Grandezas y miserias del linaje

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Las miserias del linaje y el racismo
Víctor Ferrigno F.
Una manera efectiva de perpetuar un problema es negar su existencia. Quienes niegan la
vigencia del racismo en Guatemala son cómplices de una lacra social
que buscan
mantener, a fin de garantizar el goce de privilegios espurios; una de las maneras más
eficaces de negarlo es confundirlo con otros vicios como la discriminación o la opresión.
El racismo tiene que ver más con el ejercicio del poder, que con el color de la piel.
Históricamente, los racistas han inventado la superioridad de su raza sobre la de aquellos
que oprimen, porque ejercen un poder ilegítimo, que no tiene más sustento que el prejuicio
racial.
En nuestro país, la pureza de sangre y linaje se invoca para justificar la posición de
sanguijuelas chupasangre que los racistas ocupan. Por eso, los indígenas sufren
discriminación en el ingreso, en la salud, en la educación, en la política y en toda actividad
humana que implique la búsqueda de la igualdad, la democracia y la justicia.
Reconocerle a los pueblos indígenas el ejercicio pleno de sus derechos, no implica
que los no indígenas vean reducidas sus garantías cívicas; todo lo contrario. Sin embargo,
una pequeña elite sí verá reducidos sus privilegios, obtenidos a sangre y fuego, con el
rancio argumento de la superioridad racial.
Afortunadamente, en la medida en que la ciencia avanza, se ha podido demostrar
que las razas no existen en el género humano. Así lo ha probado recientemente el
antropólogo catalán Carles Lalueza, en su libro “Razas, racismo y diversidad”, galardonado
con el Premio Europeo de Divulgación Científica "Estudi General" de la Universidad de
Valencia, España.
En el libro el autor hace un viaje por la historia de la ciencia racial desde el siglo
XVIII hasta la actualidad, además se analizan los estudios genéticos recientes, gracias a los
cuales se ha podido demostrar desde un punto de vista científico que las diferencias entre
humanos son irrelevantes, ya que todos compartimos los mismos genes. El estudio señala
que las claves de la diversidad física
entre razas "se debe fundamentalmente a la
adaptación al amplio rango de ambientes ecológicos ocupados por nuestra especie".
Sin embargo, en Guatemala, el racismo y el régimen de discriminación se han
venido renovando por siglos. Los discriminadores han hecho gala de ingenio acuñando
términos ofensivos para nombrar, despectivamente, a indígenas y pobres. Primero fueron
llamados siervos, cuando eran esclavos de algún Adelantado; luego, a lo largo de nuestra
triste historia, les dijeron de todo: vulgo, gentualla, plebeyos, comunes, parias, ganapanes,
pelados, pelagatos, patarajadas, populacho, chusma, turba, masa, mara, majada, indiada,
shumada, etc.
Sin embargo, no habían logrado acuñar un término que ofendiera por igual a
indígenas y a pobres. Hará un lustro que, en el éxtasis de su desprecio, idearon uno que
reunía sus aspiraciones: la macegualada. Los macehuales, durante el imperio maya, eran
los trabajadores agrícolas que labraban la tierra y constituían el estrato social más bajo.
Desde la óptica de clasistas y racistas, los macehuales reunían las características que
ellos más desprecian: eran mayas y eran pobres. Sólo necesitaron corromper la gramática
del término original y cargarlo de desprecio para que se convirtiera en el nuevo vocablo de
sus afanes discriminatorios.
La generación de estos términos no es un asunto lingüístico; es la expresión
idiomática de nuestra mayor vergüenza nacional: el régimen de opresión étnico-cultural y
de explotación que nos rige. Este existe y no es invento mío: el Programa de Naciones
Unidas para el Desarrollo -PNUD- publicó hace un par de años, en su Barómetro
Centroamericano, encuestas realizadas en las cinco principales regiones de Guatemala, en
las que -como promedio- el 64% de los encuestados considera que SI hay racismo en contra
de los indígenas; el otro gran agravio es la pobreza que, según datos del BID, afecta a cerca
del 80% de la población en general, y al 93% de los indígenas.
Nuestra historia legislativa está llena de normas que impiden a los indígenas elegir a
sus autoridades, usar sus idiomas, aplicar su justicia, practicar su espiritualidad, circular
libremente, etc. La Ley contra la Vagancia y el Decreto Gubernativo que establece el
Servicio obligatorio de Vialidad, vigentes hasta 1944, permitían una modalidad de
esclavitud para obligar a indígenas y pobres a construir las carreteras del país.
El mismo sentimiento de superioridad caracterizó a los próceres de la
Independencia, quienes acordaron decretarla para “prevenir las consecuencias q. serian
temibles en el caso de q. la proclamase de hecho el mismo pueblo”. Así lo establecen en el
Acta de Independencia.
La usurpación de la soberanía popular es un viejo vicio que sigue vigente, y es el
que ha movido a funcionarios, empresarios, líderes políticos y a falsos dirigentes sociales
para aprobar el TLCAUSA y la minería de cielo abierto sin consultar a los pueblos
indígenas; con su imposición limitan la democracia, violando la Constitución y el Arto. 6
del Convenio 169 de la OIT.
No es novedad que las elites actúen autoritariamente; lo sorprendente es que
muchos autodenominados demócratas les ayuden a cocinar el atol que, juntos, pretenden
darnos con el dedo, aduciendo que no se debe reconocer la diversidad étnica y cultural
“porque todos somos guatemaltecos, y la globalización nos homogenizará”.
La nueva Guatemala por construir –incluyente y democrática- es un barco común
que solamente podremos llevar a un puerto seguro si remamos concertadamente. No hay de
otra: juntos salimos a flote, o juntos nos ahogamos.
Dicho en palabras de Adolfo Pérez Esquivel, Premio Nóbel de la Paz, "La
discriminación y el racismo están asentados en relaciones de poder. Es el poder el que
impone a otros sectores la categoría de diferentes. El pensamiento único quiere
imponernos su modelo de relaciones y crea una cultura del poder. Nosotros debemos
trabajar para crear conciencia de que el otro, la otra, son nuestros iguales".
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