejante historia... –Después, como tenía veleidades
literarias, murmuró:
-Ese si que es un cuento formidable.... –y sonrió con buen humor.
-¿Cómo se llama tu padre? –le preguntó a Pedro.
-Augusto Santos –respondió el chico dando el nombre de un saveirista de Mar Grande.
-Si lo que me contaste es verdadero te voy a soltar. Pero si metiste, vas a ver...
Tocó la campanilla llamando al agente. Pedro tenía los nervios en tensión. Cuando llegó el agente el
comisario le preguntó si en la policía había algún registro de los saveiristas de Mar Grande que amarraban en el muelle del mercado.
-Sí, señor. Hay.
-Vaya a ver si hay algún Augusto Santos y vuelva a decírmelo. Y apresúrese que mi horario esta terminado.
Pedro Bala miró el reloj: las cinco y media de la mañana. El agente demoró algunos minutos y el
comisario no se ocupo más de Pedro que estaba de pie enfrente a su escritorio. Sólo cuando el agente
volvió dijo:
-Sí, señor, figura. Hoy mismo estuvo en el muelle pero se fue enseguida... –el comisario hizo un gesto
con la mano y le dijo al agente:
-Ponga a ese muchacho en libertad.
Pedro solicitó que lo dejaran ir a buscar su saco. Lo acomodó debajo del brazo y no parecía llevar la
imagen envuelta en él. Atravesaron el corredor nuevamente, el agente lo dejó en la puerta. Pedro enfilo
hacia el Largo dos Aflitos, rodeó el viejo cuartel y desembocó en Gamboa de Cima. Ahora iba corriendo, pero oía pasos que lo seguían. Casi parecía que los perseguían. Miró. El Profesor, Joâo Grande y el
Gato iban detrás de él. Espero que lo alcanzan y curioso preguntó:
-¿Qué andan haciendo por aquí?
El Profesor se rascó la cabeza:
-Nos levantamos temprano hoy. Y andábamos por aquí sin saber que hacer y nos encontramos con
vos que andas corriendo...
Pedro abrió su saco y mostró la imagen de Ogum. Joâo Grande rió con satisfacción:
-¿Cómo los engañaste?
Fueron bajando la ladera por la que se escurría el agua de la noche. Y Pedro iba cantando sus aventuras. El Gato le preguntó:
-¿No tuviste ni un poquito de miedo?
Primero Pedro Bala pensó decir que no, después confesó:
-La verdad que tuve un bagazo bárbaro...
Y se rió de la cara divertida que ponía Joâo Grande. El cielo estaba azul, sin nubes, el sol brillaba y
desde la ladera veían los saveiros que partían del muelle del Mercado.
Taller de Comprensión y Producción de Textos I
Dios sonrió como un negrito
El niño era una tentación demasiado grande.
Ni parecía un mediodía de invierno. El sol dejaba caer sobre las calles una claridad blanda que no quemaba, pero cuyo calor acariciaba como una mano de mujer. En el parque cercano las flores estallaban
en colores. Margaritas, rosas y claveles, dalias y violetas. Parecía que en la calle había un perfume muy
sutil que Pirulito sentía entrar en su nariz y embriagarlo. Había comida a la puerta de una casa de
portugueses ricos, las sobras de un almuerzo que fue casi un banquete. La criada que le había traído
el plato lleno le dijo mirando las calles, el sol de invierno, los hombres que pasaban sin sobretodo:
-Esta haciendo un lindo día.
Estas palabras acompañaron a Pirulito por la calle. Un día lindo y el chico iba despreocupado, silbando
un samba que le había enseñado el Querido-de-Deus, recordando que el padre José Pedro le había prometido hacer todo lo que pudiera para conseguirle una vacante en el seminario. El padre José Pedro le
había dicho que toda aquella belleza que envolvía la tierra y los hombres era un presente de Dios y que
había que agradecérsela. Pirulito miró el cielo azul donde Dios debía estar y le dio las gracias con una
sonrisa y pensó que Dios era realmente bueno. Y pensando en Dios pensó también en los Capitanes
de la arena. Robaban, peleaban en las calles, se burlaban, volteaban negritas en el arsenal, a veces herían con navaja o puñal a hombres y a policías. Pero igual eran buenos, eran unos amigos de los otros.
Hacían esas cosas porque no tenían casa, ni padre, ni madre, porque su vida era una vida sin comida
segura y dormían en un caserón casi sin techo. Si no hacían todo aquello se morían de hambre, porque
eran raras las casas donde les daban de comer o de vestir. Y tampoco toda la ciudad podría darles a
todos. Pirulito pensó que todos estaban condenados al infierno. Pedro Bala no creía en el infierno, el
Profesor tampoco, se reían de él. Joâo Grande creía en Xangó, en Omolu, en los dioses de los negros
que habían venido del África. El Querido-de-Deus que era un pescador valiente y un capoeirista sin
igual, también creía en ellos y los mezclaba con los santos de los blancos que habían venido de Europa.
El padre José Pedro decía que eso era superstición, que estaban errados, pero que la culpa era de ellos.
Pirulito se entristeció en la belleza del día. ¿Estarían todos condenados al infierno? El infierno era un
lugar de fuego eterno, era un lugar donde los condenados ardían una vida que nunca se terminaría. Y
en el infierno había mártires desconocidos, incluso en la cárcel, incluso en el Reformatorio de Menores. Hacía pocos días Pirulito había oído de un fraile alemán que describía el infierno. En los bancos,
hombres y mujeres recibían las palabras de fuego del fraile como chicotazos en el lomo. El fraile era
colorado y su cara chorreaba de sudor. Su idioma enraresado hacía más terrible todavía el infierno que
describía, las llamaradas lamiendo los cuerpos que fueron hermosos en la tierra y se habían entregado
al amor, las manos que habían sido ágiles y se habían entregado al robo, a manejar el puñal y la navaja.
En el sermón del fraile, Dios era justiciero y castigador, no era el Dios de los días lindos del padre José
Pedro. Después le explicaron a Pirulito que Dios era la suprema bondad en una capa de temor y ahora
vivía entre los dos sentimientos. Su vida era una vida desgraciada de niño abandonado y por eso tenía
que ser una vida de pecados, de robos casi diarios, de mentiras dichas a la puerta de las casa de los
ricos. Por eso, en la belleza del día Pirulito mira el cielo con los ojos abiertos de miedo y le pide perdón
a Dios que es tan bueno (pero no tan justo) por sus pecados y por los pecados de los Capitanes de la
arena. Porque ellos no tenían la culpa. La culpa la tenía la vida.
Facultad de Periodismo y Comunicación Social / UNLP
www.territorio.perio.unlp.edu.ar ) 26 (
El padre José Pedro decía que la culpa era de la vida y hacía de todo para solucionar esa vida, porque
sabía que era la única manera de hacer que tuvieran una existencia limpia. Aunque una tarde en que
estaban el padre y Joâo de Adâo, el portuario dijo que la culpa era de la sociedad mal organizada, que
era de los ricos... Que mientras no cambiara todo los chicos no podrían ser hombres de bien. Y dijo
que le padre José Pedro nunca podría hacer nada porque los ricos no lo dejarían. El padre José Pedro
se había quedado muy triste ese día y cuando Pirulito lo quiso consolar diciéndole que no le diese importancia a lo que decía Joâo de Adâo, el padre le contestó moviendo su cabeza flaca:
-A veces yo pienso que tiene razón, que todo está mal. Pero Dios es bueno y sabrá encontrar el remedio...
El padre José Pedro pensaba que Dios los perdonaría y quería ayudarlos. Y como no tenía medios
sino más bien una barrera que se lo impedía (todos consideraban a los Capitanes de la arena como
criminales o como chicos iguales a los que fueron criados en una casa y con una familia), terminaba
desesperado. A veces quedaba como atolondrado. Pero esperaba que Dios lo inspirase y hasta que
llegara ese día acompañaba a los chicos, evitando en algunas ocasiones que cometieran actos malos.
Fue uno de los que más insistieron para terminar con la pederastia en el grupo. Y consiguió una de
sus mejores experiencias sobre cómo tratar a los Capitanes de la arena. Mientras les dijo que tenían
que acabar con eso porque era pecado, algo feo e inmoral, sólo consiguió que los chicos se le rieran por
detrás y continuaran durmiendo con los jóvenes y hermosos. Pero el día que el padre, esta vez ayudado
por el Querido-de-Deus, afirmó que eso era indigno de un hombre, que volvía a un hombre igual a una
mujer, o peor que una mujer, Pedro Bala tomó medidas violentas y expulsó a los pasivos del grupo. Y
por más que el padre pidió por ellos, no les permitió quedarse allí.
-Si ellos se quedan las porquerías siguen, padre.
Puede decirse que Pedro Bala exterminó la pederastia entre los Capitanes de la arena como un médico
arranca el apéndice enfermo del cuerpo de un hombre. Lo difícil para el padre José Pedro era conciliar
las cosas. Pero lo intentaba y a veces sonreía satisfecho de los resultados. Salvo cuando Joâo de Adâo se
reía de él y decía que sólo la revolución resolvería todo eso. Allá arriba, en la ciudad alta, los hombres
ricos y las mujeres querían que los Capitanes de la arena fueran a la cárcel o al reformatorio, que era
peor que la cárcel. Allá abajo, en las dársenas, Joâo de Adâo quería terminar con los ricos, establecer
la igualdad, hacer escuelas para los chicos. El padre quería darle a los chicos casa, escuela, cariño y
consuelo, pero sin revolución, sin terminar con los ricos. De todos lados emergían barreras. Se sentía
perdido y le pedía inspiración a Dios. Y con cierto temor veía que, al pensar en el problema, sin querer,
le daba la razón al portuario Joâo de Adâo. Entonces lo poseía el temor, porque no eran ésas las enseñanzas recibidas y rezaba durante horas para que dios lo inspirase.
La gran conquista del padre José Pedro entre los Capitanes de la arena fue Pirulito. Tenía fama de ser
uno de los peores del grupo, decían que una vez había puesto su puñal en la garganta de un chico que
no le quiso prestar plata y fue cortándolo despacio, sin temblar, hasta que la sangre empezó a correr
y el otro le dio todo lo que le pedía. Pero también contaban que otra vez le hizo un corte de navaja a
Chico Banha porque el mulato estaba torturando a un gato que había entrado al depósito en persecución de los ratones. El día que el padre José Pedro empezó a hablarle de Dios, del cielo, de Cristo, de
la bondad y de la piedad, Pirulito empezó a cambiar. Dios lo llamaba y él sentía su poderosa voz en
el depósito. Veía a Dios en sus sueños y oía el llamado divino del que hablaba el padre José Pedro. Y
se volvió entero hacia Dios, oía su voz, rezaba ante los cuadros que el padre le había dado. El primer
) 27 ( www.territorio.perio.unlp.edu.ar
día en el depósito se le rieron. Pero desde que le pegó a uno, los otros se callaron. El padre le dijo que
había hecho mal, que haya que sufrir por Dios y entonces Pirulito le dio su navaja casi nueva al chico
que había pegado. Y no le pegó a ningún otro, evitaba las peleas y si no evitaba los robos era porque
constituían su medio de vida y no tenían a mano ningún otro. Pirulito sentía el llamado de Dios, que
era intenso y quería sufrir por él. Se pasaba horas y horas arrodillado, dormía en el suelo raso, rezaba
hasta que el sueño lo derribaba, le escapaba a las negritas que le ofrecían su amor en la arena caliente
de los muelles. Entonces amaba a Dios-pura-bondad y sufría para pagar el sufrimiento de Dios en la
tierra. Después vino la revelación de Dios-justicia (para Pirulito fue Dios-venganza) y el temor de Dios
lo invadió y se mezcló en su corazón con el amor de Dios. Sus oraciones fueron más extensas, el terror
del infierno se mezclaba con la belleza de Dios. Ayudaba días enteros y su cara se volvió macilenta
como la de un anacoreta. Tenía ojos de místico y creía ver a Dios en sus noches ensoñadas. Por eso
mantenía los ojos apartados del culo y los pechos de las negritas que andaban bailando ante los ojos de
todos, por las calles pobres de la ciudad. Su esperanza era ser un día sacerdote de Dios, vivir sólo en su
contemplación, vivir exclusivamente para él. La bondad de Dios le daba esperanzas. El temor de Dios
vengándose de los pecados de Pirulito lo hacía desesperar.
Ese amor y ese temor en que Pirulito se mantenga indeciso ante la vidriera a esa hora del mediodía
llena de belleza. El sol es blanco y claro, las flores se abren en el jardín, hay calma y paz por todas partes. Pero más bella que todo es la imagen de la concepción con el Niño que está en el mostrador en
ese negocio que sólo tiene una puerta. En la vidriera cuadros de santos, libros de oraciones con encuadernaciones lujosas, rosarios de oro, relicarios de plata. Y adentro, al costado del mostrador que llega
casi hasta la puerta, la imagen de la Virgen de la Concepción ofrece el Niño a Pirulito. Pirulito piensa
que la Virgen le quiere entregar a Dios, Dios niño y desnudo, pobre como Pirulito. El escultor hizo al
niño delgado y a la Virgen triste de la debilidad de su niño, mostrándolo a los hombres ricos y gordos.
Por eso la imagen se mantiene allí y no consiguen venderla. En las imágenes el Niño siempre es gordo y tiene aire de chico rico, es un Dios rico. Éste es un Dios pobre, un chico pobre, igual a Pirulito,
todavía más parecido a los más jóvenes del grupo, exactamente igual a uno de pecho, de pocos meses
de tiempo, que anduvo abandonado en la calle el día que su madre, murió de un ataque mientras lo
llevaba en brazos y al que Joâo Grande trajo al depósito, donde lo tuvieron hasta el atardecer (los chicos
venían a observarlo y se reían del Profesor y de Joâo Grande sofocados para conseguir leche y agua
para el bebe), cuando la mâe-de-santo Don Aninha se lo llevó recostado en su seno. Sólo que aquel era
negro y Dios era blanco. En lo demás el parecido es completo. Hasta la cara de llanto que tiene el niño,
flaco y pobre, en los brazos de la Virgen. Y ella se lo ofrece a Pirulito, a su cariño, a su amor. El día es
hermoso, el sol brilla, las flores se abren. Solamente el Niño tiene hambre y frío en este día. Pirulito lo
llevará con él al depósito de los Capitanes de la arena. Rezará para él, lo cuidará, lo alimentará con su
amor. ¿No ven que al revés de todas las imágenes, el niño no está apresado por los brazos de la Virgen,
sino suelto y que ella lo ofrece al cariño de Pirulito? Da un paso. Dentro del negocio una vendedora
espera a los clientes, pero mientras tanto se pinta los labios con una nueva marca de lápiz labial. Es
muy fácil llevarse al Niño. Pirulito levanta el pie para dar otro paso, pero el temor a Dios lo detiene. Se
queda quieto, pensando.
En su temor, le había jurado a Dios que solamente robaría para comer o cuando fuera algo ordenado
por las leyes del grupo, un asalto ordenado por Pedro Bala. Porque pensaba que traicionar las leyes (no
estaban escritas pero existían en la conciencia de cada uno) de los Capitanes de la arena también era
Facultad de Periodismo y Comunicación Social / UNLP
Taller de Comprensión y Producción de Textos I
un pecado. Y ahora iba a robar sólo para tener consigo a la imagen del Niño, para alimentarlo con su
cariño. Era un pecado, no era para comer, ni era para cumplir con las leyes del grupo. Era un pecado,
no era para comer, ni para quitarse el frío. Dios era justo y lo castigaría, le daría el fuego del infierno.
Sus carnes arderían, sus manos que querían llevar al niño se quemarían durante una vida sin fin. El
Niño era el dueño del negocio. Pero el dueño del negocio tenía tantos Niños, y todos gordos y rosados,
no sentiría la falta de uno solo, y de uno flaco y friolento. Los otros tenían el vientre envuelto en paños caros, siempre de color azul pero de lujosa factura. Ésta estaba completamente desnudo, tenía el
vientre fría, era flaco, ni siquiera el escultor le tuvo cariño. Y la Virgen se lo ofrecía a Pirulito, el Niño
estaba suelto en sus brazos... El dueño del negocio tenía tantos Niños, tantos... ¿Qué falta le haría uno?
Quizá no le importaría, tal vez se reiría cuando supiera que le habían robado aquel Niño que nunca
consiguió vender, que estaba suelto en los brazos de la Virgen, delante del cual las beatas que venían
a comprar dirían espantadas:
-Éste no... Es tan feo, Dios me perdone... Encima, está suelto de los brazos de Nuestra Señora. Se va
a caer al suelo. Ése no...
Y el Niño quedaba allí. La Virgen lo ofrecía al cariño de los que pasaban pero nadie lo quería. Las beatas
no querían llevárselo a sus oratorios, donde había Niños con sandalias de oro y corona en la cabeza.
Solamente Pirulito vio que el Niño tenía hambre y sed, que tenía frío y quiso llevárselo. Pero no tenía
plata y tampoco tenía la costumbre de comprar las cosas. Pirulito podía llevárselo consigo, podía darle
de comer, de beber, vestirlo, todo sacado de su amor a Dios. Pero si lo hiciera, Dios lo castigaría, el
fuego del infierno lo comería durante una vida sin fin, sus manos que llevaran al niño, su cabeza que
pensaba en llevarse al Niño. Entonces Pirulito se acordó de que sólo el pensar ya era pecado. Que se
pecaba al pensar en cometer el pecado. El fraile alemán había dicho que muchas veces se pecaba sin
saberlo porque se estaba pecando con el pensamiento.
Pirulito estaba pecando, sintió que estaba
pecando, tuvo miedo de Dios y echó a correr para no seguir pecando. No corrió mucho, se quedó en
la esquina, no pudo alejarse de la imagen, miró otras vidrieras, así no pecaba. Metió sus manos en los
bolsillos (así las encarcelaba), desvió su pensamiento. Pero ahora los hombres que volvían al trabajo
después de almorzar le despertaron un pensamiento: dentro de poco los otros empleados del negocio
volverían y entonces sería imposible llevarse al niño. Sería imposible.... Y Pirulito volvió a la vidriera
del negocio de objetos religiosos.
Allí estaba el Niño y la Virgen se lo ofrecía a Pirulito. Un reloj dio la una. No tardarían en volver los
otros empleados. ¿Cuántos serían? Aunque fuera sólo uno, el negocio era tan pequeño que sería imposible llevarse al Niño. Parecía que la Virgen le estuviera diciendo esas cosas. Que es la Virgen quien
le dice que si no se lleva al niño ahora ya no podrá llevárselo más. Y con seguridad es ella quien lo dice,
sí, es ella quien hace que la vendedora se marche detrás de la cortina que hay al fondo del negocio y
lo deje solo. Sí, fue la Virgen, que ahora extiende el Niño a Pirulito todo lo que le dan los brazos y le
dice con dulce voz:
-Llévalo y cuídelo.... Cuídelo bien...
Pirulito avanza. Ve el infierno, el castigo de Dios, sus manos y su cabeza van a arder durante una vida
sin fin. Pero sacude el cuerpo para rechazar la visión, recibe al niño que la Virgen le entrega, lo recuesta contra su pecho y desaparece.
No mira al niño. Pero siente que ahora, recostado contra su pecho, el Niño sonríe, no tiene más hambre, ni sed, ni frío. Sonríe el niño como sonreía el negrito de meses cuando en el depósito Joâo Grande
Taller de Comprensión y Producción de Textos I
le daba leche a cucharitas con sus manos enormes, mientras el Profesor lo sostenía en el calor de su
pecho. Así sonreía el Niño.
Familia
El Boa-Vida fue quien le contó a Pedro Bala que en esa casa del barrio de la Graça había cosas de oro en
tal cantidad que estremecía. El dueño de casa parecía coleccionista y el Boa-Vida le había oído decir a
un compadrito que en la casa había una habitación totalmente llena de objetos de oro y plata por la que
en el empeño les podrían dar una fortuna. A la tarde Pedro Bala fue con el Boa-Vida a ver la casa. Era
un edificio moderno y elegante, con jardín, garaje, una espaciosa residencia de gente rica. El Boa-Vida
escupió entre dientes dibujando con la saliva una flor en la vereda, y dijo:
-Y pensar que en ese mundo sólo viven dos viejos.
-¡Flor de cueva!
Una criada abrió la puerta y salió al jardín. En el vestíbulo que quedó a la vista observaron cuadros en
las paredes, estatuillas sobre las mesas. Pedro Bala se rió:
-Si el Profesor lo viera se volvía loquito... Nunca vi tantos libros y pinturas.
-Él me va a hacer una pintura así... –y el Boa-Vida mostraba el tamaño aproximado separando las
manos.
Pedro Bala volvió a mirar la casa y silbando se acercó al jardín. La criada recogía flores y sus pechos
blancos aparecían bajo el escote por la curvatura de la posición. Pedro Bala los miró. Eran unos pechos
blancos terminados en picos rosados. El Boa-Vida suspiró a su lado:
-¡Qué montaña, Bala!
-Cállate la boca.
Pero la criada ya los había visto y los miraba como preguntando qué querían. Pedro Bala se sacó la
gorra y pidió:
-¿Nos podría dar un vaso de agua, por favor? El sol está que quema... –y sonreía limpiándose con el
sombrero la frente donde le escurría el sudor. Estaba muy colorado bajo el sol, sus cabellos crecidos le
sobrepasaban las orejas en ondas desparejas y la sirvienta lo miró con simpatía. A su lado, el Boa-Vida
fumaba un pucho de cigarro con un pie encima del cerco del jardín. La criada le dijo con desprecio:
-Saque esa pata de ahí...
Después le sonrió a Pedro:
-Ya traigo el agua...
Volvió con dos vasos de agua y eran vasos como ellos nunca habían visto de tan hermoso. Tomaron el
agua y Pedro Bala agradeció:
-Muchas gracias.... –y bajito- ricura.
La criada le contestó también en voz baja:
-Mocoso atrevido...
-¿A qué hora salís de aquí?
-Contenete. Tengo mi hombre. Me espera hoy a las nueve en aquella esquina...
-Yo te espero en la otra...
Marcharon por la calle. El Boa-Vida fumando su pucho de cigarro y apantallándose la cara con sus
sombrero.
Facultad de Periodismo y Comunicación Social / UNLP
www.territorio.perio.unlp.edu.ar ) 28 (
Pedro Bala comentó:
-Yo soy realmente simpático... A ésa ya la tengo...
El Boa-Vida escupió de nuevo entre dientes:
-También, con ese pelo de mujer todo enrulado...
Pedro Bala se rió y le mostró el puño cerrado:
-No seas envidioso, mulato...
Pedro Bala desvió la charla:
-¿Y el oro?
-Es un trabajo para el Sem-Pernas... que mañana se dé una vuelta y trate de pasar unos días en la casa.
Después que averigüe dónde esta el toco. Venimos nosotros, unos cinco o seis, sacamos el oro...
-¿Y te quedás sin comer?
-¿Esa comida? Me la como hoy.... A las nueve estoy firme aquí...
Se dio vuelta. Miró la casa. La criada estaba apoyada en el cerco y Pedro le dijo adiós. Ella respondió.
El Boa-Vida escupió:
-Suerte de porquería, nunca vi otra igual.
Al día siguiente a las once y media de la mañana, el Sem-Pernas apareció frente a la casa. Cuando tocó
el timbre la criada todavía estaría pensando en la noche pasada con Pedro Bala en su pieza del García
porque no lo oyó. El chico tocó de nuevo y a la ventana de la habitación del primer piso se asomó la
cabeza gris de una señora que observó al Sem-Pernas con los ojos achicados:
-¿Qué hay, hijo?
-Señora, yo soy un pobre huérfano....
La señora hizo con la mano una señal para que esperase y a los pocos minutos estaba en la puerta
descuidando las disculpas de la sirvienta por no haber oído el timbre:
-Dígame, hijo –y miraba los harapos del Sem-Pernas.
-Señora, yo no tengo padre y hace pocos días que mi mamá se fue al cielo –mostraba una cinta negra
en la manga, que le había conseguido sacándola del sombrero del Gato-. No tengo a nadie en el mundo, soy inválido, no puedo trabajar mucho, hace dos días que no como ni tengo dónde dormir.
Parecía que iba a echarse a llorar. La señora lo miraba muy impresionada:
-¿Eres inválido, hijo?
El Sem-Pernas le mostró la pierna torcida y caminó delante de la señora acentuando el defecto. Ella lo
miraba compasiva:
-¿De qué murió tu madre?
-Yo no sé. Le dio una cosa, un afiebre maldita que se la llevó en cinco días. Y me dejó solo en el mundo... Si todavía aguantara el trabajo, me podría arreglar. Pero con esta pierna, sólo podría trabajar en
una casa de familia...
La señora no necesita un muchacho para hacerle las compras, para ayudar en el trabajo de la casa. Si
necesita, señora...
Y como el Sem-Pernas pensaba que todavía estaba indecisa, completó con cinismo, con voz llorosa:
-Si yo quisiera me podría ir con esos chicos ladrones como los Capitanes de la arena. Pero yo no soy
ladrón, quiero trabajar. Pero no aguanto un trabajo fuerte. Soy un pobre huérfano, tengo hambre...
La señora no estaba indecisa. Estaba recordando a su hijo muerto más o menos de la misma edad y
que al morir se había llevado toda la alegría y la de su marido. Él todavía tenía sus colecciones de obras
) 29 ( www.territorio.perio.unlp.edu.ar
de arte, pero ella sólo tenía el recuerdo de aquel hijo que la había dejado tan pronto. Por eso mira con
cariño al Sem-Pernas a ese desarrapado, y al hablarle su voz tiene una dulzura diferente. Hay un dejo
de alegría en la dulzura de su voz y eso asombra a la criada:
-Entra, hijo mío. Quédate, que yo te voy a conseguir algún trabajo... –pone su mano fina y aristocrática
en la que brillaba un solitario, sobre la cabeza sucia del Sem-Pernas y le dice a la criada: -María José,
prepare el cuarto de arriba del garage para este muchacho. Llévelo al baño, déle ropa de Raúl y después
déle de comer...
-¿Antes del almuerzo, Doña Ester?
-Sí. Hace dos días que no come el pobrecito.
El Sem-Pernas no decía nada, pero se secaba con el borde de la mano las lágrimas fingidas.
-No llores... –dijo la señora y le acarició la cara.
-La señora es muy buena. Dios se lo pague...
Después le preguntó como se llamaba y el Sem-Pernas le dio el primer nombre que le pasó por la
cabeza:
-Augusto... –y como repitió el nombre para sí mismo para no olvidarse de que se llamaba Augusto, no
se dio cuenta de la emoción de la señora que murmuraba:
-Augusto, el mismo nombre...
Y como ahora el Sem-Pernas miraba su rostro emocionado, dijo en voz alta:
-Mi hijo también se llamaba Augusto... Se murió cuando tenía más o menos tu edad... Pero pasa, hijo
mío, anda a lavarte para comer.
Doña Ester lo acompañó conmovida. Observó cómo la criada le mostraba el baño, le dio una salida y
se fue al cuarto de arriba del garage para prepararlo (el chofer se había marchado, por lo tanto el cuarto
estaba desocupado). Doña Ester se acercó al Sem-Pernas que estaba parado a la puerta del baño:
-Sácate esa ropa. María José te va a traer otra...
El Sem-Pernas miraba a la señora que se iba y tenía rabia, no sabía si contra ella o contra sí mismo.
Doña Ester se sentó frente a su tocador y con los ojos quietos parecía estar mirando a través de la ventana. En realidad no miraba ni veía nada. Miraba dentro de sí, sus recuerdos de muchos años y veía un
niño de la edad del Sem-Pernas, vestido de marinero, corriendo por el jardín de la otra casa de la que
se mudaron cuando el niño murió. Estaba lleno de vida y de alegría, le gustaba reír y saltar. Cuando se
cansaba de correr con el gato, andar en el sube y baja del jardín, de jugar a las escondidas con el perro
lobo, iba a echar sus brazos alrededor del cuello de Doña Ester, la besaba y se quedaba junto a ella mirando los libros con figuras, aprendiendo a leer y a escribir. Para tenerlo junto a ellos el mayor tiempo
posible, Doña Ester y su marido habían decidido enseñarle las primeras letras en el hogar. Un día (y
los ojos de Doña Ester se llenaban de lágrimas) vino la fiebre. Después el pequeño cajón salió por la
puerta y ella lo miraba con ojos asombrados, no podía comprender que su hijo se hubiese muerto. El
retrato ampliado sigue colgado de una pared de su cuarto pero con una cortina cubriéndolo porque no
quiere ver el rostro de su hijo para no renovar su angustia. También sus ropas están guardadas en una
pequeña valija y jamás salieron de allí. Pero ahora Doña Ester saca las llaves del cofre de sus alhajas.
Y lentamente, muy lentamente, va a buscar la valija. La apoya en una silla. La abre con manos trémulas. Mira los pantalones y las camisas, la ropa de marinero, los pequeños pijamas y camisones con que
dormía. Aprieta la ropa de marinero contra su pecho como si abrazara al hijo. Las lágrimas estallan.
Ahora un chico pobre y huérfano había golpeado a su puerta. Después de la muerte del hijo no quiso
Facultad de Periodismo y Comunicación Social / UNLP
Taller de Comprensión y Producción de Textos I
tener otro, ni le gustaba ver los juegos de los chicos para no avivar el dolor de sus recuerdos. Pero uno
pobre y huérfano, lisiado, triste, que dijo llamarse Augusto como su hijo, golpeó a su puerta pidiendo
pan, posada y cariño. Por eso tiene el coraje de abrir la valija donde están las ropas que el hijo había
usado. Por eso la ropa azul de marinero, la ropa que a él más le gustaba. Porque para Doña Ester su
hijo había vuelto hoy en la figura de esa criatura andrajosa y lisiada, sin padre ni madre. Su hijo había
vuelto y sus lágrimas ya no encierran tanto dolor. Había vuelto el hijo macilento y enfermo, con una
pierna inválida y vestido de harapos. Pero pronto será de nuevo el Augusto alegre y feliz de los años
pasados, y nuevamente vendrá a pasarle los brazos alrededor del cuello y leerá las grandes letras de la
cartilla.
Doña Ester se levanta. Lleva la ropa azul de marinero. Y vestido con ella, el Sem-Pernas come la mejor
comida de su vida.
Si le hubieran hecho la ropa de marinero a su medida no le hubiera calzado tan bien. Le quedaba perfecta y cuando se miró en el espejo de la sala casi no se reconoció. Estaba lavado, la sirvienta le había
puesto brillantina en el pelo y lo había perfumado. La ropa era hermosa. El Sem-Pernas se miraba en
el espejo. Se pasó la mano por la cabeza, después por el pecho, alisando la ropa, se sonrió pensando
en el Gato. Daría cualquier cosa para que el Gato lo viera con esa elegancia. Los zapatos también eran
nuevos, pero la verdad era que los zapatos no le gustaban mucho porque tenían un lazo de cinta y casi
parecían zapatos de mujer. El Sem-Pernas encontraba rarísimo estar vestido de marinero y con zapatos de mujer. Caminó por el jardín pues quería fumar, nunca había dejado de fumarse su cigarrillo
después de comer. A veces no había comida pero siempre había un pucho de cigarrillos o de cigarro.
Allí había que cuidarse, no podía fumar abiertamente. Si lo hubieran dejado en la cocina, mezclado
con los criados como le pasó en las otras casas donde había logrado entrar para robarlas después,
hubiera podido fumar y charlar en la lengua de vocablos escasos de los Capitanes de la Arena. Pero
esta vez lo habían lavado, vestido de nuevo, puesto brillantina en el pelo y perfume. Le habían dado
de comer en el comedor. Y durante el almuerzo la señora había conversado con él como si fuese un
niño bien educado. Ahora lo había mandado a jugar en el jardín, donde el gato amarillo que se llamaba
Berloque se calentaba al sol. El Sem-Pernas se sienta en un banco y saca de su bolsillo el paquete de
cigarrillos baratos. Cuando se cambió de ropa no olvidó los cigarrillos. Enciende uno y comienza a
saborearlo, pensando en su nueva vida. Ya otras veces había hecho lo mismo: penetrar en la casa de
una familia como un chico pobre, huérfano y lisiado y en esa condición pasar los días necesarios para
hacer un reconocimiento completo de la casa, de los lugares donde guardaban los objetos de valor, de
las salidas posibles para una fuga. Después, los Capitanes de la arena invadían la casa una noche, se
llevaban los objetos valiosos y en el depósito el Sem-Pernas gozaba de una gran alegría, alegría vengativa. Porque, cuando lo acogían en esas casas y le daban comida y una cama, cumplían una obligación
fastidiosa. Los dueños de casa evitaban aproximarse y lo dejaban en su suciedad, nunca tenían una
palabra buena para decirle. Lo miraban como preguntándole cuándo se iría. Y muchas veces, la señora
que se había conmovido con su historia, contada a la puerta de la calle con voz sollozante, mostraba
evidentes señales de estar arrepentida de haberlo recogido. Para el Sem-Pernas lo aceptaban porque
tenían remordimientos. Porque para el Sem-Pernas todos ellos eran culpables de la situación de los
niños pobres. Y los odiaba a todos con un odio profundo. Su grande y casi única alegría era calcular
la desesperación de las familias después del robo, al pensar que aquel muchacho hambriento a quien
habían dado de comer les había reconocido la casa y había servido para que otros niños hambrientos
Taller de Comprensión y Producción de Textos I
supieran dónde estaban los objetos de valor.
Pero esta vez era diferente. Esta vez no lo habían dejado en la cocina, sino que lo llevaron a comer al
comedor. Era un huésped, un huésped querido. Y fumando a escondidas su cigarrillo (el Sem-Pernas
se pregunta a sí mismo por qué se esconde para fumar), trata de comprender. No comprende nada
de lo que pasa. Su cara está contraída. Se acuerda de la comisaría, de la paliza que le dieron, de los
sueños que nunca dejaron de perseguirlo. Y de pronto tiene miedo de que en esta casa sean buenos
con él. No sabe bien por qué, pero tiene miedo. Y se levanta, sale de su escondrijo y se va a fumar
justo debajo de la ventana de la señora. Así verán que es un chico perdido, que no merece un cuarto,
ropa nueva, comida en el comedor. Así lo mandarán a la cocina, y él podrá llevar delante su venganza,
conservar el odio en su corazón. Porque si ese odio desaparece, se morirá, no tendrá motivo alguno
para vivir. Y ante sus ojos pasa la visión del hombre del chaleco que mira cómo los agentes golpean al
Sem-Pernas y se ríe con una carcajada brutal. Eso habrá de impedir siempre que el Sem-Pernas vea el
rostro bondadoso de Doña Ester, el gesto protector de las manos del padre José Pedro, la solidaridad de
los músculos huelguistas del estibador Joâo Grande. Sólo su odio alcanzará a todos, blancos y negros,
hombres y mujeres, ricos y pobres. Por eso tiene miedo de que sean buenos con él.
A la tarde llegó de su oficina Raúl, el dueño de casa. Era un abogado de renombre, que se había hecho
rico con su profesión, era profesor en la Facultad de Derecho pero ante todo era un coleccionista.
Tenía una buena galería de cuadros y monedas antiguas y obras de arte. El Sem-Pernas lo vio entrar.
En ese momento estaba mirando los grabados de un libro infantil y se reía solo del elefante tonto que
había sido engañado por el mono. Raúl no lo vio y subió las escaleras. Pero en seguida la criada vino a
llamarlo y lo condujo al cuarto de Doña Ester. Raúl estaba en mangas de camisa, fumando un cigarrillo
y miró al muchacho con una sonrisa divertida, ya que el Sem-Pernas, parado a la puerta del cuarto
mostraba una cara confundida.
-Pasa...
El Sem-Pernas entró rengueando, no sabía dónde poner las manos. Doña Ester habló bondadosamente:
-Siéntate, hijo mío, no tengas temor...
El Sem-Pernas se sentó en el borde de una silla y se quedó esperando. El abogado lo estudiaba, le miraba la cara pero con simpatía y el Sem-Pernas preparaba las respuestas para las inevitables preguntas.
Contó de nuevo la historia inventada esa mañana, pero cuando empezó a llorar abundantes lágrimas,
el abogado le dijo que no siguiera y se levantó dirigiéndose a la ventana. El Sem-Pernas comprendió
que estaba conmovido y ese resultado de su “arte” lo puso orgulloso. Sonrió para sí mismo. Pero ahora
el abogado se acercaba a Doña Ester y la besaba en la frente y después en los labios. El Sem-Pernas bajó
los ojos. Raúl se le acercó y le puso la mano sobre el hombro:
-Quédate y ya no vas a pasar más hambre... Anda a jugar, anda a ver los libros. A la noche nosotros
vamos al cine ¿te gusta ir al cine?
-Sí señor.
El abogado lo disculpó con un gesto. El Sem-Pernas salió, pero igual pudo ver cuando Raúl se aproximó a Doña Ester y le dijo:
-Eres una santa. Vamos a convertirlo en un hombre...
Era el atardecer, las luces se encendían y el Sem-Pernas pensó en los Capitanes de la arena que a esa
hora recorrían la ciudad en busca de comida.
Facultad de Periodismo y Comunicación Social / UNLP
www.territorio.perio.unlp.edu.ar ) 30 (
Una pena fue que en el cine no pudiera gritar cuando el muchacho le pegaba al villano, como hizo las
veces que consiguió penetrar en el “gallinero” del olimpia o del cinematógrafo de Ipagipe. Allí, en el
Guaraní, lujoso y de cómodas plateas, tenía que quedarse en silencio y en una oportunidad en que no
se contuvo y largó un silbido, Raúl lo miró. Es verdad que sonreía, pero también es verdad que hizo un
gesto para que el Sem-Pernas no silbara más.
Después lo llevaron a un bar frente al cine. El Sem-Pernas tomaba un refresco y pensaba que había
hecho una tontería cuando el abogado le preguntó que quería. Había deseado pedir una cerveza bien
heleada. Pero se había contenido a tiempo y pidió un refresco.
El abogado manejaba el automóvil y él iba atrás de Doña Ester, conversando. La conversación era difícil
para el Sem-Pernas, que tenía que controlar su terminología, escasa y repleta de palabrotas. Doña Ester
le preguntaba cosas de su madre y el Sem-Pernas respondía como podía, haciendo un gran esfuerzo
para recordar los detalles que inventaba para no contradecirse. Por fin llegaron a la casa de la Graça y
Doña Ester llevó al Sem-Pernas hasta su cuarto:
-¿No tienes miedo de dormir sólo?
-No, señora...
-Será por pocos días. Después te trasladaremos al cuarto que fue de Augusto...
-No es necesario, Doña Ester. Aquí estoy bien.
Ella se le acercó y lo besó en la mejilla:
-Buenas noches, hijo mío.
Salió cerrando la puerta. El Sem-Pernas se quedó parado, sin un gesto, sin contestar siquiera el “buenas noches”, la mano en la cara, sobre el lugar donde lo había besado. No pensaba, no veía nada. Sólo
la suave caricia del beso, una caricia como nunca había tenido, una caricia de madre. Sólo la suave
caricia en su mejilla. Era como si el mundo hubiera quedado detenido en ese momento del beso y
todo hubiera cambiado. Sólo había en el mundo entero la sensación suave de aquel beso maternal en
la mejilla del Sem-Pernas.
Después fue el horror de los sueños de la celda, del hombre del chaleco que reía brutalmente, de los
agentes que le pegaban de las corridas con su pierna renga alrededor de la salita. Pero de pronto llegó
Doña Ester y el hombre del chaleco y los agentes desaparecieron entre infinitas torturas, porque ahora
el Sem-Pernas estaba vestido con ropa de marinero y tenía un chicote en la mano como el muchacho
de la película.
Ya habían pasado ocho días. Varias veces merodeó la casa Pedro Bala para saber qué le pasaba al SemPernas, que tardaba en volver al depósito. El tiempo pasado era suficiente para que el Sem-Pernas
supiera dónde estaban los objetos fácilmente transportables de la casa y las salidas que podían ayudar
a la huida. Pero en lugar de ver al Sem-Pernas, Pedro Bala veía a la criada, que creía que venía por ella.
Cierto día en que conversaba con la criada con mucho cuidado, tocó el asunto del Sem-Pernas:
-La señora de acá tiene un hijo, ¿no es cierto?
-Es un chico que está criando. Muy bonito.
Pedro Bala se sonrió porque sabía que cuando lo quería, el Sem-Pernas se hacía pasar por el mejor
niño del mundo. La sirvienta siguió diciendo:
-Es un poco más chico que vos, realmente un nene. No es un perdido como vos, que hasta dormís con
mujeres... –y le sonreía a Pedro Bala.
-Vos me desvirgaste...
) 31 ( www.territorio.perio.unlp.edu.ar
-No digas eso. Es una mentira.
-Lo juro.
A ella le gustaba que dijera eso y aunque creía que no era verdad, les gustaba que se lo dijera. No sólo
se sentía la amante del muchacho, sino también su madre.
-Vení hoy, que te voy a enseñar una manera muy divertida...
-Esta noche, en la esquina... Pero, decime: ¿no te acostás con ese chico?
-Él no sabe nada de esas cosas. Es un tontito. Un niño mimado. Estás loco. Te creés que yo me paso...
En otra oportunidad, Pedro Bala consiguió ver al Sem-Pernas. Estaba echado en el jardín (con el gato a
su lado) mirando un libro con figuras, y Pedro Bala se quedó asombradísimo cuando lo vio vestido con
pantalones de casimir gris y una camisa de seda. Hasta el cabello del Sem-Pernas estaba cambiado y
Pedro Bala se quedó boquiabierto, sin atreverse a silbarles. Al final se recuperó y silbó. El Sem-Pernas
en seguida se pudo de pie, vio a Pedro del otro lado de la calle y le hizo una señal para que lo esperara...
salió por el portal después de comprobar que nadie lo observaba.
Pedro Bala caminó hacia la esquina y el Sem-Pernas lo siguió. Cuando estuvo cerca asombró todavía
más a Pedro Bala:
-¡Apestás! Estás perfumado, Sem-Pernas.
El Sem-Pernas puso cara de fastidio pero Bala continuó:
-Esta vez estás más elegante que el Gato. ¡La pucha! Si llegás a aparecer así en el depósito se te van a
echar encima.
-No digas disparates... Estoy viendo las cosas. Dentro de poco me salgo y ustedes se vienen...
-Esta vez te estás demorando...
-Es que lo mejor está bajo llave -mintió el Sem-Pernas.
-Fijate si podes arreglarte.
Después se acordó:
-El Gringo estuvo enfermo. Casi estira la pata. Le faltó poco. Si no fuera Don’Aninha que le hizo tomar
unas bebidas que lo levantaron, no lo veías más. Está más flaco que un esqueleto...
Y con esa noticia se despidió, volviéndose a apurar.
El Sem-Pernas se acostó otra vez en el jardín. Pero ya no veía las figuras del libro. Veía al Gringo. El
Gringo fue uno de los más perseguidos por el Sem-Pernas. Hijo de árabes, hablaba de una manera
rara, lo que daba lugar a burlas constantes del Sem-Pernas. El Gringo no era fuerte y nunca había
conseguido hacerse valer entre los Capitanes de la arena, aunque Pedro Bala y el Profesor quisieron
darle un lugar. Les gustaba tener entre ellos a un extranjero o casi un extranjero. Pero el Gringo se
contentaba con pequeños robos, los asaltos arriesgados y soñaba con un baúl de baratijas para vender
por las calles a las sirvientas de las casas ricas. El Sem-Pernas lo maltrataba sin piedad, se le burlaba
del habla entreverada, de su falta de coraje. Pero ahora, echado sobre la gramilla suave del jardín,
vestido con buena ropa, peinado y perfumado, con un libro de figuras en sus manos, el Sem-Pernas
pensaba en el Gringo muriéndose mientras él comía bien y vestía mejor. No sólo el Gringo estuvo
al bode de la muerte. Durante esos ocho días los Capitanes de la arena siguieron mal vestidos y mal
alimentados, durmiendo bajo la lluvia o debajo de los puentes. Mientras tanto el Sem-Pernas dormía
en buena cama, comía buena comida, hasta tenía una dama que lo besaba y lo llamaba hijo mío. Y
sintió que era un traidor al grupo. Era igual a aquel estibador del que hablaba Joâo de Adâo dando un
escupitajo en el suelo y pasándole el pie por encima con desprecio. Aquel estibador que en la huelga
Facultad de Periodismo y Comunicación Social / UNLP
Taller de Comprensión y Producción de Textos I
se había pasado al otro lado, al lado de los ricos, había roto la huelga yendo a contratar hombres de
afuera para trabajar en los muelles. Nunca más un hombre del puerto le dio la mano, nunca más lo
trataron como amigo. Y si el Sem-Pernas ponía una excepción en el odio con que abrazaba el mundo
entero, era por los chiquilines que formaban los Capitanes de la arena. Eran sus compañeros, eran
iguales a él, eran las víctimas de todos los otros, pensaba el Sem-Pernas. Y ahora sentía que los estaba
abandonando, que se estaba pasando al otro bando. El pensamiento lo sobresaltó y se sentó. No, no los
iba a traicionar. Primero estaba la ley del grupo, la ley de los Capitanes de arena. Los que traicionaban
eran expulsados del grupo y nada bueno podían esperar. Y nunca nadie los había traicionado como el
Sem-Pernas los iba a traicionar. No, no los traicionaría. Hubieran bastado tres días para localizar los
objetos de valor de la casa. Pero estaban la comida, la ropa, la habitación y más que la comida, la ropa
y la habitación, el cariño de Doña Ester. Confiaba en él. Ella también practicaba en su casa la ley de
los Capitanes de la arena: castigaba los errores y premiaba el bien. Si el Sem-Pernas traiciona esa ley
pagará con mal el bien. Se acordaba de las otras ocasiones; cuando se marchaba de una casa que iba a
ser asaltada, lo hacía con gran alegría. Pero esta vez no tenía alegría alguna. Es verdad que su odio no
había desaparecido, pero se le había abierto una brecha para la gente de esa casa, porque Doña Ester
lo llamaba hijo y lo besaba en la mejilla. El Sem-Pernas lucha consigo mismo. Le gustaría esa vida.
¿Pero qué tendrían con eso los Capitanes de la arena? Y si era uno de ellos nunca podría dejar de serlo,
porque una vez la policía lo había cruzado mientras el hombre del chaleco se reía brutalmente. Y el
Sem-Pernas se decidió. Pero miró con cariño las ventanas de la habitación de Doña Ester y ella que lo
estaba observando, se dio cuenta de que lloraba.
-¿Estás llorando, hijo mío? -y desapareció de la ventana para ir a su lado.
Entonces el Sem-Pernas se dio cuenta de que estaba llorando de verdad y se limpió las lágrimas y se
mordió las manos. Doña Ester había llegado a su lado:
-¿Estás llorando, Augusto? ¿Qué te pasó?
-Nada, señora. Si no estoy llorando.
-No mientas, hijo. Yo te vi... ¿Qué pasó? ¿Te acordás de tu mamá?
Y llevándolo junto a sí, se sentó en el banco recostando la cabeza del Sem-Pernas en su falda.
-No llores por tu mamá. Ahora tienes otra madre que te quiere mucho y que hará todo lo que pueda
para reemplazar a la que perdiste... (... y él haría todo para sustituir al hijo que había perdido, oyó el
Sem-Pernas dentro de sí).
Doña Ester le besó las mejillas donde las lágrimas corrían:
-No llores, que tu madrecita se pone triste.
Entonces los labios del Sem-Pernas se abrieron y los sollozos le brotaron, lloró mucho recostado en
el pecho de su madre. Y mientras le abrazaba y se dejaba besar, sollozaba porque la iba a abandonar y
más todavía porque iba a robarle. Y ella quizá nunca sabría que el Sem-Pernas sentía que se iba a robar
a sí mismo. Como no sabía que su llanto, que sus sollozos, eran un pedido de perdón.
Los acontecimientos se precipitaron, porque Raúl tuvo que hacer un viaje a Río de Janeiro por importantes negociaciones de su despacho de abogado. Y el Sem-Pernas encontró que era la mejor ocasión
para el asalto.
La tarde que se fue miró toda la casa, acarició al gato Berloque, conversó con la criada, ojeó los libros
con grabados. Después fue al cuarto de Doña Ester y dijo que iba a pasear hasta el campo Grande. Ella
entonces le dijo que Raúl le traería una bicicleta de Río y que todas las tardes podría ir con ella al campo
Taller de Comprensión y Producción de Textos I
Grande en vez de salir se acercó a Doña Ester y la besó. Era la primera vez que la besaba y eso la puso
muy contenta. Él le dijo bajito sacándose las palabras de adentro:
-La señora es muy buena. Yo nunca la voy a olvidar...
Salió y no volvió. Esa noche durmió en un rincón del trapiche. Pedro Bala había ido con un grupo a
la casa. Los otros habían rodeado al Sem-Pernas, admirando sus ropas, su cabello cortado y peinado,
el perfume que exhalaba su cuerpo. Pero el Sem-Pernas amagó una trompada y se echó rezongando
en un rincón. Y allí se quedó mordiéndose las uñas, sin dormir, angustiado, hasta que Pedro Bala
volvió con los otros trayendo los resultados de salto. Le dijo al Sem-Pernas que había sido la cosa más
fácil del mundo, que nadie se había dado cuenta, que todos siguieron durmiendo. Tal vez ni siquiera
descubrirían el robo al día siguiente. Y mostraba los objetos de oro y de plata:
-Mañana González nos da un montón de plata por esto...
El Sem-Pernas cerraba los ojos para no ver. Después que todos se fueron a dormir, se acercó al Gato:
-¿Quéres hacer un negocio conmigo?
-¿Cuál?
-Yo te doy esta ropa, vos me das la tuya...
El Gato lo miró asombrado. Su ropa era la mejor del grupo, sin ninguna duda. Pero era ropa vieja,
estaba muy lejos de valer como la que vestía el Sem-Pernas. “Está loco”, pensó el Gato, mientras le
contestaba:
-Hago negocio. Ni se pregunta.
Cambiaron la ropa y el Sem-Pernas volvió a su rincón tratando de dormir. Por la calle iba el doctor
Raúl con dos policías. Eran los mismos que le habían pegado en la comisaría. El Sem-Pernas corría,
pero el doctor Raúl lo señalaba y los policías lo llevaban a la misma salita. La escena era la de siempre:
los policías se divertían haciéndolo correr con su pierna renga y le pegaban y el hombre del chaleco se
reía. Sólo que en la salita también estaba Doña Ester que lo miraba con sus ojos tristes y le decía que
ya no era su hijo, que era un ladrón. Y los ojos de Doña Ester lo hacían sufrir más que los golpes de los
soldados, más que la risa brutal del hombre.
Se despertó mojado de sudor, escapó del depósito y la madrugada lo encontró vagando por la arena.
A la noche del día siguiente Pedro Bala le tajo el dinero de su participación en el robo. Pero el SemPernas lo rechazó sin explicaciones. Después, Volta Seca trajo un diario con noticias de Lampiâo. El
Profesor le leyó la información y se quedó mirando otras secciones. Entonces gritó:
-¡Sem-Pernas! ¡Sem-Pernas!
El Sem-Pernas se le acercó. Y otros vinieron con él y formaron un círculo. El Profesor dijo:
-Esta noticia habla de vos, Sem-Pernas.
Y leyó:
“Ayer desapareció de la casa número... de la calle... Graça, el hijo de los dueños de casa llamado Augusto. Se debe de haber perdido en la ciudad que conocía poco. Es rengo de una pierna, tiene trece años,
es muy tímido y viste ropa de casimir gris. La policía lo busca para entregarlo a sus afligidos padres, sin
buen resultado hasta ahora. La familia gratificará bien a quien le traiga noticias del pequeño Augusto
o lo conduzca a su casa”.
El Sem-Pernas se quedó callado. Se mordía los labios. El Profesor dijo:
-Todavía no descubrieron el robo.
El Sem-Pernas lo confirmó con la cabeza. Cuando descubrieran el robo no lo buscarían más como a
Facultad de Periodismo y Comunicación Social / UNLP
www.territorio.perio.unlp.edu.ar ) 32 (
un hijo desaparecido. Barrandâo puso una cara cómica y gritó:
-Tu hembra te está buscando, Sem-Pernas. Tu mamita te llama para darte la teta...
No dijo nada más porque el Sem-Pernas ya se le había echado encima y levantaba su puñal. Y lo hubiera apuñalado sin duda, si Joâo Grande y Volta Seca no se lo impidiesen. Barrandâo salió asustado.
El Sem-Pernas se fue a un rincón mirado con odio a todos. Pedro Bala lo siguió, le puso una mano
sobre el hombro:
-A lo mejor no descubren nunca el robo, Sem-Pernas. No te preocupes...
-Cuando el doctor Raúl llegue lo va a notar...
Y reventó en sollozos que dejaron a los Capitanes de la arena estupefactos. Sólo Pedro Bala y el Profesor comprendían y éste movía las manos una conversación sobre cualquier asunto. Afuera el viento
corría sobre la arena y su ruido era como una queja.
Mañana igual a un cuadro
Mientras sube la ladera de la montaña, Pedro Bala piensa que no hay mejor en el mundo que andar
así, al azar, por las calles de Bahía. Algunas están asfaltadas, pero la mayoría son empedradas con
piedras negras. Las muchachas se asoman a las ventanas de los viejos caserones y nadie pide saber
si es una costurera que románticamente espera encontrar un novio rico o si es una prostituta que se
asoma desde un antiquísimo balcón adornado sólo con flores. En las iglesias entran mujeres de velos
negros. El sol golpea en las piedras o en el asfalto e ilumina los tejados de las casas. En un primer piso
aparecen pobres latas con plantas. Son de diferentes colores y el sol les da su diario alimento de luz.
Las campanas de la iglesia de la Concepción llaman a las mujeres con velos que pasan apresuradas.
En medio de la ladera un negro y un mulato están inclinados sobre unos naipes que el negro acaba de
tirar. Al pasar, Pedro Bala saluda al negro:
-¿Qué tal, Coruja Branca?
-¿Qué tal, Bala? ¿Cómo andas?
Pero el mulato ya tiró los dados y el negro sigue el juego. Pedro Bala continúa su camino. El Profesor
lo acompaña. Su flaca figura se echa hacia delante como si le resultara difícil vencer la ladera. Pero la
fiesta del día lo hace sonreír. Pedro Bala lo mira y descubre su sonrisa. La ciudad está alegre, llena de
sol. “Los días parecen días de fiesta”, piensa Pedro Bala, que también se siente invadido de alegría.
Silba con fuerza, palmea risueñamente el hombro del Profesor. Y los se ríen y en seguida la risa se
convierte en carcajada. Mientras tanto no tienen más que unos pocos níqueles en los bolsillos, están
vestidos de harapos y no saben si comerán. Pero están llenos de la belleza del día y de la libertad de
andar por las calles de la ciudad. Y van riéndose sin tener de qué, Pedro Bala con un brazo pasado por
los hombros del Profesor. Desde allí pueden ver el mercado y el dique de los saveiros e incluso el viejo
depósito donde duermen. Pedro Bala se recuesta en el muro de la ladera y le dice al Profesor:
-Deberías hacer un cuadro de esto...
La fisonomía del Profesor se pone seria:
-Creo que nunca voy a poder...
-¿Por qué?
-A veces me quedo pensando... –y el Profesor mira el dique allá abajo, los barquitos parecen de juguete,
los hombres chiquitos cargando las bolsas.
) 33 ( www.territorio.perio.unlp.edu.ar
Sigue con voz áspera, como si alguien lo hubiese golpeado:
-Yo pienso pintar cosas de aquí...
-Tenés mano. Si hubieras ido a aprender...
-... pero nunca va a ser una cosa alegre. No... (El Profesor no parece haber oído la interrupción de Pedro
Bala. Ahora tiene los ojos lejos y parece todavía más flaco).
-¿Por qué? -Pedro Bala está asombrado-. ¿Acaso no ves que todo es tan lindo? Todo tan alegre...
Pedro Bala señaló los tejados de la ciudad baja:
-Tiene más colores que el arco iris...
-Sí... pero cuando mirás a los hombres todo es triste. No hablo de los ricos. Vos sabés. Hablo de los
otros, de los que están en los diques, en el mercado. Vos sabés... Andan todos hambrientos, yo qué sé.
Pero lo siento...
Pedro Bala ya no estaba asombrado:
-Por eso Joâ de Adâo hizo la huelga en los diques. Él dice que un día las cosas van a cambiar, que todo
va a ser diferente...
-Yo leí un libro... Un libro de Joâo de Adâo. Si yo hubiera ido a la escuela sería de los buenos. Y un día
podría hacer dibujos lindos. Con días lindos, con gente alegre que anda por ahí, riéndose, enamorándose, como la gente de Nazareth, ¿sabés? Yo quisiera hacer un dibujo alegre, con un día lindo, todo
lindo, pero los hombres me salen tristes, no sé cómo.... Yo quisiera hacer un dibujo alegre.
-A lo mejor es mejor hacer cosas como las que hacés vos. A lo mejor es más vistoso.
-¿Vos qué sabés? ¿Y yo qué sé? Nunca fuimos a aprender nada... Yo tengo ganas de hacer caras de
hombres, de dibujar las calles, pero como nunca fui a la escuela, hay un montón de cosas que no sé...
Hizo una pausa, miró a Pedro Bala que lo escuchaba, siguió:
-¿Conocés la escuela de Bellas Artes? ¡Es una locura! Un día fui y entré. Me metí en una sala. Todos
estaban con guardapolvos y ni me vieron. Estaban pintando a una mujer desnuda... Si yo pudiera....
Pedro Bala se quedó pensativo. Pensaba y miraba al Profesor. Luego habló muy seriamente:
-¿Sabés el precio?
-¿Qué precio?
-Para pagar la escuela, el profesor...
-¿De qué historias hablás?
-Juntamos la plata, te la pagamos...
El Profesor se rió:
-Vos no sabés... Hay tantas complicaciones... No se puede, no digas pavadas.
- Joâo de Adâo dijo que algún día vamos a poder ir a la escuela...
Siguieron andando. El Profesor parecía haber perdido la alegría del día. Como si se le hubiera ido lejos.
Entonces Pedro Bala le dio un golpe suave:
-Un día vas y te hacés una pintura en un salón de la calle Chile, hermano. Sin escuela ni nada. Ninguno de esos bananas que van a la escuela dibuja una cara como vos... Vos sabés cómo se hace...
El Profesor se rió y Pedro Bala lo acompañó:
-¿Y hacés mi retrato, eh? ¿Y le ponés el nombre abajo, eh? Capitán Pedro Bala, macho, corajudo.
Adopta una posición de luchador, con un brazo extendido. El Profesor se ríe, y la risa termina en carcajada. Sólo dejaron de reírse para seguir a un grupo de desocupados que rodeaba a un guitarrista quien
cantaba una canción de moda en Bahía:
Facultad de Periodismo y Comunicación Social / UNLP
Taller de Comprensión y Producción de Textos I
“Cuando ela disse adeus...
meu peito em cruz transformou...” 21
Después se pusieron a cantar con el guitarrista. Y con ellos cantaron todos y eran estibadores, portuarios, compadritos y hasta una prostituta. El hombre de la guitarra estaba completamente entregado a
su música sin ver a nadie.
Si el guitarrista no se hubiera levantado para irse, siempre tocando y cantando, hubieran seguido con
él, totalmente olvidados de su caminata hacia la ciudad alta. Pero el hombre se había ido llevándose
la alegría de su música. El grupo se dispersó, un vendedor de diarios pasó pregonando los diarios de
la mañana. El Profesor y Pedro Bala siguieron subiendo la ladera. Del Largo do Teatro hacia la calle
Chile. El Profesor sacó una carbonilla del bolsillo y se sentó en el paseo. Pedro Bala se sentó a su lado.
Apareció una pareja y el Profesor se puso a dibujarla. Lo hizo lo más rápidamente que pudo. La pareja
se iba acercando y el Profesor empezó a hacerle las caras. La muchacha sonreía, sin duda eran novios.
Pero estaban tan entretenidos en su conversación que no se dieron cuenta de que los dibujaban. Fue
necesario que Pedro Bala les avisara:
-No tape la cara de la joven, señor...
El hombre lo miró y ya iba a insultarlo cuando la muchacha descubrió el dibujo del Profesor:
-¡Oh! Qué lindo... –y palmoteaba como una niña a quien le hubieran regalado una muñeca.
El joven lo observó y se sonrió. Se volvió a Pedro Bala:
-¿Usted lo dibujó?
-No, fue mi compañero, el Profesor...
El Profesor le daba los últimos toques al elegantísimo bigote del hombre. Después se puso a mejorar la
silueta de la muchacha. Ella entonces adoptó la actitud de quien posa. Los dos sonrientes, ella apoyada
en el brazo de su amado. El hombre sacó su monedero y tiró una moneda de dos mil reis que Pedro
Bala recogió en el aire. Siguieron. El dibujo quedó en medio del paseo. Unas señoritas que andaban
de compras, al verlo de lejos dijeron:
-Apurémonos, que aquello parece un afiche de la última película de Barrymore... Dicen que es un
amor... Y él está bárbaro...
Pedro Bala y el Profesor las oyeron y largaron una carcajada y abrazados siguieron andando en la
libertad de las calles.
Casi al lado del palacio de gobierno se pararon de nuevo. El Profesor se quedó con la carbonilla en la
mano esperando que saliera algún candidato. Juntarían la plata necesaria para un buen almuerzo y
hasta para llevarle un regalo a Clara, la amante del Querido-de-Deus que cumplía años.
Una vieja les dio diez tostones22 por su dibujo. La vieja era fea y el Profesor la hizo tal cual. Pedro
Bala le dijo:
-Si la hubieras dibujado más joven y linda te habría dado más.
El Profesor se río. Pasaron así la mañana. El Profesor dibujando a los que andaban por la calle, Pedro
Bala recogiendo el dinero que le tiraban. Casi al mediodía apareció un hombre que fumaba con boquilla. Pedro Bala corrió para avisarle al Profesor:
-Dibujalo a ése que parece que tiene plata de todos los colores...
El Profesor se puso a delinear la figura delgada del hombre. La boquilla larga, la cabellera enrulada que
aparecía debajo del sombrero. El hombre llevaba un libro en la mano y al Profesor le gustó la idea de
dibujarlo leyendo. El hombre pasaba y Pedro Bala le reclamó atención:
Taller de Comprensión y Producción de Textos I
-Mire su retrato, señor.
El hombre se sacó la boquilla de la boca y le preguntó:
-¿Qué, hijo?
Pedro Bala le señaló el dibujo que hacía el Profesor. El hombre aparecía sentado (aunque no había
ninguna silla, el hombre aparecía sentado en el aire), fumando su larga boquilla y leyendo su libro.
La cabellera enrulada volaba bajo el sombrero. El hombre examinó atentamente el dibujo, lo observó
desde diferentes ángulos sin decir nada. Cuando el Profesor concluyó su trabajo, le preguntó:
-¿Dónde estudió dibujo, joven?
-En ninguna parte...
-¿En ninguna parte? ¿Cómo?
-Y sí, señor...
-¿Y cómo dibuja?
-Como se me da, como me sale.
El hombre permanecía algo incrédulo, pero sin duda recordó otros ejemplos que tenía en el fondo de
su memoria:
-¿Quiere decir que nunca estudió dibujo?
-Nunca, no señor.
-Se lo puedo garantizar –dijo Pedro Bala-, nosotros vivimos juntos, así que yo sé.
Volvió a examinar el dibujo. Echó una larga humareda de su boquilla. Los dos chicos miraban la boquilla encantados. El hombre le preguntó al Profesor:
-¿Por qué me hizo sentado y leyendo un libro?
El Profesor se rascó la cabeza como si fuera una pregunta difícil de contestar. Pedro Bala quiso decir
algo pero no pudo, estaba confundido. Por fin, el Profesor explicó:
-Pensé que le quedaba mejor... –volvió a rascarse la cabeza-. No sé por qué...
-Es una verdadera vocación... –murmuró el hombre en voz más baja, como quien está haciendo un
descubrimiento.
Pedro Bala esperaba una moneda, algo apurado porque el vigilante los estaba observando de modo
desconfiado desde la esquina. El Profesor miraba la boquilla del hombre, larga, diseñada a fuego, una
maravilla. Pero el hombre continuó:
-¿Dónde vive?
Bala Pedro no le dejó tiempo para la respuesta al Profesor, habló él:
-Vivimos en la Cidade de Palha...
El hombre metió la mano en el bolsillo y sacó una tarjeta:
-¿Sabe leer?
-Sí, señor, sabemos –contestó el Profesor.
-Aquí está mi dirección. Venga a verme. Tal vez pueda hacer algo por usted.
El Profesor agarró la tarjeta. El policía ya se les acercaba. Pedro Bala se despidió:
-Hasta luego, doctor.
El hombre iba a sacar su billetera, pero notó cómo miraba su boquilla el Profesor. Le sacó el cigarrillo
y se la entregó al muchacho.
-Es por el retrato. Vaya a mi casa...
Los dos chicos se largaron por la calle Chile cuando ya tenían casi encima al vigilante. El hombre los
Facultad de Periodismo y Comunicación Social / UNLP
www.territorio.perio.unlp.edu.ar ) 34 (
miró sin comprender hasta que oyó la voz del agente:
-¿Le robaron algo, señor?
-No. ¿Por qué?
-Porque vi que esos sinvergüenzas estaban con usted...
-Eran unos muchachitos... Y uno tenía una maravillosa inclinación por la pintura.
-Son unos ladrones –le contestó el vigilante-. Son de los Capitanes de la arena.
-¿Capitanes de la arena? –puso cara memoriosa-. Leí algo, sí... ¿No son chicos abandonados?
-Ladrones son, eso son... Tenga cuidado, señor, cuando se le acerquen. Vea si no le falta nada...
El hombre hizo que no con la cabeza y observó la calle. Ya no había rastro de los dos muchachos. El
hombre dio las gracias al vigilante, volviendo a asegurarle que no le habían robado nada y bajó por la
calle murmurando:
-Así se pierden los grandes artistas. ¡Qué pintor sería!
El agente lo observaba. Después comentó a los botones de su chaqueta:
-Tienen razón los que dicen que estos poetas son locos...
El Profesor exhibía la boquilla. Estaba en los fondos de un rascacielos donde había un restaurante
fino. Pedro Bala sabía cómo hacer para que los cocineros le dieran los restos del menú. Esperaban el
almuerzo en la calle desierta. Después que comieron, Pedro Bala le ofreció cigarrillos y el Profesor se
disponía a fumar en la boquilla que el hombre le había dado. Trató de limpiarla:
-Ese bicho era flaco como una espina. Capaz que estaba enfermo...
Como no encontró nada mejor con que limpiarla, con la tarjeta del hombre hizo un palito y lo metió
dentro de la boquilla. Cuando terminó, tiró la tarjeta a la calle. Pedro Bala le preguntó:
-¿Por qué no la guardás?
-¿Para qué la quiero? –y el Profesor se rió. Pedro Bala se rió también y por un instante las carcajadas
llenaron la calle. Se reían sin motivo, sólo por las ganas de reír.
Pedro se puso serio:
-El hombre te podía ayudar a ser un pintor.... –agarró la tarjeta y leyó el nombre-. Deberías guardarla.
¿A lo mejor?
El Profesor bajó la cabeza:
-¡No seas animal, Bala! Sabés que de nosotros sólo se pueden sacar ladrones... ¿Quién nos puede querer? ¿Quién? Ladrones, sólo ladrones... –y su voz se elevaba, ahora gritando con odio.
Pedro Bala hizo que sí con la cabeza, su mano soltó la tarjeta que cayó en el agua sucia de la calle. Ya
no se reían y estaban tristes en la alegría de la mañana llena de sol, de la mañana igual a un cuadro de
cualquier pintor salido de la escuela de Bellas Artes.
Los obreros iban hacia el trabajo después del pobre almuerzo y era todo lo que veían, todo lo que podían ver en la mañana.
Varicela
Omolu mandó la viruela negra a la ciudad. Pero en lo alto los hombres ricos se vacunaron y como
Omolu era una diosa de las selvas del África, no sabía nada de esas cosas de la vacuna. Y la viruela bajó
a la ciudad de los pobres y enfermó a mucha gente, la puso negra y llena de llagas encima de las camas.
Entonces venían los encargados de la salud pública, metían al enfermo en una bolsa y se lo llevaban al
) 35 ( www.territorio.perio.unlp.edu.ar
lejano lazareto. Las mujeres lloraban porque sabían que nunca más volverían.
Omolu había mandado la viruela negra a la ciudad alta, a la ciudad de los ricos. Omolu no conocía la
vacuna. Omolu era una diosa de las selvas de África, ¿qué podía saber de las cosas científicas? Pero
como la viruela ya estaba suelta (y era la terrible viruela negra) Omolu tuvo que dejar que bajase a la
ciudad de los pobres. Como la había soltado tenía que dejar que realizara su obra. Pero como Omolu
sentía pena por sus hijos pobres, le quitó fuerza a la viruela negra, la convirtió en varicela, que es una
viruela boba y blanca, casi un sarampión. A pesar de eso, los encargados de la salud pública venían y
se llevaban a los hombres hacia el lazareto. Allí nadie podía visitarlos, no tenían nada, sólo la visita de
los médicos. Morían sin que nadie se enterase y si alguno lograba volver, lo miraban como un cadáver,
como a un resucitado. Los diarios hablaban de la epidemia de viruela y de la necesidad de vacunarse.
Los candomblés redoblaban día y noche en honor de Omolu, para aplacar la furia de Omolu. El paidesanto Paim, del alto do Abacaxi, preferido de Omolu, bordó una toalla blanca de seda con lentejuelas
para ofrecérsela y aplacar su rabia. Pero Omolu no quiso, Omolu luchaba contra la vacuna.
En las casas pobres las mujeres lloraban. De miedo a la varicela, de miedo al lazareto.
El primero de los Capitanes de la arena que cayó con varicela fue Almiro. Una noche, cuando el negrito
Barandâo lo buscó en su rincón para hacer el amor (aquel amor que Pedro Bala había prohibido en el
depósito), Almiro le dijo:
-Tengo una picazón terrible.
Y le mostró los brazos ya cubiertos de ampollas:
-Me parece que también estoy caliente de fiebre.
Barandâo era un negrito corajudo, todo el grupo lo sabía. Pero de la viruela, del mal de Omolu, Barandâo tenía un miedo loco, un miedo que muchas generaciones africanas habían acumulado dentro de
él. Y sin preocuparse de que se descubrieran sus relaciones sexuales con Almiro, salió gritando entre
los chicos:
-Almiro tiene viruela... Muchachos, Almiro tiene viruela.
Los chicos se fueron levantando lentamente y se apartaron recelosas del sitio donde estaba Almiro, que
empezó a sollozar. Pedro Bala todavía no había llegado. El Profesor, el Gato y Joâo Grande también
andaban por afuera. Por eso fue el Sem-Pernas quien tuvo que dominar la situación. En los últimos
tiempos el Sem-Pernas andaba cada vez más arisco, no se hablaba casi con nadie. Le hacía horribles
burlas a todo el mundo, por nada armaba una pelea, solamente respetaba a Pedro Bala. Pirulito rezaba
por él más que por ningún otro y a veces pensaba que Satanás se había metido en el cuerpo del SemPernas. El padre José Pedro era paciente con él, pero hasta del padre se había apartado el Sem-Pernas.
No quería saber nada con nadie, charla en la que se metía terminaba siempre en pelea.
Cuando el Sem-Pernas pasó entre los grupos todos se apartaron. Lo temían casi tanto como a la viruela. En esos días, el Sem-Pernas había conseguido un perro al que se dedicaba por entero. Al principio, cuando el perro apareció hambriento en el depósito, el Sem-Pernas lo había maltratado cuanto
pudo. Pero acabó por acariciarlo y adoptarlo para sí. Tanto que vivía entregado al perro. Y por esto se
preocupó sólo por llevarse al perro, levárselo lejos de Almiro. Después volvió al lado de los chicos que
observaban a Almiro a la distancia. Señalaban las ampollas en el pecho del niño. El Sem-Pernas le dijo
con voz fastidiosa a Barandâo.
-Ahora te va a aparecer la viruela en el pito, negro animal.
Barandâo lo miró asustado. Después el Sem-Pernas se dirigió a todos señalando a Almiro con el dedo:
Facultad de Periodismo y Comunicación Social / UNLP
Taller de Comprensión y Producción de Textos I
-Nadie se va a quedar aquí contagiándose por culpa de ése.
Todos lo miraron a la espera de lo que iba a decir. Almiro lloraba, las manos en la cara, encogido contra
la pared. El Sem-Pernas dijo:
-Él va a irse de acá ahora mismo. Va a arrinconarse en cualquier calle hasta que los de la asistencia lo
agarren y lo lleven al lazareto.
-No. No –rugió Almiro.
-Sí. Tenés que irte –dijo el Sem-Pernas-. No podemos llamar a la asistencia aquí porque entonces nos
cae toda la policía encima. Para bien o para mal te tenés que ir. Agarrá tus trapos. Andate al infierno.
No vamos a agarrarnos la viruela por vos.
Almiro hacía que no y sus sollozos llenaban el depósito. El negrito Barandâo temblaba. Pirulito clamaba que era el castigo de Dios por los pecados que cometían, los demás no sabían qué decir ni qué
hacer. El Sem-Pernas estaba dispuesto a sacar a Almiro a la fuerza. Pirulito se abrazó a un cuadro de
Nuestra Señora y dijo:
-Vamos a rezar todos. Esto es un castigo de Dios por nuestros pecados. Pecamos mucho, Dios nos está
castigando. Vamos a rezar... –y su voz era un clamor que anunciaba venganzas.
Algunos unieron sus manos y Pirulito llegó a iniciar un Padrenuestro, pero el Sem-Pernas lo apartó
de un manotazo:
-Salí, sacristán...
Pirulito se quedó rezando en voz baja, todavía abrazando al santo. Era un extraño cuadro al fondo,
Almiro sollozando y diciendo que no. Pirulito que rezaba y los otros indecisos, sin saber qué hacer.
Pensando que estaba contagiado, Barandâo temblaba de miedo. El Sem-Pernas volvió a hablar:
-Muchachos, si él no quiere salir, lo sacamos a la fuerza. Si no todos nos vamos a morir de viruela...
¿No lo ven, desgraciados? Lo llevamos a una calle lejos y de ahí lo llevan al lazareto.
-No, no –hacía Almiro-. Por el amor de Dios.
-Eso es un castigo... –decía Pirulito.
-Callate la boca, hijo de puta –el Sem-Pernas seguía-. Lo llevamos nosotros ya que él no quiere salir.
Como vio que los otros estaban indecisos, fue al lado de Almiro y lo tocó con un pie:
-Así que andate, apestado.
Almiro se encogió más:
-No. No podes hacer eso. Yo soy del grupo. Esperá que venga Bala.
-Es un castigo... es un castigo... –la voz de Pirulito irritó aún más al Sem-Pernas, que descargó un
puntapié contra Almiro:
-Andate, apestoso. Andate, caradura.
En ese momento una mano lo agarró y lo sacudió lejos. Volta Seca se plantó entre Almiro y el SemPernas. El mulato tenía un revólver en las manos y sus ojos refulgían:
-Juro que está cargada y que al primero que toque a Almiro... –y los miró a todos con su cara sombría.
-¿Qué venis a mandar aquí, cangaceiro? –el Sem-Pernas quiso recuperar el dominio de la situación.
-No es un tira para que lo tratemos así. ¿Es del grupo no? Él tiene razón. Vamos a esperar a Pedro
Bala. Que él resuelva. Y si alguien lo toca, lo quemo como si fuera de la policía –y sostenía el revólver.
Los demás se apartaron lentamente. El Sem-Pernas escupió:
-Son todos unos cobardes... –y se fue donde estaba el perro. Se echó a su lado y los que restaban cerca
lo oían murmurar: “Cobardes, cobardes”.
Taller de Comprensión y Producción de Textos I
Volta Seca quedó delante de Almiro con el revólver en la mano. Almiro sollozaba y cuando se miraba
las manchas lo hacía más fuerte. Pirulito rezaba, le pedía a Dios que volviera a ser suprema bondad,
que no fuera suprema justicia.
Después Pirulito se acordó de llamar al padre José Pedro. Se escapó por la puerta del depósito, e iba
rezando por el camino, los ojos dilatados, llenos de temor de Dios.
Pedro Bala llegó acompañado por el Profesor y por Joâo Grande. Acababan de resolver un buen negocio y comentaban el hecho entre carcajadas. El Gato también había ido con ellos, pero no volvió. Se
había quedado en la casa de Dalva. Los tres entraron en el depósito y lo primero que vieron fue a Volta
Seca con el revólver en la mano.
-¿Qué pasa? – preguntó Pedro Bala.
El Sem-Pernas se levantó de su rincón, el perro lo siguió:
-Este animal metido a cangaceiro no nos quiere dejar hacer nada –y señalando a Almiro -. Aquél tiene
viruela...
Joâo Grande se encogió. Pedro Bala miró a Almiro, el Profesor se acercó a Volta Seca. El mulato no
largaba el revólver. Entonces Pedro Bala le preguntó:
-¿Qué pasó, Volta Seca?
-Éste tiene la peste... –señaló al chico que lloraba-. Y aquel cochino se porta como un policía, lo quiere
echar al medio de la calle para que la asistencia se lo lleve al lazareto. Yo no me estaba metiendo. Pero
él no quiso irse. Allí estaban todos juntos -escupió-, quiso obligarlo a irse. Él dijo que era uno del grupo, que esperaran tu vuelta. A mí me pareció que tenía razón, por eso me puse de su lado... No es un
policía para que lo traten así...
-Hiciste bien, Volta Seca -Pedro Bala palmeó el hombro del mulato. Después miró a Almiro-. ¿Es eso
de verdad?
El chico inclinó la cabeza y volvió a estallar en sollozos. El Sem-Pernas gritó:
-Hay que hacer lo que yo dijo. No podemos llamar a la asistencia a que venga aquí porque entonces
descubren dónde vivimos. Hay que dejarlo en una calle donde pase gente. Hay que hacerlo, lo quiera
o no lo quiera...
Pedro Bala gritó:
-¿Quién es el jefe aquí, vos o yo? ¿O querés que te reviente?
El Sem-Pernas salió murmurando. El perro fue a lamerle los pies, pero recibió un puntapié. En seguida se arrepintió y empezó a acariciarlo mientras espiaba a los otros.
Pedro Bala se acercó a Almiro, Joâo Grande quería vencer su miedo y hacerse también. Pero el temor
a la viruela era algo grande, enorme dentro de él, era casi mayor que su Bondad. Sólo el Profesor se
puso al lado de Pedro Bala y le dijo a Almiro:
-Dejame ver...
Almiro le mostró los brazos llenos de ronchas, el Profesor dijo:
-Es viruela. La viruela negra se pone en seguida oscura...
Pedro Bala se quedó pensando. Había un pesado silencio en el depósito. Joâo Grande consiguió vencer
su miedo y se acercó, arrastrando los pies. Parecía violentarse a sí mismo para llegar hasta Almiro.
Entonces entró Pirulito con el padre José Pedro. El padre dio las buenas noches y preguntó quién era el
enfermo. Pirulito señaló a Almiro, el padre se dirigió a él, le agarró un brazo y se lo examinó. Después
le dijo a Pedro Bala:
Facultad de Periodismo y Comunicación Social / UNLP
www.territorio.perio.unlp.edu.ar ) 36 (
-Hay que llevarlo a la asistencia...
-¿Al lazareto?
-Sí.
-No, no va –dijo Pedro Bala.
El Sem-Pernas se levantó otra vez, se les acercó:
-Lo vengo diciendo hace rato. Hay que llevarlo al lazareto.
-No va -repitió Pedro Bala.
-¿Por qué, hijo mío? -preguntó el padre José Pedro.
-Usted sabe, padre, que nadie vuelve de allá. Nadie vuelve. Y él es del grupo. No le podemos hacer eso...
-Es la ley, hijo...
-¿Morir?
El padre miró a Pedro Bala con los ojos muy abiertos. Esos chicos vivían dándole sorpresas, siempre
más adelantados e inteligentes que él. Y en el fondo, el sacerdote sabía que tenían razón:
-No va, padre, no... –afirmó Pedro Bala.
-Entonces, ¿qué van a hacer?
-Tratarlo aquí...
-¿Cómo?
-Llamo a Don’Aninha...
-Pero ella no sabe tratar estos casos.
Pedro Bala se quedó confuso. Pasados unos instantes dijo:
-Es mejor morir aquí que en el lazareto.
El Sem-Pernas se metió de nuevo:
-Nos va a contagiar a todos... –se dirigía a los otros-. Nos va a contagiar a todos. No lo podemos dejar.
-Callate la boca, desgraciado, si no querés que te la rompa –le dijo Pedro.
El sacerdote intervino:
-Él tiene razón, Bala.
-No va al lazareto, padre. Usted tiene que entender. Sabe bien que no podemos mandarlo allá. Es una
porquería, todos se mueren.
El padre sabía que era verdad y se calló. Entonces habló Joâo Grande:
-¿Él no tiene casa?
-¿Quién?
-Almiro. Creo que tiene...
-No quiero ir allá... –sollozó Almiro-. Yo me escapé.
Pedro Bala se le acercó y con voz suave le dijo:
-Quedate tranquilo, Almiro. Primero voy yo y hablo con tu mamá. Después te llevamos. Allá vas a estar
bien, no te van a llevar al lazareto. Y si el padre te consigue un médico, ¿no lo consigue, padre?
-Si, lo consigo -prometió el padre José Pedro.
Había una ley que obligaba a los ciudadanos a denunciar a Salud Pública los casos de viruela que conocieran para de inmediato recogerlos y llevarlos a los lazaretos. El padre José Pedro conocía la ley, pero
más de una vez había transgredido una ley para ayudar a los Capitanes de la arena.
Pedro Bala fue a la casa de Almiro, la madre del chico pareció enloquecer, era una lavandera amigada
con un labrador más allá de la Cidade de Palha. Fueron a buscar a Almiro y el padre que lo visitó des-
) 37 ( www.territorio.perio.unlp.edu.ar
pués le llevó un médico. Pero sucedió que el médico estaba tramitando un puesto en Salud Pública y
denunció el caso de viruela, Almiro fue llevado al lazareto y el sacerdote quedó mal parado porque el
médico (que se decía libre pensador y en realidad era espiritista) lo denunció como encubridor. Las
autoridades no lo hicieron nada, pero levantaron una queja al Arzobispo. Y el padre José Pedro fue
requerido por el canónigo secretario del arzobispado. Quedó amedrentado.
Pesados cortinados, sillas de alto respaldo, un retrato de San Ignacio en la pared. En la otra un crucifijo.
Una mesa grande, costosas alfombras. El padre José Pedro entró en la sala con el corazón golpeándole
el pecho. No tenía absoluta certeza del motivo por el cual había recibido aquella comunicación del
canónigo secretario del Arzobispado para comparecer en el Palacio Episcopal. En el primer instante se
acordó de la parroquia que esperaba inútilmente desde hacía dos años. ¿Sería una parroquia? Sonrió
con alegría. Entonces si que sería un verdadero sacerdote, tendría almas confiadas a su dirección. Serviría a Dios. Pero lo invadió cierta tristeza. Sus niños, sus niños abandonados por las calles de Bahía,
principalmente los Capitanes de la arena, ¿cómo quedarían? Era uno de sus pocos amigos. Ningún
otro sacerdote se había volcado nunca hacia ellos. Se contentaban con celebrar cada tanto una misa en
el reformatorio, lo que los volvía más antipáticos a los chicos porque retrasaban el escaso desayuno.
Mientras esperaba su parroquia, el padre José Pedro se había dedicado a los niños abandonados. No
podía decir que los resultados habían sido satisfactorios. Pero había que entender que estaba haciendo
una experiencia, que muchas veces tenía que dar pasos atrás. Hacía bastante tiempo que el sacerdote
había conseguido la confianza de los chicos. Lo trataban como a un amigo, aunque no se lo tomaban
en serio como sacerdote. El padre había tenido que pasar por sobre muchas cosas para ganarse la
confianza de los Capitanes de la arena. Pero José Pedro pensaba que sólo Pirulito y su vocación valían
la pena. El sacerdote había tenido que hacer muchas cosas en contra de lo que le habían enseñado.
Había pactado con cosas que la iglesia condenaba. Pero era la única manera... Entonces el padre pensó
que podía ser por eso que lo llamaban. Debía ser por eso. Muchas beatas murmuraban a causa de sus
relaciones con los chicos que vivían del hurto. Y estaba el caso de Almiro. Debía ser por eso. Cuando
descubrió el motivo de la comunicación, el primer sentimiento del padre José Pedro fue un gran
temor. Con seguridad que lo iban a castigar, perdería toda esperanza de tener una parroquia. Debía
mantener a su anciana madre, tenía una hermana en la escuela normal. Pensó que todo lo que había
hecho había estado equivocado y que sus superiores no lo aprobarían. Y en el Seminario le habían
enseñado a obedecer. Pero pensó en los chicos. Por su memoria pasaron las figuras de Pirulito, Pedro
Bala, el Profesor, el Sem-Pernas, el Boa-Vida, el Gato. Era necesario salvarlos... Los niños eran los
privilegiados de Cristo. Debía hacer todo por salvar a esas criaturas. No eran culpables de su perdición.
Entró el canónigo. Ensimismado en sus pensamientos, el sacerdote no había advertido el paso del
tiempo. Tampoco advirtió cuando entró el canónigo con su paso lento. Era alto y muy delgado, anguloso, con la sotana muy limpia, los pocos pelos que le quedaban estaban bien peinados. Los labios
marcaban una línea dura. Un rosario le colgaba del cuello. Aunque su figura daba una impresión de
pureza, esa impresión no lo hacía dulce. Ni en su figura ni en sus rasgos duros había la mínima simpatía humana. Más bien, esa pureza era una coraza que lo apartaba del mundo. Decían que era muy
inteligente, un gran orador sagrado, célebre por la rigidez de sus costumbres. Estaba parado ante el
padre José Pedro, mirando con ojos escrutadores la figura baja del padre, su sotana sucia y remendada
en dos partes, su aire miedoso, la falta de inteligencia que mezclada con la bondad que se reflejaba en
su rostro. Lo estudió unos minutos. Bastante como para penetrar en lo hondo del alma sin complica-
Facultad de Periodismo y Comunicación Social / UNLP
Taller de Comprensión y Producción de Textos I
ciones de José Pedro. Tosió. El padre lo vio, se levantó, le besó humildemente la mano:
-Canónigo...
-Siéntese, padre. Tenemos que conversar.
Miraba al padre con ojos sin expresión. Se sentó, cruzó sus manos con gran cuidado, apartó su reluciente sotana de la sotana sucia del padre José Pedro. Su voz contrastaba con su persona. Era una voz
dulce, casi femenina, si no fuera por el acento de firmeza que a cada paso surgía de ella. El padre José
Pedro bajó la cabeza y esperó que el canónigo hablase.
-Este Arzobispado tiene graves quejas contra usted padre.
El padre José Pedro quiso fingir una expresión de no entendimiento. Pero la malicia era superior a su
inteligencia y en ese momento pensaba en los Capitanes de la arena. El canónigo sonrió ligeramente:
-Creo que usted sabe de qué se trata...
El padre lo miró con los ojos abiertos, pero en seguida bajó la cabeza:
-Lo único que sé es lo de los chicos...
-El pecador no puede esconder su pecado, está visible en su conciencia... -y la voz del canónigo había
perdido aquel aire dulce.
El padre José Pedro escuchó asombrado. Era lo que temía. Sus superiores, aquellos que tenían inteligencia para entender los deseos de Dios, no estaban de acuerdo con el método que había empleado
con los Capitanes de la arena. Y sintió por dentro temor, no el canónigo, ni del arzobispo, sino temor
de haber ofendido a Dios. Y hasta sus manos temblaban ligeramente.
La voz del canónigo volvió a ser dulce. Era como una voz de mujer, dulce y suave, pero que le niega a
un hombre sus caricias:
-Nos han llegado bastantes quejas, padre José Pedro. El arzobispo ha cerrado los ojos con la esperanza
de que ustedes enmendase sus errores...
Miró al padre con ojos duros. José Pedro bajó la cabeza.
-No hace mucho tiempo, la viuda de santos se quejó. Usted ayudó a una banda de muchachones a
hacerle burlas, en una plaza. Más aún, incitó a los muchachos a hacerle burlas... ¿Qué tiene que decir?
-No es verdad, canónigo.
-¿Quiere decir que la viuda mintió?
Fulminó al padre con los ojos. Pero esta vez José Pedro no bajó la cabeza, sólo repitió:
-Lo que dijo no es verdad.
-¿Usted sabe que la viuda de Santos es una de las mejores protectoras de la religión en Bahía? Usted
no sabe los donativos...
-Yo se lo puedo contar...
-No me interrumpa... ¿En el seminario no le enseñaron a ser humilde y respetuoso con sus superiores? Aunque usted no haya sido un alumno brillante...
El padre José Pedro sabía esas cosas. No era necesario repetirle que había sido uno de los peores alumnos del seminario en materia de estudios. Por eso mismo tenía tanto miedo de equivocarse, de haber
ofendido a Dios.
El canónigo debía tener razón, era mucho más inteligente, estaba más cerca de Dios que es la suprema
inteligencia.
El canónigo hizo un gesto con la mano, como quien relega muy atrás aquel incidente de la viuda y su
voz volvió a ser dulce:
Taller de Comprensión y Producción de Textos I
-Pero ahora, hay algo más grave. Por su causa, padre, este Arzobispado ha sido requerido por las autoridades. ¿Usted sabe qué hizo? ¿Lo sabe?
El padre no intentó negar:
-¿El caso del niño con varicela?
-Un niño con varicela, si señor. Y usted ocultó el caso a las autoridades sanitarias...
El padre José Pedro tenía confianza en la bondad de Dios. Muchas veces había pensado que Dios
aprobaba lo que estaba diciendo. Ahora también lo pensaba. Aquel pensamiento, de repente, había
henchido su corazón. Levantó el pecho y fijó la vista en el canónigo:
-¿Usted sabe qué es el lazareto?
El canónigo no respondió.
-Es raro que alguien vuelva de allá. Menos todavía una criatura... Mandar a una criatura allá es cometer
un asesinato...
-Eso no tiene nada que ver con nosotros -respondió el canónigo con voz inexpresiva pero llena de decisión-. Eso le corresponde a salud Pública. Nosotros debemos respetar las leyes.
-¿También cuando atentan contra la ley de la bondad de Dios?
-¿Qué sabe usted de la bondad de Dios? ¿Qué gran inteligencia tiene para conocer los designios de
Dios? ¿Lo domina acaso el demonio de la vanidad?
El padre José Pedro intentó explicarse:
-Yo sé que soy un sacerdote ignorante e indigno de servir al señor. Pero esas criaturas nunca habían
tenido a nadie que mirase por ellas. Yo tuve la intención...
-La buena intención no disculpa las malas acciones... –lo interrumpió la voz muy dulce del canónigo
al pronunciar la sentencia.
El padre José Pedro se sintió de nuevo lleno de dudas. Pero elevó su pensamiento a Dios y le volvió
parte de su confianza:
-¿Han sido malos? Eran unos niños que nunca habían oído hablar seriamente de Dios. Mezclan a Dios
con los santos de los negros, no tienen idea alguna de religiosidad. Yo quise salvar esa almas...
-Ya le dije que sus intenciones pueden haber sido buenas, pero sus acciones no se corresponden con
las intenciones...
-Es que usted no conoce a esas criaturas... –El canónigo lo miró con dureza-. Son niños iguales a
hombres. Viven como hombres, conocen la vida, todo... Hay que tratarlos con precaución, hacer concesiones.
-Por eso usted hace lo que ellos quieren...
-A veces lo tengo que hacer para conseguir un buen resultado...
-Transa con los robos y con los crímenes de esos perversos...
-¿Qué culpa tienen ellos? –El padre se acordaba de Joâo de Adâo-. ¿Quién los cuida? ¿Quién los enseña? ¿Quién los ayuda? ¿Quién les da cariño? –Estaba exaltado y el canónigo se apartó más de él,
mientras lo observaba con los ojitos duros-. Roban para comer porque los ricos que tienen para tirar
para arriba y para darle a la iglesia, no se acuerdan de que existen niños con hambre... Qué culpa....
-Cállese –la voz del canónigo estaba llena de autoridad.
-Quien lo oiga hablar diría que es un comunista. Y quizá... En medio de esa canalla usted debe de
haber aprendido esas teorías... Usted es un comunista, un enemigo de la iglesia...
El padre lo miró horrorizado. El canónigo se levantó, le extendió la mano:
Facultad de Periodismo y Comunicación Social / UNLP
www.territorio.perio.unlp.edu.ar ) 38 (
-Que Dios sea suficientemente bueno para perdonar sus acciones y sus palabras. Usted ha ofendido
a Dios y a la iglesia. Ha deshonrado las vestiduras sacerdotales que lleva puestas. Violó las leyes de la
iglesia y del estado. Se ha comportado como un comunista. Por eso nos vemos obligados a no darle
tan pronto la parroquia que ha perdido. Ahora vaya (su voz volvía a dulcificarse, pero con una dulzura
llena de resolución, una dulzura que no admitía réplicas), haga penitencia de sus pecados, dedíquese
a los fieles de la iglesia en que trabaja y olvídese de esas ideas comunistas, de lo contrario tendremos
que tomar medidas más serias. ¿Usted piensa que Dios aprueba lo que está diciendo? Acuérdese que
su inteligencia es muy pequeña, que no puede penetrar los designios de Dios...
Le dio la espalda y se fue yendo. El padre José Pedro dio dos pasos detrás de él y habló con la voz estrangulada:
-Si hasta hay uno que quiere ser sacerdote...
El canónigo se volvió:
-La entrevista ha terminado, padre José Pedro. Puede retirase y que Dios lo ayude a pensar más rectamente...
El padre se quedó parado unos minutos más, como queriendo decir algo todavía. Y no dijo nada, estaba como atontado, mirando la puerta por la que había desaparecido el canónigo. En ese momento no
podía pensar en nada. Estaba cómico, con la mano extendida, el cuerpo medio ladeado, la sotana sucia
y remendada, los ojos abiertos, asombrados, los labios temblorosos como queriendo hablar. Las pesadas cortinas impedían que en la sala entrase la luz del día. El padre todavía se demoró en la oscuridad.
Un comunista... Una orquesta vagabunda, pero afinada tocaba un viejo vals en la calle:
“Fiquei sem alegría, senhor meu Deus...”23
El padre José Pedro iba recostado a la pared. El canónigo había dicho que no podía comprender los
designios de Dios. Que no tenía inteligencia, que hablaba como un comunista. Esa palabra era la
que más lo perseguía. De todos los púlpitos los sacerdotes demostraban esa palabra. Y ahora él... El
canónigo era muy inteligente, estaba cerca de Dios por su inteligencia, le era fácil oír la voz de Dios.
En cambio, él estaba equivocado, perdería esos dos años de tanto trabajo. Pensaba llevar a aquellas
criaturas hacia Dios... Criaturas extraviadas... ¿Acaso tenían la culpa? Dejad que los niños vengan a
mí... Cristo... Era una figura radiante y joven. Los sacerdotes también decían que era revolucionario.
Quería a los niños... Ay de quién le haga daño a un niño... La viuda de Santos era protectora de la iglesia... ¿Será posible que también ella oiga la voz de Dios? Dos años perdidos... Hacía concesiones, sí.
De lo contrario, ¿cómo tratar a los Capitanes de la arena? No eran criaturas iguales a las otras... Sabían
todo, hasta los secretos del sexo. Eran como hombres, aunque seguían siendo niños... No se podía
tratarlos como a los niños que van al colegio de los jesuitas a hacer la primera comunión. Aquellos
tienen madre, padre, hermanas, confesores, ropa y comida. Tienen todo... Pero quién era él para darle
lecciones al canónigo... El canónigo sabía de todo, era muy inteligente. Podía oír la voz de Dios... Estaba
cerca de Dios... No fue un alumno brillante.... Había sido de los peores... Dios no iba a hablarle a un
sacerdote ignorante. Oía a Joâo de Adâo... Pero los comunistas son malos, quieren acabar con todo...
Joâo de Adâo era un buen hombre... Un comunista.... ¿Y Cristo? No, no podía pensar que Cristo fue un
comunista... El canónigo debía entender mejor que un pobre sacerdote de sotana sucia... El canónigo
era inteligente y Dios era la suprema inteligencia... Pirulito quería ser sacerdote. Quería ser sacerdote
y su vocación era verdadera. Pero pecaba todos los días, robaba, asaltaba. No era culpa de ellos. Estaba
hablando como un comunista... ¿Por qué este hombre va en un automóvil, fuma un cigarro? Hablan-
) 39 ( www.territorio.perio.unlp.edu.ar
do como un comunista. El canónigo lo dijo. ¿Dios lo perdonará?
El padre José Pedro va recostado contra la pared. Las últimas notas de la distante orquesta llegan a sus
oídos. Los ojos del padre están desorbitados.
Sí, padre José Pedro, Dios a veces les habla a los más ignorantes... Él era ignorante... Pero Dios oye...
Son unos pobres niños... ¿Qué saben ellos del bien y del mal? ¿Si nunca nadie les enseñó nada? Nunca
una mano de madre sobre sus cabezas. Ni la palabra cariñosa de un padre. Señor, ellos no saben qué
hacen... Por eso estuve con ellos, hice concesiones muchas veces...
El padre aprieta las manos, las eleva al cielo.
¿Un comunista actúa así? Dar un paso de consuelo a esas pequeñas almas. Salvarlas, mejorar sus
destinos...
Antes sólo salían de ahí ladrones, carteristas, estafadores, los mejores eran compadritos... Ésa era la
profesión más digna... Quería que ahora salieran hombres para el trabajo, honestos, dignos... tenía que
ir lentamente. Del reformatorio salían peores... No es con castigos brutales, oye... Allá el castigo es brutal... Sólo con paciencia, con bondad... Cristo también pensaba así... ¿Por qué un comunista? Dios le
puede hablar a un ignorante... ¿Abandonar a los niños? La parroquia está perdida... Las anciana madre
llorará... ¿Y la carrera de la hermana en la Escuela Normal? Ella también quiere enseñar a los niños...
Pero serán otros niños, niños con libros, con padre y madre... no serán iguales a estos abandonados en
las calles, que duermen bajo la luna, bajo los puentes, en los depósitos... No puede abandonarlos. ¿Con
quién estará Dios? ¿Con el canónigo o con el padre sacerdote? La viuda... No, Dios está con el sacerdote... está con el sacerdote... soy muy ignorante para oír la voz de Dios... (Se esconde en la puerta de
una iglesia) Pero, a veces, Dios les habla a los ignorantes... (Sale de la puerta de la iglesia, continua caminando recostado a la pared). Seguirá, claro que sí. Si estuviera equivocado, Dios lo perdonará... “Las
buenas intenciones no disculpan las malas acciones”. Pero Dios es la suprema bondad... Continuará....
Quizá de los Capitanes de la arena no saldrán sólo ladrones... ¿Y no sería una gran alegría para Cristo?... Sí, Cristo sonríe. Es una figura radiante. Le sonríe al padre José Pedro. Gracias, Dios mío, gracias.
El padre se arrodilla en la calle, levanta las manos hacia el cielo. Pero mira a la gente que se ríe. Se pone
de pie asustado, salta a un tranvía lleno de vergüenza.
Un hombre comenta:
-Vea, un sacerdote tomado. Qué descaro...
En la parada de los tranvías todos se ríen.
El Boa-Vida se rasgó la ampolla con sus unas negras. Después se observó el brazo: estaba lleno. Por eso
sentía tanto calor y una blandura en todo el cuerpo. Era la fiebre de la viruela. La ciudad pobre estaba
asolada de viruela. Los médicos decían que la epidemia ya estaba declinando, pero todavía eran muchos los casos y todos los días alguien marchaba al lazareto. Gente que no vuelve, pensó el Boa-Vida.
Hasta Almiro, por quien se armó tan grande lío en el depósito, había ido a parar al lazareto. Y no volvería... Era un muchacho lindo... Hasta decían que él y Barandâo... Pero no era malo, no odiaba a nadie.
El Sem-Pernas había armado un escándalo. Cuando supo que se había muerto se volvió más retraído,
parecía sentirse culpable de la muerte de Almiro. No conversaba con nadie. Sólo andaba con el perro.
-Ése termina loco... –pensó el Boa-Vida.
Encendió un cigarrillo. Caminó hacia el depósito. Estaba el Profesor. A aquellas horas de la tarde difícilmente encontrara a alguien en el depósito. El Profesor lo vio entrar:
-Pasame un cigarrillo, Boa-Vida.
Facultad de Periodismo y Comunicación Social / UNLP
Taller de Comprensión y Producción de Textos I
El Boa-Vida le dio uno, se marchó a su rincón, hizo un atado con sus trapos. El Profesor observó esos
movimientos:
-¿Te vas?
El Boa-Vida se le acercó con el atado debajo del brazo:
-No se lo digas a nadie... Solamente al Bala...
-¿Adonde te vas?
El mulato se sonrió:
-Al lazareto...
El profesor le miró los brazos y el pecho llenos de ronchas:
-No vayas, Boa-Vida...
-¿Por qué, hermano?
-Vos sabés... Vas al hoyo seguro...
-¿Y te creés que me voy a quedar aquí para apestarlos a todos?
-Vamos a hacer algo...
-Se morirán todos. Almiro tenía casa claro. Yo no tengo nadie.
El Profesor se calló. Quería decirle muchas cosas. El mulato estaba parado delante de él, con el atado
debajo del brazo lleno de ronchas de viruela. El Boa-Vida dijo:
-Díselo a Pedro Bala. A los otros no.
El Profesor sólo atinó a decirle:
-¿Te vas ahora mismo?
El Boa-Vida dijo que sí y salieron del depósito. El Boa-Vida observó la ciudad, hizo un gesto con la
mano. Era como un adiós. Él era compadrito y nadie ama a su ciudad como los compadritos. Miró al
profesor:
-Cuando pintes mi retrato... ¿Lo vas a hacer?
-Sí, Boa-Vida... (Tenía ganas de pronunciar palabras cariñosas como las de un hermano)
-No me pintes lleno de viruela, ¿eh?
Su sombra desapareció en el arenal. El profesor se quedó con las palabras prisioneras, un nudo en la
garganta. Pero también era valiente que el Boa-Vida se fuera así, hacia la muerte, para no contaminar
a los otros. Los hombres de esa clase tienen una estrella en el lugar del corazón. Y cuando mueren su
corazón se queda en el cielo, dice el Querido-de-Deus. El Boa-Vida era un niño, no un hombre, pero ya
tenía una estrella en el lugar del corazón. Su sombra había desaparecido. Y entonces, la certeza de que
nunca más volvería a ver a su amigo llenó el corazón del Profesor. La certeza de que iba caminando
hacia la muerte.
“¡Cabono,
aziela engoma!
¡Quero vê couro zoá!
Omolu vai para sertâo
Bexiga vai espalhá.23”
Omolu había desparramado la viruela en la ciudad. Era una venganza contra la ciudad de los ricos.
Pero los ricos tenían la vacuna, ¿qué sabía Omolu de vacunas? Era una pobre diosa de las selvas del
África. Una diosa de los negros pobres. ¿Qué podía saber de vacunas? Entonces la viruela bajó y asoló
al pueblo de Omolu. Todo lo que Omolu pudo hacer fue transformar la viruela negra en varicela, vi-
Taller de Comprensión y Producción de Textos I
ruela blanca y boba. Pero igual morían los negros, morían los pobres. Pero Omolu decía que no era la
varicela la que los mataba. Era el lazareto. Omolu solamente quería marcar con la varicela a sus hijitos
negros. Pero el lazareto los mataba. En las macumbas se pedía que la diosa llevara la viruela de la ciudad hacia los ricos latifundios del sertón. Allá había dinero, leguas y leguas de tierra y no conocían la
vacuna. Y Omolu dice que va a ir al sertón. Y los negros, los ogans, las filhas y pais de santo, cantan:
Êle é mesmo nosso pai
e é quem pode nos ajudar...”
Omolu promete ir. Pero para que sus hijos negros no la olviden dice en su canto de despedida:
“Ora, adeus, ó meus filhinhos
qu’eu vou e torno a vortá...”25
Y una noche en que los atabales redoblaban en las macumbas, una noche de misterio en Bahía, Omolu tomó el tren de la Leste Brasileña y se fue al sertón de Juazeiro. La viruela se fue con ella.
El Boa-Vida volvió flaco, la ropa le bailaba en el cuerpo. La cara completamente picada. Los otros lo
miraron con recelo todavía, al verlo entrar en el depósito. El Profesor se adelantó:
-¿Te sanaste, mulato?
El Boa-Vida sonrió. Vinieron a apretarle la mano, Pedro Bala le dio un abrazo:
-Mulato valiente. Mulato macho.
Hasta el Sem-Pernas fue a saludarlo y Joâo Grande se quedó al lado del Boa-Vida. El mulato miró a
sus amigos. Pidió un cigarrillo. Sus manos estaban descarnadas, la cara huesuda. Se quedó callado,
mirando con amor el viejo depósito, los muchachos, el perro que estaba tirado en el rincón del SemPernas. Entonces Joâo Grande le preguntó:
-¿Cómo era el lazareto?
El Boa-Vida se dio vuelta rápidamente. Su cara tomó una expresión amarga y disgustada. Tardó en
responder. Después las palabras le salieron con dificultad:
-Ni se puede contar. Es una cosa por demás... Entrar ahí es como entrar en el cajón...
Los miró a todos, estaban pendientes de sus palabras. Su voz era amarga:
-Es igual que entrar en el cajón para ir al cementerio. Igual...
No encontró nada más que decir. El Sem-Pernas le preguntó entre dientes:
-¿Qué más?
-Nada. Nada. Yo qué sé... Por Dios, no me pregunten... –bajó la cabeza y la balanceó. Su voz era muy
baja, como amedrentada-. Es como ir al cementerio. Todos está, muertos.
Sus ojos pedían que no le preguntaran nada más. Joâo Grande les dijo:
-No hay que preguntarle nada...
El Boa-Vida lo apoyó con un gesto de la mano. Dijo bajito:
-Nada... Es una porquería...
El Profesor miró el pecho de Boa-Vida. Estaba todo picado de la varicela. Pero en el lugar del corazón
vio una estrella.
Una estrella en el lugar del corazón.
Destino
Ocuparon la mesa del rincón. El Gato sacó los naipes. Pero ni Pedro Bala, ni Joâo Grande, ni el Pro-
Facultad de Periodismo y Comunicación Social / UNLP
www.territorio.perio.unlp.edu.ar ) 40 (
fesor y tampoco el Boa-Vida se interesaron. Esperaban al Querido-de-Deus en el “Porta do mar”. Las
mesas estaban ocupadas. Durante mucho tiempo el “Porta do mar” se había quedado sin clientes. La
varicela se los había tragado. Pero ahora que la peste se había ido, los hombres volvían y comentaban
las muertes. Alguien habló del lazareto. “Es una desgracia ser pobre”, dijo un marinero.
En una mesa pidieron cachaça. Se produjo un movimiento de vasos en el mostrador. Un viejo dijo:
-Nadie puede cambiar su destino. Está marcada allá arriba –y señala el cielo.
Pero Joâo de Adâo le contestó desde otra mesa:
-Un día vamos a cambiar el destino de los pobres....
Pedro Bala levantó la cabeza, el Profesor escuchó sonriendo. Pero Joâo Grande y el Boa-Vida parecían
apoyar las palabras del viejo que repitió:
-Nadie lo puede cambiar. Esta escrito allá arriba...
-Un día lo vamos a cambiar.... –dijo Pedro Bala y todos lo miraron.
-¿Qué sabés vos, mocoso? –le dijo el viejo.
-Es el hijo de Loiro, habla la voz del padre –contestó Joâo de Adâo mirándolo con respeto-. El padre
murió para que cambie el destino de la gente.
Los miró a todos. El viejo se calló y ahora también lo miraba con respeto. La confianza volvió lentamente a poblar el lugar. Afuera comenzó a sonar una guitarra.
EN LA NOCHE DE LA GRAN PAZ DE LA GRAN
PAZ DE TUS OJOS
Hija de apestado
La música volvió a comenzar en el morro. Los compadritos tocaban de nuevo la guitarra, cantaban
modinhas26 , inventaban sambas que después vendían a los célebres sambistas de la ciudad. En el
negocio de Deoclecio paraba un grupo todas las tardes. Durante algún tiempo todo se había detenido
en el morro para dar paso al lloro y las lamentaciones de las mujeres y los niños. Los hombres iban
a sus casas o al trabajo con la cabeza baja. Y los cajones negros de los adultos, los cajones blancos de
las vírgenes, los pequeños cajones de los niños bajaban las ásperas laderas del morro hacia el distante
cementerio. O si no bajaban bolsas llevando a los apestados de viruela todavía vivos hacia el lazareto.
La familia lloraba como si ya estuvieran muertos porque tenían la certeza de que no volverían más.
Ni la música de una guitarra. Ni la voz plena de un negro rompía la tristeza de morro. Solamente las
oraciones de las mujeres en vigilia, el llanto convulsivo de las mujeres.
Así estaba el morro, cuando Estevâo marchaba hacia el lazareto. No volvió. Una tarde Margarida supo
que había muerto. Esa tarde ella tenía fiebre. Pero la varicela parecía muy tenue en el cuerpo de la
lavandera y escondiendo a todos la noticia consiguió que no se la llevaran. Lentamente fue mejorando.
Los dos hijos andaban por la casa haciendo lo que ella les mandaba. Zé Fuinha era una boca inútil, con
sus seis años todavía no sabía hacer nada. Pero Dora tenía trece y andaba para los catorce y sus pechos
ya habían empezado a brotar bajo el vestido. Parecía una mujercita, muy seria, en busca de remedios
para la madre o aplicándoselos. Margarida mejoró cuando las guitarras ya habían vuelto a sonar en
el morro, porque la epidemia había terminado. La música volvió a dominar las noches del morro, y
Margarida, aunque no estaba completamente sana, fue a la casa de algunas de sus clientas en busca de
) 41 ( www.territorio.perio.unlp.edu.ar
ropa. Volvió con el atado a la espalda, se marchó a la fuente. Trabajó todo el día, bajo el sol y la lluvia
que cayó por la tarde. Al día siguiente no volvió al trabajo porque el mal había recrudecido y la recaída
de varicela es terrible. Dos días después bajaba el morro el último cajón debido a la varicela. Dora no
lloraba. Las lágrimas le corrían insensiblemente por la cara, pero mientras el cajón bajaba pensaba en
Zé Fuinha que pedía comida. El hermanito lloraba de dolor y de hambre. Era muy chico para comprender que se había quedado sólo en la inmensidad de la ciudad.
Esa tarde los vecinos dieron de comer a los huérfanos. Al día siguiente por la mañana el árabe dueño
de las calles del morro hizo echar alcohol en la Margarida para la desinfección. Y luego la alquiló porque era una casilla bien situada, en lo alto de la ladera. Y mientras los vecinos discutían de los huérfanos, Dora tomó al hermano de la mano y bajó a la ciudad. No se despidió de nadie, fue como una fuga.
Zé Fuinha iba sin saber adónde, arrastrado por la hermana. Dora marchaba tranquila. En la ciudad
habría de encontrar quien les diera de comer, quien por lo menos, se hiciera cargo del hermanito. Ella
reencontraría un trabajo, quizá de mucama en alguna casa. Todavía era una niña, pero había muchas
casas que preferían a una niña para pagarle menos. En cierta ocasión su madre había hablado para
emplearla como mucama en la casa de una clienta. Dora sabía adónde era y allá se dirigía. El morro, la
música de las guitarras, el samba que entonaba un negro, quedaron atrás. Los pies descalzos de Dora
se quemaban en el asfalto ardiente. Zé Fuinha va alegre, viendo la ciudad que no conocía, los tranvías
que pasaban repletos, los autos que hacen resonar sus bocinas, la multitud que llena las calles. Dora
había ido con Margarida a la casa de esa clienta. Y en la barra, tomaron un tranvía de carga, llevando al
atado de ropa lavada. La dueña de casa había festejado a Dora y le había preguntado si quería trabajar
allí cuando fuera más grande. Y allí iba Dora preguntando a unos y a otros. El camino era largo, el
sol en el asfalto quemaba sus pies sin zapatos. Zé Fuinha comenzó a pedirle comida y a quejarse de
cansancio. Dora lo tranquilizaba con promesas y seguían. Pero en campo Grande, Zé Fuinha no pudo
más. La caminata era demasiado dura para sus seis años. Entonces Dora entró en una panadería y
con los únicos quinientos reis que tenía compró dos panes y dejó a Zé Fuinha sentado en un banco:
-Comes y me esperás, ¿eh? Yo voy allá y vuelvo. Pero no te muevas de acá, ¿me oís?
Zé Fuinha, con su carita muy seria, prometió obedecer mientras empezaba a roer los duros panes. La
hermana lo besó y siguió su camino.
El policía que le dio información sobre el camino observó sus pechos nacientes. El cabello rubio,
maltratado, volaba al viento. La planta de los pies le quemaba y sentía un cansancio enorme en todo
el cuerpo. Pero siguió. El número era 611. Cuando llegó al 53 se detuvo para descansar y pensar en las
palabras que le diría a la dueña de casa. Después siguió caminando. Ahora el hambre contribuía al
cansancio del cuerpo, un hambre terrible, el tipo de hambre de las criaturas de trece años, esa hambre
que exige una comida inmediata. Dora tenía ganas de llorar, de dejarse caer en la calle, bajo el sol, de
no hacer ningún movimiento. Una nostalgia del país de los muertos la invadió. Pero reaccionó contra
ella y siguió el camino.
El 611 era una casa grande, casi un palacete, con árboles en el frente. Debajo de un mango había una
hamaca donde jugaba una niña de la edad de Dora. Un muchachito de unos diecisiete años la hamacaba y los dos se reían. Eran hijos del dueño de la casa. Dora se quedó mirándolos envidiosa durante
varios minutos. Después tocó el timbre. El muchacho la miró pero siguió hamacando a su hermana.
Dora volvió a tocar y vino la criada. Le dijo que quería hablar con doña Laura, la señora. La empleada la
miró con desconfianza. El muchacho abandonó la hamaca y se acercó a la puerta. Observó los pechos
Facultad de Periodismo y Comunicación Social / UNLP
Taller de Comprensión y Producción de Textos I
recién nacidos de Dora, las piernas que asomaban del corto vestido. Le preguntó:
-¿Qué desea?
-Yo quería hablar con doña Laura. Soy hija de Margarida, que fue lavandera de ella... Se murió...
El muchacho no quitaba los ojos de los pechos de Dora. Era una joven bonita de ojos grandes, cabellera
rubia, nieta de italiano y mulata. Margarida decía que salía al abuelo que también tenía el pelo rubio y
un bigote bien cuidado. Dora bajó los ojos avergonzada porque el muchacho no le sacaba los ojos de
encima. Entonces también él quedó desconcertado y le dijo a la criada:
-Vaya a llamar a mamá.
-Sí, señor.
El muchacho sacó un cigarrillo y lo encendió. Echó el humo hacia arriba, estiró los labios, volvió a pitar
largando el humo sobre los pechos de Dora:
-¿Anda buscando un empleo?
-Sí, señor.
El viento levantó la falda de Dora. El muchacho tuvo pensamientos obscenos al ver los muslos. Ya
soñaba con la cama, Dora trayéndole el café de la mañana, la zafaduría que le diría...
-Voy a ver si mamá tiene un puesto para usted...
Ella agradeció. Pero estaba un poco asustada, aunque no advertía totalmente la malicia de las miradas
del muchacho. Doña Laura apareció, los cabellos grises, la hija detrás, observando a Dora largamente.
Era pecosa, pero tenía cierta gracia.
Dora le dijo que su madre había muerto:
-Y usted me había prometido un empleo.
-¿De que murió Margarida?
-De viruela, señora.
Dora no sabía, que diciendo eso perdía toda posibilidad de empleo.
-¿De viruela?
La joven se apartó recelosa. Hasta el muchacho se alejó un poco pensando en los pequeños senos de
Dora picados por la viruela. Escupió enojado. Doña Laura adoptó un tono triste.
-Es que ya tomé a otra empleada. Y en estos momentos no tengo necesidad...
Dora pensó en Zé Fuinha:
-¿La señora no necesita un chico para que le haga las compras, recados, esas cosas? Es para mi hermanito...
-No, hija mía, no necesito.
-¿No sabe de nadie que necesite?
-No. Si conociera te recomendaría...
Quería terminar la charla. Se volvió hacia el hijo:
-¿Tienes dos mil reis, Emanuel?
-¿Para qué, mamá?
El muchacho se los dio y ella los colocó sobre el cerco. Tenía miedo de tocar a Dora, quería que se fuera
en seguida de ahí, antes de que contagiara a la casa:
-Llévese eso y que Dios le ayude...
Dora volvió a bajar la calle. El muchacho todavía le observó las nalgas que se mostraban redondas bajo
el apretado vestido. Pero la voz de doña Laura lo interrumpió. Le hablaba a la criada:
Taller de Comprensión y Producción de Textos I
-Dos Reis, pase un paño con alcohol por el portón por donde tocó esa muchacha. No es bueno jugar
con la viruela...
El muchacho volvió a hamacar a su hermana bajo el mango. Cada tanto suspiraba: “Tenía unos lindos
pechitos”.
Zé Fuinha no estaba en el banco. Dora se llevó un buen susto. A lo mejor el hermanito se había largado por la ciudad y andaba perdido. ¿Y cómo iba a encontrarlo ella que tampoco conocía la ciudad?
Además la invadía un gran cansancio, desánimo, nostalgias de la madre muerta, ganas de llorar. Los
pies le dolían y tenía hambre. Pensó comprar pan (ahora tenía dos mil cuatrocientos) pero en lugar de
eso salió en busca del hermano. Lo encontró debajo de los árboles de un jardín comiendo ameixas27
verdes. Dora le dio una palmada:
-¿No sabés que eso da dolor de barriga?
-Tengo hambre.
Compraron pan y comieron. Toda la tarde se convirtió en una larga caminata de un lado a otro en
busca de empleo. En todas partes le decían que no, el miedo a la viruela era mayor que la bondad. Al
caer la noche Zé Fuinha ya no aguantaba su cansancio. Dora estaba triste y pensaba en volver al morro.
Iba a ser una carga para los vecinos pobres. No quería volver. Desde el morro su madre había salido
metida en un cajón, su padre metido en una bolsa. Volvió a dejar a Zé Fuinha solo en un parque para
ir a comprar algo a una panadería antes de que cerrasen. Gastó sus últimos niqueles. Las luces se prendieron, lo que al comienzo le pareció muy bonito. Pero después sintió que la ciudad era su enemiga,
que había quemado sus pies y la había llenado de cansancio. Esas lindas casas la rechazaron. Volvió
arrastrándose, secándose con las manos las lágrimas y de nuevo no encontró a Zé Fuinha. Después
de dar vueltas por el parque encontró al hermano observando el juego de dos chicos: un negro fuerte y
un blanco debilucho. Dora se sentó en un banco y llamó al hermano. Los chicos que jugaban también
se levantaron. Ella desempaquetó los panes y le dio uno a Zé Fuinha. Los chicos los miraron. El negro
tenía hambre, se le notaba. Dora le ofreció un pan. Los cuatro comieron en silencio. Cuando terminaron el negro golpeó las manos y dijo.
-Tu hermano nos dijo que tu mamá se murió de viruela...
-Papá también...
-Allá también se murió uno...
-¿Tu papá?
-No. Almiro, uno del grupo.
El blanco debilucho que había estado callado preguntó:
-¿Encontraste trabajo?
-Nadie quiere a la hija de un apestado...
Ahora lloraba. Zé Fuinha jugaba en el suelo con las bolas que los otros habían dejado. El negro se
rascaba la cabeza. El blanco debilucho lo miró y después miró a Dora:
-¿Tenés adónde dormir?
-No.
El blanco debilucho le dijo al negro:
-La llevamos al depósito...
-Una mujer... ¿Qué va a decir Bala?
-Está llorando -dijo el flacucho en voz muy baja.
Facultad de Periodismo y Comunicación Social / UNLP
www.territorio.perio.unlp.edu.ar ) 42 (
El negro la miró. Evidentemente estaba confundido. El blanco se rascó el pescuezo espantando a una
mosca. Puse una mano sobre un hombro de Dora, muy despacito, como si tuviera miedo de tocarla:
-Vení con nosotros. Dormimos en un depósito...
El negro hizo un esfuerzo para sonreír:
-No es un palacete, pero es mejor que la calle.
Se pusieron en marcha. Joâo Grande y el Profesor iban adelante. Los dos tenían ganas de charlar con
Dora pero ninguno sabía qué decir, nunca se habían visto en un apuro así. La luz de la calle daba sobre
los cabellos rubios de Dora. El negro dijo:
-Es una preciosura.
-Un fenómeno –dijo el Profesor.
Pero no le miraban ni los pechos ni las piernas. Sólo le miraban los cabellos rubios iluminados por la
luz de las lámparas eléctricas.
En el arenal, Zé Fuinha ya no pudo seguir andando. El negro Joâo Grande levantó al niño y se lo echó
a la espalda. El profesor iba junto a Dora, todos callados en la noche.
Entraron al depósito con cierta desconfianza. Joâo Grande puso a Zé Fuinha en el suelo, y se quedó
parado, esperando que el Profesor y Dora entraran. Fueron todos al rincón del Profesor que encendió
la vela. Los otros observaban con sorpresa. El perro del Sem-Pernas ladró:
-Gente nueva... –murmuró el Gato que iba a salir.
El Gato se les acercó:
-¿Quiénes son, Profesor?
-Los padres se murieron de viruela. Estaban en la calle sin tener dónde dormir.
El Gato miró a Dora exhibiendo su mejor sonrisa. Hizo una especie de saludo con el cuerpo (lo había
visto en una película) y ensayó una frase que había oído otra vez:
-Bienvenida, madame...
No se acordó del resto, quedó medio aturullado y se marchó a ver a Dalva. Pero los demás ya se
aproximaban. El Sem-Pernas y el Boa-Vida al frente. Dora los miraba asustada. Zé Fuinha dormía su
cansancio. Joâo Grande se puso delante de Dora. La luz de la vela iluminaba la cabellera de la niña y
de cuando en cuando se posaba en sus pechos. El Profesor se levantó y se recostó en la pared. Ahora la
luna se asomaba por los agujeros del techo.
El Boa-Vida se puso delante. El Sem-Pernas venía cojeando, y los otros lo seguían, los ojos extendidos
hasta Dora. El Boa-Vida dijo:
-¿Quién es ésa?
El Profesor se adelantó:
-Tenía hambre. Ella y el hermano. La viruela se llevó a los padres.
El Boa-Vida se rió con una risa larga. Se irguió:
-Qué bocado...
El Sem-Pernas largó una risita burlona y señaló a los otros:
-Están como los caranchos...
Dora se acercó a Zé Fuinha que se había despertado y temblaba de miedo. Una voz dijo entre los
chicos:
-Profesor, ¿estás pensando que la carne es sólo para vos y para Joâo Grande? Dejanos un poco a nosotros...
) 43 ( www.territorio.perio.unlp.edu.ar
Otro gritó:
-Ya tengo el fierro caliente...
Muchos se rieron. Uno se adelantó, le mostró su sexo a Joâo Grande:
-Mirame el bicho, Grande, está como loco...
Joâo Grande tapó a Dora. No decía nada pero agarró el puñal. El Sem-Pernas gritó:
-Para vos sólo no va a ser. Tiene que ser para todos...
El Profesor le contestó.
-No ves que es una nena...
-Ya tiene pechos –gritó una voz.
Volta Seca salió del medio del grupo. Tenía los ojos excitados, una risa en la cara sombría:
-Lampiâo no respeta nada. Entregala, Grande...
Sabían que el profesor era débil y que no aguantaba un golpe. Estaban locamente excitados, pero le
tenían miedo a Joâo Grande que sostenía su puñal. Volta Seca se imaginó en medio del grupo de
Lampiâo pronto a desflorar, junto con todos, a la hija de un hacendado. La vela iluminaba los cabellos
rubios de Dora. El rostro estaba demudado de terror.
Joâo Grande no decía nada, pero sostenía el puñal en su mano. El Profesor abrió la navaja y se puso a
su lado. Entonces Volta Seca también sacó el puñal y empezó a avanzar. Los otros iban detrás, el perro
ladraba. Una vez más el Boa-Vida dijo:
-Apartate, Grande. Es mejor...
El Profesor pensaba que si el Gato estuviera ahí, se pondría de su lado, porque el Gato ya tenía mujer.
Pero el Gato no estaba.
Dora vio avanzar al grupo. El miedo fue superando el desánimo y al cansancio que tenía. Zé Fuinha
lloraba. Dora no sacaba sus ojos de Volta Seca. La cara sombría del mulato palpitaba de deseo, una
risa nerviosa la sacudía. También vio las señales de la varicela en la cara del Boa-Vida cuando éste se
puso a la luz de la vela y entonces se acordó de su madre muerta. Un sollozo la sacudió y detuvo a los
chicos. El Profesor dijo:
-¿No ven que está llorando?
Se detuvieron un momento. Pero Volta Seca volvió a hablar:
-¿A nosotros con eso? La concha no cambia porque no llore...
Siguieron avanzando. Iban muy lentos, los ojos fijos en Dora o en el puñal que Joâo Grande tenía en la
mano. De repente, se apuraron, ya estaban muy cerca. Joâo Grande habló por primera vez:
-Reviento al primero...
El Boa-Vida se rió. Volta Seca movió su puñal. Zé Fuinha lloraba, Dora miraba todo con ojos espantados. Se abrazó al hermanito y vio a Joao Grande derribar al Boa-Vida. La voz de Pedro Bala que entraba
los detuvo:
-¿Qué diablos están haciendo?
El Profesor se levantó. Volta Seca lo soltó, ya le había hecho un tajo en un brazo. El Boa-Vida se quedó
tendido en el suelo con una herida en la cara. Joâo Grande continuó en guardia delante de Dora. Pedro
Bala se adelantó:
-¿Qué pasa?
El Boa-Vida contestó desde el suelo:
-Estos atorrantes consiguieron carne y la quieren sólo para ellos. Nosotros también tenemos derecho...
Facultad de Periodismo y Comunicación Social / UNLP
Taller de Comprensión y Producción de Textos I
-Nosotros también. Yo quiero coger hoy... –se quejó el Sem-Pernas.
Pedro Bala miró a Dora. Vio sus pechos y su pelo rubio.
-Tienen derecho –dijo-. Apartate, Joâo Grande.
El negro miró a Pedro Bala asombrado. El grupo avanzaba nuevamente, ahora bajo el jefatura de Pedro
Bala. Joâo Grande extendió sus brazos y gritó:
-Bala, mato al primero que se acerque.
Pedro Bala avanzó otro paso:
-Salí, Grande.
-¿No ves que es una nena? ¿No lo estás viendo?
Pedro Bala se detuvo, el grupo también. Ahora Pedro Bala miraba a Dora con otros ojos. Le veía el
terror, las lágrimas que le brotaban de los ojos. Escuchó el llanto de Zé Fuinha. Joâo Grande siguió
hablando:
-Yo siempre estuve con vos, Bala. Soy tu amigo, pero esta es una nena, yo y el Profesor la trajimos acá.
Yo soy tu amigo, pero si te acercás te mato. Es una nena, no le hagan nada...
-Te sacamos de adelante y después... –dijo Volta Seca.
-Callate la boca –gritó Pedro Bala.
Joâo Grande continuó:
-El padre y la madre se murieron de viruela. La encontramos, no tenía dónde ir a dormir, la trajimos
acá. No es una puta, es una nena, ¿no ven que es una nena? Nadie la va a tocar, Bala.
Pedro Bala dijo bajito:
-Es una nena...
Dio un salto hacia el lado de Joâo Grande y del Profesor:
-Vos sos un buen negro. Tenés razón... –se dio vuelta hacia los otros-. El que quiera venir, que venga...
-No podes hacer eso, Bala... –el Boa-Vida se pasaba la mano por la cicatriz-. Vos te querés mandar la
carne con el Grande y el Profesor...
-Juro que no quiero nada de ella y que ellos tampoco la van a tocar. Es una nena. Nadie la va a tocar. Y
el que quiera venir, que venga...
Los más chicos y miedosos se fueron apartando. El Boa-Vida se levantó y se fue a su rincón limpiándose la sangre. Volta Seca se dirigió con lentitud a Pedro Bala:
-Si no voy no es por miedo. Es que dijiste que es una nena.
Pedro Bala se acercó a Dora:
-No tengas miedo. Nadie te va a tocar.
Ella salió de su rincón, se arrancó un pedazo de pollera y empezó a limpiar la herida del Profesor. Después fue hasta el Boa-Vida (que se encogió todo), mojó su herida, le puso el pedazo de género encima.
Todo el temor, todo el cansancio, habían desaparecido. Porque confiaba en Pedro Bala. Después le
preguntó a Volta Seca:
-¿Estás lastimado?
-No...- dijo el mulato sin comprender. Y se escapó a su rincón. Parecía tenerle miedo.
El Sem-Pernas observaba. Su perro vino a lamerle los pies a Dora. Ella lo acarició y le preguntó al
Sem-Pernas:
-¿Es tuyo?
-Sí. Pero te podes quedar con él.
Taller de Comprensión y Producción de Textos I
Ella le sonrió. Pedro Bala recorrió el depósito. Después les dijo a todos:
-Mañana ella se va. No quiero mujeres acá.
-No –dijo Dora-, yo me quedo, los ayudo... yo se cocinar, sé coser, lavar la ropa.
-Por mí, se puede quedar –dijo Volta seca.
Dora miró a Pedro Bala:
-¿No dijiste que nadie me iba a hacer nada?...
Pedro Bala le miró el pelo rubio. La luna entraba al depósito.
Dora, madre
El Gato apareció bamboleando el cuerpo en su caminar característico. Se había pasado una cantidad
de tiempo tratando de ensartar el hilo en la aguja. Dora había puesto a dormir a Zé Fuinha y ahora se
aprestaba para oírle al Profesor una linda historia del libro de tapas azules. El Gato apareció bamboleando su cuerpo y se le acercó lentamente.
-Dora...
-¿Qué hay, Gato?
-¿Me podes hacer un favor?
Le mostró la aguja y el hilo que llevaba en una mano. Parecía estar frente a un problema grave. No
sabía como hacerlo. El Profesor cerró el libro y el Gato cambió de tema:
-Te vas a quedar ciego, Profesor, de tanto leer... Si por lo menos hubiera luz eléctrica... –miró a Dora
sin atreverse.
-¿Qué hay, Gato?
-La porquería de este hilo... Nunca vi nada más difícil. Meter esto en el rabo de esta aguja...
-Dámela...
Enhebró el hilo y le hizo un nudo en la punta. El Gato le dijo al Profesor:
-Sólo las mujeres saben hacer eso...
Extendió la mano para agarrar la aguja pero Dora no se la dio. Le preguntó qué tenía que coser y el
Gato le mostró el bolsillo roto de su saco. Era la ropa que había pertenecido al Sem-Pernas cuando
anduvo de niño rico en una casa de la Graça:
-¡Es una ropa buena! –dijo el Gato
-Buena de verdad –apoyó Dora.
El Profesor y el Gato se quedaron viéndola coser. En realidad, la costura no era una maravilla, pero
ellos nunca habían tenido a nadie que les cosiera y remendara las ropas. Solamente el Gato y Pirulito
tenían la costumbre de remendarse la ropa. El Gato porque se las daba de elegante y tenía su amante
y Pirulito porque quería andar aseado. Los otros dejaban que los andrajos que encontraban se arruinaran más hasta volverse completamente inútiles. Entonces pedían o robaban otro pantalón, otro saco.
Dora terminó su costura:
-¿Algo más?
El Gato alisó sus cabellos llenos de brillantina:
-La espalda de la camisa...
Se dio vuelta. La camisa estaba rasgada de arriba hasta abajo. Dora lo hizo sentar y comenzó a cosérsela en el cuerpo mismo. Cuando sus dedos le tocaron la espalda, el Gato sintió un estremecimiento.
Facultad de Periodismo y Comunicación Social / UNLP
www.territorio.perio.unlp.edu.ar ) 44 (
Como cuando Dalva le pasaba las uñas largas y cuidadas, arañándole la espalada mientras decía:
-La gatita araña a su gatito...
Pero Dalva no le cosía la ropa, quizá ni siquiera supiera enhebrar una aguja. Lo que sabía era sacudirse
en la cama y arañarle la espalda a propósito para excitarlo, para que el amor fuera más intenso. Dora,
no. No era a propósito. La mano de ella (uñas arruinadas, sucias y roídas por los dientes) no quería
excitarlo, ni hacerlo temblar. Pasaba como la mano de una madre que le remienda la camisa al hijo. La
madre del Gato había muerto muy joven. Era una mujer frágil y hermosa. También tenía las manos
arruinadas, porque la mujer de un obrero no tiene manicura. Y también ella tenía la costumbre de
remendarle las camisas puestas. La mano de Dora lo toca de nuevo. Ahora la sensación es diferente.
No es ya un estremecimiento de deseo. Es aquella sensación de cariño bueno, de seguridad, que le
daban las manos de su madre. Dora está detrás de él y no la ve. Imagina que su madre ha vuelto. El
Gato es un niñito que jugaba en las laderas del morro y destroza su ropa. Y su madre lo llama, lo hace
sentar delante de ella y sus manos ágiles manejan la aguja, a veces lo tocan y le dan esa sensación de
felicidad. Ella ha vuelto, remienda las camisas del Gato. Entonces tiene ganas de echarse al cuello de
Dora y dejar que le cante hasta quedarse dormido, como cuando era chiquito. Todavía es un niño. En
edad, porque en lo demás es un hombre, robando para vivir, durmiendo todas las noches con una
mujer de la vida, sacándole plata. Pero esta noche es muy chiquito, se olvida de Dalva, de sus uñas
que araña, de sus labios que retienen los suyos en besos interminables, de su sexo que lo consume.
Olvida su vida de pequeño carterista, de dueño de naipes marcados, de jugador fullero. Olvida todo, es
solamente un niño de catorce años con una madrecita que le remienda la camisa. Tiene ganas de que
ella le cante para dormirlo... Una de aquellas canciones de cuna que hablan del cuco. Dora muerde el
hilo, se inclina sobre él. Sus cabellos rubios tocan el hombro del Gato. Pero él sólo desea que ella siga
siendo su madrecita. Su felicidad en ese momento es casi absurda. Es como si hubiera desaparecido
toda su vida después de la muerte de la madre. Es como si se hubiese conservado un niñito igual a
todos. Porque esa noche su madre ha vuelto. Por eso la inconsciente caricia de los cabellos de Dora
no excita su deseo. Sino que aumenta su felicidad. Y la voz que dice: “ya está, Gato” suena en sus oídos como la voz dulce y musical de su madre que cantaba, la cabeza del Gato recostada, en su cuello,
canciones de cuna.
Se levanta y mira a Dora con ojos agradecidos:
-Sos nuestra madrecita... –pero se queda embarullado en lo que dice, piensa que Dora no va a entenderlo, porque ella se ríe en su cara seria de casi mujer. Pero el Profesor comprende, y el Gato, parado
frente a Dora, hablando con una voz feliz y sin deseo, llamándola madrecita, y ella sonriendo con su
aire maternal de casi mujer, quedan grabados en la mente del Profesor como un cuadro.
El Gato agarró el saco y salió con su paso bamboleante.
Sentía que había algo nuevo en el depósito, habían encontrado una madre, el cariño y los cuidados de
una madre. Dalva se extraña esa noche:
-¿Qué tiene mi gatito? ¿Qué le pasó?
Pero él guarda el secreto. Es una cosa tan grande encontrar en la tierra una madre que ya murió. Dalva
no lo entendería.
Cuando el Profesor había comenzado su historia, Joâo Grande llegó y se sentó al lado de ellos. La noche era lluviosa. En el relato que leía el Profesor también la noche era lluviosa y el barco estaba en un
gran peligro. Los marineros recibían latigazos y el capitán era un malvado. El barco a vela parecía zozo-
) 45 ( www.territorio.perio.unlp.edu.ar
brar a cada momento, el látigo de los oficiales caía sobre las espaldas desnudas de los marineros. Joâo
Grande tenía una expresión de dolor en el rostro. Volta Seca llegó con un diario, pero no interrumpió
el relato, se quedó oyéndolo. Ahora el marinero John era castigado, porque se había resbalado y caído
en medio del temporal. Volta Seca lo interrumpió:
-Si Lampiâo estuviera ahí ya se hubiera tragado a ese capitán... Y eso es lo que hizo el marinero James,
un hombrón. Se tiró encima del capitán, la revuelta estalló en el buque. Afuera llovía. En el relato
también llovía, era el relato de un temporal y de una revuelta. Uno de los oficiales se puso al lado de
los marineros.
-Dale con todo... –gritó Joâo Grande.
Amaban el heroísmo. Volta Seca observó a Dora. Sus ojos brillaban, ella también amaba el heroísmo.
Eso le gustó al sertanejo. Después el marinero James sostuvo una lucha feroz. Volta Seca silbó como
un pajarito de puro contento. Dora también se rió, satisfecha. Se rieron los dos juntos, luego largaron
una carcajada durante varios minutos, otros se les acercaron y tuvieron tiempo de oír el final del relato.
Miraban la cara seria de Dora, la cara de una casi mujer que los observaba con el cariño de una madre.
Sonreían y cuando el marinero James largó al capitán del barco en un bote salvavidas y lo llamó “cobra
sin veneno”, ellos carcajearon junto con Dora y la miraron con amor. Como niños que miran a una
madre muy querida. Cuando el relato finalizó, se volvieron a sus rincones haciendo comentarios:
-Corajudo...
-Macho...
-Ése era una máquina...
-El capitán puso una cara que, ¿eh?
Volta Seca le entregó el diario al Profesor. Dora miró al mulato y él le sonrió medio confuso:
-Trae noticias de Lampiâo... –su rostro sombrío se aclaraba-. ¿Sabés que Lampiâo es mi padrino?
-¿Padrino?
-Sí... Mi mamá me lo nombró, porque Lampiâo es un macho de verdad, no se achica ante nadie... Mi
mamá era una mujer valiente, capaz de enfrentar un fusil. Un día hizo disparar a dos soldados que se
le propasaron. Era una mujer como un hombre...
Dora lo oía encantada. Su cara sería observaba con mayor simpatía el rostro sombrío del mulato. Volta
Seca se quedó callado pero en la actitud de quien quiere decir algo. Por fin habló:
-Vos también sos valiente, ¿eh?... Mi mamá era una mujer así de grande. Era mulata, pero tenía el
pelo rubio, tenía una mota de locura. No era nada joven, podría ser tu abuela... Pero te pareces a ella...
Miró a Dora y bajó la cabeza:
-Parece mentira, me la hacés recordar. Parece mentira, pero te parecés a ella...
El Profesor lo miró con sus ojos de miope. Volta Seca casi gritaba, su cara sombría tenía la alegría de
un descubrimiento. “Él también descubrió a su madre”, pensó el Profesor. Dora estaba seria, pero su
miraba era cariñosa. Volta Seca se rió, ella se rió y después largaron una carcajada. Pero el Profesor no
los acompañó en esa carcajada. Empezó a leer muy rápido el artículo del diario.
Lampiâo había sido tomado de sorpresa al entrar en una aldea. El chofer de un camión que lo había visto en la carretera con su banda había ido a prevenir a la aldea. Les dio tiempo de pedir refuerzos en las
aldeas vecinas y también de avisar a la columna volante. Cuando Lampiâo entró en la aldea se encontró
con que lo recibían a balazos. El tiroteo fue intenso, Lampiâo sólo atinó a tomar a campo traviesa, a la
caatinga, que es su casa. Uno de sus hombres quedó tendido con un brazo en el pecho. Le cortaron la
Facultad de Periodismo y Comunicación Social / UNLP
Taller de Comprensión y Producción de Textos I
cabeza y la mandaron a Bahía como demostración de triunfo. En el diario estaba la fotografía. La boca
abierta los ojos fuera de las órbitas, un hombre la sostenía por la mota raleada. Le habían cortado el
pescuezo a facón. Dora comenzó:
-¡Pobrecito!... ¡Qué atroz!
Volta Seca la miró agradecido. Sus ojos estaban inyectados, su cara todavía más sombría. Dolorosamente sombrío.
-Hijo de yegua -dijo bajito-. Hijo de yegua de carrero... Si un día te llego a agarrar...
La información decía que Lampiâo debía tener otros hombres heridos, pues la retirada del grupo había
sido muy rápida. Volta Seca habló en sordina. Era como si hablara para sí mismo....
-Ya es tiempo de que vaya...
-¿Adónde? –preguntó Dora.
-Junto a mi padrino. Me esta precisando...
Ella lo miró con tristeza:
-En serio, ¿te irías, Volta seca?
-Sí que voy.
-¿Y si la policía te mata, si te corta la cabeza?
-A mí no me agarran vivo. ¡Qué! Juro que no me agarran vivo. Yo no tengo miedo.
Afirmaba por su madre, fuerte y valiente mulata sertaneja, capaz de enfrentar a los soldados, comadre
de Lampiâo, mujer de cangaceiro, que podían confiar en él, que no le agarrarían vivo, que lucharían
hasta la muerte... Dora lo oía con orgullo.
El Profesor apartó sus ojos y también vio en el sitio de Dora a una sertaneja, fuerte, defendiendo su
pedazo de tierra contra los coroneles, con la ayuda de su amigo cangaceiro. Vio a la madre de Volta
Seca. Y era lo mismo que veía el mulato. Los cabellos rubios eran una mota rala, los ojos dulces eran
los ojos achinados de la sertaneja, el rostro grave era el rostro sombrío de la campesina explorada. Y la
sonrisa era la misma sonrisa de orgullo de una madre hacia su hijo.
Pirulito la vio llegar con desconfianza. Para él, Dora era un pecado. Hacía ya tiempo que había desistido de las nenitas del arenal y de la calentura de los cuerpos revolcándose en las arenas. Poco a poco se
iba alejando de sus pecados para aparecer puso ante los ojos de Dios y poder pensaba en conseguirte
un puesto de vendedor de diarios para terminar con el pecado diario del robo.
Miraba a Dora con recelo: la mujer era el pecado. En realidad, ella no era más que una niña abandonada como ellos. No se reía como las negritas del arenal con risa insolente y convidadora, con risa
de dientes apretados por el deseo. Su cara era seria, parecía la cara de una mujer muy digna. Pero
los pequeños pechos que nacían empinaban el vestido, sus piernas eran blancas y redondas. Pirulito
tenía miedo. No tanto de la tentación de Dora. Ella no parecía de las que se tentaban, era una niña, era
muy temprano para eso. Tenía miedo de la tentación que había dentro de él, del demonio que llevaba
adentro. Y trataba de rezar en voz baja cuando ella se le aproximaba.
Dora se quedó mirando los cuadros de santos. El Profesor se paró detrás de ella, observándolos también. Había flores bajo la imagen del niño Dios que Pirulito había robado un día. Dora se le acercó:
-Qué belleza...
El miedo empezó a desaparecer del corazón de Pirulito. Ella se interesaba por sus santos, santos a los
cuales nadie le llevaba el apunte en el depósito. Dora le preguntó:
-¿Es todo suyo?
Taller de Comprensión y Producción de Textos I
Pirulito dijo que sí con la cabeza. Sonriente se adelantó y le mostró todo lo que tenía. Los cuadros,
el catecismo, el rosario, todo. Ella lo miraba con satisfacción. Sonreía también mientras el Profesor
observaba todo con sus ojos miopes. Pirulito contaba la historia de san Antonio que había estado en
dos lugares al mismo tiempo. Fue para salvar a su padre de la horca cumpliendo una condena injusta.
Lo contaba del mismo modo que el Profesor contaba las historias heroicas de marineros corajudos y
revoltosos. Dora lo escuchaba con la misma atención y la misma simpatía. Conversaron los dos mientras el Profesor se mantenía callado. Pirulito contó las cosas de la religión, los milagros de los santos,
la bondad del padre José Pedro:
-Cuando lo conozcas te va a gustar...
Ella dijo que sí, con seguridad. Pirulito ya se había olvidado de la tentación que podrían representar los
pechos de la niña, sus piernas gordas, sus cabellera rubia, ahora le hablaba como a una mujer mayor
de lo escucha con cariño. Como a una madre. Sólo entonces comprendió. Porque en aquel momento
le vinieron ganas de contarle que quería ser sacerdote, que quería seguir esa vocación, que sentía el
llamado de Dios. Sólo a su madre le contaría eso. Y allí la tiene delante. Le dice:
-¿Sabés que quiero ser cura?
-Qué bien... –dice ella.
El rostro de Pirulito se ilumina. Mira a Dora y le hablaron voz exaltada:
-¿Creés que soy merecedor? Dios es bueno, pero también sabe castigar...
-¿Por qué? –había asombrado en la pregunta de Dora.
-¿No ves que la vida de nosotros está llena de pecado? ... Todos los días...
-La culpa no es de ustedes... –aclaró Dora-. Ustedes no tienen la culpa de nada.
Ahora Pirulito la tenía a ella. A su madre. Sonrió satisfecho:
-El padre José Pedro también me dijo eso. A lo mejor...
Sonrió abiertamente y ella también le sonrió animándolo:
-...a lo mejor, un día seré cura.
-Claro que vas a serlo.
-¿No querés ese Niño Dios para vos? –le pregunto de repente.
Era como un hijo que le lleva a la madre parte de la golosina que compró con el dinero que ella le había
dado.
Y Dora aceptó, como una madre acepta esa parte de golosina que el hijo querido le da para dejarlo
satisfecho.
El Profesor veía a la madre de Pirulito, que no sabía cómo era, cómo había sido. Pero la veía allí, en el
sitio de Dora. Sintió envidia de la felicidad de Pirulito.
Encontraron a Pedro Bala tendido en el arenal. El jefe de los Capitanes de la arena no había entrado al
depósito esa noche. Se había quedado observando la luna, echado en el buen calor de la arena. La lluvia
había terminado y el viento que soplaba era suave. El Profesor también se acostó y Dora se sentó entre
los dos. Pedro Bala la observó con el rabillo del ojo, se echó la gorra más sobre la cara. Dora le dijo:
-Ayer vos fuiste bueno conmigo y con mi hermano...
-Vos deberías irte –contestó Bala.
Ella no le dijo nada pero se quedó triste. Entonces el Profesor dijo:
-No, Bala. Es como una madre... Como una madre, sí. Para todos...
Pedro Bala los miró a los dos. Se sacó la gorra y se sentó en la arena. Dora lo miraba con cariño. Cariño
Facultad de Periodismo y Comunicación Social / UNLP
www.territorio.perio.unlp.edu.ar ) 46 (
hacia él... Y era todo: esposa, hermana y madre. Le sonrió confundido:
-Pensé que sería una tentación para todos.
Ella hizo que no, él siguió:
-Y también que alguno podía aprovechar algún momento en que los otros no estuvieran...
Se rieron. El Profesor repitió otra vez:
-No. Es como una madrecita...
-Te podés quedar –dijo Pedro Bala y Dora le sonrió. Era su héroe, una figura que nunca había imaginado pero que un día iba a imaginar. Lo amaba como a un hijo que carece de afectos, como a un hermano
valiente, como a un amado más bello que ninguno.
El Profesor observó las sonrisas de los dos. Y dijo todavía con voz sombría:
-¡Es como mamá!
Y lo decía con voz sombría porque para él no era como una madre. También para el Profesor ella era
la amada.
Dora, hermana y novia
Como el vestido le dificultaba los movimientos y quería ser totalmente igual a los Capitanes de la
arena, se lo cambió por unos pantalones que le dieron a Barandâo en una casa de la ciudad alta. Los
pantalones le quedaban muy grandes al negrito y entonces se los ofreció a Dora. Incluso eran grandes
para ella, y tuvo que acortarles las piernas. Se los ató con un piolín, según el ejemplo de todos, y el
vestido le servía de blusa. Si no fuera por los cabellos rubios y los pechos nacientes todos la podrían
tomar por un muchacho, unos de los Capitanes de la arena.
El día en que vestía como un muchacho apareció frente a Pedro Bala, el chico se puso a reír. Llegó a
revolcarse en el suelo de tanta risa. Por fin consiguió decir:
-Qué cómico...
Ella se puso triste y Pedro dejó de reír.
-No está bien que tengan que darme de comer. Yo ahora voy a participar en lo que ustedes hacen.
El asombro de él no tuvo límites:
-¿Querés decir...?
Ella lo miraba en calma, esperando que terminase su frase:
-¿... que vas a andar con nosotros por la calle, buscando cosas...?
-Eso mismo –su voz estaba llena de resolución.
-Estás loca...
-¡No sé por qué!
-¿No ves que vos no podes? Que eso no es para una nena. Eso es cosa de varones.
-Como si ustedes fueran hombres. Todos ustedes son unos chicos.
Pedro Bala trató de responderle:
-Pero nosotros nos ponemos pantalones, no polleras...
-Yo también –y le mostraba los pantalones.
De momento él no supo qué contestarle. La miró pensativo, ya sin ganas de reírse. Después le dijo:
-Si la policía nos agarra no pasa nada. ¿Pero si te agarra a vos?
-Es igual.
) 47 ( www.territorio.perio.unlp.edu.ar
-Te meten en el orfanato. Vos no sabes que es eso...
-¿Y qué hay? Yo ahora soy como ustedes.
Él se encogió de hombros con el gesto de quien no tiene nada que ver con eso. Ya había avisado. Ella
sabía que lo dejaba preocupado. Todavía le repitió:
-Ya vas a ver que soy igual a cualquier otro...
-¿Vos viste a alguna mujer hacer las cosas que hacen los varones? Vos no vas a soportar una paliza...
-Puedo hacer otras cosas.
Pedro Bala se conformó. En el fondo le gustaba esa actitud, aunque tenía miedo de los resultados.
Andaba con ellos por las calles igual que uno de los Capitanes de la arena. Ya no consideraba a la ciudad como a una enemiga. Ahora la amaba, había aprendido a andar por sus callejuelas, por las laderas,
a saltar a los tranvías a los ómnibus. Era ágil como el que más. Andaba siempre con Pedro Bala, Joâo
Grande y el Profesor. Joâo Grande no la dejaba, era como una sombra de Dora, y se babeaba de satisfacción cuando ella le decía “hermano mío”. El negro le seguía como un perro y vivía asombrándose
de las cualidades de Dora. La encontraba casi tan valiente como Pedro Bala. Le decía al Profesor con
asombro:
-Es valiente como un hombre...
El Profesor prefería que no fuera así. Soñaba con una mirada de cariño de los ojos de Dora. Pero no
de ese cariño maternal que ella prodigaba a los más pequeños y a los más tristes: Volta Seca, Pirulito.
Tampoco una mirada fraternal como las que concedía a Joâo Grande, al Sem-Pernas, al Gato, a él mismo. Quería una de esas miradas plenas de amor que dirigía a Pedro Bala cuando lo veía escapar de la
policía o de un hombre que gritaba a la puerta de un negocio:
-¡Ladrón! ¡Ladrón! Me robaron...
Esas miradas sólo eran para Pedro Bala y éste ni se daba cuenta. El Profesor oye los elogios de Joâo
Grande pero, no sonríe.
Esa noche Pedro Bala llegó al depósito con un ojo hinchado y la boca rota y sangraba. Se había topado
con Ezequiel, jefe de otra banda de niños mendigos y ladrones, banda mucho menor que la de los
Capitanes de la arena y mucho menos disciplinada. Ezequiel venía con tres de los suyos, inclusive con
uno que había sido expulsado de los Capitanes de la arena por haberse trompeado con un compañero.
Pedro Bala acababa de dejar a Dora y a Zé Fuinha al pie de la Ladeira do Toboâo para que se encaminasen al depósito. Joâo Grande tenía que hacer un negocio y no podía acompañar a Dora. Pedro Bala
pensó ir con ella para no dejarla sola en el arenal. Pero como todavía no había anochecido, no había
peligro de que algún negro le aterrizara encima. Además, Pedro tenía que ir a recibir unas monedas
de González el del “14”, dinero que se debía a una batida que la banda había hecho en la casa de un
árabe rico. Mientras andaba rumbo al “14” Pedro Bala pensaba en Dora. En su cabello rubio que le
caía por el cuello, en sus ojazos. Era bonita, era como una novia. Novia... Ni pensar en eso... No quería
que los demás se sintieran con derecho a pensar cosas de ella. Y si él le dijese que era como una novia
cualquier otro tendría derecho a decir lo mismo. Y entonces ya no habría más leyes ni justicia entre los
Capitanes de la arena. Pedro Bala se acordó de que era el jefe...
Va tan distraído, que casi se choca con Ezequiel. Los cuatro aparecen parados frente a él. Ezequiel es
un mulato alto, fuma un pucho de cigarro. Pedro Bala también se queda esperando parado. Ezequiel
escupe:
-¿No ves por dónde andás? ¿Estás ciego?
Facultad de Periodismo y Comunicación Social / UNLP
Taller de Comprensión y Producción de Textos I
-¿Qué querés?
El chico que fuera uno de los Capitanes de la arena pregunta:
-¿Cómo están aquellos atorrantes?
-¿Todavía te acordás de la paliza que te dieron allá? Debés tener las marcas.
El chico rechina los dientes, quiere avanzar. Pero Ezequiel hace un gesto negativo con la mano y le
dice a Pedro bala.
-Un día de éstos voy a hacerles una visita.
-¿Una visita? –pregunta Pedro desconfiado.
-Dicen que ahora tienen una putita al servicio de todos...
-Tragate la lengua, hijo de puta.
Con la trompada, Ezequiel rodó. Pero ya los otros tres estaban encima de Pedro Bala. Ezequiel le pateó
la cara. El que había sido de los Capitanes de la arena le gritó:
-Tenelo bien agarrado –y le dio una trompada en la boca.
Después Ezequiel le dio dos puntapiés más en la cara:
-Andá sabiendo que yo soy tu patrón.
-Cuatro... –empezó a burlarse Pedro bala, pero otra trompada lo hizo callar.
Como un policía se acercaba, se desbandaron. Pedro agarró su gorra y se tragó las lágrimas que estaban mezcladas con sangre. Levantó su puño cerrado hacia el lado por donde habían desaparecido
Ezequiel y los suyos. El policía le dijo:
-Bajá ese puño, buen corneta. Y largate de aquí antes de que le lleve a la comisaría.
Pedro Bala escupió pura sangre. Bajó la ladera lentamente, no se acordó de ir a buscar el dinero de
González, bajaba rezongando consigo mismo. “Se hacen los hombres porque son cuatro contra uno”
y tramaba venganzas.
Entró en el depósito. Dora estaba sola con su hermanito que dormía. Los últimos rayos del sol entraban por el techo dando una extraña claridad al caserón. Dora la vio entrar y se le acercó:
-¿Te dio la plata?
Entonces descubrió el ojo hinchado y el labio partido:
-¿Qué pasó, hermanito?
-Ezequiel y otros tres. Se hacen los hombres cuando son más de cuatro.
-¿Te hizo eso?
-Fueron cuatro. Y me agarraron desprevenido. Yo me tiré como si Ezequiel estuviera solo. Eran cuatro.
Ella lo hizo sentar en el rincón de Pirulito y trajo agua. Con un pedazo de género le limpió las heridas.
Pedro tramaba planes de venganza. Ella lo apoyó:
-Esta vez vamos a terminar con ellos.
Pedro se rió:
-¿Vos también vas a ir?
-Claro que voy.
Ahora le limpiaba los labios, estaba inclinada sobre él, la cara tan próxima a la cara de Pedro, los pelos
rubios mezclados.
-¿Por qué se pelaron?
-Por nada.
Decime...
Taller de Comprensión y Producción de Textos I
-Dijo unas cosas.
-Fue por mí, ¿no?
Pedro afirmó con la cabeza. Entonces ella, acercó sus labios a los de Pedro Bala, los besó y en seguida
se escapó. Él corrió detrás, pero Dora se escondía, no se dejaba agarrar. Poco a poco fueron llegando los
demás. De lejos Dora le sonreía a Pedro Bala. No había ninguna malicia en su sonrisa. Pero su mirada
era diferente a la mirada fraternal que les dirigía a los otros. Era una dulce mirada de novia, de novia
ingenua y tímida. Quizá no se daban cuenta de que sentían amor. A pesar de que no era noche de luna,
había un romántico romance en el caserón colonial. Ella sonreía y bajaba los ojos, a veces le guiñaba
uno porque pensaba que eso era lo que había que hacer. Y su corazón latía velozmente cuando lo miraba. No sabía qué era el amor. Por fin llegó la luna y extendió su luz amarilla por el depósito. Pedro Bala
se echó en la arena y hasta con los ojos cerrados veía a Dora. La sintió llegar y echarse a su lado. Dijo:
-Ahora sos mi novia. Algún día nos vamos a casar.
Siguió con los ojos cerrados. Ella le dijo bajito:
-Sos mi novio.
Aunque no sabían que era el amor, sentían que era lindo.
Cuando el Sem-Pernas y Joâo Grande llegaron, Pedro Bala se levantó y se unió con ellos. Fueron a
reunirse bajo la vela del Profesor. Dora los siguió y se sentó entre Joâo Grande y el Boa-Vida. Pedro
contó la historia de su labio partido y su ojo hinchado:
-Cuatro contra uno...
-Hay que darles una lección –dijo el Sem-Pernas.
Trazaron un plan de batalla. Cerca de la medianoche salieron unos treinta. El grupo de Ezequiel dormía hacía el lado del Porto da Lenha, en unos barcos anclados en el puente. Dora marchaba al lado de
Pedro Bala y también llevaba una navaja. El Sem-Pernas dijo:
-Si hasta parece Rosa Palmeirâo.
Nunca hubo mujer más valiente que Rosa Palmeirâo. Había vencido a seis soldados de una sola vuelta.
Todos los hombres del puerto conocen el abecé. Por eso Dora queda satisfecha con la comparación y
sonríe:
-Gracias, hermano.
Hermano... Una palabra buena, amistosa. Acostumbraban llamarla hermana. Para los más chicos
es como una madre, igual a una madre. Los cuida. Para los mayores es como una hermana que dice
palabras cariñosas y juega inocentemente con ellos y junto con ellos vive las aventuras. Pero nadie sabe
que para Pedro Bala es la novia. Ni siquiera el Profesor lo sabe. Y dentro de su corazón el Profesor
también la llama novia.
El perro del Sem-Pernas los acompaña ladrando. Volta Seca lo imita y todos lo festejan. Joâo Grande
silba un samba. El Boa-Vida lo canta en voz alta:
“A mulata me abandonou...” 28
Van alegres. Llevan navajas y puñales en el cinturón de los pantalones. Pero solamente los sacan si los
otros tienen armas. Porque los chicos abandonados también tienen una ley y una moral, un sentido
de la dignidad humana.
De repente, Joâo Grande grita:
-Es allí.
Hacen tal barullo que Ezequiel sale de un barco:
Facultad de Periodismo y Comunicación Social / UNLP
www.territorio.perio.unlp.edu.ar ) 48 (
-¿Quién anda ahí?
-Los Capitanes de la arena que no te tragan...
Y dieron unos encima de los otros.
La vuelta fue triunfal. A pesar de que el Sem-Pernas tenía un tajo y Barandâo casi no sentía los brazos
de los golpes que recibió (un matón del grupo de Ezequiel lo había castigado hasta que Volta seca lo
salvo), volvían alegres, comentando los hechos. Los que habían quedado en el depósito los recibieron
dando vivas. Y se demoraron conversando y comentando. Hablaban del coraje de Dora, que había
peleado igual que un varón. “Igual que un hombre”, decía Joâo Grande. Era como una hermana,
exactamente igual a una hermana...
Igual a una novia, exactamente igual a una novia, pensaba Pedro Bala, extendido en la arena. La luna
amarilla en el arenal, las estrellas que se reflejaban en el mar azul de Bahía. Dora vino y se echó a su
lado. Y empezaron a hablar de cosas tontas. Igual que una novia. No se besaban, no se abrazaban, el
sexo no los reclamaba en esos momentos. Sólo a veces el rubio pelo tocaba a Pedro:
-¡Qué lindo es tu pelo! –le dijo.
Ella se rió, miró el pelo de él:
-El tuyo también.
Los dos se rieron y luego largaron una carcajada. Era un hábito de los Capitanes de la arena. Ella empezó a contar cosas del morro, historias de los vecinos, él recordaba hechos de la vida agitada del grupo:
-Vine aquí a los cinco años. Menos que tú hermano...
Reían inocentemente, felices de estar uno al lado del otro. Después vino el sueño. Estaban separados,
Pedro le tomó la mano. Durmieron como dos hermanos.
de menores y del Director del “Reformatorio Bahiano sobre el problema. Todos ellos se comprometieron a incentivar la campaña contra los menores delincuentes y en particular, contra los Capitanes
de la arena.
“Esta campaña tan meritoria dio sus primeros frutos ayer con la prisión del jefe de la banda y de varios
de sus integrantes, inclusive de una muchacha. Desgraciadamente, debido a una sagaz acción de Pedro Bala, el jefe, los demás consiguieron escapar de entre las manos de los guardianes del orden. Pero
la policía ya logró mucho al poner a buen recaudo al jefe y a su romántica inspiradora: Dora, un figura
interesantísima entre los menores delincuentes. Efectuados estos comentarios, vayamos a los hechos:
TENTATIVA DE ROBO
“Ayer en las últimas horas de la tarde, cinco chicos y una chica penetraron en el palacete del doctor
Alcibiades Meneses, en la Ladeira de Sâo Bento. El hijo del dueño de casa, un estudiante de medicina,
los sintió y permitió que entraran en un cuarto para encerrarlos allí con llave. Entonces llamó a la
policía y se los entregó.
“Informado de los sucesos, el forzal da tarde envió a un cronista que partió inmediatamente hacia la
casa del doctor Alcibiades. Cuando llegó, los menores eran conducidos hacia la jefatura de policía.
Solicitó permiso para sacarles una fotografía, a lo que la policía accedió muy gentilmente. En el momento en que el fotógrafo disparó el magnesio, Pedro Bala, el temible jefe de los Capitanes de la arena
facilitó la
EVASIÓN
Reformatorio
El Jornal da tarde traía la noticia con grandes titulares. Un título iba de un margen al otro en la primera
página:
ARRESTARON AL JEFE DE LOS CAPITANES DE LA ARENA
Después venían los subtítulos y una fotografía en la que aparecían Pedro Bala, Dora, Joâo Grande, el
Sem-Pernas y el Gato cercados por la policía y los detectives:
Una muchacha en el grupo – Su historia – El jefe de los Capitanes de la arena es hijo de un huelguista
– Los otros consiguen huir – “El reformatorio los cambiará” nos dice su director
Debajo de la fotografía figuraba esta leyenda: “Después de haberse tomado la fotografía, el jefe de
los bandidos armó una discusión y en medio del desorden que se generó lograron escapar los otros
jóvenes. El jefe es quien está marcado con una cruz y a su lado se ve a Dora, la nueva integrante de la
banda de chicos bahianos”.
Después venía la información:
“Ayer la policía de Bahía realizó un buen trabajo. Consiguió apresar al jefe del grupo de menores delincuentes conocidos por el nombre de los Capitanes de la arena. En varias ocasiones nuestro diario se
ocupó del problema de los niños que merodean por las calles de la ciudad dedicados al hurto.
“También en más de una oportunidad informamos sobre los asaltos llevados a cabo por ese grupo.
Realmente la ciudad vivía bajo el constante temor de estos chicos, de los que no se sabía dónde vivían
ni quien era el jefe. Hace algunos meses tuvimos ocasión de publicar cartas del Jefe de Policía, del Juez
) 49 ( www.territorio.perio.unlp.edu.ar
“Poniendo en práctica una agilidad nada común, Pedro Bala se soltó de las manos del inspector y de
un golpe lo derribó. Sin embargo no escapó. Claro es que los demás agentes y detectives se le echaron
encima para impedirlo. Entonces se comprendió cuál era el plan del jefe de los Capitanes de la arena,
pues éste les gritó a los compañeros: ¡Arriba, muchachos!
“Sólo un policía había quedado cuidando a los otros presos y fue derribado por un golpe dado por uno
de la banda con mucha agilidad. Y desaparecieron por la Ladeira da Montanha.
EN LA POLICIA
“En la jefatura de Policía quisimos entrevistar a Pedro Bala. Pero no quiso declararnos nada, como
tampoco le declaró a las autoridades el lugar donde esconden el fruto de sus robos los Capitanes de la
arena. Solamente dijo su nombre, dijo que era hijo de un viejo huelguista que mataron en una manifestación durante la célebre huelga portuaria de 191..., y que no tenía a nadie en el mundo. En cuanto a
Dora, es hija de una lavandera que murió de viruela en la epidemia que asoló a la ciudad. Hace apenas
cuatro meses que está entre los Capitanes de la arena, pero ya tomó parte en muchos asaltos. Y parecía
sentirse muy honrada de eso.
NOVIOS
Facultad de Periodismo y Comunicación Social / UNLP
Taller de Comprensión y Producción de Textos I
“Dora le declaró a nuestro cronista que era la novia de Pedro Bala y que se iban a casar. Es una muchacha muy joven, ingenua, más digna de lástima que de castigo. Habla de su noviazgo con la mayor
ingenuidad. Sólo tiene catorce años, mientras que Pedro Bala tiene dieciséis. Dora fue conducida al
“Orfanato de Nuestra Señora de la Piedad”. En ese santo ambiente no tardará en olvidarse de Pedro
Bala, el romántico novio-bandido y de su vida criminal entre los Capitanes de la arena.
“En cuanto a Pedro Bala, se lo enviará al reformatorio de Menores una vez que la policía consiga
hacerle declarar dónde residen los del grupo. La policía abriga grandes esperanzas de obtener esas
declaraciones hoy mismo.
OYENDO AL DIRECTOR DEL REFORMATORIO
El director del “Reformatorio Bahiano para Menores Abandonados y Delincuentes” es un viejo amigo
del Jornal da Tarde. En una ocasión, un cronista de este diario deshizo un círculo de calumnias que
envolvía al establecimiento y a su director. En el día de hoy el funcionario se encontraba en la policía
para llevarse consigo al menor Pedro Bala. A una pregunta nuestra respondió:
-Se regenerará. Observe cuál es el nombre de la casa que dirijo: reformatorio. Se reformará, pues.
Y a otra pregunta nuestra contestó:
-¿Escapar? No es fácil escaparse del reformatorio. Le puedo garantizar que no lo hará.”
Esa noche el Profesor les leyó la información a todos. El Sem-Pernas dijo:
-Ya está en el reformatorio... –completó Joâo Grande.
-Nosotros lo vamos a sacar –afirmó el Profesor. Después se volvió hacia el Sem-Pernas-. Hasta que
vuelva Pedro Bala, vos, Sem-Pernas, sos el jefe.
Joâo Grande extendió los brazos hacia los otros y dijo:
-Muchachos, hasta la vuelta de Bala, el Sem-Pernas es el jefe...
El Sem-Pernas dijo:
-Él cayó preso para liberarnos a nosotros. Entonces nosotros tenemos que liberarlo a él. ¿Está bien?
Todos estaban decididos.
Cuando lo llevaron a aquella sala, Pedro Bala calculaba lo que lo esperaba. Entraron dos agentes, un
detective, el director del reformatorio. Cerraron la sala. El detective dijo con una voz risueña:
-Ahora los periodistas ya se fueron, muchacho. Entonces nos vas a decir lo que sabés, quieras o no.
El director del reformatorio sonrió:
-Claro, si hablás...
El detective preguntó:
-¿Dónde duermen ustedes?
Pedro Bala lo miró con odio:
-¿Se cree que se lo voy a decir?
-Claro que lo vas a decir...
-Se puede esperar sentado.
Les dio la espalda. El detective les hizo una señal a los agente. Pedro Bala sintió dos chicotazos de una
sola vez. Y el pie del detective en su cara. Rodó por el suelo.
-¿No vas a hablar? –le preguntó el director del reformatorio-. Esto es sólo el comienzo.
-No -fue todo lo que dijo Pedro Bala.
Taller de Comprensión y Producción de Textos I
Ahora le daban de todas partes. Chicotazos, trompadas y puntapiés. El director del reformatorio se
levantó y lo pateó. Pedro Bala cayó y ya no se levantó. Los agentes hicieron vibrar los chicotes. Él veía a
Joâo Grande, al Profesor, a Volta Seca, al Sem-Pernas, al Gato. Todos dependían de él. La seguridad de
ellos dependía de su coraje. Si era un jefe no podía traicionarlos. Se acordó de la escena de esa tarde.
Consiguió librar a los demás, a pesar de quedar él mismo preso. El orgullo le llenó el pecho. No hablaría, se escaparía del reformatorio, liberaría a Dora. Y se vengaría... Se vengaría...
Grita de dolor, pero ni una palabra sale de sus labios. Se va haciendo de noche. Ahora ya no siente
dolores, ya no siente nada. Pero los agentes todavía lo zurran, el detective todavía lo trompea. Y no le
importa, ya no siente nada.
-Demasiado –dice el detective.
-Déjelo por mi cuenta -dice el director del reformatorio-. Me lo llevo al Reformatorio y le hago abrir la
boca. Después le aviso.
El detective aceptó. Con la promesa de mandar a buscar a Pedro Bala al día siguiente, el director se
marchó.
Esa madrugada, cuando Pedro se despertó, los presos cantaban. Era una modinha triste. Hablaba del
sol que había en las calles, de lo hermosa y grande que es la libertad.
El bedel Ranulfo, que lo había ido a buscar a la policía lo llevó ante la presencia del director. Pedro Bala
sentía todo el cuerpo dolorido por los golpes del día anterior. Pero estaba satisfecho porque no había
hablado, porque no había revelado el lugar donde los Capitanes de la arena vivían. Se acordaba de la
canción que cantaban los presos en la madrugada que nacía. Decía que la libertad era el mayor bien
del mundo; que en las calles había luz y en las celdas una eterna oscuridad porque en ellas no estaba
la libertad. Libertad. Joâo de Adâo, que estaba en la calle, bajo el sol, también hablaba de la libertad.
Decía que no sólo por el salario había hecho aquellas huelgas en el puerto. Era por la libertad que los
portuarios apenas conocían. Por la libertad el padre de Pedro Bala había muerto. Por la libertad de sus
enemigos –pensaba Pedro- se había ganado una zurra en la policía. Y ahora su cuerpo estaba molido,
sus oídos llenos de la modinha que los presos cantaban. Allá afuera, decía la vieja canción, está el sol,
la libertad y la vida. Por la ventana Pedro Bala veía el sol. Aquí adentro hay una eterna oscuridad. Allá
afuera está la libertad y la vida. “Y la venganza”, piensa Pedro Bala.
Entra el director. El bedel Ranulfo lo saludó y le señaló a Bala. El director sonríe, se refriega las manos
y se sienta en su alto escritorio. Mira a Pedro durante algunos minutos:
-Al fin... Hacía mucho tiempo que esperaba a este pájaro, Ranulfo.
El bedel sonríe ante las palabras del director.
-Es el jefe de esos Capitanes de la arena... Mírelo... Un criminal nato. Claro, usted no leyó a Lombroso...
Pero si lo hubiese leído, me entendería. Tiene todos los estigmas del crimen en la cara. Con esa edad
y ya tiene una cicatriz. Mírele los ojos... No puede ser tratado como un cualquiera. Vamos a brindarle
honores especiales...
Pedro Bala lo mira con los ojos inyectados. Siente cansancio y unas ganas desesperadas de echarse a
dormir. El bedel Ranulfo aventura una pregunta:
-¿Lo llevo adónde están los otros?
-¿Qué? Para empezar, metelo en una celda. Vamos a ver si sale de allí un poco mejorado...
El bedel saluda y va a salir con Pedro Bala. El director le recomienda:
-Régimen número 5.
Facultad de Periodismo y Comunicación Social / UNLP
www.territorio.perio.unlp.edu.ar ) 50 (
-Agua y porotos... –murmura Ranulfo. Observa a Pedro Bala y mueve la cabeza-. Va a salir más flaco.
Allá afuera están la libertad y el sol. La celda, los presos en la celda, la paliza, enseñaron a Pedro Bala
que la libertad es el mayor bien del mundo. Ahora sabe que no fue para que su historia fuera contada
en los diques, en el Mercado, en el “Porta do Mar”, que su padre había muerto. Lo hizo por la libertad.
La libertad es como el sol. Es el mayor bien del mundo.
Oyó como el bedel Ranulfo cerraba el candado por fuera. Lo había tirado dentro de la celda. Era una
pequeña pieza, debajo de la escalera, dónde no se podía estar de pie, porque no tenía altura suficiente,
ni tampoco echado porque no tenía largo adecuado. Había que estar sentado o acostado con las piernas
dobladas, en una posición más que incómoda. Igualmente, Pedro Bala se acostó. Cuando quiso darse
vuelta pensó que la celda sólo era cómoda para el hombre que había visto cierta vez en un circo. Como
la pieza estaba completamente cerrada la oscuridad era total. El aire entraba por algunas rendijas entre
los escalones. Acostado como estaba Pedro Bala no podía hacer el mínimo movimiento. Por todos
lados las paredes se lo impedían. Le dolían los miembros y tenía una gana loca de estirar las piernas.
Su cara estaba llena de marcas por los golpes de la policía, y esta vez no estaba Dora a su lado para
traerle un paño mojado y refrescar su cara lastimada. La libertad también era Dora. No solamente el
sol y andar por las calles, y reír en el dique a grandes carcajadas con los Capitanes de la arena. También
era sentir junto a sí el cabello rubio de Dora, oírle contar cosas del morro, sentir los labios de ella sobre
sus labios heridos. Novia. También ella estaba encerrada. Los miembros le dolían y ahora además le
dolía la cabeza. Dora estaba como él, sin sol, sin libertad. La habían llevado a un orfanato. Novia. Antes
de que ella apareciera en su vida no había pensado nunca en esa palabra: novia. Le gustaba bajarse
negritas en el arenal. Acostarse pecho contra pecho, cabeza contra cabeza, piernas contra piernas y
sexo contra sexo. Pero nunca había pensado en estarse tirado en la arena con una muchacha, joven
como él, y conversar sobre cosas tontas, sin montársela para hacer el amor. Era una manera diferente
de amor, pensaba confundido. Nunca había tenido una idea completa sobre qué era el amor. Apenas
era un chico abandonado en las calles, que por su fuerza, su agilidad y su coraje había llegado a liderar
el grupo más valiente de chicos abandonados, los Capitanes de la arena. ¿Qué podía saber del amor?
Siempre había pensado que el amor era el momento gozoso en el que una negrita o una mulata gemía
bajo su cuerpo en el arenal del puerto. Eso lo había aprendido temprano, cuando no tenía aún trece
años. Eso lo sabían todos los Capitanes de la arena, hasta los más chicos, aquellos que todavía no
tenían fuerza como para derribar a una muchacha. Pero ya lo sabían y pensaban con alegría en el día
que lo harían. A Pedro Bala le dolían los miembros y la cabeza. Tenía sed, no había comido ni bebido
nada en todo el día. Con Dora fue diferente. Apenas ella llegó, tanto él como los otros del depósito
pensaron en voltearla, en poseerla, en practicar con ella, que era linda, el único amor del que tenían
noticias. Pero como sólo era una nena la respetaron y después se fue convirtiendo en una madre y
también en una hermana. Joâo Grande decía la verdad. Pero desde el primer momento para Pedro fue
diferente. También era una compañera de juegos y una hermana, como para los otros, pero al mismo
tiempo le daba una alegría diferente a la que puede dar una hermana. Novia. Le gustaba, sí. Cuando
quiso negárselo no pudo. Es verdad que no hace nada diferente, que se contenta con charlar con ella,
con oír su voz, con tocarle tímidamente una mano. Pero le gustaría poseerla, le gustaría hacerla gemir
de amor. No una noche, sino todas las noches de toda una vida. Como otros tienen esposa, esposa que
es una madre, hermana y amiga. Ella era madre, hermana y amiga de los Capitanes de al arena. Pero
para Pedro Bala es la novia y un día será la esposa. No pueden encerrarla en un orfanato como a una
) 51 ( www.territorio.perio.unlp.edu.ar
niña abandonada. Ella tiene un novio, una legión de hermanos y de hijos para cuidar. El cansancio desaparece de los miembros de Pedro Bala. Necesita moverse, andar, correr, para poder concebir un plan
que ponga en libertad a Dora. En esa oscuridad no puede. Se queda pensando inútilmente que tal vez
ella también estará en una celda. Se sienta como puede. Los ratones corren. Pero él está acostumbrado
a los ratones, no les da importancia, en cambio, Dora estará llena de miedo con ese ruido continuo.
Es como para enloquecer a cualquiera que no sea el jefe de los Capitanes de la arena. Además es una
nena... Es verdad que Dora se mostró más valiente que cualquier mujer nacida en Bahía, que es tierra
de mujeres valientes. Más valiente que la misma Rosa Palmeirâo que dio cuenta de sies soldados,
que María Cabaçu, la que no se arredraba ante nadie, que la compañera de Lampiâo que maneja un
fusil que un cangaceiro. Más valiente porque es apenas una nena, apenas empieza a vivir. Pedro Bala
sonríe con orgullo a pesar de los dolores, del cansancio, de la sed que lentamente lo va apretando. Que
bueno sería tomarse un vaso de agua. Frente al arenal esta el mar, un montón de agua que nunca se
acaba. Mar que el Querido-de-Deus, el gran capoirista corta con su saveiro para ir a pescar en los mares del sur. El Querido-de-Deus es un buen tipo. Si Pedro Bala no hubiera aprendido con él el juego
de capoerira de Angola, la lucha más ingeniosa del mundo, porque también es una danza, no habría
podido facilitar la fuga de Joâo Grande, del Gato y del Sem-Pernas. Ahora, en esa celda, sin poderse
mover la capoeira no le va a servir de nada. Le gustaría tomar agua. ¿Dora también tendrá sed? Debe
de estar en una celda. Pedro Bala se imagina al orfanato igual al reformatorio. La sed es peor que una
cobra cascabel. Da más miedo que la viruela. Porque va apretando la garganta, va confundiendo los
pensamientos. Un poco de agua. Un poco de luz también. Porque si hubiera un poco de luz, tal vez
podría ver la cara risueña de Dora. Así, en la oscuridad, se le aparece llena de sufrimiento, llena de
dolor. Una rabia sorda e imponente le crece por dentro, se levanta un poco, la cabeza recostada en los
escalones que le sirven de techo. Observa la puerta de la celda. Parece que no hay nadie afuera que
pueda oírlo. Ve la cara malvada del director. Enterrará su puñal hasta lo más hondo del corazón del
director. Sin que su mano tiemble, sin remordimientos gozando... Su puñal quedó en la policía. Pero
Volta Seca le dará el suyo, ya que también tiene una pistola. Volta Seca quiere irse con Lampiâo que es
su padrino. Lampiâo mata a los milicos, mata a la gente mala. En esos momentos, Pedro Bala siente
que ama a Lampiâo como un héroe, a su vengador. Es el brazo armado de los pobres del sertón. Un día
también él podrá ser de la banda de Lampiâo. Y a lo mejor podrían invadir la ciudad de Bahía y abrirle
la cabeza al director del reformatorio. ¡Qué cara pondría cuando viera entrar a Pedro Bala al frente de
los cangaceiros! ... Soltaría la botella de vino, presente de un amigo de Santo Amaro. Pedro Bala le
abriría la cabeza. No. Primero lo pondría en esa celda sin darle de comer, sin darle de beber. La sed lo
maltrata. Le hace ver en la oscuridad de la pared el rostro triste y doloroso de Dora. Tiene la certeza de
que ella esta sufriendo... Cierra los ojos. Trata de pensar en el Profesor, en Volta Seca, Joâo Grande, el
Gato, el Sem-Pernas, el Boa-Vida, todos los del depósito salvando a Dora. Pero no puede. Hasta con los
ojos cerrados ve la cara de ella, angustiada por la sed.
Grita, dice palabrotas. Nadie lo entiende, nadie lo ve, nadie lo oye. Así debe ser el infierno. Pirulito
tiene razón en su miedo al infierno. Es tan terrible. Sufrir sed y oscuridad. La canción de los presos
decía que allá afuera estaba la libertad y el sol. Y también el agua, los ríos fluyendo, muy blancos sobre
las piedras, las cascadas cayendo, el gran mar misterioso. El Profesor, que sabe muchos cosas porque
de noche lee libros robados, a la luz de una vela (se está comiendo los ojos) le dijo una vez que en el
mundo hay más agua que tierra. Lo había leído en un libro. Pero ni una gota de agua en esta celda. En
Facultad de Periodismo y Comunicación Social / UNLP
Taller de Comprensión y Producción de Textos I
la de Dora tampoco debe haber. ¿Para que golpear la puerta? Nadie lo oye y las manos ya le duelen. En
la víspera le pegaron. Tiene las espaldas negras, el pecho herido, la cara magullada. Por eso dijo que
el director que tenía cara de criminal. No la tiene, no. Quiere su libertad. Un día un viejo le dijo que
no se podía cambiar el destino y Joâo de Adâo dijo que sí, que cambiaba. Él le creía a Joâo de Adâo. Su
padre había muerto para que cambiara el destino de los estibadores. Cuando quedara libre también
él iba a ser estibador y lucharía por la libertad, por el sol, por el agua y la comida de todos. Escupió.
La sed le apretaba la garganta. Pirulito quiere ser sacerdote para huir de aquel infierno. El padre José
Pedro sabía que el reformatorio era así, que no había que meter a los niños ahí. Pero ¿qué fuerza podía
tener un sacerdote sin parroquia? Él sólo contra todos. Porque todos odian a los chicos pobres, piensa
Pedro Bala. Cuando salga le pedirá a la máe-de-santo Don’Aninha que le haga un hechizo que mate al
director. Ella tiene fuerza con Ogum y le va a hacer el favor acordándose de que un día libró a Ogum
de la policía. Había hecho muchas cosas para la edad que tenía. Y Dora también había hecho muchas
cosas en esos meses que vivió entre ellos. Y ahora tenían sed. Pedro Bala golpea inútilmente la puerta.
La sed lo roe por dentro como una legión de ratones. Cae arrodillado en el suelo y el cansancio lo vence.
A pesar de la sed, se duerme. Pero tiene sueños terribles, los ratones roen la cara de Dora.
Se despierta porque alguien está golpeando levemente en la escalera. Se levanta doblado, no puede
quedarse de pie porque choca con la escalera-techo. En voz baja pregunta:
-¿Quién es?
Una lagería de locura lo invade cuando le responden:
-¿Quién está ahí?
-Pedro Bala.
-¿Sos el jefe de los Capitanes de la arena?
-Sí.
Oye un silbido. La voz prosigue ahora más rápida:
-Tengo un mensaje para vos, me lo trajeron hoy...
-Dímelo...
-Ahora no puedo, viene gente. Después...
Pedro Bala oye los pasos que se alejan. Pero sigue alegre. En seguida piensa en un mensaje de Dora,
pero se rectifica, es una tontería pensar eso. ¿Cómo iba Dora a enviarle un mensaje? Debe ser del grupo. Deben estar tratando de sacarlo de ahí. Pero antes es necesario que salga de la celda. Mientras esté
allí, los Capitanes de la arena no podrán hacer nada. Después que ande por el reformatorio la fuga será
fácil. Pedro Bala se detiene a pensar. ¿Qué hora será, qué día será? Allí siempre es de noche, nunca
brilla la luz del sol. Espera impaciente la vuelta de su informante. Pero demora y Pedro se agita. ¿Qué
estarán haciendo los otros sin él? El Profesor ideará un plan para sacarlo de allí. Pero mientras esté en
la celda será imposible. Y mientras no lo saquen, no podrá sacar a Dora del orfanato. Abren la puerta.
Pedro Bala se tira hacia delante pensando que lo van a soltar. Una mano lo empuja.
-¡Eh!, calma...
El bedel Arnulfo está en la puerta. Trae una taza con agua que Pedro le arranca de las manos y se bebe
en grandes tragos. Es tan poca... No alcanza para quitarle la sed. El bedel le entrega un plato de barro
con un agua donde nadan algunos porotos. Pedro Bala le pide:
-¿Me puede traer un poco más de agua?
-Mañana... –dice riendo el bedel.
Taller de Comprensión y Producción de Textos I
-Un poco solamente.
-Mañana. Y si seguís golpeando la puerta y gritando en lugar de ocho van a ser quince días –y empuja
la puerta en la cara de Pedro Bala.
Oye el cerrojo encerrándolo. Tantea en la oscuridad hasta encontrar el plato y se bebe el agua oscura
de porotos. Ni repara que está muy salada. Después se come los granos duros. Pero la sed lo ataca
nuevamente. El poroto salado aviva la sed. ¿Qué es una taza de agua para esa sed que pide una jarra?
Se acuesta. Ya no piensa en nada. Pasan las horas. En la oscuridad sólo ve la cara triste de Dora. Y le
duele todo el cuerpo.
Mucho más tarde oye nuevamente golpes en la escalera. Pregunta:
-¿Quién es?
-Uno mandó decir que te van a sacar de aquí apenas dejes la celda.
-¿Ya es de noche? –pregunta Pedro.
-Está empezando...
-Estoy muerto de sed.
La voz no responde. Pedro piensa con desesperación que a lo mejor el chico ya se fue. Pero no oyó los
pasos en la escalera... la voz vuelve:
-Agua no puedo. No hay cómo pasarla. ¿Querés un cigarrillo?
-Sí.
-Esperá.
Al rato volvieron a sonar los golpecitos en la puerta. Y por debajo de la puerta la voz:
-Te paso un cigarrillo. Poné las manos abajo, en el medio de la grieta de la puerta.
Pedro Bala hace como le mandan. Un cigarrillo aplastado llega hasta sus dedos. En seguida viene un
fósforo sobre un pedacito de caja para rascarlo.
-Gracias -dice Pedro Bala.
En ese momento se oye un barullo afuera. Y el sonido de una bofetada y de un cuerpo que cae. Y una
vez que no conoce dice:
-Al que intente comunicarse con los de afuera, castigo redoblado.
Pedro se encoge. Ahora uno va a sufrir un castigo por su culpa. Cuando se escape se llevará a ése con
los Capitanes de la arena. Hacia el sol y la libertad. Enciende el cigarrillo. Con mucho cuidado para no
perder el fósforo. Esconde la brasa debajo de la mano para que nadie pueda verlo por las grietas de la
escalera. El silencio lo envuelve de nuevo y en el silencio los pensamientos y las visiones.
Cuando acaba el cigarrillo los pensamientos en el suelo. Si pudiera dormir... Por lo menos no vería la
cara llena de sufrimiento de Dora.
¿Cuántas horas? ¿Cuántas horas? La oscuridad es siempre igual, la sed es siempre igual. Ya le trajeron
agua y porotos tres veces. Aprendió a no tomar el caldo de porotos porque le aumenta la sed. Ahora
esta mucho más flaco y con un agotamiento total en el cuerpo. El agujero de las aguas servidas exhala
un olor terrible. Todavía no lo limpiaron nunca. Y le duele la barriga, de defecar le produce dolores.
Como si las tripas fuesen a salírsele. Las piernas casi no lo sostienen y lo único que puede mantenerlo
en pie es el odio que le enciende el corazón.
-Hijos de puta... desgraciados...
Es todo lo que consigue decir. Así y todo, en voz baja. Ya no le quedan fuerzas para gritar, para golpear
la puerta. Ahora está seguro de que se morirá allí. Cada vez sufre dolores más grandes al defecar. Ve a
Facultad de Periodismo y Comunicación Social / UNLP
www.territorio.perio.unlp.edu.ar ) 52 (
Dora tendida en el suelo muriendo de sed y llamándolo. Joâo Grande está al lado de ella, pero separados por las escaleras. El Profesor y Pirulito lloran.
Le trajeron agua y porotos por cuarta vez. Se toma el agua pero tarda en comerse los porotos. Sólo
puede decir en voz baja:
-Hijos de Puta... Hijos de Puta...
Antes de que llegara la comida (¿se podía llamar comida eso?) de ese día (para Pedro siempre era de
noche) la voz volvió a llamar en la escalera. Sin levantarse siquiera le preguntó:
-¿Cuántos días hace que estoy aquí?
-Cinco.
-Dame otro cigarrillo
El cigarrillo lo reanima un poco. Podía pensar que en cinco días más se moriría. Ese era castigo para
un hombre, no para un chico. El odio ya no crece más en su corazón. Llegó al máximo.
¿Cuánto tiempo todavía de oscuridad? ¿Y la agonía de Dora? El olor del agujero es insoportable. Dora
agoniza ante sus ojos. ¿Estará también él agonizando?
La cara del director aparece al lado de la cara de Dora. ¿Viene a torturarlo más todavía? Cuanto tiempo
demorará ella en morir... Pedro Bala pide que se muera en seguida, en seguida... será mejor. Ahora
viene el director, viene para aumentar la tortura. Oye su voz:
-Levantate... –y un pie lo toca.
Abre los ojos. Ya no ve a Dora. Sólo la cara del director que sonríe.
-Vamos a ver si ahora estás más manso.
No puede mirar la claridad que entra por las ventanas. Apenas se sostiene en sus piernas. Se cae en
medio del corredor. ¿Se habrá muerto Dora?, piensa al caer.
Otra vez en el despacho del director, que lo mira sonriente.
-¿Te gustó el departamento? ¿Seguís con muchas ganas de robar? Yo te voy a enseñar, te voy a reventar
aquí.
De tan flaco, Pedro Bala está irreconocible. Los huesos y la piel. La cara verdosa. El bedel Fausto, dueño
de la voz que aquella vez oyó en la celda, está al lado. Es un tipo fuerte, con fama de ser tan malvado
como el director. Pregunta:
-¿En la herrería?
-Me parece mejor en la plantación de caña. Labrar la tierra... –se ríe.
Fausto dice que está bien, el director recomienda:
-Ojo con él, que es un pájaro de cuenta.
Pedro Bala sostiene su mirada. El bedel lo empuja.
Ahora observa detenidamente el caserón. En medio del patio el peluquero le pela la cabeza con la cero.
Ve rodar por el suelo su cabellera rubia. Le dan unos pantalones y un saco de brin azul. Se viste allí
mismo. El bedel lo lleva a la herrería.
-¿Tiene un machete? ¿Y una hoz?
Le entrega las dos herramientas a Pedro Bala. Marchan hacia el cañaveral, donde trabajan los otros
chicos. Ese día, de tan débil, Pedro Bala apenas sostiene el machete. Por eso los bedeles lo golpean y
él no les dice nada.
A la noche, en la fila, los mira a todos tratando de descubrir al que le hablaba y le llevaba cigarrillos. Suben las escaleras, marchan hacia los dormitorios que quedan en el tercer piso para impedir cualquier
) 53 ( www.territorio.perio.unlp.edu.ar
intento de fuga. Cierran la puerta. El bedel Fausto dice:
-Graça, rece.
Un chico colorado hace la señal de la cruz. Todos repiten las palabras y los gestos. Después un Padrenuestro y un Ave María dignos en voz alta a pesar del cansancio. Pedro se tira en la cama. La ropa está
sucia. Cambian las mantas cada quince días. Y toda la ropa de cama es sólo una manta y una funda
para la cabecera de piedra.
Ya está dormido cuando alguien le toca un hombro.
-¿Vos sos Pedro Bala, no?
-Sí.
-Soy el que te llevó el mensaje.
Pedro observa al mulato que le habla. Debe tener diez años.
-¿Ellos volvieron?
-Todos los santos días. Querían saber cuándo salís de la celda...
-Deciles que estoy en el cañaveral...
-¿No querés un puto esta noche? Nosotros aquí nos arreglamos...
-Estoy muerto de sueño... ¿Cuánto tiempo estuve?
-Ocho días. Ya se murió uno ahí.
El chico se va. Pedro no le preguntó su nombre. Todos lo que quería es dormir. Pero los que van a las
camas de los pederastas hacen ruido. El bedel Fausto sale de su habitación:
-¿Qué barullo es ése?
Silencio. Golpea las manos.
-Todos de pie.
Los mira a todos.
-¿Nadie sabe?
Silencio. El bedel se refriega los ojos, camina entre las camas. Un enorme reloj en la pared da las diez.
-¿Nadie habla?
Silencio. El bedel aprieta los dientes.
-Entonces se quedan una hora de pie... Hasta las once. Y al primero que intente echarse en la cama, la
celda de castigo. Ahora está desocupada...
La voz de un chico rompe el silencio.
-Señor bedel...
Es un chiquilín medio amarillento:
-Hablá, Enrique.
-Yo sé...
Todos los ojos se fijan en él. Fausto lo anuncia a la delación:
-Decime lo que sabés.
-Fue Jeremías que iba a la cama de Berto a hacer cosas.
-¡Jeremías, Berto!
Los dos salen de sus camas.
-¡De pie ante la puerta! Hasta la media noche. Los otros pueden acostarse –vuelve a mirarlos a todos.
Los castigados están de pie ante la puerta.
Cuando el bedel se retira, Jeremías amenaza a Enrique. Los otros hacen comentarios. Pedro Bala
Facultad de Periodismo y Comunicación Social / UNLP
Taller de Comprensión y Producción de Textos I
duerme.
En el refectorio, mientras tomaban el café aguado y masticaban galleta, su compañero de mesa le dice:
-¿Vos sos el jefe de los Capitanes de la arena? –su voz es un murmullo.
-Sí.
-Vi tu foto en un diario... ¡Vos sos un macho! Pero te reventaron –observa la cara consumida de Bala.
Mastica su galleta. Continúa:
-¿Te vas a quedar acá?
-Me voy a escapar...
-Yo también. Tengo un plan.... ¿Cuándo me escape puedo ir a tu grupo?
-Podes.
-¿Dónde queda el aguantadero?
Pedro Bala lo mira con desconfianza:
-En el campo Grande encontrarás a los muchachos todas las tardes.
-¿Pensás que los voy a delatar?
El bedel Campos golpea las manos. Todos se levantan. Se dirigen a sus respectivos trabajos o a los
terrenos cultivados.
Hacia la mitad de la tarde, Pedro Bala ve al Sem-Pernas que pasa por la vereda.
Castigos... Castigos... Es la palabra que Pedro Bala oye repetidamente en el reformatorio. Por cualquier
cosa golpes, por nada castigos. El odio se acumula dentro de cada uno.
En el extremo del cañaveral encuentra un mensaje del Sem-Pernas. Al día siguiente encuentra una
cuerda. Seguramente la pusieron durante al noche. Es un rollo de cuerda fina y resistente. Está nueva.
En el medio del rollo un puñal que Pedro esconde en sus pantalones. La dificultad es llevar el rollo al
dormitorio. Escapar durante el día es imposible por la vigilancia de los bedeles. No puede llevar el rollo
entre la ropa porque lo descubrirían.
De repente surge una pelea. Jeremías se tira sobre el bedel Fausto con el machete en la mano. Los
otros chicos también intervienen pero se acerca un grupo de bedeles armados con chicotes. Están
sujetando a Jeremías. Pedro se mete el rollo de cuerda debajo del saco y se marcha al dormitorio. Un
bedel baja la escalera con un revólver en la mano. Pedro se esconde detrás de una puerta. El bedel pasa
rápidamente.
Esconde la cuerda debajo del colchón y vuelve al cañaveral. Jeremías está en la celda. Los bedeles ahora
reúnen a los chicos. Ranulfo y Campos fueron en persecución de Agostinho que saltó el cerco en medio de la confusión de la pelea. El bedel Fausto con un tajo en un hombro, fue a la enfermería. El director está presente, los ojos le relucían de rabia. Un bedel cuenta a los chicos. Le pregunta a Pedro Bala:
-¿Dónde estabas metido?
-Salí para no mezclarme en el barullo.
El bedel lo mira desconfiado pero pasa.
Ranulfo y Campos vuelven con Agostinho. El fugitivo es zurrado delante de todos. Después el director
dice:
-Métanlo en la celda.
-Ya esta Jeremías –les contesta Arnulfo.
-Que estén los dos. Así pueden charlar...
Pedro Bala tiene un estremecimiento. ¿Cómo iban a caber los dos en la pequeñez de la celda?
Taller de Comprensión y Producción de Textos I
Esa noche la vigilancia fue mayor, por lo que no intentó nada. Los chicos hacían crujir los dientes de
rabia.
Dos noches después, cuando el bedel Fausto hacía rato que se había retirado a su habitación y todos
dormían, Pedro Bala se levantó y sacó la cuerda de abajo del colchón. Su cama estaba al lado de una
ventana. La abrió. Ató la cuerda y la dejó caer por la pared. Era corta, le faltaba mucho. La recogió.
Trataba de hacer el menor ruido posible pero igualmente sus dos vecinos de camas se despertaron:
-¿Te vas a escapar?
Ese no tenía buena fama. Acostumbraba delatar. Por eso mismo lo colocaron al lado de Pedro Bala.
Pedro sacó su puñal y se lo mostró:
-Tratá de dormir, vos. Si llegás a abrir la boca te abro la garganta, palabra de Pedro Bala. Y si llegás a
decir algo después que me vaya... ¿Ya oíste hablar de los Capitanes de la arena?
-Sí.
-Bueno. Ellos me vengaran.
Pone el puñal al alcance de su mano y recoge la cuerda completamente, atándola por la punta de la
sábana con uno de esos nudos que le enseñó a hacer el Querido-de-Deus. Vuelve a amenazar otra vez
al chico, tira la cuerda, pasa el cuerpo por la ventana y empieza a bajar. Anda por la mitad cuando oye
los gritos del delator. Se deja caer por la cuerda y salta al suelo. El salto es grande, pero ya está corriendo. Salta el cerco, después de evitar a los perros policiales que están sueltos. Ya está en la vereda. Tiene
algunos minutos de ventaja. El tiempo que demorarán los bedeles en vestirse y salir en su persecución.
Pedro Bala sostiene el puñal con los dientes y se saca la ropa. Así los perros que le soltarán no podrán
reconocerlo. Y desnudo en la fría madrugada, inicia su carrera hacia el sol, hacia la libertad.
El Profesor lee los titulares del Jornal da Tarde:
EL JEFE DE LOS CAPITANES DE LA ARENA CONSIGUE
ESCAPAR DEL REFORMATORIO
Traían una extensa entrevista con el furioso director. Todo el depósito se ríe. Hasta el padre José Pedro
que está con ellos, se ríe a carcajadas, como si fuera un Capitán de la arena.
Orfelinato
Un mes de orfelinato bastó para matar la alegría y la salud de Dora. Había nacido en el morro, tuvo la
infancia de correrías por el morro. Después la libertad de las calles de la ciudad, la vida aventurera de
los Capitanes de la arena. No era una flor de invernadero. Amaba el sol, la calle, la libertad.
Le trenzaron el pelo, se lo ataron con cintas. Cintas color rosa. Le dieron un vestido de paño azul, un
delantal de un azul más oscuro. La mandaron a clase con nenitas de cinco y de seis años. La comida era
mala, también había castigos. Quedarse en ayunas, perder los recreos. Le vinieron unas fiebres, estuvo
en la enfermería. Cuando salió estaba macilenta. Siempre tenía fiebre, pero no decía nada, porque
odiaba el silencio de la enfermería, donde el sol no entraba y todas las horas parecían la hora agonizante del crepúsculo. Cuando podía, se acercaba a la escalinata porque a veces divisaba al Profesor o a
Joâo Grande que rondaban por allí. Un día le pasaron un mensaje. Pedro Bala se había escapado del
reformatorio. Vendría a sacarla. Ese día ni sintió la fiebre.
Facultad de Periodismo y Comunicación Social / UNLP
www.territorio.perio.unlp.edu.ar ) 54 (
Por medio de otro papel que el Profesor escribió le avisaron que tratara de ir a la enfermería inventando algún recurso. No fue necesario, la monja advirtió que tenía las mejillas demasiado coloradas. Le
puso la mano en la cara:
-Estás quemando de fiebre.
En la enfermería siempre era la hora del crepúsculo. Era como una antesala de la muerte con las pesadas cortinas que impedían la entrada de la luz. El médico que vino a verla movió la cabeza con tristeza.
Pero la luz entró con ellos. Que flaco estaba Pedro Bala, pensó Dora al ponerse a su lado. Joâo Grande,
el Gato y el Profesor estaban con él. El Profesor le mostró su navaja a la monja, que ahogó un grito. La
chica que estaba con catarro en la otra cama temblaba bajo las sábanas. Dora quemaba de fiebre y mal
podía tenerse en pie. La hermana murmuró:
-Está muy enferma...
Dora contestó:
-Yo voy, Pedro.
Salieron por la puerta. Volta Seca tenía al enorme perro sostenido por el collar. Habían traído un pedazo de carne. El Gato abrió el portón, en la calle dijo:
-Fue fácil...
El Profesor los previno:
-Vámonos antes de que den aviso.
Se largaron por una ladera. Dora ni sentía la fiebre porque iba junto a Pedro Bala, agarrada de su
mano.
Volta Seca cerraba la marcha, la mano en el puñal, una sonrisa en su cara sombría.
Noche de paz
Los Capitanes de la arena miran a la madrecita Dora, a la hermanita Dora, a la novia Dora; el Profesor
ve a Dora, su amada. Los Capitanes de la arena miran en silencio. La mâe-de-santo Don’Anhinha reza
una oración en voz alta para que la fiebre que consume a Dora desaparezca. Los ojos febriles de Dora
sonríen. Parece que la gran paz de la noche de Bahía también está en sus ojos.
Los Capitanes de la arena miran en silencio a su madre, hermana y novia. Recién recuperada y destruida por la fiebre. ¿Dónde está su alegría, que ya no corre con sus hijitos chiquitos, ya no sale a la
aventura por las calle con sus hermanos negros, blancos y mulatos? ¿Dónde está la alegría de sus ojos?
Sólo una gran paz, la gran paz de la noche. Porque Pedro Bala aprieta su mano con ardor.
La paz de la noche de Bahía no está en el corazón de los Capitanes de la arena. Tiemblan de miedo de
perder a Dora. Pero la gran paz de la noche está en sus ojos. Ojos que se cierran dulcemente mientras
la mâe-de-santo Don’Anhinha persigue la fiebre que la devora.
La paz de la noche envuelve al depósito.
Dora, esposa
El perro ladra a la luna en el arenal. El Sem-Pernas sale del depósito acompañando a Don’Anhinha.
Ella dice que la fiebre no tardará en irse. Pirulito también sale, va a llamar al padre José Pedro. Tiene
confianza en el padre, él puede conocer un remedio.
) 55 ( www.territorio.perio.unlp.edu.ar
Dentro del depósito, los Capitanes de la arena están silenciosos. Dora les pidió que se fueran a dormir.
Se echaron en el suelo pero no duermen más que unos pocos. Dora besó a Zé Fuinha y lo mandó a
dormir. Él no entiende. Sabe que está enferma, mas no se le ocurre que pueda abandonarlo. Pero los
Capitanes de la arena tienen miedo de lo que pueda pasar. Entonces se quedarán de nuevo sin madre,
sin hermana, sin novia.
Ahora solamente Joâo Grande y Pedro Bala están a su lado. El negro sonríe pero Dora sabe que su
sonrisa es forzada, que es una sonrisa para animarla, una sonrisa arrancada a la fuerza desde la tristeza
que el negro siente. Pedro Bala le tiene una mano. Más alejado y doblado sobre sí mismo, el Profesor
está con la cabeza entre las manos.
Dora dice:
-¿Pedro?
-¿Qué hay?
-Vení acá.
Se le acerca. La voz de Dora es apenas un hilo. Pedro le dice con cariño:
-¿Querés alguna cosa?
-¿Vos me querés?
-Lo sabés...
-Acostate aquí.
Pedro se acuesta a su lado. Joâo Grande se aparta de ellos y va al lado del Profesor. Pero no hablan, se
quedan entregados a su tristeza. Sin embargo la paz de la noche envuelve al depósito. Y la paz de la
noche también está en los ojos dolientes de Dora.
-Más cerca...
Se le acerca más, sus cuerpos quedan juntos. Ella le toma una mano y la lleva a su pecho. Arde en
fiebre. La mano de Pedro se posa en su seno de niña. Ella hace que se lo acaricie y le dice:
-¿Vos sabés que ya soy una mujer?
La mano de él sobre sus senos, los cuerpos juntos. Una gran paz en los ojos de ella.
-Fue en el orfanato... Ahora puedo ser tu mujer.
Él la mira asombrado.
-No, estás enferma...
-Antes de morirme quiero. Vení...
-No vas a morirte.
-Si me querés, no.
Se abrazan. El deseo es abrupto y terrible. Pedro no quiere lastimarla pero ella no da señales de dolor.
Una gran paz en todo su ser.
-Ahora sos mía- dice Pedro con voz agitada.
Ella parece no sentir el dolor de la posesión. Su cara encendida por la fiebre se llena de alegría. Ahora
la paz es solo de la noche, con Dora está solamente la alegría. Los cuerpos se separan. Dora murmura:
-Es lindo... Soy tu mujer.
Él la besa. La paz vuelve al rostro de Dora que mira a Pedro Bala con amor.
-Ahora voy a dormir –le dice.
Acostada a su lado, agarrada a su mano ardiente. Esposa.
La paz de la noche envuelve a los esposos. El amor siempre es dulce y bueno, hasta cuando la muerte
Facultad de Periodismo y Comunicación Social / UNLP
Taller de Comprensión y Producción de Textos I
está cerca. Los cuerpos no se mueven más en el ritmo del amor. Pero en los corazones de los dos niños
ya no hay miedo. Solamente paz, la paz de la noche de Bahía.
En la madrugada Pedro pone la mano sobre la frente de Dora. Fría. Ya no tiene pulso, el corazón no
late. Su grito atraviesa el depósito y despierta a los muchachos. Joâo Grande la mira con los ojos abiertos. Le dice a Pedro Bala:
-No debías haberle hecho...
-Ella quiso –explica y sale para no estallar en llanto.
El Profesor se acerca y se queda mirando. No tiene coraje de tocarle el cuerpo. Pero siente que para él la
vida del depósito se acabó, que ya no le queda nada que hacer en ese lugar. Pirulito entra con el padre
José Pedro. El sacerdote toma el pulso de Dora y le toca la frente:
-Está muerta.
Inicia una oración y casi todos la rezan en voz alta:
-“Padre nuestro que estás en los cielos...”
Pedro Bala recuerda los rezos de la noche en el reformatorio. Sus hombros se encogen y se tapa los
oídos. Se da vuelta, ve el cuerpo de Dora. Pirulito le pone una flor entre los dedos. Pedro Bala se echa
a llorar.
Vino la mâe-de-santo Don’Aninha y también el Querido-de-Deus. Pedro Bala no interviene en la conversación. Aninha dice:
-Fue como una sombra en esta vida. Se hará santa en la otra. Zumbi dos Palmares es santo de los
candomblés de los caboclos, Rosa Palmeirâo también. Los hombres y las mujeres valientes se vuelven
santos de los negros...
-Fue como una sombra... –repite Joâo Grande.
Fue como una sombra para todos, una cosa sin explicación. Salvo para Pedro Bala que la poseyó. Salvo
para el Profesor que la amó.
El padre José Pedro dice:
-Se va al cielo porque no conocía el pecado. No sabía que era el pecado...
Pirulito reza. El Querido-de-Deus sabe qué esperan de él. Que lleve el cadáver en su saveiro y lo tire
al mar, delante del fuerte viejo. ¿Cómo podrá salir un entierro del depósito? Es difícil explicarle eso al
padre José Pedro. El Sem-Pernas lo hace apresuradamente. Al principio el padre se horroriza. Es un
pecado, él no puede consentir ese pecado. Pero consiente, no va a denunciar dónde viven los Capitanes
de la arena. Pedro Bala no habla.
Todo está circundado por la paz de la noche. En los ojos muertos de Dora, ojos de madre, de hermana,
de novia y esposa, hay una gran paz. Algunos chicos lloran. Volta Seca y Joâo Grande van a llevar el
cuerpo. Parado delante de él esta Pedro Bala, inmóvil. Aninha toma el brazo de Pedro Bala, lo saca de
allí y envuelve el cuerpo de Dora en una toalla blanca y tejida:
-Va hacia Yemanjá –dice-. Ella también se vuelve santa...
Pero nadie puede llevar el cadáver. Porque Pedro Bala lo tiene abrazado y no lo suelta. El Profesor le
dice:
-Soltalo. Yo también la quería. Ahora...
La llevan hacia la paz de la noche, hacia el misterio del mar. El padre reza y es una extraña procesión
la que se dirige hacia el saveiro del Querido-de-Deus esa noche. Desde el arenal, Pedro Bala observa el
barquito que se aleja. Se muerde las manos, extiende los brazos.
Taller de Comprensión y Producción de Textos I
Vuelven al depósito. La vela blanca del saveiro se pierde en el mar. La luna ilumina el arenal, las estrellas están tanto en el cielo como en el mar. Hay paz en la noche. Una paz que vino de los ojos de Dora.
Como una estrella de cabellera rubia
En los muelles de Bahía cuentan que cuando un hombre valiente muere se convierte en estrella del
cielo. Así ocurrió con Zumbi, con Lucas de Feira, con Besouro, todos negros valientes. Pero nunca se
vio el caso de que una mujer, por más valiente que fuera, se convirtiera en estrella después de su muerte. Algunas, como Rosa Palmeiraõ, como María Cabuçu, se habían vuelto santas en los candomblés.
Pero ninguna se había vuelto estrella.
Pedro Bala se tira al agua. No puede quedarse en el depósito, entre llantos y lamentaciones. Quiere
acompañar a Dora, quiere irse con ella a vivir a las Terras do Sem Fim de Yemanjá. Nada siempre
hacia adelante. Sigue la ruta del saverio del Querido-de-Deus. Nada, nada sin parar. Ve a Dora delante
de él. Dora, su esposa, los brazos extendidos hacia él. Nada hasta que se queda sin fuerzas. Entonces
flota, los ojos en las estrellas y en la gran luz amarilla del cielo. ¿Qué importa morir cuando se va en
busca del ser amado, cuando el amor nos espera?
¿Qué importa que los astrónomos digan que fue un cometa que pasó por Bahía esa noche? Pedro Bala
vio a Dora hecha estrellas, yendo hacia el cielo. Había sido más valiente que Rosa Palmeirâo, que María
Cabaçú. Tan valiente que antes de morir, aunque era una nena, se había entregado a su amor. Por eso
se volvió estrella en el cielo. Una estrella de larga cabellera rubia, una estrella como nunca había tenido
una noche de Bahía.
La felicidad ilumina el rostro de Pedro Bala. Para él también vino la paz de la noche. Porque ahora sabe
que ella brillará para él entre mil estrellas del cielo son igual de la ciudad negra.
El saveiro del Querido-de-Deus lo recoge.
CANCIÓN DE BAHÍA, CANCIÓN DE LIBERTAD
Vocaciones
No había pasado mucho tiempo desde la muerte de Dora y su imagen, su presencia tan instantánea y
sin embargo tan relevante, y su muerte también, seguían llenando de visiones las noches del depósito.
Al entrar, algunos todavía miraban el rincón donde acostumbraba sentarse al lado del Profesor y de
Joâo Grande con la esperanza de encontrarla. Había sido un hecho sin explicación. Había sido algo
totalmente inesperado en sus vidas, la aparición de una madre, de una hermana. Motivo por el que
todavía la buscaban. A pesar de que habían visto como el Querido-de-Deus se la llevaba hacia el fondo
del mar. Solamente Pedro Bala no la buscaba en el depósito. La buscaba en el cielo, entre tantas estrellas buscaba una de larga cabellera rubia.
Un día, el Profesor entró en el depósito y no prendió su vela, ni abrió un libro de relatos, ni charló.
Para él esa vida se había terminado desde que Dora se había ido con su fiebre. Desde su llegada, había
llenado el depósito con su presencia. Para el Profesor todo tenía una nueva significación. El depósito
había quedado como el marco de un cuadro: los cabellos rubios caídos sobre el Gato, que veía a su
madre: los labios que besaban a Zé Fuinha para hacerlo dormir. O la boca que cantaba canciones de
Facultad de Periodismo y Comunicación Social / UNLP
www.territorio.perio.unlp.edu.ar ) 56 (
cuna. Y las sonrisas de orgullo para la valentía de Volta Seca como si fuera una desinhibida mulata del
sertón. O la entrada en el depósito, los bucles al aire, la cara vuelta sonrisa, de regreso de una aventura por las calles de la ciudad. O los ojos llenos de amor, la fiebre quemándole las mejilla, las manos
llamando a su amado para la posesión primera y última. Ahora, el Profesor mira al depósito como un
mar sin cuadro. Inútil. Para él ya no tiene significado o tenía un significado demasiado terrible. Había
cambiado muchos en esos meses posteriores a la muerte de Dora, andaba callado, la cara seria, y había
entrado en relación con aquel señor que cierta vez, en una vereda de la calle Chile, le había hablado y
le había dado una boquilla y una tarjeta con su dirección.
Esa noche el Profesor no prendió su vela ni abrió ningún libro. Se quedó callado cuando Joâo Grande
se sentó a su lado. Guardaba sus cosas en un atado. Casi todo eran libros. Joâo Grande lo miraba sin
decirle nada, pero comprendía, aunque todos decían que no había un negro más bestia que el negrito
Joâo Grande. Pero cuando Pedro Bala llegó y también se sentó a su lado y le ofreció un cigarrillo, el
Profesor le dijo:
-Me voy, Bala...
-¿Adónde, hermano?
El Profesor observó el depósito, los chicos que iban de un lado a otro, que reían, que se movían como
sombras entre los ratones:
-¿Qué hacemos nosotros? Sólo esperamos un golpe de la policía. Los que saben dicen que un día las
cosas pueden cambiar... Lo dice el padre, lo dice Joâo de Adâo, vos mismo. Ahora yo voy a cambiar mi
vida...
Pedro Bala no le dijo nada pero la pregunta estaba en sus ojos. Joâo Grande no preguntaba nada porque comprendía.
-Voy a estudiar con un pintor de Río. El doctor Dantes, aquél de la boquilla, le escribí, le mandé unos
dibujos. Me mandó decir que fuera... Un día yo voy a mostrar cómo es esta vida... Voy a hacer el retrato
de todos ustedes. Una vez, vos me lo dijiste, ¿Te acordás? Bueno, lo voy a hacer...
La voz de Pedro Bala se animó:
-Vos vas a ayudar para que cambie la vida de nosotros...
-¿Cómo? –dijo Joâo Grande.
El Profesor tampoco entendía y Pedro Bala no sabía explicarlo. Pero tenía confianza en el Profesor, en
los cuadros que haría, en la señal de odio que llevaba en su corazón, en la marca de amor a la justicia
y a la libertad que llevaba dentro de sí. No se vive gratuitamente una infancia entre los Capitanes de la
arena. Aunque después se convierta en un artista en lugar de ladrón o asesino o compadrito.
Pedro Bala no sabía explicar estas cosas. Solamente te dijo:
-Nunca te vamos a olvidar, hermano... Vos nos leías cosas, eras el mejor...
El Profesor bajó la cabeza. Joâo Grande se levantó; su voz era una llamada y un grito de despedida:
-¡Muchachos! ¡Muchachos!
Todos se acercaron y lo rodearon. Joâo Grande extendió los brazos:
-Muchachos, el Profesor se va. Va a ser pintor en Río de Janeiro. ¡Viva el Profesor!
Ese viva encogió el corazón del chico. Observó el depósito. No era un cuadro sin marco. Era el marco
de muchos cuadros. Como las escenas de una película. Vidas de lucha y de coraje. De miseria también.
Unas ganas de quedarse. Pero ¿para qué quedarse? Si se fuera podría servir de ayuda. Mostraría esas
vidas... Aprietan su mano, lo abrazan. Volta Seca está triste, tan triste como si hubiese muerto un
) 57 ( www.territorio.perio.unlp.edu.ar
cangaceiro del grupo de Lampiâo.
En la noche de los muelles el hombre de la boquilla que era un poeta, le entrega una carta y dinero al
Profesor:
-Él va a esperarte en el muelle. Hazme un telegrama. Espero que no defraudes la confianza que pongo
en tu talento.
Nunca tuvo un pasajero de tercera clase tanta gente despidiéndolo. Volta Seca le da un puñal de regalo.
Pero Pedro Bala, trata de reírse, de decir cosas divertidas. Pero Joâo Grande no esconde la tristeza que
tiene adentro.
Desde lejos, el Profesor ve el sombrero de Pedro que se agita en el aire. Y en medio de aquellos hombres desconocidos, oficiales, comerciantes y mujeres, muy tímido, sin saber que hacer, siente que su
corazón se quedó con los Capitanes del arena. Pero dentro de su pecho lleva la señal del amor a la
libertad. Señal que no le habría de borrar el viejo Profesor que le enseñó cosas académicas, porque, por
su cuenta, pintaría cuadros que más que admiración, despertarían asombro en todo el país.
Pasó el invierno, pasó el verano, vino otro invierno lleno de lluvias, largas lluvias y vientos en cada
noche del arenal. Ahora Pirulito vendía diarios, hacía trabajos de lustrabotas y de changador. Había
dejado de robar para vivir. Pedro Bala le permitía que viviera en el depósito aunque no llevaba la misma vida de ellos. Pedro Bala no comprende qué hay dentro de Pirulito. Sabe que quiere ser sacerdote
y terminar con esa vida. Pero le parece que así no resolverá nada, no arreglará nada en la vida de ellos.
El padre José Pedro trataba de cambiarles la vida. Pero era uno solo, los demás no aprobaban lo que
él hacía. ¿Qué se ganaba entonces? Solamente todos unidos podrían algo, como decía Joâo de Adâo.
Dios llamaba a Pirulito. En las noches del depósito el muchacho oía el llamado de Dios. Era una voz
poderosa dentro de él. Una voz como la voz del mar, como la voz del viento que corre alrededor del
caserón. Una voz que no le habla a sus sentidos sino a su corazón. Una voz que lo llama, que lo alegra,
que lo llena de temor, al mismo tiempo. Una voz que le exige todo para darle la felicidad de servirlo.
Dios lo llama. Y el llamado de Dios dentro de Pirulito es poderoso como la voz del viento, como la voz
potente del mar. Pirulito quiere venir para Dios, totalmente para Dios, una vida de recogimiento y de
penitencia, una vida que lo limpie de pecados, que lo vuelva digno de la contemplación de Dios. Dios
lo llama y Pirulito piensa en su salvación. Será un penitente, no contemplará más el espectáculo del
mundo. No quiere ver nada de lo que pasa en el mundo para tener los ojos suficientemente limpios,
para poder contemplar a Dios. Porque para aquellos que no tienen los ojos totalmente limpios de
pecado, la cara de Dios es terrible como un mar enfurecido. Sólo para los que tienen los ojos limpios
de todo pecado, la cara de Dios es suave como las olas del mar en una mañana de sol y de bonanza.
Pirulito está señalado por Dios. Pero también está señalado por la vida de los Capitanes de la arena.
Desiste de su libertad, de ver y de oír el espectáculo del mundo del sello de la aventura de los Capitanes
de la arena, para oír el llamado de Dios. Porque la voz de Dios que habla en su corazón es tan poderosa que no tiene comparación. Rezará por los Capitanes de la arena en su celda de penitente. Porque
tiene que oír y seguir la voz que lo llama. Es una voz que transfigura su rostro en la noche invernal del
depósito. Como si afuera hiciera primavera.
El padre José Pedro fue requerido de nuevo desde el arzobispado. Esta vez el canónigo está acompañado por el superior de los Capuchinos. El padre José Pedro tiembla, piensa que nuevamente lo van a
retar, que le van a hablar de sus pecados. Atenta muchas veces contra la ley para ayudar a los Capitanes
de la arena. Teme haber fracasado, porque casi no había logrado mejorar la vida de los niños. Y además
Facultad de Periodismo y Comunicación Social / UNLP
Taller de Comprensión y Producción de Textos I
está Pirulito... Era una conquista para Dios. Si no había hecho todo lo que debía, si no había transformado como quería aquellas vidas, tampoco se había perdido todo. Algo había conseguido para Dios. Y
se alegraba a pesar de la tristeza de haber conseguido tan poco para los Capitanes de la arena. Asimismo, en algunos momentos había sido como la familia que les faltaba. A veces había sido una especie
de padre y madre. Ahora los jefes eran jóvenes, casi hombres. El Profesor ya se había marchado, otros
no tardarían en irse. Aunque fueran ladrones y llevaran una vida pecaminosa, en ciertos momentos
el padre había conseguido aminorar el espectáculo de miseria de sus vidas con un poco de consuelo y
de cariño. Y de solidaridad.
Pero esta vez el canónigo no lo reta. Le anuncia que el Arzobispado resolvió darle una parroquia.
Concluye:
-Usted nos da mucho trabajo, padre, con sus equivocadas ideas acerca de la educación. Espero que la
bondad del señor arzobispo al darle una parroquia, hará que usted piense en sus obligaciones y deseche esas innovaciones soviéticas.
La parroquia nunca había tenido cura porque el Arzobispado no había encontrado a ningún sacerdote
dispuesto a ir allá por miedo a los cangaceiros, esa perdida aldea del alto sertón. Pero el nombre del
lugarejo alegró el corazón del padre José Pedro. Iba hacia los cangaceiros. Y los cangaceiros son como
chicos grandes. Iba a hablar, iba a agradecer, pero el superior de los Capuchinos lo interrumpió:
-El señor canónigo me dijo que entre esos niños abandonados hay uno con vocación sacerdotal...
-Se lo iba a decir –contestó el padre-. Nunca vi una vocación tan decidida.
El misionero sonrió:
-Porque nosotros necesitamos a un hermano. No es lo mismo que ser sacerdote, ya lo sé. Pero queda
cerca. Y si su vocación es verdadera, la orden puede hacerlo estudiar y que se ordene.
-Se va a volver loco de alegría.
-¿Usted nos responde por él?
Pirulito iba a ser fraile. Tal vez un día se ordenara. El padre José Pedro se retiró agradeciendo a Dios.
Llevan al padre hasta la estación. El silbato del tren es como un lamento. Allí están varios Capitanes de
la arena, el padre los mira con amor. Pedro Bala le dice:
-Usted fue bueno con nosotros, padre. Un hombre bueno. No nos vamos a olvidar de usted...
No reconocen a Pirulito cuando aparece vestido con ropa de fraile, un largo cordón le rodea la cintura
y cuelga al costado. El padre José Pedro les dice:
-¿Conocen al hermano Francisco de la Sagrada Familia?
Observan a Pirulito con cierta vergüenza. Pero Pirulito les sonríe. Está más delgado, con un aire de
asceta. El hábito de capuchino lo hace mucho más alto.
-Él rezará por ustedes... –dice el padre José Pedro.
Se despide. Entra al vagón. El tren hace sonar el silbato como una despedida. Desde la ventana, el
padre ve a los chicos que levantan manos y sombreros, viejos sombreros, o trapos que les sirven de
pañuelos. Una vieja que está sentada delante de él, desesperada por sacar conversación se asombra al
ver que el padre está llorando.
El Boa-Vida aparece pocas veces por el depósito. Tiene una guitarra, compone sambas, está muy crecido y es un compadrito más de las calles de Bahía. Nadie hace una vida comparable a la de los compadritos. Pasan el día conversando en los muelles en el mercado, van a las fiestas de los morros y de
la Cidade de Palha por la noches, o si no a las macumbas. Tocan sus guitarras, comen y beben de lo
Taller de Comprensión y Producción de Textos I
mejor, apasionan a las muchachas con sus voces y sus guitarras. Arman líos en las fiestas y cuando
aparece la policía, se esconde. El Boa-Vida lo hace en el depósito de los Capitanes de la arena.
Entonces toca para ellos y con ellos ríe a carcajadas como si todavía fuera uno de ellos. El Boa-Vida se
va apartando de a poco, a medida que crece. A los diecinueve años ya no volverá. Será un compadrito
completo, uno de esos mulatos que aman a Bahía por encima de todo, que hacen una vida perfecta en
las calles de la ciudad. Enemigo de la riqueza y del trabajo, amigo de las fiestas, de la música de líos,
jugador de capoeira, hábil en la navaja y ladrón si es necesario. De buen corazón, como canta el A B
C que el mismo Boa-Vida compuso sobre otro compadrito. Le promete a las muchachas regenerarse
y comenzar a trabajar, pero sigue siendo compadrito siempre. Uno de los valentones de la ciudad.
Figura que los futuros Capitanes de la arena amaron y admiran, como el Boa-Vida amó y admiró al
Querido-de-Deus.
Un día, había pasado mucho tiempo, Pedro Bala caminaba por la calle con el Sem-Pernas. Entraron
en una iglesia del barrio de la Piedad, porque les gustaba ver los objetos de oro, y porque era fácil
robarle la cartera a alguna señora en la iglesia. Pero a esa hora no había ninguna señora en la iglesia.
Solamente en grupo de chicos pobres y un capuchino que les enseñaba el catecismo.
-Es Pirulito... –dijo el Sem-Pernas.
Pedro Bala se quedó mirándolo. Se encogió de hombros:
-¿Qué gana con eso?
El Sem-Pernas lo miró:
-No da de comer...
-Tiene que venir todo junto.
El Sem-Pernas dijo:
-La bondad no basta.
Y completó:
-Solamente el odio...
Pirulito no los veía. Con paciencia y bondad extremas les enseñaba el catecismo a unos chicos bulliciosos. Los dos Capitanes de la arena salieron moviendo la cabeza. Pedro Bala puso su mano en el
hombro del Sem-Pernas:
-Ni el odio, ni la bondad. Solamente la lucha.
La voz bondadosa de Pirulito atraviesa la iglesia. La voz de odio del Sem-Pernas estaba al lado de Pedro Bala. Pero no oyó ninguna. Lo que oía era la voz de Joâo de Adâo, el portuario la voz de su padre
muriendo en la lucha.
Canción de amor de la solterona
El Gato contó que la solterona estaba llena de plata. Era la última descendiente de una familia rica y
andaba por los cuarenta y cinco años, fea y nerviosa. Corría la noticia de que tenía una sala repleta de
objetos de oro, de brillantes y de joyas acumuladas por la familia a través de generaciones. Pedro Bala
pensó que era una oportunidad para sacar una cantidad de dinero. González, el dueño de la casa de
empeños “El 14” les daría la plata por esos objetos. Le preguntó al Sem-Pernas:
-¿Sos capaz de entrar allí?
-Claro.
Facultad de Periodismo y Comunicación Social / UNLP
www.territorio.perio.unlp.edu.ar ) 58 (
-Después vamos nosotros.
En el depósito se rieron. El Gato salió para ir a ver a Dalva. El Sem-Pernas avisó:
-Mañana a la mañana voy.
La solterona abrió la puerta. Tenía solamente una criada, una negra vieja, que parecía formar parte de
la herencia, pues acompañaba a la familia desde hacía cincuenta años. La solterona miró muy dignamente al Sem-Pernas:
-¿Qué quiere?
-Soy un pobre huérfano inválido –mostraba su pierna coja-. No quiero vivir robando ni pidiendo limosna. ¿La señora, no tiene un trabajo para mí? Puedo hacer las compras.
La solterona no le quitaba los ojos de encima. Un chico... No era bondad lo que le faltaba. Era la voz
del sexo en sus últimos latidos. Dentro de poco tiempo su sexo sería algo inútil, los médicos le dijeron
que entonces su nerviosismo terminaría. Mucho antes, cuando todavía era joven, habían tenido en la
casa a un muchacho para hacer las compras. Había sido bueno... Pero su hermano los descubrió y lo
echaron. Ahora su hermano estaba muerto y otro muchachito venía a pedir trabajo:
-Está bien.
Lo mandó a darse un baño. Por la tarde le dio dinero para las compras y además para que se comprase
ropa. El Sem-Pernas consiguió sacarle mil doscientos en las cuentas. Pensó:
-Aquí voy a hacer plata...
En la cocina la negra le contaba historias antiguas con su lengua nordestina. El Sem-Pernas la oía
demostrando un gran interés para ganarse la confianza de la negra. Pero cuando le preguntó por los
objetos de oro, la negra no le respondió. El Sem-Pernas no insistió. Sabía ser paciente, estaba acostumbrado a ese tipo de trabajo. En la sala, la solterona bordaba una toalla con punto cruz y miraba al
Sem-Pernas con interés a través de la puerta. Su cara era fea, pero el cuerpo todavía tenía cierto atractivo. Llamó al Sem-Pernas para que viera el trabajo que estaba haciendo y cuando él se agachó para
verlo, ella se inclinó mostrando sus grandes senos. No pensó que se los estaba mostrando. Dijo que el
trabajo era muy bonito:
-La señora es muy inteligente...
Hasta parecía un chico bien educado. A pesar de su pierna renga y de su cara fea, la solterona lo encontró lindo. Sería mejor que no estuviera tan crecido. Pero, asimismo... Volvió a inclinarse y a mostrar
sus pechos al muchacho que desvió los ojos, pensando que no lo hacía a propósito. Cuando elogió de
nuevo el trabajo, ella le pasó la mano por la cara:
-Gracias, hijo mío –su voz era lánguida.
La negra puso un colchón en el comedor para que el Sem-Pernas durmiera allí. Lo cubrió con una sábana y trajo una almohada. La solterona había ido a charlar a la casa de una amiga de la misma cuadra
y cuando volvió, el Sem-Pernas ya estaba acostado. Escuchó que ella se despedía de alguien:
-Disculpe este trabajo de traer a una solterona hasta su casa.
-Doña Joana, no diga eso...
Entró, cerró la puerta de la calle, sacó la llave. La negra ya se había ido a dormir a su pieza pegada a la
cocina. La solterona vino hasta el comedor, echo una mirada al Sem-Pernas que se hizo el dormido.
Se fue a su dormitorio.
Las luces de la casa estaban apagadas y a pesar de ser muy temprano en comparación con la hora en
que se iban a dormir en el depósito, el Sem-Pernas se entregó al sueño.
) 59 ( www.territorio.perio.unlp.edu.ar
Por eso no supo a qué hora se apareció la solterona. Sintió una mano por sus cabellos. Pensó que era
un lindo sueño. La mano se deslizaba por su pecho, su vientre, ahora se apoyaba suavemente en su
sexo. El Sem-Pernas se despertó pero mantuvo los ojos cerrados. La solterona machacaba su sexo, se
refregaba contra él. Tenía puesto un camisón, se lo levantó y tomando la mano del Sem-Pernas la colocó en su cuerpo. El muchacho quiso hablar, pero ella le tapo la boca señalando la cocina:
-Puede oírnos...
Y todavía más bajo:
-Vas a ser bueno conmigo, ¿no es cierto?
Se apretaba contra él, le bajó los pantalones, pero cuando el Sem-Pernas quiso todo, se negó:
-No. Sólo afuera.
Era una cosa incompleta que llenaba de rabia al Sem-Pernas.
La solterona gemía bajito de amor. Apretaba la cabeza del Sem-Pernas entre sus enormes pechos, el
sexo de él entre sus piernas, la mano en su sexo.
El Sem-Pernas se levantaba atontado. Un gran cansancio en todo su cuerpo. Esas noches eran como
batallas. Nunca un gusto completo, una satisfacción total. La solterona quería una migaja de amor. Le
teme al amor entero, al escándalo de un hijo. Pero tiene sed de amor y acepta migajas. Pero el SemPernas quiere el amor completo, aquello lo irrita, le produce un gran odio. Pero al mismo tiempo se
siente preso del cuerpo de la solterona, de las caricias a medias cambiadas por las noches. Una cosa lo
retiene en aquella casa. Si bien se despierta odia a Joana, Siente una rabia impotente, unas ganas de
estrangularla ya que no puede poseerla y aunque la encuentra fea y vieja, cuando por las noches se le
acerca se pone nervioso por sus caricias, por la mano que le toca el sexo, por los pechos donde apoya
su cabeza, por sus gordas piernas, imagina maneras de poseerla, pero la mujer lo frustra escapando
a último momento y pelea con él en voz baja. Una rabia sorda posee al Sem-Pernas. Pero la mano de
Joana viene de nuevo hasta su sexo y él no puede luchar contra el deseo. Y vuelve la lucha tremenda de
la cual emerge nervioso y agotado.
Durante el día le responde mal, le dice brutalidades, ella llora. Le dice solterona, le dice que se va a ir.
Ella le da dinero, le pide que se quede. Pero no es por el dinero que se queda. Se queda por el deseo.
Ya sabe cuál es la llave que abre la sala donde Joana guarda sus objetos de oro. Ya sabe cómo sacar esa
llave para llevársela a los Capitanes de la arena. Pero el deseo lo retiene allí, junto a los pechos y las
piernas de la solterona. Junto a la mano de la solterona.
Siempre había sido desgraciado con las mujeres. Cuando conseguía una negrita en el arenal era con la
ayuda de los otros, era a la fuerza. Ninguna lo miraba, ninguna lo invitaba con un guiño. Los otros eran
feos, pero él era repulsivo con su pierna renga, andando como un cangrejo. Además había terminado
por hacerse antipático y por conseguirse negritas por la violencia. Ahora tenía una mujer blanca y con
plata, vieja, fea, es verdad, pero todavía apetitosa, y que se acostaba con él. Acariciaba su sexo con la
mano, las piernas con las piernas, metía su cabeza entre sus grandes pechos. El Sem-Pernas no podía
irse de allí aunque cada día se ponía más bestial y más inquieto. Su deseo reclamaba una posesión
total, pero la solterona se complacía en recoger las migajas del amor.
Durante el día el Sem-Pernas la odiaba, se odiaba y odiaba al mundo entero.
Pedro Bala protestó por la demora. Ya era tiempo de que el Sem-Pernas revelase los secretos de esa
casa. El Sem-Pernas le dijo que sí, que no tardaría más. Y esa noche la batalla de amor fue todavía más
Facultad de Periodismo y Comunicación Social / UNLP
Taller de Comprensión y Producción de Textos I
fuerte. La solterona gime, recoge las migajas del amor. Pero no cede “su honra”. Eso le da coraje al
Sem-Pernas para sacarle al día siguiente la llave.
La solterona lo espera para hacer el amor. Está como una esposa a la que el marido abandona. Llora y
se lamenta. Su amor no viene, ella también necesita del amor como todas esas jovencitas que pasan
por la calle bonitamente vestidas.
Pero el robo la enfurece. Porque piensa que el Sem-Pernas sólo la amó en las largas noches viciosas
para robarle. Su sed de amor está humillada. Es como si la hubieran escupido en la cara, diciéndole
que era por su fealdad. Llora, ya no gime de amor. Siente ganas de estrangular al Sem-Pernas si lo
encontrase. Porque se burló de su amor, de la sed de amor que hay en su sangre. Su desgracia es más
grande porque durante una semana fue completamente feliz con las migajas del amor. Rueda por el
suelo con un ataque. En el depósito, el Sem-Pernas se ríe relatando sus aventuras. Pero en el fondo
sabe que la solterona le hizo daño, que aumentó sus vicios y el odio que estaba latente en su corazón.
Ahora un deseo insatisfecho llena sus noches. Un deseo que le impide dormir, que lo inunda de rabia.
En el furgón de cola
Los barcos llegan a Ilhés cargados de mujeres. Mujeres que vienen de Bahía, de Aracaju, de Recife,
hasta de Río de Janeiro. Los gordos coroneles observan desde los puentes la llegada de las mujeres.
Morenas, rubias y multas. Porque la noticia de la subida del cacao corre por todo el país. La noticia de
que en una ciudad relativamente pequeña como Ilhés había cuatro cabarets. Que los coroneles en sus
coches de juego y de champaña quemaban billetes de quinientos mil reis. Que la madrugada salían
desnudos por las calles de la ciudad. La noticia corría por las calles de las mujeres perdidas. Los viajantes las llevaban. El cabaret de “Brama” en Aracaju se quedó sin mujeres. Se fuerza a “El Dorado”,
cabaret de Ilhés. El mujerío de Recife descendió entero en algunos barcos del Lloyd Brasileño. Los pernambucanos se quedaron sin mujeres, se fueron todas al cabaret “Bataclán”. Las que vinieron de Río
de Janeiro se ubicaron en el “Trianón”, ex “Vesubio”, el más lujoso de los cuatro cabarets de la ciudad
del cacao. Hasta Río Tanajura, célebre por sus nalgas flotantes, dejó la paz de su ciudad de estancia
donde era la reina del pequeño conjunto de las mujeres de vida fácil y donde se data con todo el mundo
y se fue a Ilhés para ser reina de “Far West”, el cabaret de la calle de sapo, donde los besos y el estallido
de las botellas de champaña se mezclaban con los tiros y el ruido de las peleas. Porque el “Far West”
era el cabaret de los capataces y de los fazendeiros pequeños, enriquecidos de golpe.
En la calle de Dalva, en la zona de las mujeres perdidas de bahía, las casas se despoblaron. Fueron mujeres para el “Batacán”, para “El Dorado” y para el “Far West”. Unas pocas entraron en el “Trianón”,
donde bailaban con los coroneles. En el “Bataclán” las mujeres les daban parte del dinero que ganaban
con los coroneles a los estudiantes que en compensación les daban amor. Los viajantes llenaban “El
Dorado”, hasta en el “Far West” las mujeres ganaban joyas. A veces también se ganaban un tiro como
una extraña joya roja en el pecho. Rita Tanajura bailaba el charleston sobre una mesa, entre champaña
y tiros. Esto sucedió con la subida del cacao, hace muchos años.
Cuando Dalva supo que Isabel tenía collares y anillo de brillantes y sin embargo no estaba en el “Trianón”, que era el cabaret más lujoso, sino que estaba en el “Bataclán”, no resistió más. Arregló sus valijas. ¿Qué no conseguiría ella en el “Trianón” si era la mejor de su calle? Vistió al Gato con un casimir
elegantísimo, hecho a medida, y de repente el Gato ya no fue un muchacho sino el más joven de los
Taller de Comprensión y Producción de Textos I
pillos de Bahía.
La noche en que, metido en su traje nuevo, lustrosos zapatos negros, corbata voladora y sombrero de
paja, apareció en el depósito. Joâo Grande soltó una exclamación asombrosa:
-¿Ése es el Gato?
El Gato todavía no tenía dieciocho años. Hacía cuatro que andaba con Dalva. Se volvió hacia Joâo
Grande:
-Ahora voy a empezar a vivir...
Ofreció cigarrillos de una lujosa cigarrera, alisó su cabellera bien peinada. Puso una mano sobre el
sombrero de Pedro Bala:
-Hermano, me voy para Ilhés. La patrona se va a ganar la vida allá. Y yo me voy con ella. Capaz que me
hago rico. Cuando desplume a un fazendeiro les voy a hacer una fiesta grande.
Pedro sonrió. Otro que se iba. No serían chicos toda la vida. Sabía que nunca habían parecido chicos.
En la arriesgada vida de la calle, los Capitanes de la arena eran como hombres, eran iguales a los hombres. La diferencia estaba en el tamaño. En lo demás eran iguales, amaban y volteaban negras en el
arenal desde temprano, robaban para vivir como los ladrones de la ciudad. A veces asaltaban armados
como los bandidos más temidos de Bahía. Tampoco tenían charlas de niños, hablaban como hombres.
Sentían como hombres. Cuando los otros chicos sólo se preocupaban en jugar, en estudiar sus libros,
en aprender a leer, ellos andaban envueltos en asuntos que solamente los hombres sabían resolver.
Habían sido siempre como hombres, en su vida de miseria y de aventuras, nunca fueron realmente
niños. Porque lo que hace a un niño es el ambiente de su casa, el padre, la madre, la carencia de responsabilidades. Ninguno de ellos había tenido padre ni madre en su vida callejera. Siempre tuvieron
que cuidarse a sí mismos, siempre fueron responsables de sus vidas. Siempre habían sido iguales a
los hombres. Ahora, los mayores, los que desde hacía años eran los jefes del grupo, se habían vuelto
adultos y querían largarse a sus destinos. El Profesor ya se había ido, hacía cuadros en Río de Janeiro,
el Boa-Vida se iba poco a poco del depósito, tocaba la guitarra en las fiestas, en los candomblés, armaba bochinches en las kermeses. Era un compadrito más de la ciudad. Su nombre ya aparecía en los
diarios. Como los otros vagos, ya lo conocía la policía, siempre con un ojo puesto en los compadritos.
Pirulito es fraile en un convento. Dios lo había llamado y nunca más supieron de él. Ahora es el Gato
quien se va, le va a sacar plata a los coroneles de Ilhés. El Querido-de-Deus había ido una vez que el
Gato sería rico. Porque la vida callejera, en el abandono, hizo del Gato un jugador tramposo, un pillo,
un gigoló. No tardarán mucho en alejarse los otros. Solamente Pedro Bala no sabe qué hacer. Dentro
de poco será también adulto, un hombre, y tendrá que dejar la jefatura de los Capitanes de la arena.
¿Adónde irá? No podrá ser un intelectual como el Profesor, que sólo tenía manos para pintar, no nació
para compadrito como el Boa-Vida, que no siente el espectáculo de la lucha diaria de los hombres, que
sólo gusta de andar vagando por las calles, charlar acostado en diques, beber en las fiesta del morro.
Pedro siente el espectáculo de los hombres, encuentra que esa libertad no es suficiente para la sed de
libertad que lleva dentro de sí. Tampoco siente el llamado de Dios, como lo sintió Pirulito. A él las oraciones del padre José Pedro no le dicen nada. El padre le gustaba porque era un hombre bueno. Pero
solamente las palabras de Joâo de Adâo tenían acogida en su corazón. Pero Joâo de Adâo también sabe
muy poco. Lo que tiene es músculos potentes y voz autoritaria para amigarse con la gente, para liderar
una huelga. Tampoco quiere Bala Pedro irse como el Gato a engañar coroneles para sacarles la plata.
Quiere otra cosa que todavía no sabe bien qué es. Y por eso demora entre los Capitanes de la arena.
Facultad de Periodismo y Comunicación Social / UNLP
www.territorio.perio.unlp.edu.ar ) 60 (
En el depósito hay todo un griterío para despedir al Gato, que sonríe, elegantísimo, alisando su cabello,
mostrando en el dedo aquel anillo color de vino que robó una vez.
Desde el dique Pedro Bala le dice adiós. Vestido con sus trapos, agitando su gorra, se siente muy lejos
del Gato, que al lado de Dalva parece un hombre con su ropa bien cortada. Pedro siente una aflicción,
una gana de escapar, de irse a cualquier parte en un barco o en el furgón de cola de un tren.
Pero quien se marcha en el furgón de cola de un tren es Volta Seca. Una tarde la policía lo agarra en el
momento en que el mulato despojaba a un comerciante de su cartera. Volta Seca tenía dieciséis años.
Lo llevaron a la comisaría, le pegaron porque se burlaba de todos, de los agentes y de los comisarios,
con aquel inmenso desprecio que el sertanejo sentía por la policía. Mientras recibió la paliza no soltó
un solo grito. Ocho días después lo pusieron en la calle y salió casi alegre, porque ahora tenía una
misión en la vida: matar policías.
Pasó unos días en el depósito, la cara sombría, ahogado por sus pensamientos. El sertón lo llamaba, la
lucha del cangaceiro lo llamaba. Un día dijo a Pedro Bala:
-Me voy a pasar una temporada con los Maloqueiros, en Aracaju.
Los indios Maloqueiros eran los Capitanes de la arena de Aracaju. Vivían bajo los puentes, robaban
y peleaban en las calles. El juez de menores, Olimpio Mendoça, era un hombre bueno que traba
de resolver los conflictos lo mejor que podía, se preocupaba por esos chicos iguales a los hombres,
comprendía que no era posible resolver ese problema. Le contaba a los novelistas cosas de los chicos,
en el fondo los amaba. Pero se sentía afligido, porque no podía resolver sus problemas. Cuando entre
los Indios Maloqueiros aparecía alguno nuevo, él ya sabía que era un Bahiano que había llegado en el
furgón de cola de un tren. Y cuando uno desaparecía, sabía que había ido a parar con los Capitanes de
la arena de Bahía.
Una madrugada, el tren de Sergipe pitó en la estación de Calçada. Nadie había acompañado a Volta
Seca a la estación porque se iba para volver, iba a pasar una temporada entre los Indios Maloqueiros
para olvidarse de la policía bahiana, qu lo había marcado. Volta Seca se metió en un vagón de carga que
estaba abierto y se escondió entre unas bolsas. Poco a poco el tren abandonó la estación, después vino
el camino del sertón, la India nordestina. En las casa de barro aparecen mujeres y niñas. Los hombres
trabajan la tierra. Por el camino de tierra que corre paralelo a las vías pasan los bueyes. Los vaqueros
gritan arreando a los animales. En las estaciones venden dulces de maíz, mingau30, mungunzá, pamonha y canjica . El sertón va entrando por la nariz y los ojos de Volta Seca. Quesos y rapaduras31 en
mostradores aparecen en las pequeñas estaciones, paisajes agrestes, jamás olvidados, llenan de nuevo
los ojos del sertanejo. Sus muchos años en la ciudad no le habían quitado amor por el sertón miserable
y hermoso. Nunca había sido un chico de ciudad como Pedro Bala, el Boa-Vida o el Gato. Siempre había sido un marginado de la ciudad, con su hablar diferente, diciendo cosas de Lampiâo, diciendo “mi
padrino”, imitando las voces de los animales del sertón. En otros tiempos él y su madre habían tenido
un pedazo de tierra. Ella era comadre de Lampiâo, los coroneles29 le respetaban su propiedad. Pero
cuando Lampiâo se marchó hacia el sertón de Pernambuco, los coroneles se quedaron con la tierra de
la madre de Volta Seca. Ella bajó a la ciudad a pedir justicia. Se murió en el camino y Volta Seca siguió
caminando con su cara sombría. Aprendió que no sólo en el sertón los ricos eran malos con los pobres.
También en la ciudad. Aprendió que los niños pobres son desgraciados en todas partes, que los ricos
persiguen y mandan en todas partes. A veces sonrió, pero nunca dejó de odiar. En la figura de José
Pedro descubrió el motivo por el cual Lampiâo respetaba a los sacerdotes. Si ya entonces consideraba
) 61 ( www.territorio.perio.unlp.edu.ar
a Lampiâo un héroe, su experiencia en la ciudad, el odio ganado en la ciudad, hicieron que amara la
figura de su padrino por encima de todo. Por encima de la de Pedro Bala.
Ahora está en el sertón. Perfume de las flores del sertón. Campos amigos, aves amigas, flacos perros
a las puertas de las casas. Viejos que parecen misioneros indios, negros, de largos rosarios colgados
al pescuezo. Aire bueno de comidas de maíz y mandioca. Hombres flacos que trabajan la tierra para
ganar los mil quinientos reis que les dan los dueños de las tierras. Sólo la caatinga es de todos, porque
Lampiâo liberó la caatinga, expulsó a los ricos de la caatinga, hizo de la caatinga la tierra de los cangaceiros que luchan contra los fazendeiros. El héroe Lampiâo, héroe de todo el sertón de cinco Estados.
Dicen que es un criminal, un cangaceiro sin corazón, un asesino, un violador de mujeres, un ladrón.
Pero para Volta Seca, para los hombres, las mujeres y los niños del sertón es un nuevo Zumbí de los
Palmares, es un libertador, un capitán de un nuevo ejército. Porque la libertad es como el sol, es el
mayor bien del mundo. Y Lampiâo lucha, mata, desflora y roba por la libertad. Por la libertad y la justicia para los hombres explotados del sertón inmenso de cinco estados: Pernambuco, Paraíba, Alagaos,
Sergipe y Bahía.
El sertón conmueve los ojos de Volta Seca. El tren no corre, va lentamente, cortando las tierras del
sertón. Aquí todo es lírico, pobre y hermoso. Sólo la miseria de los hombres es terrible. Pero estos
hombres son tan fuertes, que consiguen crear belleza dentro de esa miseria. ¿Qué no conseguirán
cuando Lampiâo libere toda la caatinga, implante la justicia y la libertad?
Pasan guitarreros, verseadores. Pasan vaqueros que guían al ganado, algunos hombres plantan mandioca y maíz. En las estaciones los coroneles bajan a estirar las piernas. Llevan grandes revólveres. Los
guitarreros negros cantan pidiendo una limosna. Un negro de blusón y rosario atraviesa la estación
diciendo cosas extrañas en un idioma desconocido. Fue esclavo, hoy es el loco de la estación. Todos le
tienen miedo, temen sus maldiciones. Porque sufrió mucho, el azote del feitor32 le marcó las espaldas.
También el azote de la policía, feitor de los ricos, le marcó las espaldas a Volta Seca. Todos le tendrán
miedo algún día.
Caatinga del sertón, olor de las flores sertanejas, el lento andar del tren sertanejo. Hombres de alpargatas y sombrero de cuero. Niños que estudian de cangaceiros en la escuela de la miseria y de la
explotación del hombre.
El tren se detiene en medio de la caatinga. Volta Seca salta fuera del vagón. Los cangaceiros con sus
fusiles, el camión que los trajo está parado del otro lado del camino, los hilos del telégrafo cortados. En
la caatinga agreste no se ve a nadie. Una joven se desmaya, un viajante esconde su dinero. Un coronel
gordo sale del vagón, interpela:
-Capitán Virgulino...
El cangaceiro de anteojos lo apunta con un fusil.
-Adentro.
Volta Seca siente que el corazón le va a estallar de alegría. Encontró a su padrino, Virgulino Ferreira
Lampiâo, héroe de los niños sertanejos. Se le acerca, otro cangaceiro lo quiere apartar, pero él dice:
-Padrino...
-¿Quién sos vos?
-Soy Volta Seca, el hijo de su comadre...
Lampiâo lo reconoce, sonríe. Los cangaceiros entran en los vagones de primera, no son muchos, unos
doce. Volta Seca dice:
Facultad de Periodismo y Comunicación Social / UNLP
Taller de Comprensión y Producción de Textos I
-Padrino, déjeme que me quede con usted... Deme un fusil...
-Vos sos muy chico... - Lampiâo lo mira con sus anteojos oscuros.
-No soy chico, ya peleé con la policía...
Lampiâo grita:
-Zé Baiano, dale un fusil a Volta Seca...
Observó al ahijado:
-Cuida la salida. Si alguno se quiere escapar, metele bala.
Dentro del tren hay gritos y desmayos, suena un disparo. Después el grupo vuelve al camino. Trae a
dos agentes de policía que viajaban en el tren. Lampiâo divide el dinero entre los cangaceiros y Volta
Seca también recibe su parte. De un vagón sale un hilo de sangre. El aire bueno del sertón penetra en
la nariz de Volta Seca. Los policías son colocados contra los árboles. Zé Baiano prepara su fusil, pero
la voz de Volta Seca le hace un pedido:
-Déjame uno, padrino. Ellos me azotaron en la comisaría, azotaron a muchos chicos.
Levanta el fusil, ¿qué sertanejo no tiene buena puntería?
Su rostro sombrío tiene una sonrisa que lo ilumina entero. Cae el primero, el otro intenta escapar,
pero la bala lo alcanza por la espalda. Después Volta Seca corre con el puñal y saca su venganza. Zé
Baiano dice:
-Este chico es de los buenos...
-La madre era fuerte, era mi comadre... –recuerda Lampiâo orgulloso.
-Una verdadera fiera... –piensa el viajante, mientras el tren vuelve a moverse lentamente. El grupo
de cangaceiros se pierde en la caatinga. El aire del sertón llena el pecho de Volta Seca, que marca con
el puñal dos rayas en la madera del fusil. Los dos primeros... A lo lejos el tren pita angustiosamente.
Como un trapecista de circo
Había sido demasiada audacia atacar esa casa de la calle Rui Barbosa. Cerca, en la plaza del Palacio,
había muchos policías, inspectores, agentes. Pero ellos tenían sed de aventuras, eran cada vez más
atrevidos. Pero había demasiada gente en la casa, dieron la alarma, los policías aparecieron. Pedro Bala
y Joâo Grande escaparon por la ladera de la plaza. Barandâo también, se abrió, pero el Sem-Pernas
quedó acorralado en la calle. Los policías se despreocuparon de los otros, pensaron que ya era algo
agarrar a ese rango. El Sem-Pernas corría de un lado a otro, los agentes avanzaban, hizo como que iba
a escapar por un lado, saltó sobre dos hombres, salió por la ladera, pero en lugar de tomar por la Baixa
do Sapateiro se dirigió hacia la plaza del Palacio. Porque el Sem-Pernas sabía que si corría por la calle
lo agarraban. Eran hombres de piernas más fuertes que las suyas, y encima rengo, no quería que lo
agarrasen. Se acordaba de la vez que estuvo preso. De los sueños. No lo agarrarán y mientras corre, ése
es su único pensamiento. Los policías van pegados a sus talones. El Sem-Pernas sabe que los llenará de
satisfacción agarrarlo, que la captura de uno de los Capitanes de la arena es una hazaña para un policía.
Ésa será su venganza. No dejará que lo agarren, no le pondrán una mano sobre el cuerpo. El SemPernas los odia como odia a todo el mundo, porque nunca pudo tener un cariño. Y el día que lo tuvo
debió abandonarlo porque la vida ya lo había marcado demasiado. Nunca había tenido una alegría. Se
había hecho hombre antes de los diez años para luchar por la más miserable de las vidas: la vida de un
niño abandonado. Nunca había amado a nadie, a no ser a ese perro que lo sigue. Cuando los corazones
Taller de Comprensión y Producción de Textos I
de los otros chicos están limpios de cualquier sentimiento, el del Sem-Pernas está lleno de odio. Odiaba a la ciudad, a la vida, a los hombres. Solamente amaba a su oído, sentimiento que lo hacía fuerte y
corajudo a pesar de su defecto físico. Una vez una mujer había sido buena con él. Pero, en realidad,
no había sido con él sino con el hijo que había perdido. Otra vez, una mujer se había acostado con él
en una cama, había acariciado su sexo, lo había usado para tomar unas migajas del amor que nunca
había tenido. Pero nunca lo habían querido por sí mismo, nunca lo habían querido como un chico
abandonado, lisiado y triste. Muchos lo odiaban. Y él los odiaba a todos. La policía le había pegado y un
hombre se reía mientras lo zurraban. Para él los policías que lo corren son ese hombre. Si lo agarran
ese hombre volverá a reírse. No lo agarran. Los tiene pegados a los talones pero no lo agarrarán. Piensan que se va a detener en el gran elevador, pero el Sem-Pernas no se detiene. Sube el pequeño muro,
vuelve la cara hacia los policías que todavía corren, se ríe con toda la fuerza de su odio, escupe en la cara
de uno que ya extiende los brazos, se tira de espaldas en el vacío como si fuese un trapecista de circo.
En la plaza todos quedan asombrados por un momento. “Se mató”, dice una mujer desmayándose.
El Sem-Pernas revienta en la montaña como un trapecista de circo que no hubiera alcanzado el otro
trapecio. El perro ladra entre los escalones del muro.
Noticias de los diarios
El Jornal da Tarde publica un telegrama de Río dando cuenta del éxito de la exposición de un joven
pintor hasta ayer desconocido. Días después transcribe una crítica de arte publicada también en un
diario de Río de Janeiro. Porque el pintor es Bahiano y el Jornal da Tarde es muy celoso de las glorias
de Bahía. Después de hablar de las cualidades y defectos del nuevo pintor, de usar y abusar de expresiones como clima, luz, color, ángulos, fuerza y otras del mismo tenor, esa crítica de arte dice:
“... todos los que fueron a esa extraña exposición de escenas y retratos de niños pobres, observaron
un detalle. Todos los sentimientos siempre están representados por la figura delgada de una niña
de cabellos rubios y mejillas afiebradas. Y todos los sentimientos malos están representados por un
hombre de sobretodo negro y aire de turista. ¿Qué representará para un psicoanalista la repetición casi
inconsciente de esas figuras en todos los cuadros? Se sabe que el pintor Joâo José tiene una historia...”
Y seguía con el abuso de palabras como color, fuerza, clima. Luz, ángulos y otras complicadas.
Meses después, el Jornal da Tarde bajo el siguiente título:
PRESENTE GRIEGO
LA POLICÍA DE BELMONTE ENTREGA AL PILLO GATO
“La policía de Belmonte ha recibido de la policía de Ilhéus un verdadero presente griego. Un conocido
y joven pillo, que actuaba en Ilhéus con el nombre de Gato, después de haber saqueado a muchos fazedeiros y comerciantes, fue remitido a Belmonte. Allí siguió con sus artes picarescas en las que era un
maestro. Había vendido una gran cantidad de tierras óptimas para el cultivo del cacao a varios fazendeiros. Cuando éstos fueron a ver las tierras, descubrieron que estaban bajo el techo por el cual corre el
río Cachoeira. La policía de Belmonte consiguió echar mano al temible cuentero y lo remitió a Ilhéus.
“Cómo los de Ilhéus son más ricos que nosotros –terminaba con cierta ironía el corresponsal- pueden
Facultad de Periodismo y Comunicación Social / UNLP
www.territorio.perio.unlp.edu.ar ) 62 (
mantener con mayor comodidad al elegante Gato que los de la bella Belmonte, la Princesa del Sur.
Porque si Belmonte es la Princesa, Ilhéus es llamada muy injustamente la Reina del Sur”.
Entre sucesos policiales sin importancia, el Jornal da Tarde informa un día que un compadrito conocido como Boa-Vida había armado una pelea tremenda en una fiesta en la Cidade de Palha, le había
abierto la cabeza al dueño de casa con una botella de cerveza y era buscado por la policía.
Cerca de navidad, el Jornal da Tarde apareció con enormes titulares. Una noticia tan sensacional como
aquella de la mujer que acompañaba a la banda de Lampiâo, aquella de la amante del cangaceiro.
Porque la gente de los cinco estados, Bahía, Sergipe, Alagaos, Paraíba y Pernambuco, vive con los
ojos pendientes de Lampiâo. Con odio o con amor, pero nunca con indiferencia. Los titulares decían:
legista, caballero de honestidad y cultura reconocidas, considerado por entonces uno de los más grandes sociólogos y etnógrafos del país. Informe que probaba que Volta Seca era un tipo absolutamente
normal, que si se había convertido en cangaceiro y había matado a tantos hombres y con tamaña
crueldad había sido por tendencia innata. Había sido el ambiente... y continuaban las consideraciones
científicas.
Lo que no despertó tanta curiosidad entre el público como la trascripción del bellísimo, vibrantísimo y
apasionado discurso del fiscal, que había hecho llorar a los jurados, incluso el juez se había limpiado
algunas lágrimas, en el cual había descrito su sublime fuerza de orador el sufrimiento de las víctimas
del feroz y joven cangaceiro.
El público se indignó porque Volta Seca no había llorado delante del tribunal. Su cara sombría ofrecía
una extraña calma.
NIÑO DE 16 AÑOS EN LA BANDA DE LIMPIÂO
Compañeros
Los subtítulos eran un poco más pequeños, pero también muy grandes:
ES UNO DE LOS MÁS TEMIBLES CANGACEIROS.
TREINTA Y CINCO MARCAS EN SU FUSIL.
PERTENECIÓ A LOS CAPITANES DE LA ARENA.
LA MUERTE DE MACHADÂO SE DEBE A VOLTA SECA
La nota es extensa. Contaba cómo en las aldeas saqueadas en los últimos tiempos habían notado la presencia en la banda de Lampiâo de un joven de unos dieciséis años que se llamaba Volta Seca. A pesar
de su edad, el joven cangaceiro se había vuelto terrible en el sertón por ser uno de los más crueles de
la banda. Se decía que su fusil tenía treinta y cinco marcas. Y cada marca en el fusil de un cangaceiro
representa un hombre muerto. Después venía la historia de la muerte de Machadâo, uno de los más
antiguos de la banda de Lampiâo.
Sucedió que el grupo había agarrado a un viejo sargento de policía en la carretera. Y Lampiâo se lo
había pasado a Volta Seca para que lo despachara. Y Volta Seca se lo había despachado lentamente,
a punta de puñal, cortándolo de a poquito con visible satisfacción. Había sido tanta la crueldad que
Machadâo, horrorizado, levantó su fusil para terminar con Volta Seca. Pero antes de que disparase,
Lampiâo, que se sentía orgulloso de Volta Seca, lo baleó. Volta Seca continuó con su tarea.
La información narraba otros diversos crímenes del cangaceiro de dieciséis años. Después recordaba
que entre los Capitanes de la arena había un chico con el nombre de Volta Seca y que posiblemente
fuera el mismo. A continuación seguían ciertas consideraciones de orden moral. La edición se agotó.
Meses después la edición volvía a agotarse porque traía la noticia de la prisión de Volta Seca mientras
dormía, realizada por la columna volante que recorría el sertón a la caza de Lampiâo. Decía que el cangaceiro llegaría al día siguiente, a Bahía y traía varias fotografías en las que Volta Seca aparecía con su
expresión sombría. El Jornal da Tarde decía que era el “rostro de un criminal nato”.
Lo que no era verdad, como el mismo Jornal da Tarde testificó tiempo después al relatar, en ediciones
extraordinarias y sucesivas, el juicio que condenó a Volta Seca a treinta años de prisión por quince
muertes conocidas y probadas. Pero su fusil tenía sesenta marcas. Y el diario señalaba eso, repitiendo
que esa marca era un hombre muerto. Pero también publicaba fragmentos del informe del médico
) 63 ( www.territorio.perio.unlp.edu.ar
Hay un movimiento nuevo en la ciudad. Pedro Bala sale del depósito con Joâo Grande y con Barandâo. El muelle está desierto, parece que todos lo abandonaron. Solamente la policía cuida los grandes
tinglados. No hay descarga ese día. Porque los estibadores, con Joâo de Adâo a la cabeza, paran en solidaridad con los conductores de tranvías que están en huelga. La ciudad parece de fiesta, pero de una
fiesta diferente. Pasan grupos de hombres charlando, los automóviles llenan las calles llevando gente
al trabajo, los empleados de comercio están risueños, la Ladeira da Montanha está llena de gente que
sube y baja, los elevadores también están detenidos. Los ómnibus van repletos, con la gente colgada.
Grupos de huelguistas pasan silenciosos hacia la sede del sindicato, donde van a oír la lectura del manifiesto de los estibadores, que Joâo de Adâo lleva en sus enormes manos. A la puerta del sindicato
hay grupos de compañeros, mientras la policía monta guardia.
Pedro Bala, Joâo Barandâo andan por las calles. Pedro dice:
-Está lindo...
Joâo Grande también sonríe y el negrito Barandâo dice:
-Hoy va a haber lío.
-Yo no sería conductor de tranvía. Ganan una miseria. Hacen bien... –dice Joâo Grande.
-¿Vamos a ver? –propone Pedro Bala.
Caminan hasta la puerta del sindicato. Hay muchos hombres. Joâo de Adâo y, los otros estibadores salen entre los vivas de los obreros tranviarios. Ellos también los vivan. Joâo Grande y Barandâo, porque
les gusta Joâo de Adâo. Pedro Bala no sólo por eso, sino también porque el espectáculo de la huelga le
parece formidable, como si fuera una de las más bellas aventuras de los Capitanes de la arena.
Un grupo de hombres bien vestidos entra en el sindicato. Desde la puerta se oye un discurso y otra vez
que lo interrumpe: “vendido,”, “amarillo”.
-Está lindo... –repite Pedro Bala.
Tiene ganas de entrar, de mezclarse con los huelguistas, de gritar y luchar a su lado.
La ciudad se echó a dormir desde temprano. La luna ilumina el cielo, desde el mar viene la voz de un
negro. Canta la amargura de su vida desde que perdió a su amada. En el depósito los chicos duermen.
Hasta el negro Joâo Grande ronca tirado en la puerta, con el puñal al alcance de la mano. Solamente
Pedro Bala vela, acostado en la arena, mirando la luna, oyendo al negro que canta las nostalgias de su
Facultad de Periodismo y Comunicación Social / UNLP
Taller de Comprensión y Producción de Textos I
mulata perdida. El viento trae fragmentos de la canción que hacen que Pedro Bala busque a Dora entre
las estrellas del cielo. Ella se había vuelto una estrella, una extraña estrella de larga cabellera rubia. Los
hombres valientes tienen una estrella en el lugar del corazón. Pero nunca oyó de ninguna mujer que
tuviese en el pecho, como una flor, una estrella. Las mujeres más valientes de la tierra y del mar de
Bahía al morir se volvían santas para los negros como los compadritos que habían sido muy valientes.
Rosa Palmeirâo se volvió santa en un candomblé, le rezaron oraciones en nagó33 : María Cabaçu es
santa de los candombles de Iatabuna, pues fue en esa ciudad donde demostró primero su coraje. Eran
dos mujeres grandes y fuertes. De brazos musculosos como los hombres, como los huelguistas. Rosa
Palmeirâo era bonita, tenía un andar bamboleante de marinero, era una mujer de mar, cierta vez tuvo
un saviero. Los hombres del puerto no sólo lo amaban por su coraje sino también por su cuerpo. María Cabçu era fea, oscura, hija de negro e india, gorda y desmañada. Les pegaba a los hombres que le
decían fea. Pero se entregó a un cearense34 amarillo y flaco que la amó como si fuese una mujer linda,
de bello cuerpo y ojos sensuales. Habían sido valientes, se habían vuelto santas en los candomblés de
cabocio que cada tanto inventan nuevos santos, porque no tienen la pureza ritual de los camdomblés
de nagós de los negros. Son candomblés de mulatos. Pero Dora había sido más valientes valiente que
ellas. No era más que una niña y había vivido como un Capitán de la arena, y todos saben que un Capitán de la arena es como un hombre valiente. Dora había vivido con ellos, había sido madre de todos
ellos. Pero también había sido hermana, corría con ellos por las calles, entrado en las casas, robado
carreras, peleado con la banda de Ezequiel. Y había sido novia y esposa de Pedro Bala, esposa cuando
la fiebre la devoraba, cuando la muerte ya la rondaba en aquella noche de tanta paz. Una paz que iba
desde los ojos de ella hacia la noche. Había estado en el orfanato, se había escapado, igual que Pedro
Bala escapándose del reformatorio. Había tenido coraje para morir consolando a sus hijos, hermanos
y esposo que eran los Capitanes de la arena. La mâe-de-santo Don’Aninha la había envuelto en una
toalla bordada como si fuera una santa. El Querido-de-Deus la había llevado en su saveiro hacia Yemanjá. El padre José Pedro había rezado por ella. Todos la querían. Pero sólo Pedro Bala quiso irse
con ella. El Profesor se fue del depósito porque ya no pudo soportar el caserón después de su partida.
Pero solamente Pedro Bala se tiró al agua para seguir el destino de Dora y hacer con ella el maravilloso
viaje que hacen los valientes con Yemanjá, en el fondo verde del mar. Por eso solamente él vio cuando
Dora se volvió estrella y cruzó el cielo. Únicamente para él, con su larga cabellera rubia. Brilló sobre
su cabeza de casi ahogado y suicida. Le dio nuevas fuerzas y el saveiro del Querido-de-Deus volvió a
recogerlo. Ahora observa el cielo buscando la estrella de Dora. Es una estrella de larga cabellera rubia,
una estrella como ninguna otra. Porque nunca existió otra mujer como Dora, que era sólo una niña.
La noche está llena de estrellas que se reflejan en la calma del mar. La voz del negro parece dirigirse a
las estrellas, hay llanto en su voz plena. También él busca a la amada que se fue en la noche de Bahía.
Pedro Bala piensa que la estrella de Dora quizá anda buscándolo por las calles, las cortadas y laderas de
la ciudad. Tal vez crea que anda en alguna de sus aventuras por las laderas. Pero hoy no son los Capitanes de la arena quienes andan metidos en una hermosa aventura. Son los conductores de tranvías,
negros fuertes, mulatos risueños, españoles y portugueses, que vinieron de tierras lejanas. Son ellos
quienes levantan los brazos y gritan como los Capitanes de la arena. La huelga se soltó sobre la ciudad.
Y es algo hermoso esta huelga, la más hermosa de las aventuras. Pedro Bala tiene ganas de estar en
huelga, de gritar con toda su fuerza, de pronunciar discursos. Su padre hacía discursos en una huelga,
una bala lo volteó. Él tiene sangre de huelguista. La vida callejera le enseñó el amor a la libertad. La
Taller de Comprensión y Producción de Textos I
canción de aquellos presos decía que la libertad es como el sol, mayor bien del mundo. Sabe que los
huelguistas luchan por la libertad, por un poco más de pan, por un poco más de libertad. Esa lucha es
como una fiesta.
Varios se aproximan y se levanta desconfiado. Sólo se tranquiliza cuando reconoce la figura enorme
del estibador Joâo de Adâo. A su lado va un joven bien vestido, pero con el pelo despeinado. Pedro Bala
se quita la gorra, le dice a Joâo de Adâo:
-Hoy te vivaron, ¿eh?
Joâo de Adâo se ríe. Distiende sus músculos, su cara está abierta en una sonrisa hacia el jefe de los
Capitanes de la arena:
-Capitán Pedro, te quiero presentar al joven Alberto
El jovencito extiende su mano. Pedro Bala se saca la suya en el saco y después aprieta la mano del
estudiante. Joâo de Adâo explica:
-Es un estudiante de la facultad, pero es un compañero de nosotros.
Pedro Bala lo observa confiado. El estudiante sonríe:
-Ya oí hablar bastante de vos y de tu grupo. Vos sos un jefe....
-Mi gente es valiente –le responde Pedro Bala.
Joâo de Adâo se acerca más.
-Capitán, tenemos que hablar con vos. Tenemos un asunto para encargarte. Una cosa seria. Aquí el
compañero Alberto...
-¿Vamos adentro? –preguntó Pedro Bala.
Al pasar despertaron a Joâo Grande. El negro los mira desconfiado y piensa que el estudiante es un
policía; toma su puñal. Pedro Bala lo observa y le dice:
-Es un amigo de Joâo de Adâo. Vení con nosotros, Grande.
Los cuatro se sientan en un rincón. Algunos de los Capitanes de la arena se despiertan y los observan.
El estudiante mira el depósito y los chicos que duermen. Tiembla como si un viento frío le traspasara
el cuerpo:
-¡Qué horror!
Pedro Bala le está diciendo a Joâo de Adâo:
-Qué cosa la huelga. Nunca vi nada igual. Es como una fiesta....
-La huelga es la fiesta de los pobres... –dice el estudiante.
La voz de Alberto es suave. Pedro Bala lo escucha extasiado, como si fuese la voz de un negro cantando
una canción marina.
-Mi padre murió en una huelga, ¿sabés? Preguntale a Joâo de Adâo si no me creés...
-Fue una buena manera de morir –dice el estudiante-. Fue un líder de su clase. ¿No era el Loiro?
El estudiante sabe el nombre de su padre. Su padre fue un líder. Todos lo conocen. Tuvo una buena
muerte, muerte en una huelga, la huelga es la fiesta de los pobres... Escucha la voz amiga del estudiante:
-¿Te gustan las huelgas, Pedro?
-Compañero, éste es de los nuestros –dice Joâo de Adâo-. Vos no conocés a los Capitanes de la arena
ni al capitán Pedro... Es un compañero...
Es un compañero... Es un compañero... Pedro Bala la encuentra la palabra más linda del mundo. El
estudiante la dice como Dora decía la palabra hermano.
Facultad de Periodismo y Comunicación Social / UNLP
www.territorio.perio.unlp.edu.ar ) 64 (
-Bueno, compañero Pedro, te necesitamos a vos y a tu gente.
-¿Para qué? –pregunta Joâo Grande curioso.
Pedro Bala lo presenta:
-Este negro es Joâo Grande, un negro de los buenos. Puede haber alguno igual que Joâ Grande, pero
mejor, no.
Alberto le tiende la mano al negro. Joâo Grande se queda indeciso por un momento, no está acostumbrado a los apretones de manos. Pero en seguida aprieta aquella mano, medio confundido. El
estudiante vuelve a hablar:
-Ustedes son de primera...
De repente, interesado, pregunta:
-¿Es verdad que Volta Seca estuvo con ustedes?
-Un día vamos a sacarlo de la cárcel –es la respuesta de Bala.
El estudiante lo mira medio asombrado. Observa de reojo el depósito, Joâo de Adâo le hace una señal
como diciéndole “¿no te decía?”
Pedro Bala quiere hablar sobre la huelga, saber qué pretenden de él:
-¿Es para la huelga que nos necesitan?
-¿Si fuera? –pregunta el estudiante.
-Si fuera para ayudar a los huelguistas, ya está decidido. Pueden contar con nosotros.... –se levanta, en
la cara se refleja la decisión de la lucha.
-No ves.... –empieza a decir Joâo de Adâo.
Pero se calla porque el estudiante empieza a hablar.
-La huelga se desarrolla en orden. Nosotros queremos hacer las cosas ordenadas, porque de esa manera venceremos y los obreros conseguirán el aumento. No queremos que haya líos, queremos demostrar que los obreros son disciplinados (“Qué pena”, piensa Pedro Bala, tan amante de los líos). Pero
sucede que los directores de la Compañía andan contratando agente, rompehuelgas, para que trabajen
mañana. Si los obreros van a enfrentar a esos grupos, le darán la oportunidad a la policía para que
intervenga y entonces todo está perdido... El compañero Joâo de Adâo se acordó de ustedes...
-¿Para desbandar a los rompehuelgas? Seguro –dice Pedro Bala lleno de alegría.
El estudiante piensa en la discusión de esa noche en la Organización. Cuando Joâo de Adâo hizo la
propuesta de llamar a los Capitanes de la arena, muchos compañeros se habían puesto en contra. La
idea les daba risa. Joâo de Adâo les decía:
-Ustedes no conocen a los Capitanes de la arena.
Esa confianza había impresionado a Alberto. Por fin la idea se aceptó, de haber ido. Y en su cabeza ya
hacía planes para aprovechar la capacidad de lucha de los Capitanes de la arena. ¿Para qué no servirían
esos chicos hambreados y harapientos? Se acordó de la lucha antifachista en Italia, de los chicos de
Lusso. Le sonreía a Pedro Bala. Le explicó el plan: los rompehuelgas irían a la madrugada a las tres
grandes estaciones de tranvías para hacerse cargo de cada ciudad. Los Capitanes de la arena debían
dividirse en tres grupos, cuidar las entradas de las tres estaciones. E impedir, como fuera, que los
rompehuelgas pudieran poner los tranvías en marcha. Pedro Bala decía que sí con la cabeza. Se volvió
hacia Joâo de Adâo.
-Si viviese el Sem-Pernas y el Gato estuviera aquí...
Después se acordó del Profesor:
) 65 ( www.territorio.perio.unlp.edu.ar
-El Profesor hubiera inventado un plan formidable en un minuto... Después dibujaba la pelea. Pero
está en Río.
-¿Quién es? –pregunta el estudiante.
-Uno que se llama Joâo José y nosotros le decimos Profesor. Y ahora está pintando cuadros en Río.
-¿Es el pintor Joâo José?
-El mismo –dijo Bala.
-Yo cría que eso era pura leyenda. ¿Sabes que Joâo José es un compañero de los buenos?
-Siempre fue un compañero de los buenos –dijo Pedro Bala con voz firme.
El estudiante hacía planes sobre los Capitanes de la arena. Pedro Bala recordaba a cada uno y explicaba
que eran capaces de hacer. El estudiante estaba entusiasmado con las palabras del muchacho. Cuando
terminó sus explicaciones, Bala las resumió así:
-La huelga es la fiesta de los pobres. Los pobres son todos compañeros de nosotros, todos compañeros.
-Vos sos un tipo formidable –dijo el estudiante.
-Vas a ver cómo terminamos con todos los traidores.
Le explica a Alberto:
-Yo voy con un grupo al depósito grande. Joâo Grande va al otro. Barandâo va al más chico. No entra
nadie. Nosotros sabemos cómo hacerlo. Vas a ver...
-Yo voy a ir a ver –dijo el estudiante-. Entonces ¿a las cuatro de la mañana?
-Sí.
El estudiante hizo un gesto:
-Hasta luego, compañeros...
Compañeros. Linda palabra, pensó Pedro Bala. Esa noche nadie pudo dormir en el depósito. Se preparan y aprontan sus armas.
En la madrugada naciente, las estrellas empiezan a desaparecer del cielo. Pero Pedro Bala le parece ver
una estrella que corre por el cielo: es la estrella de Dora que lo llena de alegría. Compañera... Ella también había sido una compañera de las buenas. La palabra juega en su boca, es la palabra más hermosa
de las que conoce. Le pedirá al Boa-Vida que haga con ella un samba, un samba para que los negros
la canten por las noches. Van como a una fiesta. Armados de las más heterogéneas armas: navajas,
puñales, palos. Van como a una fiesta, porque la huelga es la fiesta de los pobres, se repite Pedro Bala.
Al pie de la Ladeira da Montanha, se dividen en tres grupos. Joâo Grande comanda uno, Barandâo el
otro y Pedro Bala el mayor. Van como a una fiesta. La primera fiesta verdadera que tienen esas criaturas. Pero es una fiesta de hombres. Una fiesta de los pobres, de ellos.
La madrugada está fría. En la esquina del depósito cuando Pedro Bala coloca a su gente, se le aproxima
Alberto. Pedro Bala lo mira sonriente. El estudiante le dice:
-Ya vienen, compañero.
-Espera, ya vas a ver.
Ahora es el estudiante quien se sonríe. Evidentemente, está entusiasmado con los chicos. Le pedirá a
la Organización que lo dejen trabajar con ellos. Van a hacer muchas cosas juntos.
Los rompehuelgas aparecen formando un grupo cerrado. Los comanda un americano de cara seria.
Se dirigen a la entrada. Desde la sombra, desde los callejones, nadie sabe de dónde, como demonios
surgidos del infierno salen chicos desarrapados, con diversas armas en las manos. Puñales, navajas,
palos. Se paran ante la puerta y el grupo de los rompehuelgas se detiene. Entonces, los demonios se
Facultad de Periodismo y Comunicación Social / UNLP
Taller de Comprensión y Producción de Textos I
les tiran encima con todo. Forman un grupo mayor que el de los rompehuelgas, que ruedan por el
duelo con los golpes de capoeira y los palazos. Algunos ya se fugan. Pedro Bala derriba al americano y
con la ayuda de otro lo trompea. Los rompehuelgas piensan que son demonios escapados del infierno.
La carcajada libre y grande de los Capitanes de la arena resuena en la madrugada. La huelga no puedo
ser rota.
También Joâo Grande y Barandâo salen victoriosos. El estudiante se ríe con ellos con la misma carcajada de los Capitanes de la arena.
Llenando de alegría a los chicos, les dice en el depósito:
-Ustedes son los tipos más formidables que vi...
-Son compañeros, compañeros –dice Joâo de Adâo.
Lo dice el viento que pasa, lo dice una voz en el corazón de Pedro Bala. Es como la melodía de una
canción montada por un negro:
-Compañeros.
Los atabales resuenan como clarines de guerra
Terminada la huelga el estudiante sigue visitando el depósito. Mantiene largas conversaciones con
Pedro Bala y transforma a los Capitanes de la arena en una brigada de choque.
Una tarde, Pedro Bala va por la calle Chile, la gorra sobre los ojos, silbando, arrastrando los pies sobre
el suelo.
Alguien exclama:
-¡Bala!
Se da vuelta. El elegantísimo Gato lo enfrenta. Una perla en la corbata, un anillo en el dedo meñique,
traje azul, sombrero de fieltro quebrado sobre la cabeza:
-¿Sos vos, Gato?
-Salgamos de aquí.
Se meten por una calle sin movimiento. El Gato dice que llegó de Ilhéus hacía pocos días. Que se ganó
una buena cantidad de dinero allá. Ahora es un hombre todo perfumado y elegante.
-Casi no te conozco -dice Bala-. ¿Y Dalva?
-Se juntó con un coronel. Pero yo ya la había dejado. Ahora tengo una morenita.
-¿Y aquel anillo que le daba risa al Sem-Pernas?
El Gato se ríe:
-Se lo metí por quinientos a un coronel lleno de billetes. Se lo tragó sin chistar.
Charlaban y se reían. El Gato preguntaba por los demás. Dice que al día siguiente se embarca para
Aracaju con su morena, porque el azúcar está dando plata. Pedro Bala lo ve marcharse con su elegancia. Piensa que si el Gato hubiera durado un poco más en el depósito, a lo mejor no se hubiera hecho
ladrón. Hubiera aprendido con Alberto, el estudiante, lo que nadie le había sabido enseñar. Aquello
que parecía adivinar el Profesor.
La revolución llama a Pedro Bala como Dios llamaba a Pirulito en las noches del depósito. Es una voz
poderosa, poderosa como la voz del mar, como la voz del viento, tan poderosa como una voz que no se
puede comparar con nada. Como la voz de un negro cantando el samba de Boa-Vida:
Taller de Comprensión y Producción de Textos I
“Companheiros, chegou a hora...
La voz lo llama. Una voz que alegra, que hace latir el corazón. Ayudar a cambiar el destino de todos los
pobres. Una voz que atraviesa la ciudad, que parece venir de los atabales, que resuena en las macumbas de la religión ilegal de los negros. Una voz que viene con el estruendo de los tranvías, donde van los
conductores huelguistas. Una voz que viene del puerto, del pecho de los estibadores, de Joâo de Adâo,
de su padre muriendo en una manifestación, de los marineros de los barcos, de los saveiristas y de
los lancheros. Una voz que viene del grupo que lucha en el juego de capoeira, que viene de los golpes
que el Querido-de-Deus aplica. Una voz que viene también del padre José Pedro sacerdote pobre de
ojos asombrados ante el destino terrible de los Capitanes de la arena. Una voz que viene de las filhasde-santo del candomblé de Don-Aninha, en la noche que la policía apresó a Ogum. Voz que viene del
depósito de los Capitanes de la arena. Que viene del reformatorio y del orfanato. Que viene del odio
del Sem-Pernas tirándose desde el elevador para no entregarse. Que viene en el tren de la Leste Brasileña, a través del sertón, de la banda de Lampiâo, pidiendo justicia para los sertanejos. Que viene de
Alberto, el estudiante, pidiendo escuelas y libertad para la cultura. Que viene de los cuadros pintados
por el Profesor, en los que los chicos harapientos luchan en una exposición de la calle Chile. Que viene
del Boa-Vida y de los compadritos de la ciudad, de las guitarras, de las tristes sambas que cantan. Una
voz que viene de todos los pobres, del pecho de todos los pobres. Una voz que dice una bella palabra
de solidaridad y de amistad: compañeros. Una voz que invita a la fiesta de la lucha. Que es como una
alegre samba de negro, como el resonar de los atabales en las macumbas. Voz que viene de la nostalgia
de Dora, la valiente luchadora. Voz que llama a Pedro Bala. Como la voz de Dios llamaba a Pirulito, la
voz del odio al Sem-Pernas, como la voz de los sertanejos llamaba a Volta Seca para que se reuniera
con la banda de Lampiâo. Voz poderosa como ninguna. Porque es una voz que llama para luchar por
todos, por el destino de todos, sin excepciones. Voz poderosa como ninguna. Voz que traviesa la ciudad y viene de todas partes. Voz que trae una fiesta, que hace detenerse al invierno para que llegue la
primavera. La primavera de la lucha. Voz que llama a Pedro Bala, que lo lleva a la lucha. Voz que viene
de todos los pechos hambreados de la ciudad, de todos los pechos explotados de la ciudad. Voz que trae
el bien mayor del mundo, igual al sol, hasta más grande que el sol: la libertad. En los días de primavera
la ciudad es deslumbradoramente. Una voz de mujer canta la canción de Bahía. Canción de belleza de
Bahía. Ciudad negra y vieja, cruces de iglesias, calles empedradas. Canción de Bahía cantada por una
mujer. Dentro de Pedro Bala una voz llama: voz que trae la canción de Bahía. Voz de toda la ciudad
pobre de Bahía, voz de la libertad. La revolución llama a Pedro Bala.
A Pedro Bala lo aceptaron en la organización el mismo día que Joâo Grande se embarcó como marinero en un barco carguero del Lloyd. En la dársena se despide del negro que hace su primer viaje. Pero
no es un adiós como el que diera a los otros compañeros. No es un gesto de despedida. Es un gesto de
saludo al compañero que parte:
-Adiós, compañero.
Ahora comanda una brigada de choque forzada por los Capitanes de la arena. Su destino ha cambiado,
ahora todo es diferente. Intervienen en manifestaciones en huelgas, en las luchas obreras. Su destino
es otro. La lucha les cambió el destino.
La organización envió órdenes. Alberto debía quedarse con los Capitanes de la arena y Pedro Bala
debía ir a organizar a los Indios Maloqueiros de Aracaju. Y que después continuase modificando el
destino de los otros chicos abandonados de todo el país.
Facultad de Periodismo y Comunicación Social / UNLP
www.territorio.perio.unlp.edu.ar ) 66 (
Pedro Bala entra en el depósito. La noche cubrió la ciudad. La voz del negro canta desde el mar. La
estrella de Dora brilla casi tanto como la luna en el cielo más lindo del mundo. Pedro Bala entra y mira
a los muchachos. Barandâo se le acerca, ahora tiene quince años el negrito.
Pedro Bala los observa. Están acostados. Algunos ya duermen, otros charlan, fuman, se ríen, con la
gran carcajada de los Capitanes de la arena. Bala los reúne a todos y mantiene a Barandâo junto a sí:
-Muchachos, yo me voy a ir, los voy a dejar. Yo me voy y Barandâo queda como jefe. Alberto va a venir
siempre, ustedes deben hacer lo que él les mande. Y oigan todos: Ahora Barandâo es el jefe.
El negrito Barandâo dice:
-Muchachos. Pedro Bala se va. ¡Viva Pedro Bala!
Los puños cerrados de los Capitanes de la arena se levantan.
-¡Bala! ¡Bala! -Gritan todos en la despedida.
Los gritos llenan la noche, acallan la voz del negro que canta desde el mar, estremece el cielo estrellado
y el corazón de Pedro. Los puños cerrados de los muchachos en alto.
Las bocas gritando al unísono como despedida al jefe: ¡Bala! ¡Bala!
Barandâo se pone al frente de todos. Es ahora el jefe. Pedro Bala parece ser Volta Seca, el Sem-Pernas,
el Gato, el Profesor, Pirulito, el Boa-Vida, Joâo Grande y Dora, todos están entre ellos. Ahora su destino
ha cambiado. La voz del negro desde el mar canta el samba del Boa-Vida:
“Companheiros, vamos para luta...”35
Con los puños cerrados en alto, los muchachos saludan a Pedro Bala, que se marcha para que también
cambien los destinos de otros chicos. Barandâo grita al frente de todos, es ahora el jefe.
Desde lejos, Pedro Bala todavía ve a los Capitanes de la arena. Bajo la luna, en un viejo depósito abandonado, levantan los brazos, están de pie, su destino ha cambiado.
En la noche misteriosa de las macumbas, los atabales resuenan como clarines de guerra.
UNA PATRIA Y UNA FAMILIA
Años después, los periódicos clasistas pequeños periódicos en su mayoría sin existencia legal impresos en tipografías clandestinas, periódicos que circulaban en las fábricas pasados de mano en mano,
y que se leían a la luz de los faroles, publicaban continuamente noticias acerca del camarada Pedro
Bala, un militante proletario perseguido por la policía de cinco estados como organizador de huelgas,
dirigente de partidos ilegales y peligroso enemigo del orden establecido.
En el año en que todas las bocas fueron acalladas, en el año que fue todo íntegro una noche de terror,
esos diarios (únicas bocas que todavía hablaban) clamaban por la libertad de Pedro Bala, líder de su
clase que estaba preso en una colonia penitenciaria.
Y un día que se escapó, en innumerables hogares, en la hora del pobre almuerzo, muchos rostros se
iluminaron al saber la noticia. Y a pesar de que imperaba el terror, cualquiera de esos hogares se abriría para albergar a Pedro Bala, fugitivo de la policía. Porque la revolución es una patria y una familia.
FIN
En la fantasmagórica casa de Doninha Quaresma (había tesoros enterrados y el alma de Doninha) hoy
) 67 ( www.territorio.perio.unlp.edu.ar
el Capitán en la paz de Estancia. Sergipe, marzo de 1937. A bordo del Rakuyo Maru, subiendo la costa
de América del Sur por el Pacífico, camino de México, junio de 1937.
Notas
1 Conto de réis: un sillón de reis. Réis: reales. Antigua moneda portuguesa y brasileña.
2 Caboclo: mestizo de blanco e indio, cobrizo; por extensión, provinciano.
3 Saveiros: embarcaciones estrechas y largas que se usan para la pesca fluvial y costera. Igual nombre tienen sus
tripulaciones.
4 Cachaça: aguardiente hecho con borras de melaza y caña de azúcar
5 Capoeira: juego que consiste en la lucha con movimientos rápidos y característicos, en el que entran tanto
cabezazos como arrastrarse por el suelo. Capoeirista: el que práctica ese juego.
6 Urubú: especie de buitre.
7 Señor do Bonfim: Señor de la Buena Muerte: santo patrono de Bahía.
8 Sertanejo: nativo del sertón (sertâo), zona seca, de sabanas y malezas de zarzales, típica del interior brasileño.
9 Caatinga: zona del sertón brasileño, caracterizada por su vegetación rala, de árboles pequeños y tortuosos
10 Lampiâo: bandolero legendario del nordeste brasileño, cuyas andanzas se sitúan entre los años 1910 y 1930.
11 Pitangueira: planta brasileña de la familia de las mintáceas.
12 Sarapatel: guiso preparado con vísceras y sangre de cerdo o carnero.
13 Feijoada: guiso preparado con porotos, tocino, carne seca, etc.
14 Cangaciero: bandolero del sertón brasileño.
15 Yemanjá: dios de la religión nagó que vive en el fondo del mar.
16 Fazendeiro: dueño de una fazenda, propiedad rural de considerable extensión dedicada al cultivo o a la ganadería.
17 Loiro: rubio
18 Aluá: bebida refrescante compuesta de agua con harina de arroz fermentada con azúcar en potes de barro.
19 Candomblé: vocablo que designa a la religión nagô (yoruba) tanto como sus templos y las ceremonias que
realizan. Omolu y Xanga están entre sus dioses, llamados genéricamente orixás.
20 Ogum: otro orixá o dios de la religión nagô. Las mâes-de-santo y las filhas-de-santo están a su servicio.
21 “Cuando ella dijo adiós mi pecho en cruz convirtió”
22 Tostón (tostâo): antigua moneda portuguesa y brasileña equivalente a diez centavos.
23 “Quedé sin alegría, señor mi Dios...”
24 Estos versos son una mezcla de lengua nagô y brasileño. Los dos últimos versos dicen “Omolu se va al sertón /
a desparramar viruela va”.
25 “Es él nuestro mismo padre / es quien nos puede ayudar...”
“ahora, adiós, hijitos míos, / yo me voy pero volveré...”
26 Modinha: género de canción popular brasileña.
27 Ameixa: arbusto espinoso de la familia de las solanáceas y fruto de esa planta.
28 “La mulata me abandonó...”
29 Coroneles: denominación popular por hombre rico.
30 Mingau: papilla hecha con harina de trigo, tapioca, maíz, etc.
Mungungunzá: papilla hecha con granos de maíz cocidos, azúcar y leche de coco.
Pamonha: bolo de maíz verde, queso y azúcar envuelto en hojas de banano o del mismo maíz.
Canjica: maíz cocido que se come con agua salada o con leche azucarada.
31 Rapadura: azúcar sin refinar preparado en forma rectangular, como pequeños ladrillos.
32 Feitor: administrador o intendente de la autoridad pública o de una gran empresa.
33 Nagó. Lengua de los descendientes de la tribu yoruba, llamada nagó en el Brasil.
34 Cearense: nativo del Estado de Ceará.
35 “Compañeros, vamos a luchar...”
Facultad de Periodismo y Comunicación Social / UNLP
Taller de Comprensión y Producción de Textos I
Descargar