CURSO DE FORMACIÓN PERMANENTE CATECISMO DE LA IGLESIA CATÓLICA DIOS AL ENCUENTRO DEL HOMBRE El número 50 del Catecismo resume perfectamente el espíritu de lo que nos vamos a encontrar a lo largo del capítulo. Entramos en aquello que está muy por encima de la razón humana, lo que el hombre no puede alcanzar por sus propias fuerzas. Se trata, ni más ni menos, de lo que Dios por una decisión suya enteramente libre ha querido revelar y dar a conocer a los hombres. Dios se ha dado a conocer a sí mismo, su misterio, su designio de amor que desde siempre pensó realizar en favor de todos nosotros. Para revelarlo ha enviado a su Hijo muy amado y al Espíritu Santo. A partir de ahora comienza el Catecismo a hablar del tema de la Revelación. Y comienza recogiendo una cita de la Dei Verbum, concretamente del número 2: «Dispuso Dios [placuit Deo] en su sabiduría [in sua bonitate et sapientia] revelarse a sí mismo y dar a conocer el misterio de su voluntad [sacramentum voluntatis suae], mediante el cual los hombres, por medio de Cristo, Verbo encarnado, tienen acceso al Padre en el Espíritu Santo y se hacen consortes de la naturaleza divina». El hecho de la revelación es concebido como una auto-comunicación de Dios, que sale del silencio de su misterio para darse a conocer e invitar a los hombres a entrar en comunión con Él. La revelación de Dios es un acto de amor libre y gratuito que no desea ninguna otra cosa sino el bien de la persona amada; un amor tan grande que ama, aun sabiendo que no recibirá nada a cambio. Si observamos los textos paralelos que señala el Catecismo, los números 2823 y 1996, veremos que se nos remite, en primer lugar, a la petición del padrenuestro en la que se demanda hacer la voluntad de Dios. Más en concreto, nos recuerda que «Dios nos ha dado “a conocer el Misterio de su voluntad según el benévolo designio que en él se propuso de antemano...: hacer que todo tenga a Cristo por Cabeza... a él, por quien entramos en herencia, elegidos de antemano según el previo designio del que realiza todo conforme a la decisión de su Voluntad” (Ef 1,9-11). Pedimos con insistencia que se realice plenamente este designio de benevolencia en la tierra como ya ocurre en el cielo» (CCE 2823). Y, en segundo lugar, se nos remite a la cuestión de la justificación por medio de la gracia de Dios. Se define la gracia en los siguientes términos: «La gracia es el favor, el auxilio gratuito que Dios nos da para responder a su llamada: llegar a ser hijos de Dios, hijos adoptivos, partícipes de la naturaleza divina, de la vida eterna.» (CCE 1996). Es como si se quisiera subrayar, desde un primer momento, que la revelación fundamentalmente consiste en que Dios quiere dar a conocer a los hombres su destino en Cristo. Un destino que es desde siempre, antes incluso de que fuéramos creados. Ésa es la voluntad de Dios. Una voluntad 1 que, sin embargo, los hombres necesariamente hemos de hacer nuestra, desearla y pedirla cada día. Pues es necesario acogerla como lo que es, es decir, como un don, un regalo, una gracia. Por lo tanto, ya sea la iniciativa divina de llamarnos a la comunión con Él, ya sea la posibilidad de responder por parte del hombre a la oferta divina, han de ser entendidas en clave de gratuidad. Es Dios quien libremente nos invita y es Dios quien, con su auxilio y con su ayuda, nos permite responder libremente a su llamada. Una llamada por la que llegaremos a ser hijos de Dios, partícipes de su misma naturaleza divina y por la que gozaremos de la vida eterna. Volviendo al número 52, se nos dice que Dios quiere compartir (comunicar) con los hombres su propia vida y, al revelarse (darse a conocer) les quiere hacer igualmente capaces de responderle, de conocerle y de amarle por encima y más allá de lo que podrían con las fuerzas meramente humanas. La revelación, por tanto, es algo más que una mera manifestación por parte de Dios, es, al mismo tiempo, una capacitación para que los hombres puedan responder a Dios, conocerle y amarle a lo divino. Se da por supuesto que, por el hecho mismo de haber sido creados por Dios, los hombres son capaces de conocerle partiendo de sus obras. Pero el Catecismo va más allá de la doctrina sostenida en el concilio Vaticano I. La llamada por parte del Creador para que los hombres compartan la vida divina, es la que pone en acto la capacidad potencial y natural de los hombres para conocer a Dios. Y el hombre, al responder mediante la fe, entra en una relación absolutamente nueva con el Creador, una relación de conocimiento y amor que va mucho más allá de la que pudiera esperarse de su condición de criatura. Lo cual se entiende y se descubre en plenitud únicamente a raíz de la revelación del misterio del Verbo encarnado. Aunque para llegar a esa plenitud fue necesario que hubiera un proceso de habituarse mutuamente Dios y el hombre: «El Verbo de Dios ha habitado en el hombre y se ha hecho Hijo del hombre para acostumbrar al hombre a comprender a Dios y para acostumbrar a Dios a habitar en el hombre, según la voluntad del Padre» (San Ireneo, Adversus haereses, III, 20,2). Las dos citas que se proponen en las notas marginales (1950 y 1953) nos hablan de la ley moral. Una ley moral que se entiende como una manifestación concreta de la paternidad de Dios y de su pedagogía para proponer al hombre los caminos que le conducirán de forma segura a la bienaventuranza eterna y a la felicidad ya en esta vida presente. Una ley, que no es un mero conjunto de normas, sino una propuesta de unión con Cristo, de seguimiento de su persona e imitación de su forma de ser y de su actuar. Con esta presentación de la teología de la revelación, el Catecismo intenta hacerse eco de la evolución en la comprensión de esta cuestión que se ha dado entre los concilios Vaticano I y II. Se da por sentado que el hombre tiene una capacidad natural para conocer a Dios con certeza a partir de sus obras (Vaticano I). Mas la revelación, en sentido propio, es algo más (Vaticano II). Dios por un acto libre y trascendente quiso salir de sí y darse a conocer y ha capacitado sobrenaturalmente a los 2 hombres (sin negar ni anular sus capacidades naturales) para que puedan acoger y responder a dicha revelación. Ese don no es otra cosa que la fe. La revelación puede entenderse también, de forma derivada, como un complejo de verdades que son cognoscibles sólo a la luz de un conocimiento sobrenatural, y, en tanto en cuanto, el hombre acepta la autoridad de Dios, que no puede engañar ni engañarse. La revelación no puede, en consecuencia, someterse al rígido control de la razón, aunque, de todos modos, la razón esté en grado de acogerla por medio de los signos por los que Dios se da a conocer. Dios no se impone, se propone mediante acciones y palabras, íntimamente ligadas entre sí y que se esclarecen mutuamente. Lo cual permite a la razón dar un consentimiento libre y voluntario a lo que Dios muestra de sí mismo y de su designio de amor. Aunque, para su aceptación plena, cada individuo deba dar un salto basado en la confianza y en la seguridad que Dios mismo, en cuanto revelador, inspira a la criatura. Se afronta, pues, el tema de la revelación desde una perspectiva que tiene mucho más en cuenta los criterios bíblico-patrísticos y que recupera claves más claramente histórico-salvíficas. El Dios que se revela es el Dios que entra en la historia del hombre y se pone en relación con él. Una relación de amistad y de comunión mutua. No cuenta ya tanto el nivel gnoseológico, o de conocimientos, como el carácter salvífico que adquiere la revelación. En la Dei Filius la revelación era interpretada a la luz de una enseñanza que llegaba por la vía sobrenatural. La Dei Verbum, en cambio, recupera la dimensión de la verdad en el horizonte de la historia de la salvación. El Dios que se auto-comunica lo hace entrando en la historia y sometiéndose a sus leyes. La kénosis de Dios es la medida con que se puede y se debe leer la revelación en el proceso de la economía salvífica. Un mero detalle terminológico nos pone en la pista de lo más novedoso del planteamiento de la Dei Verbum: La vuelta al uso de la palabra «economía», muy presente en las obras de los santos padres y que sustituye en muchos casos a la palabra «teología». Las etapas de la revelación La vuelta a la terminología propia de los santos padres, pone de nuevo de actualidad la cuestión de las etapas de la revelación. Dios se da a conocer de una vez por todas y revela todo lo que es Él. Pero el hombre conoce gradualmente y va penetrando, según sus capacidades, en la realidad que les es dada a conocer poco a poco, procesualmente. Únicamente en la eternidad, libres ya de la sujeción al espacio y al tiempo, nuestra forma de conocer será distinta. Mientras tanto, habrá de ser gradual y progresiva. Por eso, la revelación necesariamente ha de someterse a un proceso histórico. De ahí que la economía de la revelación y la economía de la salvación esencialmente coincidan y se desarrollen a la par en el estado actual de las cosas. Se trata, ni más ni menos, que del principio de la condescendencia divina: Dios se pone a caminar al paso del hombre, para que los hombres puedan llegar a caminar al paso 3 de Dios. Este caminar de Dios al paso del hombre es el que nos hace hablar de etapas e hitos en el proceso de la revelación. En la tradición de la Iglesia existían distintas formas de señalar cada una de las etapas de la Revelación. San Pablo y, siguiéndole a él, san Agustín hablaban de tres: Antes de la Ley, bajo la ley y bajo la gracia: «Cierto que ya antes de la ley había pecado en el mundo; ahora bien, el pecado no se imputa al no haber ley. Y, sin embargo, la muerte reinó sobre todos desde Adán hasta Moisés, incluso sobre los que no habían pecado con una trasgresión semejante a la de Adán, que es figura del que había de venir. Pero no hay comparación entre el delito y el don. Porque si por el delito de uno todos murieron, mucho más la gracia de Dios, hecha don gratuito en otro hombre, Jesucristo, sobreabundó para todos» (Rom 5,13-15). Otros marcaban las etapas fijándose en las respectivas acciones de cada una de las personas de la Trinidad: La creación (Padre), la redención (el Hijo) y la espera escatológica (del Espíritu Santo). La teología del post-Vaticano II ha preferido, en cambio, recuperar los datos bíblicos y ésa es la senda que ha propuesto el Catecismo. 1. La revelación a través de la naturaleza (CCE 54-55). 2. La alianza con Noé (cfr. CCE 56-58). 3. La elección de Abraham (cfr. CCE 59-61). 4. La formación del pueblo de Israel (cfr. CCE 62-64). 5. Para concluir hablando de Cristo Jesús como mediador y plenitud de toda la revelación (cfr. CCE 65-67) y subrayando que Dios nos lo ha dicho ya todo cuando nos ha enviado a su Hijo, y que no cabe esperar, por tanto, ninguna otra revelación. La revelación a través de la naturaleza El Catecismo recorre en este punto la senda ya trazada por la Dei Verbum. La creación se pone como el escenario necesario para que se desarrolle la historia de la salvación y también como la primera palabra que Dios pronuncia para ser conocido y reconocido por los hombres. Cita expresamente el número 3 de la Dei Verbum y hace referencia igualmente a la cuestión del estado original de la humanidad, revestida de una gracia y de una justicia resplandecientes (cfr. CCE 54). Luego, ya en el número 55, recuerda que se trata de una forma de revelación que ni siquiera el pecado de los hombres pudo interrumpir. Y, además, que Dios no ha dejado de preocuparse por los hombres y de alentarles mediante la promesa de la salvación. Cualquier hombre de buena voluntad que busque a Dios y persevere en las buenas obras, sea de la nación que sea, encontrará la salvación. 4 Porque Dios se deja encontrar, está presente y da testimonio de sí mismo en sus obras, y ha abierto de este modo el camino de la salvación sobrenatural a todos los hombres. Si nos vamos al número 374 que cita el Catecismo al margen del 54 veremos que se nos habla del hombre en el paraíso. Se nos dice que «el primer hombre fue no solamente creado bueno, sino también constituido en la amistad con su creador y en armonía consigo mismo y con la creación en torno a él; amistad y armonía tales que no serán superadas más que por la gloria de la nueva creación en Cristo». Aspectos que son de una gran importancia para los tiempos actuales, pues la sensibilidad ecológica ha puesto de manifiesto la necesidad de un reencuentro del hombre consigo mismo y con su entorno natural. Lo cual resulta muy interesante, pues también permite que el hombre, además de abrirse a dimensiones trascendentes, se descubra igualmente responsable de sí mismo y de la creación. Ello le permite aceptar más fácilmente el plan de Dios, que creó a los hombres y les encomendó el cuidado y el perfeccionamiento de la tierra, y les hizo responsables del orden y de las leyes que rigen su desarrollo y evolución. Sólo desde la comunión con el Creador es posible entender esta tarea del hombre. Sin ella, mas que guardián del orden natural, el hombre se entiende dueño absoluto y dominador de cuanto le rodea. Mientras que, a la luz de su razón natural, el hombre descubre que la naturaleza tiene un fin que ha de ser respetado. Y, al reconocer tal fin, puede racionalmente renunciar a caer en la tentación de la manipulación arbitraria. Una manipulación que, por otra parte, termina siempre volviéndose en contra del hombre, como anuncia el relato del Génesis tras el pecado de nuestros primeros padres. El hombre se sitúa así ante la creación con un espíritu más bien contemplativo y no tanto utilitario, lo cual se traduce en fascinación. Una fascinación que viene provocada, por una parte, por la admiración de la grandeza del cosmos y su infinitud, mientras que los individuos se sienten muy pequeños y limitados, indignos del honor del que fueron revestidos, al ser puestos como cabeza de todo lo creado (cfr. Sal 8). Y fascinación que, por otra parte, nace asimismo de la autoconciencia que posee el hombre de poder ir más allá de lo que ve y descubre a su alrededor, pues su inteligencia no se contenta con conocer lo evidente, quiere dar con sus causas y explicar las leyes que rigen los fenómenos que observa y que le afectan. Este sentimiento le lleva a autocomprenderse como imagen y semejanza de Dios, reflejo de su ser y de su bondad, y también de su sabiduría. Pero la tentación de comprenderse desde sí mismo y al margen del misterio de comunión con Dios, su creador, trajo (y trae) consigo el pecado más radical de los hombres (cfr. CCE 397). Y, como consecuencia, una cadena de desgracias que llegan al colmo de una perversidad creciente y generalizada. Tanto es así, que se hace necesario que Dios intervenga para reiniciar la historia y darle un nuevo comienzo a la obra de la creación (cfr. Gén 6,5-6: «Al ver el Señor que crecía en la tierra la maldad del hombre y que todos sus proyectos tendían siempre al mal, se arrepintió de haber creado al hombre en la tierra»). 5 La alianza con Noé Las aguas del diluvio van a purificar al hombre y a la tierra. Se trata de un renacer en toda regla, que da lugar a una nueva alianza entre Dios y los hombres (cfr. Gén 8). Por eso, el Catecismo da tanta importancia a la Alianza con Noe (cfr. CCE 56). Dios pacta de nuevo con todos los seres vivos y se compromete a no destruir nunca más la tierra, e invita a los hombres a que realicen y pongan por obra el plan previsto por Él desde el momento de la creación del mundo. «Dios bendijo a Noé y a sus hijos diciendo: — Creced y multiplicaos y llenad la tierra. Todos los animales de la tierra os temerán y respetarán... Todo lo que tiene vida y se mueve en la tierra os servirá de alimento, lo mismo que los vegetales... Vosotros creced, multiplicaos, llenad la tierra y dominadla... Voy a establecer mi alianza con vosotros, con vuestros descendientes y con todos los seres vivos que os han acompañado.» (Gén 9,1-9). El Catecismo dice que «tras el diluvio, la alianza con Noé expresa el principio de la Economía divina con las naciones, es decir, con los hombres agrupados “según sus países, cada uno según su lengua, y según sus clanes”» (CCE 56). Y, a continuación, se hace una lectura muy interesante de los relatos bíblicos que unen el diluvio con la torre de Babel: «Este orden a la vez cósmico, social y religioso de la pluralidad de naciones (se alude a una parte del discurso de san Pablo en el areópago de Atenas. Hchs 17,26-27: Dios creó de un solo hombre todo el linaje humano para que habitara en toda la tierra, fijando a cada pueblo las épocas y los límites de su territorio, con el fin de que buscaran a Dios, por si, escudriñando a tientas, lo podían encontrar. En realidad no está lejos de cada uno de nosotros) confiado por la providencia divina a la custodia de los ángeles (se alude a Dt 4,19: Cuando levantes tus ojos al cielo y veas el sol, la luna, las estrellas y todos los astros del firmamento, no te dejes seducir por ellos ni te postres ante ellos para rendirles culto, porque el Señor tu Dios se los ha asignado como dioses a todos los pueblos que hay bajo los cielos. Y también la versión griega de Dt 32, 8: Los hijos de Dios [o de los dioses] son los ángeles, miembros de la corte celestial, custodios de las naciones. Pero Yahveh se ha reservado personalmente a Israel, su pueblo elegido), está destinado a limitar el orgullo de una humanidad caída que, unánime en su perversidad (se alude a Sab 10,5: Y cuando fueron confundidas las naciones por su maldad, ella conoció al justo Abrahán, lo guardó irreprochable ante Dios, y lo sostuvo firme a pesar del amor hacia su hijo), quisiera hacer por sí misma su unidad a la manera de Babel (se alude a Gén 11,4-6: Dijeron: — Vamos a hacer ladrillos y a cocerlos al fuego. Emplearon ladrillos en lugar de piedras y alquitrán en lugar de argamasa; y dijeron: — Vamos a edificar una ciudad y una torre cuya cúspide llegue hasta el cielo; así nos haremos famosos y no nos dispersaremos sobre la faz de la tierra. Pero el Señor bajó para ver la ciudad y la torre que los hombres estaban edificando, y se dijo: — Todos forman un solo pueblo y hablan una misma lengua; y éste es sólo el principio de sus empresas; nada de lo que se propongan les resultará imposible). Pero a causa del pecado (se alude Rom 1,18-25: [...] es la consecuencia de haber cambiado la verdad de Dios por la mentira, y de haber adorado y dado culto a la criatura en lugar de al creador, que es bendito por siempre. Amén.), el politeísmo, así como la idolatría de la nación y de su jefe, son una amenaza constante de vuelta al paganismo para esta economía aún no definitiva» (CCE 57). Y, a continuación, concluye: «La Alianza con Noé permanece en vigor mientras dura el tiempo de las naciones (se alude a Lucas 21,24: Caerán al filo de la espada e irán cautivos a todas las naciones, y Jerusalén será pisoteada por los paganos, 6 hasta que llegue el tiempo señalado), hasta la proclamación universal del Evangelio. La Biblia venera algunas grandes figuras de las «naciones», como «Abel el justo», el rey-sacerdote Melquisedec (cfr. Gén 14,18), figura de Cristo (se alude a Heb 7,3: Se presenta sin padre, ni madre, ni antepasados; no se conoce el comienzo ni el fin de su vida, y así, a semejanza del Hijo de Dios, es sacerdote para siempre), o de los justos «Noé, Daniel y Job» (Ez 14,14). De esta manera, la Escritura expresa qué altura de santidad pueden alcanzar los que viven según la alianza de Noé en la espera de que Cristo “reúna en uno a todos los hijos de Dios dispersos” (Jn 11,52)» (CCE 58). La etapa de Abraham y de los patriarcas La alianza establecida desde el principio de la creación y refrendada después del diluvio con Noé, indican que Dios sigue teniendo abierta la puerta y que aguarda pacientemente la vuelta del hombre, de todo hombre, sea de la nación que sea, que lo busque con sincero corazón. Mas, su bondad, es tan grande que no se ha limitado a esperar a que lo encuentre, aunque sea a tientas, quien lo quiera buscar. Dios decidió salir a nuestro encuentro reuniendo a la humanidad dispersa. Para eso llamó a uno solo, a Abrahán, anciano y casado con una mujer estéril, para hacer de él un gran pueblo y bendecir en él a todas las naciones (cfr. CCE 59). Esta convocación de todos los pueblos de la tierra en un solo, en Abrahán, es figura e imagen de la convocación que Dios realizará por medio de Cristo, el buen pastor, en su Iglesia santa. Un pueblo del que formarán parte tanto los hijos de Abraham según la carne, como los paganos, que se convertirán en hijos de Abrahán por la fe en Jesús, Señor y Mesías. Ya que, como dirá san Pablo, la salvación no viene de la carne, sino por la fe, que es lo que convirtió a Abrahán en padre de los creyentes que vendrían después. Precisamente por la fe serán recordados Abraham, los patriarcas, los profetas y otros personajes del Antiguo Testamento a los que todas las tradiciones litúrgicas de la Iglesia veneran como santos (cfr. CCE 61). Dios forma a su pueblo Israel El origen histórico del pueblo de Israel se hace coincidir con la historia del Éxodo. El Israel salvado por Dios de la esclavitud de Egipto, receptor de la Alianza y conducido hasta la tierra prometida, es el pueblo que el Señor se escogió como propiedad personal suya entre todos los pueblos de la tierra, y que está llamado a ser en el conjunto de las naciones, un reino de sacerdotal y una nación santa (cfr. Ex 19,5-6). Ellos son el pueblo que lleva el nombre del Señor, a quienes Dios habló primero y los hermanos mayores en la fe de Abrahán (cfr. CCE 63). Gracias a este pueblo, Dios iba preparando la Alianza definitiva, destinada a todos los hombres, tal y como señalaron los profetas. En esa Nueva Alianza, la Ley que ya no estaría grabada en piedra, sino en los corazones y traería una salvación definitiva, una redención radical: la purificación de todas las infidelidades y de la que iban a participar todas las naciones. Una salvación que comenzaría curiosamente por los más pobres, los humildes, los sencillos de corazón, y de la que son testimonio precisamente las mujeres: Sara, Rebeca, Raquel, Miriam, Débora, Ana, Judit y Ester. 7 Todas ellas, figuras de la que habría de llegar como aurora de los nuevos y definitivos tiempos, la Virgen María (cfr. CCE 64). Cristo Jesús, «Mediador y plenitud de toda la revelación» La historia de la salvación, y con ella la revelación de Dios, llegan a su plenitud, cuando el Verbo de Dios se hace carne. En ese momento Dios pronuncia su palabra última y definitiva. Jesús es la Palabra única, perfecta e insuperable del Padre, no habrá otra palabra más que ésta (cfr. CCE 65). En Cristo Dios ha hecho una alianza plena y definitiva con el hombre. Es plenitud de aquella que está inscrita en la creación, pero, al mismo tiempo, es una superación inimaginable de ella. Dios se ha hecho hombre para siempre y la humanidad ha quedado divinizada y elevada muy por encima de su condición creatural. Pues ha sido hecha heredera y coheredera con Cristo, glorificada y exaltada a la derecha del Padre y sentada en su reino de gloria. Desde entonces, cuando los ángeles alaban y bendicen a Dios, también lo hacen con la humanidad que el Verbo ha tomado para sí. Esto es algo que nunca acabaremos de comprender. Tan grande es este misterio, que, aunque digamos con razón que la revelación está cerrada y que ya no podemos esperar ninguna novedad, sin embargo, la fe cristiana debe ir comprendiendo gradualmente todo su contenido en el trascurso de los siglos. Por eso, hablamos de una fe que crece con el pasar de los tiempos y de las etapas de la historia, pues la razón humana, con ayuda de la gracia, va penetrando, expresando y explicitando con mayor profundidad lo que nos ha sido revelado en Cristo. De ahí que se diga que la fe es siempre la misma, pero también que el depósito de la fe crece y se desarrolla con el sucederse de las generaciones de cristianos. Termina el Catecismo este capítulo hablándonos de cómo han de acogerse las llamadas revelaciones privadas, algunas de las cuales han sido reconocidas por la autoridad de la Iglesia. Éstas no forman parte del depósito de la fe y ni siquiera se puede decir que sirvan para mejorar o completar la revelación y mucho menos que puedan superarla o corregirla. Tan sólo ayudan a vivirla más plenamente en cada época de la historia. Dichas revelaciones privadas siempre han de ser entendidas bajo la guía del Magisterio de la Iglesia y dentro del sentir común de los fieles. Aquél por el cual los creyentes en Cristo, en virtud de la acción interior del Espíritu Santo, saben discernir y acoger lo que en estas revelaciones constituye una llamada auténtica de Cristo o de sus santos a la Iglesia (cfr. CCE 67). 8