UN HOMBRE PARADÓJICO

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FEDOR DOSTOIEVSKI
UN HOMBRE PARADÓJICO
Puesto que hablamos de la guerra, es preciso que le cuente algunas opiniones de
uno de mis amigos, que es hombre de paradojas. Es de los menos conocidos, y posee
un carácter extraño; es un soñador. Ahora no quiero más que recordar una
conversación que tuve con él hace ya algunos años. Defendía la guerra, en general
tal vez únicamente por amor a la paradoja. Noten que es un perfecto burgués, el
hombre más pacífico del mundo, el más indiferente a los odios internacionales o,
simplemente, interpetersburgueses.
—Es expresarse como un salvaje — dijo entre otras cosas— el afirmar que la guerra
es una plaga para la Humanidad. Todo lo contrario; es lo que puede serle más útil.
No hay más que una clase de guerra verdaderamente deplorable: la guerra civil.
Descomponer el Estado, dura siempre demasiado tiempo y embrutece al pueblo por
varios siglos. Pero la guerra internacional es excelente, desde todos los puntos de
vista. Es indispensable.
—¿Qué ve usted de indispensable en el hecho de que dos pueblos se arrojen uno
sobre otro para matarse entre sí?
—¡Todo, absolutamente todo! En primer lugar, no es cierto que los combatientes se
arrojen los unos sobre los otros para matarse entre sí, o al menos no es tal su primera
intención. Lo primero que hacen es el sacrificio de su propia vida; eso es lo que hay
que considerar ante todo, y nada tan hermoso cómo dar su vida por defender a sus
hermanos y la patria, o, sencillamente, los intereses de esta patria. La Humanidad no
puede vivir sin ideas generosas, y por eso es por lo que ama la guerra.
—¿Cree usted, pues, que la Humanidad ama la guerra?
—Evidentemente. ¿Quién se desespera, quién se lamenta durante una guerra?
Nadie. Cada cual se vuelve más animoso, siente su espíritu más resuelto; se sacude
la apatía corriente; no se conoce el aburrimiento; el aburrimiento es bueno en
tiempo de paz. Cuando la guerra se ha acabado, gusta recordarla, si ha acabado con
una derrota del enemigo. No creáis en la sinceridad de los que, declarada la guerra,
se abordan gimiendo: "¡Qué desgracia!" Hablan por respeto humano. En realidad, la
alegría reina en todas las almas; pero no se atreven a confesarlo. Se tiene miedo a
pasar por un retrógrado. Nadie se atreve a ensalzar, a exaltar la guerra.
—¿Pero me habla de las ideas generosas de la Humanidad? ¿Es que no ve usted
ideas generosas fuera de la guerra? Me parece que se pueden, adquirir muchas más
en tiempos de paz.
—De ningún modo. La generosidad desaparece de las almas con ocasión de los
períodos de larga paz. No se advierte más que cinismo, indiferencia y hastío. Puede
decirse que una larga paz hace a los hombres feroces. Lo que en esas épocas domina
es siempre lo peor que hay en el hombre; por ejemplo, la riqueza el capital. Después
de una guerra aún se estima el desinterés, el amor a la Humanidad; pero que la paz
dure, y esos hermosos sentimientos desaparecen. Los ricos, los acaparadores, son los
amos. No hay ya más que la hipocresía del honor, de la lealtad, del espíritu de
sacrificio, virtudes que los mismos cínicos están obligados a respetar, al menos en
apariencia. Una larga paz produce la flojedad, la bajeza de miras, la corrupción.
Embota todos los buenos sentimientos. Los goces se hacen más groseros en las
épocas pacíficas. No se piensa más que en las satisfacciones de la carne. Y no podéis
negar que después de una paz demasiado duradera, la riqueza brutal lo oprime
todo.
—Pero veamos: las ciencias y las artes, ¿pueden desarrollarse en el curso de una
guerra? Y son, creo, manifestaciones de ideas generosas.
—He ahí donde le detengo. La ciencia y el arte florecen sobre todo en los primeros
tiempos que siguen a una guerra. La guerra lo rejuvenece, lo refresca todo, da
fuerza a las ideas. El arte cae siempre muy bajo después de una larga paz. Si no
hubiese habido muchas guerras, ¿qué hubiera sido del arte? Las más hermosas ideas
del arte fueron inspiradas siempre por ideas de lucha. Leed el Horacio, de Corneille;
ved el Apolo de Belvédère derribando al monstruo.
— ¡Y las madonas? ¿Y el cristianismo?
—El mismo cristianismo admite la guerra. ¡Profetiza que la espada no desaparecerá
jamás de este mundo! ¡Oh! Indudablemente niega la guerra desde un punto de vista
sublime al exigir el amor fraternal. Yo sería el primero en alegrarme si del hierro de
las espadas forjasen arados. Pero se nos impone la pregunta: ¿Cuándo será eso
posible? El estado actual del mundo es peor que cualquier guerra; la riqueza, el afán
de goce hacen nacer la pereza que crea la esclavitud. Para retener a los esclavos en
su baja condición es preciso negarles toda instrucción, pues la instrucción
desarrollaría el deseo de libertad. Añadiré, además, que la paz proclamada favorece
la cobardía y la desvergüenza. El hombre por naturaleza es cobarde y nada probo.
¿Y qué será de la ciencia si los sabios se sienten dominados por la envidia de todo
cuando les rodea? La envidia es una pasión baja e innoble pero puede invadir la
misma alma del sabio. Y comparen al triunfo de la riqueza con lo que puede dar un
descubrimiento científico cualquiera, por ejemplo, el descubrimiento del planeta
Neptuno. ¿Quedarán muchos verdaderos sabios, trabajadores desinteresados, en
esias condiciones? Se sentirán dominados por las veleidades de la gloria, el
charlatanismo hará su aparición en la ciencia, y ante todo, el utilitarismo, porque
cada uno de ellos sentirá sed de riqeuzas. Esto mismo ocurrirá en el arte: ya no se
buscará más que el efecto. Se llegará al extremo refinamiento, que no es más que la
exageración de la grosería. He ahí por qué la guerra es precisa para la humanidad,
que comprende es un remedio. ¡La guerra desarrolla el espíritu de fraternidad y une
a los pueblos!
—¿Cómo quiere usted que una a los pueblos?
—Obligándoles, a estimarse mutuamente. La fraternidad nace sobre los campos de
batalla. La guerra incita menos hacia la maldad que la paz. ¡Ved hasta dónde va la
perfidia de los diplomáticos en los tiempos pacíficos! Las querellas desleales y
disimuladas del género de aquella que nos buscaba Europa en 1863 hacen mucho
más daño que una lucha franca. ¿Odiamos nosotros a los franceses y a los ingleses
durante la guerra de Guinea? De ningún modo. Entonces fue cuando se nos hicieron
familiares. Nos preocupaba la opinión que tuvieran de nuestro valor; mimábamos a
aquellos que hacíamos prisioneros; nuestros soldados y nuestros oficiales se
encontraban en las avanzadas con sus oficiales y sus soldados, y poco faltaba para
que los enemigos no se abrazasen; se brindaba juntos, fraternizábase. Estábamos
encantados al leer las cosas en los periódicos, lo que no impedía que Rusia se
batiese soberbiamente. El espíritu caballeresco emprendió un vuelo magnífico. Y
que no nos vengan a hablar de las pérdidas materiales que de una guerra resultan.
Todo el mundo sabe que después de una guerra todas las fuerzas renacen. La
potencia económica del país se hace diez veces mayor; es como si una lluvia de
tormenta hubiese fertilizado, refrescándola, una tierra desolada. El público se
apresura a acudir en socorro de las víctimas de una guerra, mientras que en tiempos
de paz, provincias enteras pueden morir de hambre antes de que hayamos arañado,
para dar tres rublos, el fondo de nuestros bolsillos.
—Pero, sobre todo, el pueblo ¿no sufre durante una guerra? ¿No es él el que
soporta todas las ruinas, cuando las clases superiores de la sociedad no se dan
cuenta de nada?
—No es más que temporalmente. Gana con ello muchísimo más de lo que pierde.
Para el pueblo es para quien la guerra tiene mejores consecuencias. La guerra iguala
a todos durante el combate y une al criado y al señor en esa manifestación suprema
de la dignidad humana: el sacrificio de la vida por la obra común, por todos, por la
patria. ¿Cree usted que la masa más humilde de los mujiks no siente la necesidad de
manifestar de modo activo sentimientos generosos? ¿Cómo probaría durante la paz
su magnanimidad, su deseo de dignidad moral? Si un hombre del pueblo realiza una
hermosa acción en tiempo ordinario, o nos burlamos de él o desconfiamos del acto,
o también testimoniamos una admiración tan asombrada que nuestros elogios
semejan insultos. ¡Nos parece aquello tan extraordinario! Durante la guerra, todos
los heroísmos son iguales. Un gentilhombre, terrícola y un campesino, cuando
combatían en 1812, estaban más cerca él uno del otro que en su pueblo. La guerra
permite a la masa estimarse ella misma: he aquí por qué el pueblo ama la guerra.
Compone canciones guerreras después del combate y más tarde escucha
religiosamente los relatos de las batallas.
La guerra en nuestra época es necesaria; sin la guerra el mundo caería en la
indolencia...
Dejé de discutir. No discuto con soñadores. Pero he aquí que comienzan a
preocuparse de problemas que, desde hace mucho tiempo, parecían resueltos. Esto
significa algo. Y lo más curioso es que esto ocurre en todas partes al mismo tiempo.
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