Cultura y democracia - Julio Castro

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Montevideo, 6 de Junio de 1932.
CULTURA Y DEMOCRACIA I
JULIO CASTRO
Abundan los comentarios acerca de la notoria incapacidad de muchos de nuestros
representantes y del olvido en que quedan personas reconocidas como muy capaces en la
última elección de diputados.
Esto se puede comentar fríamente y sin que dé lugar a perplejidades. Para muchos el asunto
nos resulta, fundamentalmente un problema de cultura.
En el régimen representativo la cultura popular debe necesariamente reflejarse en los
funcionarios del Estado. Si el elector es incapaz de hacer una buena elección, el elegido
también será incapaz de cumplir una buena función como gobernante.
Es casi un axioma. Si el que elige lo hace mal, el elegido será malo. Elector y elegido estarán
siempre en una relación directa.
Y el pueblo necesariamente debe ser inculto en materia política. Bastante buen tino tiene aún
que no se ha dejado arrastrar por la charanga bullanguera de algunos políticos audaces, y no
nos ha dado un espectáculo tan triste como el del 6 de setiembre.
Nuestro pueblo ama la libertad; contra la dictadura y el motín está bien prevenido y desde ese
punto de vista creo que podemos tener confianza ciudadana. Pero no es la dictadura y el motín
lo que más pervierte a un régimen. Estos fenómenos, como otros pasados en la fuerza o en
una convulsión violenta, generalmente pasan, dejando su rastro de sangre, pero dejando
también las cosas como estaban. Es el caso de los gobiernos de Uriburu e Ibáñez; es el caso de
todos los regímenes de fuerza que de cerca o de lejos hemos podido apreciar.
Hay otro peligro más grave y más difícil de conjurar que la dictadura y el motín y que
prostituye la democracia corrompiendo sus propios fundamentos, corrompiendo la soberanía
popular, es el peligro siempre amenazante de la demagogia.
El régimen de fuerza no afecta la pureza democrática del pueblo, es generalmente una
situación de hecho que embotella los derechos de los individuos, pero que una vez
desaparecida no los lesiona al dejarlos otra vez libres. Caído el dictador el pueblo es tan
soberano como antes.
En cambio, el demagogo, con más apariencias de legalidad, con menos responsabilidad
efectiva, con más acercamiento artificial para con el pueblo, adulando electores, prometiendo
lo que no tiene ni tuvo nunca, va poco a poco minando las bases de la soberanía nacional. Así
se corrompe al elector y se prostituye el acto del sufragio.
Hace ver al elector que el voto es un arma de conveniencia personal; que un voto o varios
votos valen un empleo o una situación privilegiada. Y así vemos elegidos por ese medio, que
ostentando a cuatro vientos su incapacidad absoluta en un aire estatutario, sereno, impasible
se arrellanan en una butaca del Parlamento disimulando su incapacidad con alguna que otra
sonrisita.
Si fuera este un caso excepcional no nos llamaría la atención puesto que nulidades hay en
todas partes; pero el caso es que el hecho se generaliza y el mal se agrava.
Está el otro tipo de demagogo, no el silencioso del párrafo anterior, sino el barullento, el que
grita, que charla, que se mueve, que hace chistes fúnebres de cualquier cosa; que se ganó la
diputación sacando amigos de las comisarías, tramitando pensiones y sacando permisos. Ese
habla, difama, calumnia y grita; es incapaz, mucho más incapaz que el otro porque no hace ni
deja hacer. El silencioso y el barullento son dos tipos opuestos, pero ambos son dos formas del
demagogo. Uno fue demagogo antes de ser elegido; el otro lo fue antes y lo sigue siendo
después. Uno expuso o no expuso principios; el otro los preconizó sabiéndolos de antemano
falsos. Uno se valió de su dinero o de su persona conocida, o de su prestigio de barrio o de
pago; el otro no reparó en ningún medio y tanto uno como otro constituyen dos calamidades
políticas.
Hay otro tipo de político, que hoy está haciendo época. Es el caudillo, el "jefe civil", el que cree
que en su persona se condensa el ideal de un partido, el que recuerda épocas de dolor pasadas
para ganar el sentimiento y la admiración haciéndose la víctima. Explota el personalismo; no
lleva ideas; no lleva programa de acción; no lleva propósitos; no define su posición; cree o
quiere hacer creer que su persona por sí lo resolverá todo; que será la panacea, el remedio
universal.
De estos tres tipos de demagogos tenemos en todos los partidos políticos y en el nuestro,
desgraciadamente, los hay en abundancia.
Y lo triste del caso es que los vemos ungidos por el voto popular; que van representando al
pueblo, a dirigir los destinos del país.
Entonces ¿por qué el pueblo vota tales candidatos? Los vota por desconocimiento elemental
de su función de ciudadano; en una palabra, por ignorancia.
"Templar la fibra partidaria", pronunciar discursos "de barricada", hacerse amigo del elector,
comprometer primero y luego agradecer su voto, golpear la espalda, "quedar a las órdenes",
dar algún puestito a expensas del erario público, esos son los medios de que el demagogo se
vale; y con esos medios se conquista al elector. Esa es la realidad de las cosas. Y, dando por
sentado esto ¿hay por qué temer al decir que se embauca al elector porque es ignorante? Y
siendo esa situación fruto de la ignorancia ¿no es en el fondo la profilaxis de ese mal, del mal
de la demagogia, un problema de cultura?
Esto nos dará para la próxima vez.
Montevideo, 20 de Junio de 1932.
CULTURA Y DEMOCRACIA II
JULIO CASTRO
No solo la incompetencia para cumplir su función ciudadana corresponde al elector; el
candidato generalmente es inepto aún cuando sea honesto. El deshonesto, el demagogo,
están fuera del problema que hoy tratamos.
Los candidatos no definen su posición dentro de las agrupaciones políticas; las agrupaciones
no se definen frente a los partidos y generalmente la posición de los partidos tiene límites
imprecisos frente a la nación.
He ahí un grave mal: la falta de "localización ideológica" de los grupos o personas políticas.
Si cada grupo presentara su programa, su plataforma electoral, el elector sabría cómo y a
quién votaba; tendría derecho y autoridad para exigir el cumplimiento de lo prometido al
político que lo representa.
Entonces el voto sería un pacto por el cual el electo favorecería al candidato siempre que éste
se comprometiera a hacer efectivos en la realidad, los principios sustentados en su plataforma.
Ese ideal sería introducir el racionalismo en el sufragio. En cambio entre nosotros se vive la
vieja política criolla: si hay programa, no se cumple; si no hay programa, tanto mejor. La
tribuna partidaria sirve para arrojar sobre los ciudadanos adversarios el insulto soez, la diatriba
miserable, la befa escandalosa. Al orador "de barricada" se le oye lo inconcebible. Los
absurdos más groseros dice sin parpadear entre una nutrida pirotecnia de insultos. El bando
contrario arruinará el país, lo arrojará en el caos, traerá la devastación, la miseria, la muerte. Y
todo esto dicho con abundancia de adjetivos y de interjecciones. Y de la prensa vale más no
hablar. Día a día aparecen apodos nuevos para los grupos políticos. Hasta la Zoología, la
Botánica y la Historia del Arte han dado nombres que son, para las personas honradas, el
ridículo de quienes lo pronuncian. Caricaturas, versitos, letras de tangos adaptadas, toto sirve
para prostituir la sagrada misión de la prensa al servicio de la política. ¡Llegaron a llamarnos
"góticos" y "exóticos" a nosotros porque desde EL NACIONAL hicimos una prédica decente!
Desgraciadamente somos en realidad exóticos: somos una experiencia nueva en nuestro
medio. Plantear problemas, presentar sus soluciones, discutir y polemizar alrededor de
asuntos de interés nacional, es cosa que nunca se había visto en nuestro ambiente. Cuando
nuestro grupo inició su prédica mucha gente pudo descubrir que para algo servía la tribuna y
para algo el diario; para algo que no fuera vejar al adversario.
No se tiene noción de la realidad de las cosas. Todos hemos oído decir a miembros de clubes, a
políticos militantes que "no hay cosa más cochina que la política" (vaya en nombre de la
verdad lo ordinario de la expresión) y sin embargo son políticos activos; que votan, que
inscriben ciudadanos, que hacen propaganda.
Todos hemos visto a obreros que claman por el salario mínimo, votar a los candidatos más
conservadores y vemos hoy, sin ir más lejos, a la mitad del electorado de nuestro partido
glosando a sus representantes a pesar de que estos hacen un tenaz obstruccionismo en la
función del Parlamento.
Vemos a los "demócratas" clamar por el motín y a los "colegialistas" de 1926 pedir que se eche
abajo al Consejo.
¿Y todo eso por qué? Porque la política se hace alrededor de nombres y personas; porque
prima la divisa sobre la razón y la persona sobre la divisa; porque entre nosotros la política es
pasión y no razón; porque la fibra partidaria es un nervio sensitivo y no un centro de raciocinio.
Es por eso que nos vemos frente al espectáculo de personas reconocidas como inteligentes
que adhieren a un grupo personalista, fundando su adhesión en este razonamiento: "El
caudillo es caudillo y hay que seguirlo". ¡Palabras dignas de los tiempos del Cid!
Si eso hacen y dicen los miembros de la élite ¿no se justifica que el pueblo opine y vote de la
manera como lo hace?
Montevideo, 27 de Junio de 1932.
CULTURA Y DEMOCRACIA III
JULIO CASTRO
La cultura debe estar en relación más directa con la vida política del país. Nos referimos, es
claro a la cultura cívica, a la cultura que prepara para la vida ciudadana.
Se enseña nuestra estructura gubernamental; se aclaran conceptos acerca de los organismos
del gobierno y se explican los procesos que siguen las leyes, sus fines, sus caracteres de
normas jurídicas. A eso, a explicar la ciudadanía, el sufragio, la soberanía, el Derecho
parlamentario, las incompatibilidades, las inmunidades, los gobiernos locales y autónomos, las
atribuciones de los poderes, los derechos individuales, etc.; a eso y no a otra cosa se reducen
los programas de derecho constitucional.
Sobre formas de gobierno se da como clasificación que sólo tiene un valor histórico, la de
Aristóteles: Monarquía, aristocracia, democracia, y sus formas pervertidas: tiranía, oligarquía,
demagogia.
Se enseña todo esto como si estuviéramos ajenos a ello; como mera información, como si
nuestra vida pública no nos llevara a formar parte de la soberanía de una nación.
Asistimos a las clases de derecho a confrontar teorías a informarnos de múltiples problemas de
erudición, y eso es conveniente y es necesario, amplía horizontes y prepara al individuo, le da
la base. Eso es necesario, repetimos, pero ¡eso es todo! ¿Debe ser el Derecho materia de
conocimiento inerte? Creemos firmemente que no.
Nuestra vida de ciudadanos de un país democrático exige la conexión del conocimiento con la
práctica. Las experiencias en materia política se presentan a cada paso, en nuestro país y en los
extranjeros. Hay, por lo tanto, que preparar al individuo para que realice sus conocimientos. Se
sabe que es la demagogia, se sabe que este mal es el cáncer de la democracia, pero se
desconoce su profilaxis, y, lo que es más, como no se relacionan en la vida la democracia y la
cultura, es muy común ver que aquellos que odian la perversión de la democracia, siguen en
sus actividades políticas, a demagogos consagrados.
No se hace experiencia política de los fenómenos de esta clase que a nuestro entender se
presentan. El paralogismo de falsa posición está siempre presente. Antes de asumir una
actitud, antes de discernir de ella, ya está el camino elegido; antes de argumentar ya se ha
adoptado la posición y así el raciocinio es impotente ante la pasión o la simpatía personal.
De ese modo la cultura cívica resulta inútil para la formación psicológica del ciudadano. A éste,
que posee conocimientos de los cuales no sabe todo el valor, lo absorbe el medio porqu no
sabe sustraerse a él y así la cultura cívica resulta sino del todo, por lo menos casi inútil.
Todo ello porque no se vivifican los conocimientos; porque no se adaptan a la vida política del
país, porque no se crea en el individuo la "fermentalidad" de que nos habla Vaz Ferreira.
De esta manera, que es el caso general, el hombre culto en materia política, tiene
absolutamente inconexos su capacidad y sus conocimientos frente a la vida práctica de
ciudadano.
Y veamos que para enseñar el mal en toda su extensión lo mostramos en los hombres cultos.
En el pueblo que no recibió otra educación que la escolar el asunto es más serio. Ni siquiera se
conoce bien la estructura gubernamental del país. En cuanto a actividades ciudadanas sólo se
sabe que hay algo que se llama voto, que se ejerce con la mayoría de edad, que llegado a ella,
cuando se ejerce, se da a un amigo, a un recomendado, a un "jefe civil" o a un caudillo, sin
amor y sin conciencia de que en el momento del sufragio se representa a la soberanía
nacional. Y es claro. En la Escuela se enseña, muy elementalmente, la estructura de las
instituciones pero no se dice una palabra sobre la actividad política. Hay frente a esto la más
absoluta intransigencia: la política no debe entrar en la escuela. Se hace como frente al
problema religioso y (hasta hace muy poco) al problema sexual.
Por ser asuntos graves, de gran trascendencia ulterior se corre frente a ellos el velo del
misterio. Ni en materia sexual, ni en materia religiosa estamos con ese modo de ver las cosas.
En materia política tenemos nuestras reservas.
Debe enseñarse la actividad política al niño y creemos el más conveniente, el método de la
creación de repúblicas escolares. Sin este auxiliar resulta difícil una enseñanza eficiente. Pero
con este método o sin él creemos que los maestros consientes y capaces de encarar un
problema con toda imparcialidad, deben enseñar a sus alumnos el ideal de la democracia
política y el camino de su depuración; deben puntualizar los males que la acechan y su
profilaxis; deben, en una palabra, dar al futuro ciudadano no el conocimiento inerte, sino la
formación espiritual viva, capaz de exteriorizarse en hechos cuando el individuo ingrese en la
vida del ciudadano.
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