nro30 2007

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El Catocomunismo
(Diálogo entre Monseñor Héctor Aguer y
Fernando de Estrada
en el programa radial Los Dos Reinos, que se
emite
los domingos de 9 a 11 por AM 1270, Radio
Provincia de Buenos Aires)
Fernando de Estrada: -El gobierno de Italia constituido por el primer ministro Romano
Prodi ha dado lugar a buena cantidad de discusiones de tipo académico, una de las
cuales, bastante intensa, se refiere al llamado "catocomunismo". Por esto se entiende el
resultado de la aproximación entre católicos y comunistas, principalmente en el período
que fue llamado "primera república", es decir, la época que se caracterizaba por el
predominio del partido demócrata cristiano al cual seguía en caudal electoral el partido
comunista. Hubo entonces situaciones de mucha oposición entre ambos y también de
acercamientos entre los diversos estratos de uno y otro; la manifestación literaria del
fenómeno aparece en las peleas y amistad permanente de Don Camilo y Peppone, la
famosa pareja del cura y el alcalde comunista creada por Giovanni Guareschi.
Monseñor Héctor Aguer: -Además de las aproximaciones políticas para formar
gobierno en determinadas circunstancias, el giro a la izquierda del partido demócrata
cristiano incidió en el nivel académico y también en el tratamiento teórico de las
cuestiones sociales provocando que muchos católicos se acercaran a las posiciones
comunistas; hasta podemos decir que, como se vio más tarde, a la adopción del análisis
marxista para interpretar la vida de la sociedad, los cambios históricos y demás. De
modo que el tema es por demás interesante y sigue siendo actual. Pero me parece que
también tiene que ver con la desubicación de estos planteos ante la aceleración de la
historia y las nuevas situaciones globales que se han manifestado especialmente en la
última década
Estrada: -En el fondo, la causa de que no solamente el catocomunismo sino también
otros grupos católicos politizados o no se acercaran al comunismo u otras formas del
marxismo estaba en las propuestas de éste en el orden de lo económico y social. Al
mismo tiempo, así como se buscaba la aproximación se esperaba que hubiese una
reciprocidad.
Mons. Aguer: -Como no insistir con aquello de que la religión es el opio del pueblo.
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Estrada: -Pero la cuestión que se está ahora ventilando en estos mismos sectores
católicos es que comunistas, socialistas y otros partidos de la llamada izquierda ya no
son tan izquierdistas, sino que se han involucrado dentro del sistema de la Unión
Europea, como ellos mismos lo llaman; es decir, un sistema que reconoce como
fundamento indiscutible la economía de liberal de mercado.
Mons. Aguer: -No solo eso, sino que adhieren a una manera de pensar, por lo menos
en Italia, hedonista y consumista. Se los ve muy satisfactoriamente ubicados en una
vida de bienestar.
Estrada: -Por eso se sienten tan desconcertados los catocomunistas, al reconocer que
sus aliados de antaño han cambiado no solamente su ideología sino también su
composición social y sus costumbres.
Mons. Aguer: -Supongo que los catocomunistas lamentan también que tantas
transformaciones los lleva a sus aliados a perder de vista ciertos problemas actuales
sobre los cuales les tocaría decir alguna palabra reivindicadora. Al adoptar para ver las
cosas una perspectiva materialista, pero de un materialismo hedonista y consumista
propio en todo caso de una sociedad capitalista, ellos dejan de ver, por ejemplo, la
importancia de la familia, de los problemas bioéticos; en estos terrenos, funcionan
como agentes del capitalismo salvaje. Esto es lo admirable: cómo los representantes
del pensamiento "progresista" adoptan las pautas culturales del capitalismo salvaje.
Estrada: -Es que allí está la clave de esta situación. Al sentir estos movimientos
antiguamente revolucionarios que se han vaciado de sus temas fundamentales abrazan
con mayor celo y entusiasmo estos otros referidos a manipulación genética, indiferencia
de género, matrimonio de homosexuales, aborto, reparto de anticonceptivos, toda esa
familia de palabras que conocemos tan bien en la Argentina de hoy. Es decir, el
abandono de la temática económica y social parece que se quisiera compensar con la
entrega a estos otros temas que, en definitiva, están muy lejos de aquellos otros
originales.
Mons. Aguer: -Además, ellos, que siempre han cultivado un espíritu de minoría, de
hacer la contra, de oposición y demás, hoy día se encuentran plegados a esta mayoría
del pensamiento único de tal manera que la Iglesia es la única que reivindica estos
grandes valores humanos y aparece como la verdadera minoría con su palabra profética
señalando estas carencias. Eso para la izquierda domesticada es un golpe a la
conciencia, porque en el fondo deben experimentar cierta amargura por haberse
plegado a este pensamiento único que está liquidando los restos de humanidad al precio
de abandonar sus utopismos supuestamente idealistas.
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Estrada: -Y entretanto aquellos católicos que estaban atraídos por los programas
económico-sociales de la izquierda de antes encuentran que la izquierda de hoy no es
distinta del sistema burgués, subjetivista, hedonista, consumista, relativista, que está
incorporada al mundo de los valores establecidos, al "establishment". Desde luego, esto
no es una trampa ni una curiosidad de la Historia; ha habido pensadores que lo
previeron hace mucho tiempo. Uno de ellos fue Augusto del Noce, autor de un libro muy
interesante que se titula "La Agonía de la Sociedad Opulenta" Allí sostenía que la
sociedad capitalista contemporánea no debería llevar ese nombre sino el de sociedad
tecnológica, porque su característica fundamental es considerar que todo el quehacer
humano debe interpretarse en términos de actividad técnica, de tipo material aunque se
aplique a objetos inmateriales como los psicológicos. Dentro de esta concepción
encuentran su casa todas las negativas que el marxismo opone al pensamiento
contemplativo, religioso y tradicional; no sólo se lo acepta en la casa, sino que esos
contenidos del marxismo resultan estupendos para completar la ideología de esta
sociedad tecnológica y materialista. Eso sí: el marxismo tiene que dejar de lado sus
consignas revolucionarias en lo económico-social...o sea, lo que está haciendo en la
actualidad, ante la perplejidad de los catocomunistas.
Mons. Aguer: -En ese sentido, Del Noce caracterizó perfectamente el tránsito que ha
producido la izquierda, inclusive renunciando a verdades elementales que podrían haber
sido sus banderas.
Estrada: -Para colmo de contradicciones, dentro de este discurso se presenta a la
Iglesia como una especie de poder medieval que domina la vida política y la vida
individual de la gente a través de sus elementos autoritarios y su dogmatismo cerrado
opuesto a la liberación sexual y al aborto. En cambio, contra ella se levantarían unos
quijotes representantes de la esperanza y armados sólo con su coraje, cuando en la
realidad es la Iglesia quien marcha a contracorriente de los poderes establecidos en una
actitud cada vez más solitaria, casi en un combate romántico por la defensa de las
virtudes naturales.
Mons. Aguer: -Por otra parte, aquí se ve que lo que está en juego es una concepción
del hombre, de tal manera que las ideas de la izquierda no son diferentes de aquellas
que han inspirado al capitalismo y el liberalismo extremo. En realidad, sería mejor
abandonar la palabra izquierda y también la palabra derecha, porque ya no representan
una oposición auténtica. Quizás nunca describieron la verdadera índole de cada
corriente política que apeló a esas denominaciones y fueron siempre vocablos de
confusión. De todos modos, poco crédito merece una izquierda integrada en el
"establishment" del capitalismo salvaje, tan poco como una derecha convertida en lo
espiritual y cultural al grosero materialismo marxista.
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Foro Encuentro para Amigos
Fundación Konrad Adenauer
El Compromiso Político de los
Cristianos
porMonseñor Héctor Aguer
Se me ha encargado el tema Compromiso Político de los Cristianos, y deseo, ante todo,
introducir en el título un sustantivo, o un adjetivo sustantivado, para decir: el
compromiso político de los laicos cristianos. Subrayo la noción de laico porque me
parece que aquí está la clave de la cuestión. Se podría esbozar una historia de la
participación de los laicos cristianos en la realidad política de los Estados, a lo largo del
tiempo, allí donde les ha tocado vivir, en las distintas culturas y con los regímenes
institucionales más diversos. Hay una historia reciente, si se quiere, que tiene que ver
con una cierta promoción del laicado, una realidad propia de la eclesiología del siglo
XX , de la nueva conciencia de la Iglesia que se desarrolla en el siglo XX.
Los antecedentes de la situación actual se encuentran en el pontificado de los Papas Pío
XI y Pío XII. Merece una especial mención la organización de la Acción Católica. Según
la inspiración original de Pío XI, la Acción Católica ofrecía a los laicos una escuela de
formación; los preparaba en orden a ejercer un apostolado en su ambiente, en el lugar
de su trabajo y de su compromiso temporal. Algo que no siempre ha sido comprendido
y tenido en cuenta. En cuanto a Pío XII, se debe afirmar que su obra magisterial y sus
orientaciones pastorales han sido las que prepararon la concepción sobre el papel de los
laicos que se manifiesta luego en el Concilio Vaticano II; basta mirar los documentos del
concilio para comprobar que el Papa más citado es precisamente Pío XII. Durante su
pontificado se va perfilando la idea de una misión propia de los laicos en el orden
temporal, de tal modo que el Concilio Vaticano II puede enseñar que la misión de los
laicos consiste en consagrar el mundo a Dios. Esto supone que el laico católico es bien
consciente de que su consagración por el Bautismo no es una gracia que se vive y se
goza en la intimidad de la vida personal, o que sólo se comparte con los más allegados,
con la pequeña comunidad, sino que tiene que volcarse a procurar una consagración del
mundo a través del ejercicio de una misión.
Este elemento capital no siempre es fácilmente comprendido, incluso por aquellos laicos
que tienen una participación muy activa en la vida de la Iglesia. Yo suelo expresar este
dato de una manera un tanto brusca; para que se entienda, digo y a muchos no le
gusta oírlo que el lugar del laico católico no es la sacristía sino el mundo. Ocurre que en
las últimas décadas muchos laicos parecen contentos de recluirse en la sacristía y por
eso queda el mundo desprovisto de la presencia lúcida y activa de los católicos. Están
allí, en el mundo de la empresa, del trabajo, de la política, pero nadie sabe que son
cristianos y ellos no hacen demasiado por mostrarse tales por su pensamiento y por su
acción; entonces, el mundo va por donde sabemos que lamentablemente va.
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Pero ¿qué posibilidad tiene la Iglesia de hacerse presente en el seno de las realidades
temporales si no es a través de los laicos? Más aún, suele ocurrir que los laicos que no
advierten este sentido de su misión y no la asumen, pretenden que los obispos la
cumplamos, y nos demandan muchas veces porque no hablamos de esto o de aquello,
porque no hacemos tal o cual gestión que en realidad debieran hacer ellos, que antes
que nosotros podrían -y en ocasiones tendrían- que pronunciarse sobre esos asuntos
temporales, como fruto de su discernimiento y de su compromiso.
A nosotros los obispos, nos corresponde exponer como maestros de la fe la integridad
del mensaje evangélico, que incluye como es sabido una doctrina sobre el hombre, su
actividad temporal, la familia y la sociedad. Nos corresponde sobre todo orientar,
animar y fortalecer en los fieles la vida de comunión con Cristo mediante los
sacramentos y la dirección espiritual, pero no reemplazar el papel imprescindible de los
laicos en el seno de la sociedad temporal.
Me propongo presentar para ustedes tres orientaciones más o menos recientes del
magisterio de la Iglesia, para no incurrir en el riesgo de exponer mis propias ideas. Se
refieren precisamente al papel de los laicos.
Como proemio quiero recordar qué significa el nombre, el concepto mismo de laico.
Según la etimología, el laico es el miembro del pueblo de Dios; en la palabra laico hay
una raíz griega que significa pueblo; es un miembro, entonces, del pueblo santo de
Dios. Muchas veces se ha ofrecido un definición negativa del laicado; laico es se decía el
que no es sacerdote ni religioso. Pero habría que proceder al revés: el sacerdote o el
religioso es un laico que luego ha recibido una vocación especial, pero el punto de
partida de toda la realidad eclesial lo constituye el laicado, y el orden sacerdotal esta al
servicio del laicado, para que éste pueda cumplir la misión que le corresponde en el
mundo. No niego que haya laicos o laicas que se sientan llamados a una participación
activa en la vida de la iglesia "ad intra", y eso es necesario también; gracias a Dios
contamos con ellos y ellas en la catequesis, en la enseñanza, en diversas tareas
pastorales y de asistencia, en múltiples servicios intraeclesiales. Pero me parece que la
intención del Magisterio en la época moderna y en la actualidad es subrayar
precisamente el papel de los laicos en la vida temporal de los pueblos, porque esa es la
única presencia real de la Iglesia en la entraña de los problemas humanos. Entonces me
voy a referir a tres momentos de esta enseñanza del Magisterio sobre el papel del
laicado y de su misión en la sociedad.
I. La primera descripción procede de la exhortación de Juan Pablo II sobre la misión de
los fieles laicos. Su título es Christifideles laici. El Papa afirma que la misión del laicado
es animar cristianamente el orden temporal; aquella otra fórmula propia del Concilio, y
que he citado antes: consagrar el mundo a Dios, aquí se concreta en este concepto:
animar cristianamente el orden temporal. La idea de animar trae a colación el concepto
de alma. Existe un documento del siglo II, la Carta a Diogneto, que dice precisamente
esto, refiriéndose al contexto cultural de entonces, marcado por la decadencia del
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Imperio Romano y la pujanza de un cristianismo en expansión: los cristianos son en el
mundo lo que el alma es en el cuerpo; ellos viven en ciudades romanas o bárbaras y no
se distinguen por la ropa que visten ni por el lenguaje que hablan, sino por su estilo de
vida. Así fue como transformaron la antigüedad en una cristiandad. Esa idea está
presente en la descripción de la misión del laicado como animación cristiana del orden
temporal. En consecuencia, se les exige a los fieles laicos la participación en la vida
política, y lo dice Juan Pablo II en términos muy fuertes: los fieles laicos de ningún
modo pueden abdicar de la participación en la política.
Aquí se emplea un concepto muy particular de política que también es importante
notar: consiste en la multiforme y variada acción económica, social, legislativa,
administrativa y cultural destinada a promover orgánica e institucionalmente el bien
común. En esta cita encontramos una descripción notable de lo que es política en el
sentido de la gran tradición occidental, la de la polis griega de ahí viene la palabra
política precisamente. Podríamos usar otro concepto abarcador y equivalente, que es el
concepto de cultura; Juan Pablo II, en otros documentos, ha insistido mucho en el papel
de los laicos en la evangelización de la cultura, o en la inculturación del evangelio.
Cuando el Santo Padre habla aquí de la acción económica, social, legislativa,
administrativa y cultural, este último adjetivo puede ser entendido como un concepto
que engloba todo lo demás. Evitemos, entonces, proyectar sobre el tema que nos ocupa
-la participación política de los cristianos, o el compromiso político de los cristianos- la
idea degradada de política que tiene vigencia en la Argentina de hoy. Aquí hay poca y
mala política; todos creen que hay mucha política cuando existe en realidad una
indebida y fatal politización, que no es lo mismo. Habría que llamarla politiquería, es
decir, superficialidad y ligereza en el trato de la cosa pública. Lo que falta es política
verdadera, y falta política verdadera no sólo en los gobernantes, en los dirigentes, sino
también en el pueblo, en los ciudadanos. Podemos decir pues que aquí el problema
principal es el problema cultural, la presencia de los cristianos en la cultura de la
Nación, en aquellos centros donde se gestan las nuevas vigencias culturales, donde se
van determinando los cambios de la sociedad. Es allí donde la Iglesia no puede hacerse
presente más que por medio de los laicos.
La política, en todo caso, es la magnitud, la dimensión más noble de la presencia
cristiana en el orden cultural. Para los antiguos la política representaba la excelencia en
la actividad humana; parece mentira, y es muy penoso, que hoy nosotros tengamos
que registrar como un fenómeno al parecer insuperable el hecho de que mucha gente
digna, inteligente, honesta, muchos jóvenes bien dotados y con sanas inquietudes
abominen de una posible participación política precisamente porque no quieren
mezclarse con esa realidad degradada de la política actual.
Este problema también lo hace notar el Papa cuando inculca que los laicos tienen el
derecho y el deber de participar en la vida política de su país. Cito un párrafo de la
exhortación Christifideles laici: "Las acusaciones de arribismo, de idolatría del poder, de
egoísmo y corrupción que con frecuencia son dirigidas a los hombres de gobierno, del
parlamento, de la clase dominante, del partido político, como también la difundida
opinión que la política sea un lugar de necesario peligro moral, no justifican lo más
mínimo ni la ausencia ni el escepticismo de los cristianos en relación con la cosa
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pública". Lo que está en juego lo dice muy bien el Papa es la cosa pública, y por lo tanto
el bien común.
A propósito podemos mentar otro vicio argentino, ancestral: lo público no es de nadie;
entonces la cosa publica, la res publica no existe. La cosa pública, en verdad, somos
nosotros mismos, es la tradición de las costumbres, son nuestras instituciones, la
realidad concreta y palpitante de la vida social y de eso un laico cristiano tiene que
sentirse plenamente responsable. Acabo de enunciar otro concepto en el cual el
magisterio de la Iglesia insiste con énfasis; Juan Pablo II lo acuñaba así "todos somos
responsables de todos". Se puede advertir fácilmente que para que este principio cobre
real vigencia es necesario operar una reconversión de pensamientos y de sentimientos,
la superación de hábitos muy arraigados, para llegar a una nueva percepción del valor
de semejante compromiso. No se postula un impulso de entusiasmo, sino una actitud
personal y colectiva que supone un aprendizaje, un adiestramiento, una especie de
reeducación para la moral política, para el servicio a la cosa pública, para la vida social.
Juan Pablo II señala como criterio básico de una política para la persona y para la
sociedad, la consecución del bien común, que debe ser entendido como bien de todos
los hombres y de todo el hombre. Según la enseñanza social de la Iglesia, el bien
común abarca el conjunto de aquellas condiciones de la vida social que permitan a cada
uno de los miembros de una comunidad, a las familias y asociaciones, alcanzar de un
modo más fácil y seguro su propia perfección. La experiencia muestra que este criterio
básico suele ser preterido, atropellado, en la práctica, por el imperio de los intereses
sectoriales y de los grupos de poder, que hacen de la política una granjería, cuando no
es ignorado por los planteos ideológicos que absorben la racionalidad de la acción
política concreta.
El Papa señala también que el rumbo constante en una política para la persona y la
sociedad está dado por la defensa y promoción de la justicia. Pero se refiere a la justicia
entendida como virtud, como fuerza moral. Justicia, digamos, en un sentido plenario:
no sólo la justicia conmutativa, que ordena rectamente la relación entre las personas
individuales, y muchas veces por referencia a cosas materiales e inmediatas, sino la
justicia como un sistema de relaciones en el cuerpo de la sociedad; por lo tanto también
la conducta justa que cada uno de los miembros de la comunidad le debe a la
comunidad en cuanto tal, y el todo social, la comunidad en cuanto tal, a cada uno de
sus miembros, especialmente a los más indefensos, a los más necesitados. Pensemos
más bien en una dinámica de la justicia, que debe ponerse en juego como finalidad de
la comunidad política para asegurar el bien común. Con frecuencia se exige
"transparencia", "limpieza", en el ejercicio del poder político. ¿Cómo puede lograrse este
ideal tan razonable y necesario? Juan Pablo II concluye su argumentación indicando
como algo fundamental el espíritu de servicio, unido a la competencia y a la eficiencia.
Este pequeño catálogo de virtudes permite superar las consabidas tentaciones que
acechan a los que detentan el poder. Es oportuno leer el párrafo 42 de Christifideles
laici, donde se mencionan esas tentaciones que parecen tan actuales y omnipresentes:
"el recurso a la deslealtad y a la mentira, el despilfarro de la hacienda pública para que
redunde en provecho de unos pocos y con intención de crear una masa de gente
dependiente, el uso de medios equívocos o ilícitos para conquistar, mantener y
aumentar el poder a cualquier precio". Habría que rezar por los políticos: ¡no los dejes
caer en la tentación!
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II. La segunda orientación nos la ofrece el Papa Benedicto XVI en su primera Encíclica,
que comienza con las palabras "Dios es amor", donde nos recuerda que la aspiración a
establecer un orden justo en la sociedad se concreta en la tarea específica de la política.
La justicia, dice el Papa, es el objeto y la medida intrínseca de toda política; para que
ese orden de justicia pueda verificarse realmente es imprescindible que la sociedad sea
presidida por un principio, por una razón moral, ya que el problema de la justicia
concierne a la razón práctica y es de naturaleza ética. Es preciso reconocer qué es lo
justo, cómo se plasma un orden de justicia, y tener luego rectitud y valor para intentar
realizarlo. Tarea eminentemente política.
¿Cuál es el aporte que la iglesia puede hacer para establecer un orden justo en la
sociedad actual? El Papa habla de dos funciones de la Iglesia, una que ella ejerce de un
modo mediato; se refiere en este caso a la tarea propia de los pastores de la Iglesia, y
sobre todo a la enseñanza de la Iglesia en materia social. Este influjo mediato de la
Iglesia en la vida política consiste en una purificación de la razón. ¿Qué significa esta
expresión? La iglesia tiene que recordar incesantemente que la justicia pertenece al
orden moral; no es un acomodo provisorio de las cosas, intentado con medios
objetables como el clientelismo o la dádiva, sino que es la razón de ser de la
comunidad, del Estado, un ideal elevado que exige a la política mantenerse en el nivel
ético que corresponde. En la encíclica Deus Caritas est, en cinco oportunidades el Papa
habla de esta función de purificación de la razón que es el aporte propio de la fe, cuya
naturaleza específica es la relación con Dios, y a partir de ella, la apertura de una visión
integral, trascendente, del hombre en su dimensión personal y en su proyección social.
La fe ofrece un fundamento sólido al orden moral que ha de procurarse en la sociedad,
es decir, un orden integral de justicia y de solidaridad.
La razón práctica, que se ejerce en la acción política, puede verse obnubilada por la
preponderancia del interés, de intereses subalternos que escamotean la realización del
bien común, o deslumbrada por el apetito del poder; incurre así en una situación de
ceguera ética que le impide reconocer qué es lo justo aquí y ahora. Este peligro no se
descarta fácilmente. Aquí se inserta la acción mediata de la Iglesia a través de su
enseñanza social, de la predicación, del consejo, la denuncia de las injusticias y toda su
acción pastoral. No corresponde a los pastores de la Iglesia asumir compromisos
políticos; mucho más se puede hacer desde la cátedra episcopal que desde la tribuna
electoral o la banca de diputado. Cuando parece necesario que un obispo se convierta
en candidato, queda de manifiesto el desamparo político de la Nación y la magnitud de
su crisis. Ésta es, entonces, la tarea mediata de la Iglesia: contribuir a la purificación de
la razón que "organiza" la sociedad, y reavivar las fuerzas morales para la instauración
de estructuras justas que perduren y sean operativas.
Pero anotemos enseguida la otra fase de la acción eclesial. Dice Benedicto XVI: "el
deber inmediato de actuar a favor de un orden justo en la sociedad es más bien propio
de los fieles laicos". Ellos deben empeñarse en configurar rectamente la vida social,
cooperando con los otros ciudadanos, bajo su propia responsabilidad y ejerciendo su
actividad política como caridad social.
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Esta distinción entre la acción mediata de la Iglesia a través del oficio pastoral y la
acción inmediata que ejercen los laicos es muy importante, y está suponiendo que se
comprende muy bien que los laicos son tan miembros de la iglesia como los sacerdotes
y los obispos. Se trata, pues, de una doble función eclesial. No faltan casos en los que
católicos interesados en participar de la vida política buscan el respaldo de los obispos,
al modo de lo que podría llamarse "política clerical". En estos casos se pierde de vista
que existe una responsabilidad propia de los laicos; que los laicos escuchen a los
pastores y se atengan a la doctrina social de la Iglesia es lo que corresponde, pero la
relación entre la función mediata y la función inmediata de la Iglesia respecto del orden
justo de la sociedad quedaría alterada si los laicos no se hacen cargo de su propia
responsabilidad.
Ya que hablamos de la Doctrina Social de la Iglesia hay que señalar un verdadero
drama: nunca como hoy la Iglesia había contado con un cuerpo de doctrina social tan
completo, que abarca todas las dimensiones de la realidad antropológica, cultural y
social, pero está muy lejos de ser aplicada. El Compendio de la Doctrina Social de la
Iglesia, recientemente publicado, permite apreciar la articulación de esta enseñanza que
afirma la centralidad de la persona humana, su dignidad, sus derechos y deberes, el
papel de la familia y una visión orgánica de la sociedad.
La tradición católica en esta materia subraya la importancia de las asociaciones en las
que la persona se incorpora con el fin de mejorar sus condiciones de vida y de participar
en la vida de la comunidad ofreciendo su colaboración solidaria. Este dato muestra una
alternativa respecto de aquel ordenamiento liberal que concibe a cada ciudadano como
un individuo aislado frente al Estado; la persona se integra en la vida social
normalmente a través de la familia, las agrupaciones de familias y las sociedades
intermedias, instituciones que hacen rica y orgánica la vida social. Tenemos también
una doctrina sobre el orden económico. No es la dogmática económica vigente según
las modas, las épocas o la fama de determinadas universidades, sino que se basa en un
principio fundamental: la actividad económica tiene un carácter moral y debe estar al
servicio del hombre y del progreso del país según criterios de justicia, equidad y
solidaridad social. La enseñanza de la Iglesia incluye una doctrina acerca de la
comunidad política, la democracia, el mundo del trabajo, las relaciones internacionales,
la guerra y la paz. Esta riqueza doctrinal es reconocida por mucha gente como un
aporte valioso, interesante, y muchos se dicen identificados con ella, pero yo creo que
nunca se la ha puesto en práctica, a no ser de un modo muy parcial y momentáneo.
Ahora bien, la aplicación de la Doctrina Social de la Iglesia no es una función propia de
la jerarquía, sino del laicado, a través de mediaciones científicas y técnicas que vayan
haciendo descender esos principios a lo concreto de la realidad y a las cambiantes
circunstancias de los pueblos. Juan Pablo II decía que la Doctrina Social de la Iglesia es
teología, es una visión de las cosas temporales desde la luz de Dios, y es teología
moral, porque está subrayando, precisamente, la naturaleza ética de la actividad
temporal y de la lucha por la justicia. Se trata de principios, pero no principios
"estratosféricos", que flotan sobre la realidad y no tienen que ver operativamente con
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ella. Son los principios que iluminan y alientan la marcha de las cosas hacia un orden
auténtico de justicia y solidaridad, pero ahora se hacen necesarias mediaciones
científicas y técnicas para que aquellos puedan ser aplicados y vayan "descendiendo"
analógicamente en distintos grados de realización. Ese "descenso" de los principios a la
práctica debe llegar hasta el programa concreto de acción político-social. En este
proceso entra a jugar la libertad y la responsabilidad de los laicos, en interacción con
otras instituciones y fuerzas sociales. Podemos descartar la necesidad de que exista un
partido político católico; no tiene por qué haberlo. Además, no se debe pensar en una
deducción unívoca de la Doctrina Social de la Iglesia a un determinado modelo o
programa para aplicar en el momento concreto.
Si el laicado, lejos de ser una masa indiferenciada e indiferente, se hace consciente de
su responsabilidad y en sus distintas instancias culturales y de participación se dedica a
pensar y a proponer posibles aproximaciones a esa realización de la doctrina social,
ésta puede manifestar su carácter eminentemente práctico y suscitar las soluciones que
se necesitan y reclaman. Cabe aquí una alusión al papel de las Universidades Católicas,
que no han sido creadas para producir "Chicago boys" o "Harvard boys", para ofrecer
funcionarios a la partidocracia y gerentes a las empresas multinacionales y a la "city"
bancaria. Habría que contar también con el aporte de los colegios o corporaciones
profesionales, de los sindicatos y de las fuerzas que actúan en la vida concreta de la
sociedad. Es en esos ámbitos donde el conocimiento de la doctrina social debe inspirar
proyectos que respondan adecuadamente a las necesidades y urgencias del país. El
Papa Pablo VI decía que un modelo de país no puede ser producto de la imposición de
un partido, de una ideología o corriente hegemónica, sino el fruto del diálogo no
siempre fácil, es verdad de las distintas fuerzas sociales y políticas y de una amplia
participación. El laicado católico tiene que hacerse cargo de esta tarea fundamental.
Existe, en este mismo plano, otra tarea imprescindible, delicada y de largo alcance, que
está faltando en la Argentina: una educación para la vida social. Cuando digo educación
para la vida social, estoy pensando en que no sólo los fieles laicos, sino también
personas que no pertenecen a la Iglesia, que no profesan nuestra fe pero quieren vivir
en paz y aportar algo a la sociedad, tienen que hacerse cargo de su responsabilidad,
advertir que de ellos depende el futuro de la Argentina. Muchas veces se ha recordado
aquella sentencia fatal: los pueblos tienen los gobiernos que se merecen. Podríamos
entablar sobre este punto una discusión interminable. Digamos ahora, por lo menos que
no carece totalmente de verdad. Basten unas pocas alusiones. En la Biblia, sobre todo
en el Antiguo Testamento, en el Israel del Antiguo Testamento, tiene vigencia un
principio que se llama "de la personalidad corporativa"; se ha verificado también en la
historia cristiana, por ejemplo en la monarquía cristiana. Según este principio, entre el
gobernante y el pueblo, entre el príncipe y los súbditos, existe una referencia recíproca
constante, porque constituyen una unidad, al modo de la cabeza y los miembros, que
forman un solo cuerpo. En un régimen republicano ¿de dónde salen los gobernantes si
no es del pueblo? ¿de dónde proceden los dirigentes de la sociedad si no es de su seno?
Si no hay una base muy amplia constituida por gente que asume con plena conciencia
su papel de ciudadano, es muy difícil que surjan dirigentes que puedan conducir
dignamente la república. En el ámbito católico ocurre algo semejante con la Doctrina
Social de la Iglesia. Cada tanto se oyen voces de aprobación y de elogio, aun de parte
de quienes no la conocen adecuadamente, pero no se hace nada por asumir sus
principios, su inspiración, sus criterios y directivas para la acción. Entonces todo sigue
igual.
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III. La tercera orientación del magisterio reciente que deseo mencionar se origina en un
documento de la Congregación para la Doctrina de la Fe, publicado en el año 2002,
sobre el compromiso político de los cristianos. En ese texto se hacía hincapié en algunas
cuestiones fundamentales que deben tener en claro los fieles que asumen
responsabilidades en la vida pública. No es posible que los políticos que se consideran
católicos se plieguen a los criterios secularistas y con sus decisiones contribuyan a
agravar la crisis de la civilización y a destruir los restos de la herencia cristiana en la
vida de sus pueblos.
El Papa Benedicto XVI, en la Exhortación Apostólica Sacramentum Caritatis
recientemente publicada, retoma precisamente esa enseñanza de la Congregación para
la Doctrina de la Fe y habla de la coherencia de vida del cristiano. El Santo Padre utiliza
esta expresión: coherencia eucarística. Podemos interpretarla así: la gente que va a
misa, se confiesa y comulga, que reza, ¿cómo es posible que después se desentienda
de la cosmovisión cristiana en su actuación pública? Vale la pena mencionar aquí un
verdadero drama nacional: del 85 % de bautizados en la Iglesia Católica que componen
nuestra población, sólo el 6 o el 7 % frecuenta la Eucaristía dominical. Ni siquiera cabe,
entonces, reprocharles la falta de coherencia eucarística, porque su vida de eucarística
no tiene nada. Con mayor razón entonces, podríamos pensar, ¡qué desaguisados harán
cuando se meten en política! Quizá la mayor parte de los políticos teme asumir una
posición política, pública, netamente anticatólica; esto no les conviene por mero cálculo
electoral, pero no les preocupa destruir el orden natural con leyes inicuas y además les
molesta que se les señale su extravío y las desastrosas consecuencias. De cualquier
modo, es frecuente la separación entre la vida religiosa personal y la posición que se
asume en la vida pública, y algo peor, si se quiere, que muchos políticos que en un
censo se declararían católicos no recuerdan siquiera los diez mandamientos y tienen la
cabeza llena de ideas heréticas o disparatadas. Es una triste tradición nacional.
Existe, pues, una cuestión de coherencia que es fundamental, y el Papa lo refiere a los
graves problemas que se están dando en todo el mundo, y que son una de las
características más siniestras del fenómeno de la globalización. Leo el párrafo aludido
del texto papal, añadiendo mi comentario. Dice Benedicto XVI que la coherencia
eucarística a la cual está llamada objetivamente nuestra vida tiene que ver con el culto
agradable a Dios, "que nunca es un acto meramente privado sin consecuencias en
nuestras relaciones sociales; al contrario, exige el testimonio público de la propia fe".
Tómese en cuenta, a propósito de estas afirmaciones, la relación esencial que existe
entre culto y cultura. "Obviamente continúa el Papa esto vale para todos los bautizados,
pero tiene una importancia particular para quienes, por la posición social o política que
ocupan, han de tomar decisiones sobre valores fundamentales, como el respeto y la
defensa de la vida humana desde su concepción hasta su fin natural, la familia fundada
en el matrimonio entre hombre y mujer, la libertad de educación de los hijos y la
promoción del bien común en todas sus formas. Estos valores no son negociables".
Vean ustedes lo que está ocurriendo ahora en la Argentina. Como estamos en el lejano
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sur, las bondades o las maldades que se imponen en el mundo llegan siempre con
retraso. El Congreso de la Nación, las legislaturas provinciales, y aun,
desbordadamente, ciertos concejos deliberantes se ponen a dar normas sobre todas las
realidades humanas, y lo que están haciendo, en realidad, es procurar una destrucción
sistemática del orden natural con leyes inicuas, ante las cuales parece que nadie tiene
nada que decir, porque se votan casi sin discusión, las más veces "sobre tablas", y
entre gallos y medias noches. Son muy pocos los que dan testimonio de su fe con su
discurso y oponiéndose con su voto. Aquí se juega algo fundamental, valores no
negociables, dice el Papa. El problema es que existe una gran ignorancia de estas cosas
y la falta de pertenencia concreta a la vida de la Iglesia. Personas que se llaman
católicos pero que hablan como lo hace el ministro de Salud de la Provincia de Buenos
Aires: yo como católico respeto la opinión de la Iglesia, pero no estoy de acuerdo. Es
una perfecta contradicción; si un judío, o un musulmán, o un agnóstico dice: yo respeto
la opinión de la Iglesia, pero no estoy de acuerdo, yo le digo: lo felicito, es usted un
hombre de bien, le agradezco su sinceridad. Pero si un "católico" considera que la
doctrina de la Iglesia y los valores que ésta considera no negociables son meras
opiniones "respetables", entonces estamos arruinados. ¡Pobre país con tales dirigentes!
"Así pues, los políticos y los legisladores católicos, conscientes de su grave
responsabilidad social, deben sentirse particularmente interpelados por su conciencia".
Según la enseñanza de Juan XXIII en la Encíclica Pacem in terris habría que decir que
esas leyes a las que he hecho referencia no son leyes sino abusos legislativos. Aquel
inolvidable pontífice, siguiendo la doctrina de Santo Tomás, dice precisamente que no
tienen derecho los representantes del pueblo a legislar en contra del orden natural. Lo
que en ese caso producirían es un abuso de autoridad. Pero en la Argentina de hoy nos
estamos acostumbrando a que estas cosas sucedan; además, si uno llega a decir que
una norma de esas características es una ley inicua, se convierte irremediablemente en
un troglodita, o en un fanático religioso, como me dijo a mí el Ministro de Salud de la
Nación, que profesa un fundamentalismo antinatalista y antiabortista que compromete
al Poder Ejecutivo nacional.
El concepto de coherencia eucarística implica que la posición ante esos valores
esenciales de la condición humana tiene una relación objetiva con la Eucaristía; pero es
evidente que el presupuesto de tal coherencia es un conocimiento de la Eucaristía, una
práctica eucarística y una conciencia viva de lo que significa ser cristiano. "Los obispos
continúa Benedicto XVI han de llamar constantemente la atención sobre estos valores;
ello es parte de su responsabilidad para con la grey que se les ha confiado".
En lo que hace a la responsabilidad política de los católicos, la Argentina carga con una
tradición negativa. Si comparamos la situación actual con lo que ocurría a fines del siglo
XIX, en las dos últimas décadas del siglo XIX, podemos medir la diferencia y calibrar el
alcance de nuestra decadencia. En los años ´80 de aquel siglo se libró en la Argentina
un verdadero kulturkampf, una lucha cultural en torno a la concepción de la familia y su
ordenamiento jurídico y sobre la educación de las futuras generaciones. Si uno lee los
debates que se desarrollaron en el Congreso de la Nación sobre la famosa ley 1420, se
puede comprobar que fue aquel un debate inteligente, del cual participó un laicado,
pequeño en número pero de una gran calidad intelectual y moral, hombres que libraron
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una batalla en la que resultaron vencidos pero que les permitió brindar un testimonio
lúcido y valiente de la verdad. El país presenció un gran debate de ideas, en el que
descollaron con gran competencia los laicos católicos de entonces: Goyena, Estrada,
Achával Rodríguez, Pizarro y tantos otros, que con gran perspicacia plantearon el
problema de la educación en términos de libertad de conciencia para oponerse al
totalitarismo laicista propugnado por la masonería. En cambio, en la reciente
promulgación de la Ley de Educación Nacional no hubo debate. La precedió una
consulta parcial en la sociedad y se consumó mediante arreglos de comisiones, sin la
discusión que la magnitud de la cuestión merecía. Los católicos de 1880 constituían un
laicado que tenía una presencia notoria en la vida política nacional; hoy día esa
presencia no existe. Mejor dicho, no existe un laicado de ningún modo, existen laicos
sueltos, y divididos, pero no existe un laicado, y mucho menos quienes puedan
representar con claridad y firmeza valores esenciales de la condición humana y de una
organización social acorde con el orden natural. No se trata de defender las verdades de
la fe, sino una recta concepción de la persona humana, de la familia y del carácter
moral de la actividad del hombre, realidades todas que pueden considerarse
preámbulos de la fe y que en la actualidad sólo son tuteladas íntegramente por la
Iglesia.
¿En qué términos puede plantearse el compromiso político de los cristianos? Ante todo,
es éste el problema de una necesaria renovación de la inteligencia del laicado católico y
de una indispensable coherencia entre lo que se piensa y lo que se hace. Pensar bien
para actuar bien. Luego también es un problema de concordia; problema muy serio,
ancestral en la Argentina, un país que ha vivido siempre en guerra civil, por medios
cruentos o incruentos. Quizá la dificultad más grande que tenemos que afrontar es la de
la discordia. Esa discordia, que es una nota funesta del carácter nacional, se introduce
también en las filas católicas. Mientras no se supere ese defecto va a ser muy difícil
ofrecer una solución concreta para los males argentinos.
Las reiteradas frustraciones argentinas pueden inducirnos a una especie de fatiga, de
resignación, que nos paraliza en la negligencia. Pero es preciso reaccionar contra esta
tentación apelando a la fuerza trascendente de la esperanza; hay algo por lo cual vale
la pena vivir, trabajar, luchar y morir si es preciso: en primer lugar, las realidades del
orden de la fe y de la salvación, pero también las realidades entrañables de la familia y
de la patria
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El Congreso Nacional durante la
Presidencia de Marcelo de Alvear
por Fernando de Estrada
La actividad del Congreso Nacional durante el período presidencial de Marcelo de Alvear
estuvo, en gran medida, condicionado por la pendencia interna radical que finalmente
derivó en la formación de dos partidos diferentes, el radicalismo personalista de Hipólito
Yrigoyen y el radicalismo antipersonalista del cual no puede decirse que haya sido de
Alvear, pues éste supo mantener cierta neutralidad en el conflicto. No es ello extraño,
dado el concepto suprapartidario que asignaba Alvear a la investidura del Presidente de
la Nación.
Yrigoyen, en cambio, estaba convencido de que su misión personal consistía en el
triunfo completo de la "causa radical", y a los gobiernos que le habían precedido los
consideraba incluidos en lo que llamaba "régimen falaz y descreído", contra el cual
había él formado un ejército civil (sin desestimar los recursos militares propiamente
dichos) que lo reconocía como jefe casi absoluto. Interpretaba que el destino le había
asignado cumplir la regeneración de la República, y así su papel histórico semejaba más
el de caudillo revolucionario que el de un mandatario constitucional. Ello explica su
desdén ostensible por el Congreso, no sólo en razón de las mayorías legislativas que le
fueron hostiles sino porque a la institución misma debía considerarla poco relevante
para la tarea transformadora que se había fijado y para la cual la obediencia partidaria
resultaría mucho más útil que la legalidad elaborada durante décadas de oligarquía.. De
alguna manera, Hipólito Yrigoyen se sentía más cómodo en su papel de jefe del
radicalismo que como presidente de la Nación, y de los dos papeles estimaba más
importante al primero.
.
Por otra parte, ha sido una constante en la historia argentina que un jefe de partido que
desciende del poder con su capital político intacto se encuentra a poco andar en
dificultades de relación con el ungido a quien transmitiera los atributos formales del
gobierno pero no los mecanismos del poder político real. Así le sucedió a Juan Manuel
de Rosas a partir de 1832 con Juan Ramón Balcarce, a Justo José de Urquiza con
Santiago Derqui, a Julio Roca con Miguel Juárez Celman. Esta última experiencia no
bastó a Roca de escarmiento suficiente: renunciado el presidente Luis Sáenz Peña en
1894, asumió el vicepresidente José Evaristo Uriburu y Roca, por entonces
representante de Córdoba, lo reemplazó en la presidencia del Senado. En esa condición
ejerció varias veces la presidencia de la Nación en forma interina (una de esas
oportunidades se extendió durante tres meses) .a la vez que Uriburu se dejó llevar por
su influencia. Al término del período, tanto se había acostumbrado Roca al papel de
"poder detrás del trono" que pensó en no postularse él a la candidatura presidencial
sino buscar alguna figura dispuesta a continuar con la situación. Pero sus colaboradores
inmediatos le recordaron la constante histórica, alguno de ellos en forma muy gráfica:
"General, tenga cuidado: San Evaristo hay solamente uno".
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¿Pensaba Hipólito Yrigoyen en la posibilidad de un "San Marcelo" cuando decretó la
candidatura de su entonces representante en París? Una interpretación superficial de la
personalidad de Alvear podía autorizar la hipótesis de que el delfín yrigoyeniano, una
vez envuelto con la banda presidencial, se entregaría por entero a los halagos de la
representación oficial con sus saraos y fiestas diplomáticas. Pero el verdadero Marcelo
de Alvear no correspondía al arquetipo caricaturesco de "oligarca" alejado de la política
práctica; por el contrario, había sido uno de los dirigentes más activos en la fundación
del radicalismo y en la dirección de sus primeros comités tanto electorales como
revolucionarios, y más tarde miembro destacado de la camada de diputados radicales
llegados al Congreso en virtud de la primera aplicación de la Ley Sáenz Peña en 1912.
Aunque a Alvear lo hubiera hecho candidato la voluntad de Yrigoyen, le sobraban
atributos propios para serlo por exhibición de otros títulos mejores.
Yrigoyen no ignoraba tales características del personaje, que volvió a tener en cuenta
una década después cuando nuevamente lo designó su sucesor, esa vez como jefe de la
Unión Cívica Radical. Sin embargo, sería imprudente descartar las opiniones de
contemporáneos autorizados, como el vertido en sus Memorias por Ángel Gallardo,
designado ministro de Relaciones Exteriores por Alvear:
"Ya he dicho anteriormente que al influir Yrigoyen en la convención del partido por el
triunfo de la fórmula Alvear-González, su idea era que gobernara Elpidio, pues a Alvear
lo consideraba fácil de desalojar. Contaba para eso con su amor a la vida agradable que
llevaba en París y con la colaboración de Regina, habituada a la vida europea y
desvinculada de nuestro país. Creyó Yrigoyen que a las primeras dificultades y
molestias, Alvear renunciaría y se volvería a París".
Sea como fuere, desde el primer momento los amigos de Alvear desconfiaron de Elpidio
González como de una peligrosa amenaza que les acechaba desde el Congreso
Nacional. El presidente del Senado era también un viejo radical, pero de volumen y
trayectoria menos relevante. Su dependencia respecto a Yrigoyen no se discutía, y él se
ocupaba de resaltarla en toda oportunidad. Resulta ilustrativo en este terreno una
anécdota referida por Ramón Columba:
"Una comisión de senadores de la fracción llamada radical antipersonalista visita una
tarde al vicepresidente de la Nación para pedirle que cambie ciertas normas que,
indudablemente, responden a las inspiraciones de don Hipólito Yrigoyen, quien, aunque
ha dejado de ser presidente de la Nación, sigue siendo la suprema autoridad para don
Elpidio. Éste los recibe en su despacho del Senado y antes de que digan nada les
expresa, a manera de advertencia: -¿Ustedes saben que si "el doctor" (por Yrigoyen)
me pide que ande desnudo por la calle, yo no titubearía en hacerlo?...Ahora pueden
decirme qué se les ofrece".
"La comisión se despide en el acto, sin decir una sola palabra del extenso alegato que
llevaba in mente".
Las circunstancias hicieron pronto que las diversidades personales de Alvear y de
González se extendieran a lo político. Durante los primeros meses de su mandato, el
presidente se había ausentado de la Capital Federal por períodos muy breves que no le
parecieron justificar una transmisión del mando. González fue de otra opinión, que hizo
conocer a Alvear en una carta privada. Alvear le respondió por el mismo medio, para
obtener como contestación una misiva más dura, seguida de una segunda réplica, esta
vez severa, de Alvear, quien a la vez hizo público el intercambio epistolar,
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Dos estilos
.
Yrigoyen había observado durante su mandato indiferencia y frialdad con el Congreso,
manifestadas especialmente con su inasistencia a las sesiones de apertura del año
parlamentario. Enviaba a las mismas el acostumbrado mensaje para que fuese leído por
algún funcionario, hasta que el fastidio de la oposición logró que tales ceremonias
vicarias se suspendieran y en cambio de ellas el mensaje presidencial se pasase
directamente al diario de sesiones sin proceder a su lectura. Alvear puso en práctica
otro estilo pocas semanas después de asumir: la Cámara de Diputados había promovido
una interpelación al ministro de Hacienda; a diferencia de los precedentes del gobierno
anterior, el Ejecutivo presentó a todos los miembros del gabinete en el recinto, y en la
oportunidad el ministro del Interior formuló sus votos de que ambos Poderes
colaboraran estrechamente en lo futuro.
La declaración del ministro Matienzo estaba llamada necesariamente a generar
resquemores entre los grupos más ligados al presidente saliente, que no olvidaban
cómo el Senado había hostigado permanentemente a Yrigoyen; ese Senado que en
1922 no mostraba cambios sustanciales en su mayoría conservadora y recibía, sin
embargo, cortesías inéditas de un gobierno radical.
El cambio de atmósfera se acentuó el 8 de mayo de 1923, cuando Alvear compareció en
el Congreso para leer su mensaje anual e inaugurar las sesiones de ambas cámaras. El
gesto tenía consistencia suficiente para que el discurso presidencial se interpretara, más
allá de su contenido objetivo, como una nueva señal de distanciamiento. Por cuanto
hace a las palabras, daban también a entender que las modalidades de ejercicio de
gobierno variarían:
"...Mi gobierno verá siempre con simpatía las luchas cívicas cuyo desarrollo, bajo las
garantías que extenderá, para todos y en todos los momentos el poder de la Nación, se
muevan los sanos entusiasmos de una democracia que, para felicidad de la Patria, es en
todo enérgica y de potente vitalidad. No ha de faltarme la energía de carácter que me
demande el mantenimiento de la alta dignidad de investidura".
El nuevo estilo evitaba las admoniciones contra el "Régimen", y de alguna manera
invitaba a los adictos de éste a participar en la lid política a igual título cívico que los
radicales, mientras la referencia a la "energía de carácter" permitía intuir un aviso en
ese sentido a su predecesor, especialmente a causa de otras afirmaciones que podían
entenderse legítimamente como críticas a la administración de Yrigoyen.
En efecto, renglones más adelante, Alvear indicaba que en los meses transcurridos
desde su instalación en la Casa de Gobierno había encontrado motivos de disgusto:
"Oportunamente conocerán los señores legisladores algunos aspectos de esas
observaciones que han determinado la convicción de que son necesarias algunas
reformas institucionales que reclaman, por ser tales, la cooperación del
Parlamento"..."Puedo y debo, como apreciación de conjunto, adelantar que creo
necesario promover, en la organización de los servicios públicos, lo conducente a que se
afirme, cada día más, la disciplina basada en la capacidad, si fuera posible
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especializada, para la provisión de los empleos de todas las categorías, y en la
seguridad , que debe acentuarse como estímulo de aquella condición, de que la
competencia y la dedicación han de ser las fuerzas más eficaces para prosperar en lo
que deberá ser una verdadera carrera administrativa".
La costumbre de asignar los cargos públicos como compensaciones a los servicios
partidarios quedaba tangiblemente expuesta como causa grave de desaciertos
administrativos, y de paso, dado que la oposición atribuía esa práctica viciosa a Hipólito
Yrigoyen como rasgo general de su gobierno, las "observaciones" presidenciales hacían
prever una voluntad de cambio dentro del oficialismo antes que un espíritu de
continuidad.
Menos atendidas en ese momento, tienen sin embargo mayor importancia las
reflexiones que el mensaje presidencial reservaba para el futuro de la economía
nacional. Se advierte en ellas la convicción de que resultaba urgente dar un paso
adelante y no darse el país por satisfecho con ser un productor y exportador de
materias primas. "Estamos obligados al esfuerzo constante hacia una producción más
diversa y más adelantada en cuanto a su grado de elaboración, por una parte, y hacia
una vida financiera más sana y más independiente , por otra; es decir, a hacer
progresos en el sentido de bastarnos a nosotros mismos".
Y completaba Alvear: "El Poder Ejecutivo cree que deben ser particularmente objeto de
atención y de defensa las industrias que trabajen materia prima nacional. Es necesario
evitar que la competencia del exterior las destruya, segando así tan valiosas fuentes de
trabajo y reduciendo el nivel de vida de nuestros trabajadores. Los capitales invertidos
deben ser estimulados, el trabajo debe ser defendido y la capacidad individual
fomentada. Todo esto no impedirá, por cierto, estimular las industrias que, aunque usen
materia prima extranjera, sean benéficas para el país".
La relación del crecimiento económico con otros factores no se le escapaba a Alvear,
quien evidentemente no favorecería hoy a los partidarios de las llamadas políticas de
salud reproductiva, a juzgar por los siguientes conceptos: "El problema de la radicación
y el fomento de las industrias envuelve, además de sus aspectos propiamente
económicos, el demográfico. Con población escasa y enferma es difícil resolverlo. Esta
verdad nos conduce a la necesidad de mejorar el ambiente físico de nuestras
poblaciones mejorando las condiciones sanitarias del medio en que viven y se nutren, y
de acrecentarlas estimulando las condiciones adecuadas a su mayor crecimiento
vegetativo sin olvidar el factor, importantísimo para este fin, de la inmigración".
Iniciado ya el período legislativo, correspondía integrar las comisiones de cada Cámara.
Era atribución reglamentaria del presidente del Senado designar las correspondientes a
ese cuerpo, y así procedió Elpidio González, dando preferencia a legisladores de su
corriente. Fernando Saguier, senador radical por Buenos Aires pero distanciado de
Yrigoyen, presentó de inmediato un proyecto de reforma del reglamento que
contemplaba el retiro de esa facultad al vicepresidente de la Nación y su transferencia
al cuerpo del Senado. La iniciativa obtuvo el apoyo de otros radicales y de los
conservadores, que reunieron mayoría y por lo tanto impusieron su criterio. Antes de
votarse la reforma al reglamento, González expresó que la misma vulneraba sus
facultades y que por ello no presidiría el acto de aprobación; lo reemplazó Leopoldo
Melo, quien no tardaría en convertirse en una de las figuras centrales del
"antipersonalismo" naciente.
El asunto del nombramiento de las comisiones no quedó enseguida resuelto, pues la
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reacción yrigoyenista frustró el quórum para las sucesivas sesiones. Por fin, el Senado
logró estructurar las comisiones, en las cuales las preferencias de González aparecían
invertidas; los ahora minoritarios yrigoyenistas renunciaron a sus cargos, con alguna
excepción, y las comisiones quedaron en manos de la "concordancia" o "contubernio".
Con esta peyorativa designación calificaron los legisladores yrigoyenistas por la
Provincia de Buenos Aires a Saguier en una declaración pública, utilizando un término
puesto en circulación por su jefe para descalificar a los radicales que se acercaban a los
conservadores. Ello dio lugar a una réplica de los alcanzados por el dardo, un resonado
Manifiesto donde podía leerse que "hay un plan destinado a quebrar la independencia y
menoscabar la dignidad de un grupo de senadores nacionales que cumple con sus
deberes institucionales y practica las más austeras de las normas morales del
radicalismo"..."No nos consideramos infalibles ni nos sentimos asistidos por ninguna
inspiración divina de ningún apostolado; nos hallamos, pues, expuestos al error, pero
en el error o en la verdad no reconocemos a nadie el derecho de discutir la sinceridad
de nuestro radicalismo y la integridad con que lo practicamos como senadores y
ciudadanos...La solidaridad no es sumisión a jefaturas ni abdicación de la voluntad, sino
armonía fecunda de derechos y deberes recíprocos".
No eran, como se ve, cuestiones trascendentales en sí mismas para la marcha del país
las que iban separando a los radicales. Tampoco los conservadores se alejaban de ese
clima de reyertas partidarias, pues su actitud fundamental consistía en cultivar la
relación con los radicales alvearistas y preservar sus posiciones actuales hasta que se
diera la oportunidad de recuperar también las perdidas.
Así pareció ilustrarlo el conflicto suscitado por el pendiente proyecto de intervención a
Córdoba dejado a consideración del Congreso por Hipólito Yrigoyen poco antes de
acabar su período. Gobernaba esa provincia Julio Roca, conservador cuya elección el
gobierno nacional había calificado de inconstitucional. Alvear no se interesó por apurar
el tema, sino que se contentó con mantener interrumpidas las relaciones oficiales entre
los gobiernos de la Nación y de la Provincia. Los yrigoyenistas procuraron dar impulso
en el Congreso a la intervención, pero tropezaron con la resistencia de la nueva unión
de conservadores y antipersonalistas.
El proyecto languideció hasta que prescribió su razón de ser. Ésta consistía
principalmente en la preparación de comicios que invirtieran la situación política de
Córdoba y la integraran a la grey radical. Como con otras tentativas de intervención, y
sin que nadie lo ocultara, la posibilidad de controlar los recursos provinciales en
vísperas de una elección era un factor primordial para decidir quiénes serían los
ganadores. No se trataba necesariamente de organizar el fraude electoral opción que
desde luego no quedaba descartada en aquellos tiempos- sino de preparar padrones de
votantes, distribuir prebendas (empleos públicos, subsidios, favores), y en general la
formación de intereses creados reacios a innovaciones. Desde esta perspectiva
electoralista, el tesón de los yrigoyenistas pareció fundamentado (aunque contrariado)
con el triunfo conservador que ungió gobernador de Córdoba a Ramón J. Cárcano.
Políticos y militares
En octubre de 1923 se sancionó la Ley de Armamentos, muy controvertida en razón del
aumento significativo de los recursos públicos que requeriría su aplicación. (los gastos
militares, que representaban el 18,7 % del Presupuesto Nacional en 1923. ascendieron
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como consecuencia de esta norma al 23,1 % en 1927). Pero existían dos razones
fundamentales para encarar la iniciativa; por un lado, la estructura de nuestras Fuerzas
Armadas no registraba cambios desde los acuerdos con Chile de 1902, que habían
implicado una limitación de nuestro poder de fuego como aporte al entendimiento sobre
los límites entre ese país y la Argentina; por otro, la Primera Guerra Mundial había
transformado fundamentalmente las formas de combate y con ellas los tipos de
armamentos requeridos para las nuevas tácticas y estrategias.
La mencionada Ley, que lleva el número 11.266, fue obra casi exclusiva del ministro de
guerra, general Agustín Justo, a quien se debe la preparación del texto legislativo y su
defensa en el Congreso, donde encontró enérgicas oposiciones que el ministro rebatió
paciente y sistemáticamente. En aquellos años brotaron logias militares destinadas a
gravitar sobre la orientación de las autoridades castrenses y también en las civiles
cuando se diere el caso. El general Justo era mentor de la logia "San Martín", la cual se
encontraba estrechamente ligada a la actividad oficial del ministerio, al punto que desde
éste se despachaban informes a aquélla. Pese al carácter secreto que revestían tales
comunicaciones, se conoce la del oficial encargado de dar cuenta del trámite
parlamentario de la Ley. Es un texto digno de ser transcripto en sus párrafos
fundamentales por la actitud un tanto despectiva que manifiesta hacia los legisladores y
porque muestra cierta tendencia a la conducción autónoma de los asuntos militares:
"Es difícil describir la acción inteligente, múltiple y eficaz que (el general Justo) en el
sentido expresado ha desarrollado. Para apreciarla en toda su amplitud es necesario
haber estado en el foco. A pesar de lo que antecede, emprendo la tarea, esperanzado
en reflejar en estas líneas la citada expresión. ...
"...El ministro se vinculó con la mayoría de los legisladores para poder tener una idea
más o menos concreta sobre la personalidad de cada uno de ellos. Este estudio previo
le fue sumamente provechoso y como es de imaginar exige tiempo y condiciones
especiales.
"La mayoría de los legisladores es una masa amorfa que posee ideas simplistas
respecto a los problemas de fondo que interesan a la Nación; son infatuados y, en
general, ignorantes; no conocen el país ni sus necesidades, y, lo que es más grave, no
les interesa tampoco. Son vanidosos, y éste es el lado flaco que el Ministro ha sabido
explotar maravillosamente, dándoles a comprender, a cada uno individualmente, que su
prestigio era tal de ser decisivo en una votación. Halagando las pequeñas vanidades
obtuvo la promesa de gran cantidad de votos. Para cada uno empleó el recurso
adecuado. Así, por ejemplo, al diputado Mora y Araujo (conservador) que parecía
irreductible, lo conquistó. Al diputado de la Torre (demócrata progresista), en el seno de
la Comisión lo dejó mudo, interrumpiéndole en su disertación. Al senador Bravo
(socialista) lo dejó callado empleando pasajes de un discurso que éste dijera haciendo
el balance del primer gobierno radical...
"...El senador Vidal (conservador), Presidente de la Comisión, fue convencido por el
Ministro de la necesidad de armar el país y le convenció tanto que aquél produjo un
informe que debiera ser conocido por militares y civiles dado su indiscutible mérito. En
el Senado gracias a la perseverancia del Ministro, el proyecto fue aprobado por todos
los senadores excepto el socialista que no se animó a hacer debate sobre el asunto.
"...También fue por sorpresa que el pliego tuvo entrada en Diputados, y está en la
memoria de todos el escándalo que se armó por socialistas y demócratas. Pese a las
grandes presiones que sobre el Ministro se ejercieron, obtuvo y sostuvo que se tratara
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en sesión secreta. Convenció uno a uno a los diputados conservadores. Consiguió que el
diputado Alfonso (radical yrigoyenista) cambiara de opinión; destruyó la maniobra
tendenciosa del diputado Albarracín (radical yrigoyenista) para que en lugar de
determinados millones para el Ejército se dieran mitad al Ejército y mitad a la Marina;
deshizo a fuerza de argumentación un contraproyecto del diputado Moreno destinado a
hacer fracasar el del Ministro; previó todos los obstáculos y supo sortearlos con
prudencia y habilidad.
"...Se encerró en el Ministerio desde las diez de la noche hasta las tres de la madrugada
con los diputados conservadores para demostrarles cuán indispensable era la Ley. En
esta oportunidad habló, puede decirse, solo todo el tiempo....Finalmente, hay que decir
que pocas veces en los anales de nuestro Congreso se ha despachado más prontamente
un proyecto de ley para gastar una suma tan crecida de dinero".
Poco antes de sancionarse la Ley de Armamentos se habían votado cuatro leyes muy
significativas: la 11.210 (de represión del monopolio) el 24 de agosto, la 11.226 (de
control del comercio de la carne), la 11.227 (de precios máximos y mínimos de la
carne), y la 11.228 (de control de transacciones de ganado vacuno), las tres votadas al
filo del final del período parlamentario ordinario.
Genuflexos, contubernistas e intervenciones
El año 1923 se cerraba, pues, con la definición de las líneas políticas que caracterizarían
al gobierno de Alvear, es decir, el enfrentamiento de personalistas y antipersonalistas y
las alianzas con fuerzas no radicales a que el conflicto dio lugar. En febrero, la elección
de senador por la Capital Federal la ganó el socialista Mario Bravo, y la segunda banca
de ese distrito la obtendría a principios de 1924 el también socialista Juan Bautista
Justo. Las sucesivas incorporaciones en la Cámara de Senadores no alteraron la
naturaleza antiyrigoyenista de ese cuerpo, donde la concordancia entre
antipersonalistas y conservadores mejor funcionó.
En la Cámara de Diputados los movimientos fueron más agitados, con cambios anuales
importantes en la distribución de las bancas. Durante 1923, noventa diputados radicales
permanecieron leales a Yrigoyen, catorce habían pasado al antipersonalismo, veintiséis
eran los conservadores, catorce sumaban los demócratas progresistas, y los socialistas
alcanzaban el número de diez. La disciplina partidaria de estos bloques era de mayor
laxitud que la practicada más adelante, cuando la rigidez de las estructuras partidarias
limitó estrechamente la independencia de juicio de sus miembros. Los conservadores,
especialmente, conformaban una alianza bastante aleatoria, reflejo de la diversidad de
partidos provinciales que la componían; los socialistas, en cambio, observaban una
rigidez de organización que los llevó a resonantes separaciones, como había acontecido
con Alfredo Palacios y se reiteraría en los años de Alvear con Antonio de Tomaso
1924 inició su temporada parlamentaria con un importante descenso de los
personalistas a setenta y dos bancas y un aumento de los antipersonalistas a diecisiete;
los conservadores retenían treinta bancas y los demócrata progresistas dieciséis,
mientras los socialistas incrementaban su representación a dieciocho. A causa de la
reyerta radical, la ceremonia de inauguración se demoró hasta el 20 de junio y tuvo
como nota distintiva la ausencia de los legisladores personalistas y de Elpidio González,
presidente del Senado, como manifiesta muestra de rechazo a Alvear, quien continuó
ese día con la costumbre no compartida por Yrigoyen de leer el mensaje a las Cámaras.
El episodio no podía dejar de tener repercusiones entre los legisladores. El diputado
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personalista Andrés Ferreira arremetió en las primeras sesiones con una dura invectiva:
"No es posible que una minoría del partido en acuerdo tácito o verbal con el
conservadorismo del país imponga resoluciones a la mayoría de la Unión Cívica Radical...
¿Acaso habrá poder en la tierra que pueda obligarnos a los diputados de la Unión Cívica
Radical en este parlamento a que veamos impasiblemente una alianza con las fuerzas
conservadoras a las que hemos combatido toda la vida?".
El igualmente diputado radical pero antipersonalista José P. Tamborini (quien sería
ministro del Interior de Alvear y más tarde el candidato de la Unión Democrática que se
opuso a Perón en 1946) replicó de manera no menos airada: "Torpe patraña es esa de
la alianza ocasional con los conservadores. Que no se nos venga con esa palabreja mal
aplicada y de mal gusto: contubernio...Como argentinos más que como partidarios,
queremos un presidente que tenga voluntad propia y que no repita el espectáculo
pequeño y desmedrado de algún Estado argentino de cuyo gobierno se murmura que se
ejerce fuera de su seno y por alguien ajeno al honor de su investidura...Aquí estamos,
advertidos frente a los que creen que el título político de radicales sólo puede obtenerse
castrando la voluntad y cayendo genuflexos ante la de un caudillo poderoso". Había
pronunciado Tamborini la palabra "genuflexos", que en los momentos más ardientes del
enfrentamiento usaron los antipersonalistas como réplica al insultante término
"contubernio".
La posición de los legisladores socialistas ante la contienda radical era de neutralidad,
aunque en la mayor parte de las situaciones cerraron filas junto a los antipersonalistas.
No representó ello una causa determinante de la antipatía que Hipólito Yrigoyen
experimentaba por el partido socialista, al cual desde tiempo antes designada
despectivamente como "la secta". El socialismo de entonces sentía aversión a la
demagogia y a lo que más tarde se llamó populismo, a la vez que por su posición
evolucionista o gradualista respecto a la transformación de la sociedad no marcaba, en
aquella época, sus diferencias con la economía liberal prevaleciente. Federico Pinedo,
dirigente socialista por entonces, escribió décadas después que su paso personal a las
formas consideradas especialmente representativas de esa economía liberal no le costó
esfuerzo ideológico alguno, pues no eran en absoluto posiciones contradictorias.
No es de extrañar, por consiguiente, la posición de Juan B. Justo ante el proyecto de
congelamiento de alquileres presentado por el Ejecutivo en 1924. Justo primero lo
descalificó señalando que continuaba medidas demagógicas similares practicadas en la
presidencia de Yrigoyen y propuso, en vez de la fijación de los montos de los alquileres,
la prórroga de los contratos, cuyos valores deberían resolverse por la oferta y la
demanda. Destacó también en esa oportunidad algunos de los defectos del sistema
impositivo argentino, que castigaba la producción incluida la construcción de viviendas
nuevas-, y asimismo gravaba excesivamente la importación de elementos como hierro,
maderas y arena. Éstas y otras consideraciones referidas a la formación de los precios
de artículos de primera necesidad hacían paradojalmente a Justo y su partido
defensores de la libertad de comercio internacional y adversarios del proteccionismo. En
cuanto a sus posiciones de rechazo a la influencia católica en la sociedad las mismas no
mostraban evolución alguna respecto de las ideologías materialistas características del
tronco socialista original, tanto en su rama marxista como en la utópica.
Una curiosa coincidencia entre radicales de ambas confesiones y conservadores se
produjo con motivo de la intervención a la provincia de Mendoza. En ella controlaba el
gobierno la familia Lencinas, cuyos miembros, a semejanza de lo que ocurría en muchas
otras regiones del país, detentaban el poder político local y controlaban por vía de
clientelismo a la mayoría de los votantes. Los pujos autonomistas de Carlos Washington
Lencinas, el gobernador por entonces, irritaron a Yrigoyen, que decidió la intervención
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poco antes de transmitir el mando a Alvear. Éste retomó el proyecto y lo ejecutó a fines
de 1924,.designando interventor a Enrique Mosca. El partido oficialista mendocino se
llamaba Unión Cívica Radical Lencinista, y todas las invocaciones a a legalidad y la
Constitución hechas por el interventor y sus apoyos conservadores, alvearistas e
yrigoyenistas no bastaron para impedir que las elecciones convocadas en 1926 las
volviera a ganar el lencinismo, que llevó como candidato a gobernador a Alejandro
Orfila.
Buenos Aires, la reina del voto
Como maniobra política, la posible intervención de Buenos Aires significaba mucho más
que la de Mendoza. La principal provincia argentina renovaría sus autoridades en 1926,
lo cual hacía de 1925 el año clave para preparar los resultados, que según se ha visto
no dependían solamente de la reflexión y serenidad ciudadanas a la hora de votar.
Gobernaba Buenos Aires José Luis Cantilo, adicto a Yrigoyen, cuya gestión suscitaba
críticas pero ninguna de la magnitud objetiva que pudiera justificar una intervención
federal. Eso tornaba especialmente difícil que el Congreso aprobara la eventual medida,
y desde luego inconveniente mayor era el estado de beligerancia entre la mayoría de
los diputados y el Poder Ejecutivo.
Un efecto de la misma beligerancia se manifestaba en la imposibilidad de obtener que el
Congreso aprobara la Ley de Presupuesto, razón por la cual Alvear convocó a sesiones
extraordinarias de las que todavía en enero de 1926 se esperaba un resultado que no
llegaba. Por fin, el día 22 de ese mes el ministro del Interior, Vicente Gallo, puso en
vigencia el presupuesto del período vencido y clausuró el Congreso.
Detrás de este episodio se intuyó una segunda intención, la cual habría consistido en
poner al gobierno nacional en condiciones de intervenir por decreto la Provincia de
Buenos Aires, dado el receso del Poder Legislativo. El rumor no tardó en tomar cuerpo,
pues el ministro Gallo aceleró los pasos para llegar a la intervención; de tales pasos el
penúltimo era convencer al presidente de la República antes de la reapertura del
Congreso. Con la excepción del canciller, Ángel Gallardo, todos los integrantes del
gabinete ministerial se propusieron lograrlo.
El 23 de marzo Gallo se entrevistó con Alvear para expresarle oficialmente la
conveniencia de intervenir Buenos Aires; el presidente había tomado su decisión, y ésta
era remitir la cuestión al Congreso puesto que no advertía causas suficientes para
proceder por decreto. Por un momento pareció darse la posibilidad de que los radicales
todos (excepto los comprometidos con la maniobra de la intervención) se abrazaran
fraternalmente: Elpidio González no escatimó su presencia en la ceremonia de apertura
del período parlamentario ni los diputados de la mayoría pretendieron comprometer el
quórum; por lo contrario, al pasar el presidente el día de la ceremonia ante el comité
personalista, fue aclamado desde el mismo.
Gallo insistió dos meses después, en julio, presentando al presidente el proyecto de Ley
de intervención y requiriéndole su apoyo bajo amenaza de presentar la renuncia. Fue
un error estratégico y psicológico del ministro: así como Alvear había puesto distancia
respecto de Yrigoyen para que los manejos partidarios no le estorbaran su acción
administrativa y de gobierno, se disponía ahora a demostrar conducta semejante con
los antipersonalistas. Ángel Gallardo refiere en sus Memorias que Alvear expresó
entonces su disgusto con los ministros que pretendían fijarle una orientación política en
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vez de procurarse por sí mismos el apoyo del sufragio popular.
La reconciliación parecía cosa inmediata. Los integrantes de las mesas directivas del
Senado y de la Cámara de Diputados renunciaron para facilitar una redistribución más
cordial de los cargos, pero las buenas intenciones no resultaron remedio suficiente, y
los renunciantes fueron reelectos.
El 21 de septiembre, Leopoldo Melo, antipersonalista vicepresidente del Senado,
presentó en ese cuerpo un proyecto de Ley de intervención a Buenos Aires, que al ser
tratado en la Cámara sirvió de detonante para las violentas manifestaciones de la barra,
respecto a las cuales se acusó a Elpidio González de haber sido excesivamente
tolerante. La Cámara aprobó el proyecto, pero el mismo no fue tratado en Diputados, y
Alvear no hizo caso de él.
Sin embargo, no fue enteramente neutral en la preparación del proceso electoral
bonaerense y amenazó con intervenir la Provincia en caso de que el candidato
personalista y seguro ganador, pues no se presentarían a los comicios ni los
antipersonalistas ni los conservadores- eran Delfor del Valle o Nerio Crovetto, críticos
demasiado agudos de su gestión. En gestiones discretas y reservadas, se llegó a un
acuerdo de los dos sectores radicales, y el candidato resultó Valentín Vergara,
presidente del bloque de diputados yrigoyenistas. El 7 de enero de 1926 se realizaron
las elecciones con el resultado previsible, y Vergara asumió la gobernación de Buenos
Aires el siguiente 1° de mayo.
Durante el tormentoso 1925 el número de diputados yrigoyenistas disminuyó a sesenta
y nueve, los antipersonalistas crecieron hasta veinte, mientras los conservadores
mantenían sus treinta bancas, dieciocho los socialistas, y trece los demócratas
progresistas. Las elecciones en los distintos distritos del país celebradas a fines de 1925
y a principios de 1926 dejaron para el año nuevo la siguiente distribución de
diputaciones: sesenta yrigoyenistas, veintisiete antipersonalistas, treinta y seis
conservadores, diecinueve socialistas y nueve demócratas progresistas.
Reiniciadas las hostilidades entre los radicales, el Congreso en especial la Cámara de
Diputados- volvió a ser el escenario principal del conflicto. El yrigoyenismo legislativo
hizo ostentación de su poder obstaculizando lasa labores parlamentarias previas a la
iniciación de las sesiones ordinarias con el resultado de que éstas sólo pudieron
inaugurarse en julio. En su mensaje oficial, Alvear no disimuló su disgusto, y luego de
solicitar la debida colaboración al Congreso expresó: "A pesar de todo, cohibida,
entorpecida a menudo por la precaria situación creada, la actividad administrativa se ha
desenvuelto, sin embargo, con resultados laudables"..."Mi gobierno defiende al
radicalismo del concepto que lo deforma como una organización viciada por una
tendencia malsana de prédica agraviante como medio de propaganda, y por la ausencia
de correlación entre los propósitos enunciados en sus promesas y la realidad positiva de
su conducta en el ejercicio del poder público", palabras inconfundiblemente dirigidas a
los personalistas.
En ese clima de heridas abiertas no faltó, empero, la oportunidad para que el Congreso
sancionara la Ley 11.357, que estableció los derechos civiles de la mujer.
La tradición federal
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.
El 13 de febrero de 1925 el presidente Alvear había firmado un decreto de intervención
federal de la provincia de La Rioja, responsabilidad que ejerció Manuel Mora y Araujo,
amigo político del entonces ministro del Interior Vicente Gallo. La gestión de Mora y
Araujo culminó con la celebración de elecciones en las cuales se impuso el
antipersonalista Adolfo Lanús; la Legislatura provincial, de la misma orientación que el
nuevo gobernador, designó senadores nacionales a Héctor de la Fuente y Carlos Vallejo.
El debate en el cual se discutió la aceptación de los diplomas de los electos resultó una
inesperada oportunidad para que el senador yrigoyenista por Santa Fe Ricardo
Caballero pronunciara un discurso de singular valor histórico y que ciertamente
trasciende su propósito original de impugnar la incorporación de los riojanos al Senado.
La argumentación de Caballero comenzó señalando los vicios de la intervención federal,
sin duda no muy distintos de cualquier otra de entonces. "El señor interventor Mora y
Araujo ha ido a La Rioja a organizar un grupo político sin consistencia y sin bandera...
Esta agrupación recibió los estímulos oficiales en toda forma. El ejército de la Nación le
dio su fuerza, la amparó con su bandera augusta. Los ministerios dejaron caer sobre
ella como una lluvia fecundante, los nombramientos previamente convenidos,
destacándose en esta tarea maligna por los intereses morales que hería, el de
Instrucción Pública, que permitió la transformación de las escuelas en comités políticos
de la más baja exponencia...
"He aceptado también la impugnación de estos diplomas porque hace tiempo que en mi
alma se levanta una melancólica certidumbre. Aquella lejana provincia de La Rioja
purga el delito de haber sido la última donde el espíritu de la vieja patria resistió el
avance de esta civilización trivial y feroz que le fue impuesta por los sables de una
soldadesca desenfrenada mandada por jefes extranjeros...Dos generaciones, cuando
menos, se han consumido comulgando con la mentira surgida con recargados atavíos
retóricos después de la oscura batalla de Pavón...". "...No somos un partido
exclusivamente político militante, ni hablamos en nombre de teorizaciones más o menos
imposibles. Esto lo sabe antes que nadie el pueblo de la República, que ha sentido su
frente acariciada por la esperanza de una verdadera redención desde el día en que el
doctor Hipólito Yrigoyen llegó al gobierno, desde el día en que la Unión Cívica Radical
pudo influir en los destinos del Estado y de la sociedad. Se opuso a esta acción el
privilegio, el espíritu de la clase heredera del poder y de la falsa gloria del frío estado
liberal que se constituyera en el país después de Caseros y de Pavón.
"...El sentido de nuestra historia ha penetrado en las almas y un rayo de luz ha
iluminado las venerables ruinas del solar argentino. No hubo en el pasado, señor
presidente, caudillos desenfrenados y bárbaros seguidos de multitudes salvajes, sino
hombres inspirados en la simplicidad heroica de la vieja patria, que no quería morir en
el silencio de una absorción injusta y brutal...El grito de protesta de las viejas
generaciones argentinas ha sido tan justo que no han podido ahogarlo en la posteridad
los silencios palpables impuestos por los vencedores a dos generaciones. A través de los
muros levantados por la conciencia atormentada de los vencedores, ha llegado hasta
nosotros la mirada triste del Chacho, único reproche que dirigió a su asesino al recibir la
lanzada mortal que lo hería en nombre de la civilización a la que se había rendido ya,
entregando aquel puñal legendario, el de la noble leyenda que atravesaba la hoja: No
me saques sin razón, ni me guardes sin honor. La figura blanca de un niño asesinado ha
perturbado en vida el alma agreste de Santos Pérez y ha impreso a la historia de
nuestras luchas civiles un ritmo de tragedia que todavía nos emociona y nos conturba.
La mirada triste del pobre general gaucho asesinado no sé si perturbó la conciencia
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empedernida de los intelectuales cómplices de su muerte, pero yo me encuentro con
ella cada vez que este presente orgulloso, desde la cima helada de algún editorial
pagado con dinero arrancado a la inconsciencia o a la ignorancia del pueblo, arroja su
desprecio sobre el pasado argentino, heroico y vencido".
Esta larga transcripción ilustra como pocos documentos la línea de continuidad entre el
partido federal y el radicalismo, aunque en la formación y desenvolvimiento de este
último habían concurrido también otras influencias. Caballero puso a la luz con su
discurso la permanencia de una corriente de ninguna manera minoritaria que no se
consideraba incluida en el proceso de la llamada "organización nacional" y los gobiernos
que la continuaron hasta 1916. Cobra así sentido la expresión "régimen falaz y
descreído" que Yrigoyen aplicaba a ese extenso período, dura designación inexplicable
sin la existencia de una contracara de la moneda. El siglo XX fue fecundo en ideólogos
políticos expertos en prometer la realización de utopías que renovarían la faz de la
tierra, pero Yrigoyen no pertenecía a esa estirpe. A su "causa" opuesta al "régimen" la
veía con futuro, pero era también la reivindicación de un pasado.
En otra circunstancia el senador Ricardo Caballero reconoció que no era ésta cuestión
para ventilar demasiado, pues le constaba el prestigio social de que gozaba la
interpretación liberal de la historia argentina, y que conversando de ello con Hipólito
Yrigoyen éste le sugirió que la continuidad con el partido federal era un secreto que
pocos compartían. ¿Lo habrá compartido también Marcelo de Alvear, nieto del
representante de Rosas en los Estados Unidos y del general más distinguido del dictador
porteño?
Petróleo y elecciones
La Cámara de Diputados se constituyó en 1927 con sesenta y un yrigoyenistas,
veintisiete antipersonalistas, treinta y seis conservadores, diecinueve socialistas y siete
demócratas progresistas. La preparación de la campaña presidencial agriaba los
ánimos, sentimiento común al que no escapó Alvear cuando en su discurso de
inauguración de las sesiones legislativas formuló estas quejas: "Hay agrupaciones
enfermas de sectarismo, propensas al sometimiento a que las condenan, por
gravitación natural de las cosas, las voluntades fuertes que alcanzan a ganar su
confianza y concluyen por despojarlas de sus facultades de análisis, de contralor y de
selección", y luego de expresar su confianza en que tales males quedarían superados,
continuó: "Así habremos concluido con la paradoja de que un país como el nuestro,
sano, inteligente, laborioso, que nada teme a las peores crisis de nuestra economía o de
sus finanzas, viva poseído de la obsesión de considerar irreemplazables a los hombres
públicos".
No tardó el ámbito parlamentario en alterarse con la reanimación de la ya clásica
cuestión de la intervención federal a Buenos Aires; en esta oportunidad la iniciativa
estuvo a cargo de Enrique Dickmann, socialista, quien en los considerandos de su
proyecto invocaba como causa principal el auge del juego en la provincia. La presencia
de un bloque socialista considerable en la Cámara otorgaba importancia al tema, pues
de acuerdo a la alianza que se estableciera entre éste y otro bloque podría decidirse la
suerte de Buenos Aires y de las elecciones presidenciales. Alvear no vio con buenos ojos
el avance de Dickmann, pero más decisiva resultó la irrupción de Yrigoyen, que se
entrevistó con el jefe del partido socialista, Juan B. Justo y logró un acuerdo según el
cual el gobernador Vergara daría satisfacción a los reclamos sobre las leyes del juego
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mientras a su vez Dickmann retiraría su proyecto. Así se hizo y la vida de la Cámara
retornó a la normalidad, es decir, las pendencias partidarias y las dificultades para
constituir quórum.
Tales rutinas se alteraron en julio con motivo del tratamiento de la ley sobre petróleo.
La cuestión del petróleo estaba relacionada desde el descubrimiento de los primeros
yacimientos patagónicos en 1907 con la gestión de la compañía estatal Yacimientos
Petrolíferos Fiscales, fundada en ese año. YPF había coexistido desde entonces con
empresas privadas en un plano respetable pero de inferioridad por lo que hace a su
ámbito de actividad. Alvear al inaugurar su presidencia designó al general Enrique
Mosconi para que dirigiera la empresa. ,Mosconi logró que la producción de YPF se
duplicara en cinco años, a la vez que posibilitó la iniciación de una política integral de
explotación de los hidrocarburos en vistas de su aprovechamiento para el crecimiento
de la economía nacional en su conjunto.
Alvear secundó siempre sin objeciones a Mosconi, e hizo propio el proyecto de éste de
nacionalizar la actividad petrolera. Al enviar al Congreso el proyecto de Ley
correspondiente, se produjeron dos dictámenes correspondientes respectivamente a la
comisión de Industria y Comercio y a la de Legislación General. La primera produjo el
Despacho N° 95, que proponía, de acuerdo con el Poder Ejecutivo, la extensión de las
jurisdicción federal sobre las concesiones de explotación del petróleo, el carbón y el
hierro, reconocía el sistema de empresas mixtas entre Estado y particulares, establecía
el monopolio estatal sobre el transporte terrestre del petróleo y fijaba impuestos a los
productores privados de los cuales una fracción se giraría a las provincias.
La Comisión de Legislación General, a su vez, presentó el Despacho N° 77, inspirado
por el bloque personalista, donde se sustituía el concepto de jurisdicción federal por el
de propiedad del Estado Nacional sobre los yacimientos minerales de todo el territorio
nacional.
El 28 de julio la Cámara se enzarzó en un debate violento acerca de cuál de ambos
despachos debería ser tratado con precedencia. El Despacho N° 77 encontró su paladín
en Diego Luis Molinari , diputado desde 1924 y uno de los miembros de mayor prestigio
intelectual de su bloque. Conforme a las consignas impartidas por Yrigoyen a su partido,
Molinari fustigó a las empresas extranjeras y criticó asimismo la posibilidad de que el
control de la riqueza minera se atribuyera a las provincias donde estuvieran los
yacimientos dado que esta opción, afirmaba, permitiría maniobras que invocando las
autonomías provincianas podrían permitir el ingreso de las compañías foráneas, a las
cuales no vaciló en identificar como la Standard Oil y la Anglo Persian. Lo más
sustancioso del discurso de Molinari consistió en sus consideraciones acerca de la
evolución del derecho minero vigente desde la época española y sobre el
encuadramiento jurídico contemporáneo del tema.
Prevaleció el criterio de dar precedencia al Despacho N° 95, lo cual motivó el retiro de
la bancada yrigoyenista, restituida a sus asientos en los días posteriores para seguir
participando en la discusión, que se prolongó hasta el 8 de septiembre, fecha en que se
aprobó el monopolio estatal por sesenta y cinco votos contra cincuenta y cinco. Aunque
la distribución de los votos correspondió en líneas generales a la ubicación partidaria de
cada diputado, abundaron los casos en que lo hicieron de manera independiente, de
modo particular entre los representantes de provincias de producción petrolífera,
movidos por el celo de las autonomías locales..
Durante 1927 se produjo la división del socialismo, formándose el disidente Partido
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Socialista Independiente, que arrastró consigo a once de los diecinueve diputados con
que contaba el bloque original. Líder indiscutido del nuevo grupo político, Antonio De
Tomaso era también un brioso y activo legislador que se aproximó con los suyos a la
concordancia de conservadores y antipersonalistas con gran beneficio para éstos. en los
años siguientes.
En diciembre hubo elecciones en Salta, ganadas por los yrigoyenistas; a lo largo de los
tres primeros meses de 1928, otras tantas victorias de los yrigoyenistas les dieron
también el gobierno de Tucumán, Santa Fe y Córdoba, y en abril fue la consagración de
Hipólito Yrigoyen como presidente de la República. Estos resultados electorales tuvieron
sus correlatos parlamentarios: los partidarios del presidente electo pasaron a contar con
noventa y dos diputados; los conservadores tenían treinta y seis, los antipersonalistas
quince, los socialistas diez, y los socialistas independientes seis.. El Senado permanecía
hostil a Yrigoyen, con sólo siete de sus partidarios ocupando bancas; uno de ellos era el
recién ingresado Diego Luis Molinari, reemplazante de Juan B. Justo en una de las
senadurías de la Capital Federal.
El período legislativo de 1928 lo abrió el presidente con una exhortación que antes bien
era un reproche: "Lo que voy a pediros" decía a los legisladores- ", si lo dais, será para
que otro pueda realizar en bien de la República lo que a mí no me fue posible ejecutar.
Me refiero a tanta iniciativa fecunda que el Honorable Congreso tiene en sus carpetas:
esfuerzos de investigación y construcción doctrinaria esterilizados, porque los
legisladores que compartieron con mi gobierno la misión de velar por el bien público no
hallaron oportuno o conveniente prestarle su atención. Nadie nos aliviará del cargo y la
tristeza con que hemos de recordar lo que pudo ser y no se hizo".
Amarga síntesis ésta, y también justificada, pero cuyo tono sombrío resultaba un tanto
excesivo si se considera la significación que revistieron algunas de las trescientas
cuarenta y ocho leyes votadas por el Congreso de la Nación durante la presidencia de
Marcelo de Alvear.
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El problema de los fines en la racionalidad económica
por Ricardo F. Crespo
La economía y los fines
La cuestión del tratamiento científico de la acción humana ha supuesto siempre una
tensión. Mientras que, como afirma Aristóteles en muchos pasajes, la acción humana es
esencialmente singular, la ciencia necesita universalizar. Quizás esta tensión se ha
trasladado a las discusiones acerca del carácter o tipo de cientificidad de la ciencia
práctica aristotélica. En cualquier caso, más allá de estas discusiones, esta claro que la
ciencia práctica, en cuanto más práctica es, es menos científica y en cuanto más
científica, menos práctica.
El carácter singular de la acción humana viene dado por la consideración de su
finalidad. El carácter voluntario, libre y adaptado a las circunstancias concretas de la
acción humana le imprime su singularidad (cfr. e.g. Ética Nicomaquea EN III, 1, 1110b
ss.). Por eso, para el lógico norteamericano Willard Van Quine (1960, cap. 6,
especialmente el n. 45 pp. 216-22), si hubiera una ciencia humana que buscara la
precisión propia de leyes auténticas, debería prescindir de cualquier referencia a
intenciones, propósitos, y razones para la acción.
La economía ha pretendido precisamente esto: la exactitud de auténticas leyes. Por
ello, tal como quedó canónicamente establecido por Lionel Robbins en 1932, ha tomado
los fines como dados y se ha ocupado sólo de la adecuación o asignación de los medios
a los fines. Este ha sido el punto de partida de la teoría económica neoclásica. Esta es la
manera de convertir un asunto práctico en uno técnico, susceptible de una solución
exacta y eficiente. La tendencia a querer controlar técnicamente la acción humana y a
hacerla completamente predecible es muy vieja. Se considera desde el Protágoras de
Platón (cfr. Nussbaum 2001).
Hay un modo, cuyo espíritu podría ser aristotélico, pero que no estaba desarrollado en
tiempo de Aristóteles, de obtener generalizaciones no universales acerca de la acción
humana. Es a través del concepto de probabilidad y los instrumentos de la estadística.
Los hábitos humanos, que tienen una relación causal bi-direccional con la educación, la
cultura, las normas sociales y las instituciones, dan lugar a tendencias. La naturaleza
física también presenta tendencias (climáticas, ciclos productivos, etc.). El científico
social puede trabajar legítimamente con ambas tendencias. Pero, como dice el filósofo
alemán W. Wieland, "tales regularidades [estadísticas] valen siempre para totalidades,
y excluyen una aplicación inmediata a los elementos individuales que constituyen esas
totalidades". Estas regularidades no alcanzan a dar lugar a teorías universales estrictas,
aplicables sin más a los casos particulares. El científico social no puede olvidar esta
limitación. El individuo del estadístico es indiferenciado, no identificado. El individuo real
se enfrenta a la contingencia. Por eso, ha de tener en cuenta que su tarea acaba en la
faz explicativa; no puede prescribir. Esta última es tarea del individuo o del político.
Esta restricción estaba clara para Keynes, quien afirmaba en su Treatise on Probability
que "la probabilidad comienza y acaba en probabilidad" (1973: 356). "Esto es debido al
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hecho de que una inducción estadística no es realmente sobre ningún caso particular,
sino sobre una serie sobre la que generaliza" (1973: 450).
¿Qué nos dice todo lo anterior? Que aunque es legítimo hacer estadística no hay que
olvidarse de que la estadística es sólo estadística, es decir, historia de hechos externos
y no teoría universal. Y en el campo económico, donde precisamente el énfasis está
puesto en la creatividad y la innovación, lo que se busca es quebrar la estadística. Lo
contingente es real y bien interesante, porque es lo que "hace la diferencia". Esta
contingencia proviene fundamentalmente de los fines de las acciones individuales. No
excluyo que mediante la estadística se pueda captar alguna relación causal que va más
allá de la pura descripción histórica. Pero esa relación causal en el ámbito de lo humano
no es apodíctica sino fluctuante. Por tanto, la teoría económica (y cualquier teoría social
o de la acción humana, ya sea teoría de la elección racional, o estratégica, o teoría de
juegos) será siempre inexacta, pero no por eso absolutamente inútil. Me encanta la
claridad y equilibrio de Keynes en esta materia: "Aunque la naturaleza tiene sus
hábitos, debido a la recurrencia de las causas, son generales, no invariables. Sin
embargo, el cálculo empírico, aunque inexacto, puede ser adecuado para los asuntos
prácticos" (1973: 402).
Para evitar estas inexactitudes los economistas toman los fines como dados,
comenzando a trabajar con un mapa de preferencias consistentes que consideran como
un dato. Dado ese mapa se pueden representar las elecciones como la maximización de
una noción homogénea común que denominan utilidad o valor (Robbins 1984: 15, 30).
Pero algunos economistas se dan cuenta de que este procedimiento no expresa lo que
pasa en la realidad. Max Weber comienza su conferencia acerca de la ciencia como
vocación diciendo "nosotros, los economistas". Señala en Economía y sociedad que "el
aspecto más esencial de la acción económica para fines prácticos es la elección
prudente de los fines. La acción económica está orientada primariamente al problema
de la elección del fin () y la tecnología a la elección de los medios apropiados" (Weber
[1922] 1978: 66ss. La cursiva es mía). Weber era economista y sociólogo. Otro
sociólogo, Talcott Parsons, hace notar que los fines de Robbins no son verdaderos fines,
porque sólo se conocen a posteriori; son un resultado, no un fin. También el viejo
economista de Chicago, Frank Knight, se da cuenta de que si los fines son dados, no
son fines y de que los fines se redefinen en el curso de la misma acción (1956: 128-9).
James Buchanan (otro economista pensante) desarrolla el mismo argumento. Amartya
Sen, al proponerse como objetivo económico-social alcanzar para todos los agentes un
conjunto de capacidades que han de ejercitarse libremente, también se está ocupando
de los fines. Otros se han planteado como asuntos de la economía la felicidad, al darse
cuenta de que el crecimiento económico no hace igualmente felices a todos (más aún,
las estadísticas muestran algunas correlaciones negativas). Recientemente, también,
aparecen economistas que quieren tratar cuestiones como el altruismo y la
reciprocidad, que asimismo implican la consideración de los fines.
En el ámbito filosófico, por ejemplo, David Wiggins y Elizabeth Anderson, sostienen que
los fines y los medios interactúan. Para Anderson (2005: 8), "actuar en base a juicios
así truncados [sin considerar los fines] sería una locura". Esto no significa tampoco,
pues sería otra locura, que la deliberación sobre los fines nunca acabe. Llevaría a una
parálisis. Tampoco significa que no se pueda hacer un corte analítico de la acción por
fines teóricos. Pero no hay que olvidar que se trata de una teoría que no puede pasar
de la generalización.
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Racionalidad técnica, racionalidad práctica, conmensurabilidad y
comparabilidad
Es de celebrar que los economistas comiencen a ocuparse de los fines. Pero la
celebración puede trocarse en lamento si los economistas no tienen en cuenta que la
racionalidad propia de la adecuación de medios a fines, que ellos usan habitualmente
(una racionalidad técnica o instrumental), tiene una estructura o lógica distinta de la
racionalidad de la elección de los fines (racionalidad práctica). Dice Aristóteles al
comienzo del libro VI de la Ética Nicomaquea: "La disposición racional apropiada para la
acción [hexis logou praktiké] es cosa distinta de la disposición racional para la
producción [poitikês]" (Ética Nicomaquea VI, 1140a 2-5). Escribe Santo Tomás de
Aquino: "la razón procede de un modo en el ámbito de lo técnico y de otro en el ámbito
de lo moral" (Summa Theologiae I IIae., q. 21, a. 2 ad 2). Aunque racionalidad técnica
y práctica son dimensiones o usos de la misma razón y acción, sus "estructuras"
difieren. Podría suceder que los economistas apliquen la racionalidad instrumental a la
elección de fines, tratándolos como si fueran medios sustituibles y maximizables (como
hacen algunos autores de las teorías de la felicidad). Sen critica esta estrategia, que es
la propia del consecuencialismo. Advierte en muchos de sus escritos que frente a la
realidad de la heterogeneidad de los fines no cabe acudir a estos instrumentos. Sin
embargo, él mismo no consigue aportar una solución adecuada. Sabina Alkire (2002:
85-6), economista de su corriente (el enfoque capacidades) expresa muy bien el
problema:
El enfoque capacidades concibe a la reducción de la pobreza como una
tarea multidimensional. Es decir, reconoce que más de un bien humano
(la diversión, el conocimiento, la salud, la participación en el trabajo)
tiene un valor intrínseco en la sociedad, y que el conjunto de los fines
valorados y sus pesos relativos varían según los individuos y las culturas.
Pero si los fines humanos son de diverso tipo y no pueden ser
representados adecuadamente por una medida común como el ingreso o
la utilidad, se nos crea un problema. Se hace imposible elegir
"racionalmente" entre diversas opciones que persiguen conjuntos
diferentes de fines, si uno entiende por racional lo que entiende la teoría
de la elección racional: la identificación y elección de la opción
máximamente eficiente o productiva.
Por eso es relevante entender las diferentes racionalidades. El esquema o estructura
más sencillo es el de la racionalidad técnica: dado el fin o los fines, esta racionalidad
trata de determinar cuáles son los medios apropiados para alcanzarlo/s. La dimensión
técnica considera, planea y obtiene un resultado. Para la racionalidad técnica los medios
y fines vienen dados, no son elegidos y la pregunta es cuáles son los medios para
alcanzar los fines. La racionalidad técnica puede no contentarse con averiguar cuáles
son los medios sino también tratar de sacarles el mayor provecho posible. El mayor
aprovechamiento de los medios disponibles conduciría a la consecución de la mayor
satisfacción de fines posible. Es la operación que en economía se denomina
maximización. Supone la determinación de un baremo común a maximizar. "La razón,
dice Santo Tomás, en las cosas artificiales se ordena a un fin particular" (Summa
Theologiae I IIae., q. 21, a. 2 ad 2).
La dimensión práctica no maximiza, sino que armoniza, coordina, alinea y ordena fines
de segundo orden e. d., fines deseados en sí mismos y también en orden al alcance del
último fin: el honor, la belleza, la salud. ¿Cómo los ordena? Por su contribución a ese
último fin, o felicidad. ¿En qué radica la felicidad del hombre? Primeramente, Aristóteles
señala la vida virtuosa. Más adelante, sostiene: "la contemplación y la meditación que
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tienen su fin en sí mismas y se ejercitan por sí mismas" (Política 1325b 16-20). Para
Aristóteles éste es el acto más perfecto, en el que radica la felicidad. Pero ambos
ideales vida activa y contemplativa son compatibles según la interpretación de muchos
autores aristotélicos. La clave es que no hay otro fin más allá. "El fin último de la vida
práctica señala A. Vigo (1997: 42) debe ser representado como un fin deseado sólo por
sí mismo y no como medio para otra cosa, mientras que todo lo demás ha de ser
deseado también por causa de o con vistas a ese fin". Este último fin se constituye en el
criterio de alineación del resto de los fines. Este conjunto conforma la constelación de
los fines prácticos.
Ahora bien, esos fines alineados según su contribución a la felicidad no se pueden
comparar u ordenar cuantitativamente. No son intercambiables y reducibles a una
unidad maximizable. Sólo podríamos aspirar a optimizarlos (a alcanzar la combinación
mejor, no la mayor). Para algunos autores se presenta entonces el problema de cómo
sopesarlos, cómo juzgar cuánto de cada uno se ha de elegir para alcanzar el fin último.
Encontramos cierta perplejidad ante este problema en autores como Ruth Chang (1997)
y Anderson (1997). La inconmensurabilidad término usado a menudo indistintamente
con incomparabilidad es un problema real para autores como Finnis, Grisez, Taylor,
George, Raz, o Richardson. Pienso que este problema proviene de la predominante
interpretación inclusivista de la felicidad en Aristóteles que comienza con Ackrill (cfr.
1980: 19, 21, 22). Esta posición sostiene que la felicidad se compone de un conjunto de
"fines constitutivos" o de segundo orden. En cambio, Kraut (1989: passim) sostiene una
visión de la felicidad como un fin dominante que es doble, la vida virtuosa y la vida
teorética al que se subordinan los fines de segundo orden. Ya explicaré por qué pienso
que la confusión entre inconmensurabilidad e incomparabilidad y la creencia en la
vigencia de ambas está relacionada con una interpretación inclusivista de la felicidad en
Aristóteles.
Comparar es establecer similitudes y diferencias entre cosas atendiendo a diversos
criterios. Se puede comparar cuantitativamente (más extenso, más rápido, etc.), o
mediante otra categoría que se les predique. La comparación cuantitativa es la
conmensuración. Dentro de la segunda posibilidad, podemos distinguir una comparación
cuanti-cualitativa (más coloreado, caluroso, etc.) y otra por prioridad establecida por un
"meta-criterio" (más o menos substancial, bueno o feliz); la segunda, es la comparación
por grado de intensidad de la cualidad; y la tercera, es la comparación por prioridad o
posición. Analicemos cada una de éstas.
1. La conmesuración:
Para Aristóteles, la conmensuración supone una medida común que comparten las
cosas conmensuradas. Dice en la Metafísica (X, 1, 1053a 25-8): "la medida es siempre
del mismo género (syngenes) la de peso un peso, la de unidades, una unidad". Por eso,
"el número, en efecto, es conmensurable, y de lo no conmensurable (me symmetros)
no se dice un número (arithmos)" (V, 15, 1021a 5-6). Una característica de la
conmensuración para Aristóteles es que cuando conmensuramos no tenemos en cuenta
las diferencias ontológicas, sino que consideramos las cosas conmensuradas como
indiferenciadas, como átomos: "las cosas iguales (isa) y totalmente indiferenciadas
(adiafora) las consideramos idénticas (ypolambanomen) en el reino de los números
(arithmois)" (XIII, 7, 1082b 7-9). Obviamente, son indiferenciadas en cuanto contadas,
no en sí mismas. Una consecuencia de esto es que de las cosas contadas en cuanto
contadas, es decir, de los individuos o atomoi no podemos predicar lo anterior ni lo
posterior (III, 3, 999a 12-3). Aristóteles está afirmando que cuando establecemos una
comparación cuantitativa o conmensuración, excluimos la consideración de las
diferencias cualitativas o substanciales. Sin embargo, él mismo considera otra
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posibilidad.
2. La comparación por intensidad del grado de la cualidad:
El mismo Aristóteles considera la posibilidad de medir la cualidad. En las Categorías
(VIII, 11b 26) dice que las cualidades admiten grados, como una cosa es más blanca
que otra. Es decir, se pueden asignar números a una escala cualitativa. Aristóteles pone
también un ejemplo económico: gracias a la moneda podemos conmensurar cosas
distintas según la necesidad que tenemos de ellas (EN V, 5, 1133a 20ss.). Sin embargo,
Aristóteles reconoce que esto supone una tensión: "Sin duda, en realidad es imposible
que cosas que difieran tanto lleguen a ser conmensurables, pero esto puede lograrse
suficientemente para la necesidad" (EN V, 5, 1133b 19-23). Por otra parte, como
también dice en las Categorías (VI 5b 11 y 8 10b 13), la escala tiene sus límites ya que
mientras que la cantidad no admite contrarios, la cualidad lo hace. Se trata de una
comparación por intensidad de la cualidad. Esta medición supone una convención bien
limitada: pretende expresar una cualidad a través de otro accidente.
Esto resulta claro para Keynes: "Cuando describimos el color de un objeto como más
azul que otro, o decimos que tiene más verde, no queremos significar que el color del
objeto posea más o menos cantidades de azul o verde; significamos que el color tiene
una cierta posición en un orden de colores y que está más cerca de un color estándar
que el otro" (1973: 38-9). Afirma también: "La cualidad objetiva medida puede no
poseer estrictamente una "cuantitividad" numérica, aunque tenga las propiedades
necesarias como para medirla a través de su correlación con números. Los valores
asumidos pueden ordenarse (); Pero no se sigue de esto que la afirmación de que un
valor es el doble de otro signifique algo () Por tanto, un intervalo igual entre números
que representan ratios no corresponde necesariamente a intervalos iguales entre las
cualidades medidas; porque estas diferencias numéricas dependen de la convención que
hayamos adoptado" (1973a: 50). Un auto puede ir al doble de la velocidad de otro
(conmesuración), incluso podríamos decir que hoy hace el doble de calor que ayer
(comparación por intensidad de cualidad), pero es más difícil decir que un cuadro es el
doble de bello que otro. De hecho podemos afirmarlo, incluso basando nuestra
afirmación en una evaluación de diversos aspectos de los cuadros en cuestión a los que
les asignamos un puntaje, otorgándole así cierta pretensión de objetividad (como
sucede a veces en la evaluación de los proyectos de investigación o en un concurso
académico). Pero no será más que una aproximación inexacta y discutible. Este es un
procedimiento constante en la economía, que suele olvidar estas limitaciones.
3. La comparación por prioridad o posición:
Volvemos a Aristóteles en las Categorías. Nos dice que un hombre no es más hombre
que otro, como lo blanco es más blanco que otro blanco y algo bello más bello que otro.
La substancia no admite un mayor o menor (V, 3b 33 - 4a 9). Sin embargo, un cierto
hombre es más substancia que la especie hombre y el género animal, y de dichas
substancias secundarias, la especie es más substancia que el género, pues está más
cerca de la substancia primaria (V, 2b 7-8). Es decir, esta comparación no es por
intensidad de grado.
Pienso que es este tipo de comparación el que nos puede ayudar a salir del problema de
la incomparabilidad de los fines de segundo orden. Aristóteles señala en los Tópicos que
cuando se busca un bien a causa de otro, una vez obtenido el otro, el primero no añade
nada (III 2 117a 16-21). El ejemplo que pone es el de la salud y su recuperación. La
recuperación no añade nada a la salud porque se busca a causa de ésta. Donde hay
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prioridad no hay conmesurabilidad ni comparabilidad por intensidad.
Aristóteles dice, contra Platón, que "las nociones de honor, prudencia y placer son otras
y diferentes precisamente en tanto que bienes; por consiguiente, no es el bien algo
común según una sola idea" (EN I, 6, 1096b 22-5; cfr. también Politica III, 12, 1283a
1ss). Esta es una de las citas preferidas de los inconmensurabilistas y está bien. Pero lo
que no advierten es que lo que Aristóteles está rechazando es la posibilidad de
conmensurar esos fines, no de compararlos. La falta de un elemento común, en efecto,
impide la conmensuración o la comparación por intensidad cualitativa, pero no la
comparación por prioridad. Frente a la realidad patente de que conseguimos comparar,
Chang (1997) insiste en buscar un covering value innominado que haría posible la
comparación. Pero el problema no está en la falta de nombre del covering value sino en
la falta de necesidad de éste para comparar. ¿Cómo comparamos? Ordenando
jerárquicamente de acuerdo a algún criterio que permite marcar las diferencias,
"ranquear", no mediante una medida común. Hay un tipo de substancia que es la
primera y es más que la segunda. Podríamos decir que ambas son substancias pero que
la distinción entre Sócrates y el género animal, o entre el honor y la vida contemplativa,
por una parte, es de otro orden que la distinción entre un azul y otro azul más intenso o
entre un día más caluroso y otro, por otra parte. El honor, la prudencia y el placer son
bienes, pero bienes diferentes. La palabra bien, en este caso, se usa analógica no
unívocamente. No se trata de una estimación cuantitativa ni cualitativa que se basa en
algo en común, sino de una comparación práctica posibilitada por una ordenación
jerárquica de prioridad de bienes distintos. Flannery (2001: 99) le llama un "ranking de
segundo orden": se relacionan los logoi a través de otro logos; es decir, se recurre a la
analogía.
Estos fines de segundo orden se pueden comparar por su contribución al último fin, esa
actividad del alma denominada felicidad: este es el logos que permite ordenar
jerárquicamente los logoi. Es interesante notar que para Aristóteles, tanto la praxis,
como la actividad contemplativa y Dios son energeiai. ¿Podemos decir que el ser
energeiai es algo en común? En algún sentido si lo es, pero no como una comida está
más caliente que otra. "Estar en acto -energeia-, señala el Estagirita, no se dice de
todas las cosas en el mismo sentido sino analógicamente -analogon-"(Metaph IX, 6,
1048b 6-7).
La captación de la jerarquía de los fines de segundo orden es una tarea de la razón
práctica tanto para diseñar un borrador de nuestro plan de vida, como para cada
decisión concreta vinculada a nuestra vida práctica.
Por eso pienso que los inclusivistas no se explican la capacidad práctica de comparar: al
no considerar a la felicidad como una actividad diversa a los fines de segundo orden, no
cuentan con el criterio de comparación, el logos. Se encuentran frente a un conjunto de
fines sin una medida en común y no saben que hacer. La sorpresa de David Wiggins,
por ejemplo, es paradigmática: "[los agentes individuales] pueden deliberar () acerca
de los fines, de los constitutivos de los fines y de los medios para los fines. De alguna
manera, a pesar de la intratabilidad e incertidumbre de la materia de elección, los
agentes pueden arribar a juicios acerca de qué vale la pena o qué puede o no puede ser
hecho por un fin. Y de algún modo, como resultado de todo esto, arriban a normas de
razonabilidad compartidas, en parte no explícitas" (Wiggins 2002: 373-4).
Quizás la concepción de la probabilidad de Keynes da cabida a esta tercera clase de
comparabilidad. Contempla la posibilidad de que haya un tipo de probabilidades que "no
pertenecen a un conjunto común de magnitudes mensurables en términos de una
unidad común" (1973: 33). En estos casos, "el grado de probabilidad no está
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compuesto de material homogéneo, y, aparentemente, no es divisible en partes del
mismo carácter" (1973: 32).
[Ejemplos: un concurso de belleza: comparación práctica; la decisión de un juez; John
Lennon el 4 de marzo de 1966: no podemos conmensurar los fanáticos, podemos
comparar en orden a decisiones según un criterio superior].
Agrego algunas aclaraciones:
1. Esta jerarquía puede cambiar: Taylor (1997: 182) señala el "elemento o contexto
Kairótico". Aristóteles habla de hacer un bosquejo (perigraphon) del bien que queremos
e ir completándolo (anagrapsai) (EN I 7, 1098a 20-1). Aquí también entra la posibilidad
de la akrasia, la racionalización, y la importancia del tiempo en la vida práctica.
2. Esta jerarquía se pone en funcionamiento frente al caso concreto. No siempre
tomamos decisiones "extremas". Muchas veces varias actividades son compatibles y el
problema práctico es cómo distribuirlas en el tiempo. En estos casos, el problema podría
transformarse en técnico y podríamos maximizar: buscar la distribución más eficiente
de las acciones dentro de un tiempo.
3. A pesar del carácter cambiante del plan, los fines de segundo orden no son
completamente intercambiables.
4. La armonización no sigue la pirámide de Maslow necesariamente. Necesitamos salud,
casa y vestido, pero como filósofos sabemos bien que estamos dispuestos a resignar
algo de todo esto en pro del conocimiento o de la amistad.
5. Una vez tomada la decisión, se puede expresar la acción como un procedimiento
maximizador. Esto permite que los economistas sostengan equivocadamente que
cualquier acto humano racional es maximizador. ¿Podemos expresar la decisión
calculando una ratio de substitución constante o variable entre los fines? Contesta
Wiggins: "El incommensurabilista no negará después del evento, sin duda, que se
pueda percibir esa ratio. Pero esto es casi vacuo y el incommensurabilista sería tonto si
negara lo vacuo [] No representa un alegato falsable acerca de los resortes de la acción
del agente" (2002: 371). Lo que hay detrás de todo esto no es más que una simple
falacia de ambigüedad que se puede encontrar tratada en cualquier manual básico de
lógica (por ejemplo, Copi y Cohen 1998: 6.4): se está dilatando el sentido coloquial de
maximización otorgándole el de racionalidad. Pero puede confundirnos haciéndonos
pensar que siempre maximizamos, que hacemos todo por propio interés, hasta el
mismo altruismo. Por eso según Wiggins la teoría de la utilidad es una caricatura de las
decisiones y acciones humanas (2002: 390). Como señala Rawls (1971: 558), la
función de utilidad puede caracterizar la elección individual pero nunca podría ser un
procedimiento de decisión de primera persona.
De vuelta a la economía
¿Qué consecuencias tiene todo lo anterior para la economía? Ya opiné que es legítimo
un estudio teórico de lo práctico en la medida en que acepte las limitaciones de la
inexactitud de la materia y que no pretenda ser guía para acciones concretas. Pero,
¿cómo hacer para que un economista se quede sólo en la academia? Como dice Robbins
(1965: 7), "pocos son los que se hacen economistas por mera curiosidad; considerada
como conocimiento puro, nuestra ciencia, aunque tenga sus momentos fáusticos, tiene
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menos atracción que muchas otras." La mayoría, al menos, hace consultoría, y con gran
éxito. Se hacen chistes sobre los consultores pero por algo les pagan tanto. Un
economista que da recomendaciones tiene que pensar en los fines, no sólo por una
cuestión moral, sino de realismo.
Ahora bien, si la economía, como ciencia, sólo se quedara al nivel de los medios, no se
presentaría el problema de la comparación por prioridad y podría funcionar muy bien
con todo su excelente aparato técnico. Esto es más fácil que suceda en ámbitos
específicos, donde el fin esté claro y prefijado y entonces se aplique muy
fructíferamente un análisis costo-beneficio (Finnis 1997: 218-9). La maximización es el
mejor medio de asignar medios a fines dados. Anderson señala que ésta tiene un rol
local en el marco señalado por el razonamiento práctico (1993: 45). También lo nota
Wiggins (2002: 386).
Hay ejemplos fantásticos de este buen trabajo de la economía en campos como la
salud, la educación, el transporte, las regulaciones y privatizaciones, la integración,
supuesto que se han definido las limitaciones de orden práctico-político.
Es decir, o bien la economía se limita a lo técnico en áreas específicas, o bien, si quiere
influir sobre la acción avanzando sobre el campo de los fines, debe interactuar con la
racionalidad práctica, lo que supone introducir la inexactitud, horror de cualquier
científico hecho y derecho. Algo así se debía sospechar Robbins, cuando, ya maduro,
recomendó: "Debemos estar preparados para estudiar no solo los principios económicos
y economía aplicada... Debemos estudiar filosofía política, administración pública,
derecho. Debemos estudiar historia, que nos da reglas para la acción y dilata nuestra
visión de las posibilidades. Diría también que debemos estudiar los grandes clásicos de
la literatura" (1956: 17).
La economía se divorció de la política hace bastante tiempo. Tenemos que lograr una
reconciliación de la pareja. A veces, esto es posible. Pero no debe ser una reconciliación
machista en la que la racionalidad instrumental absorba a la práctica. La economía, si
quiere traspasar su límite técnico, debe prestar atención y priorizar la racionalidad
práctica. Como en todas las buenas parejas, aunque sea sutilmente, la que manda es
ella.
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