EL HABLADOR

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[Perú… y la Amazonía]. Poco antes de mi primer viaje a
Europa, un día, en la Facultad de Letras, Rosita Corpancho me
preguntó si no me tentaba un viaje a la Amazonía (…) Acepté y
gracias a ese corto viaje conocí la selva peruana (…) descubrir la
potencia del paisaje todavía sin domesticar de la Amazonía, y el
mundo aventurero, primitivo, feroz y de una libertad desconocida
en el Perú urbano, me dejó maravillado. Pero, al mismo tiempo,
desplegó ante mis ojos un mundo en el que, como en las grandes
novelas, la vida podía ser una aventura sin fronteras, donde las
audacias más inconcebibles tenían cabida, donde vivir significaba
casi siempre riesgo, cambio permanente. Vi paisajes y gente y oí
historias que, más tarde, serían la materia prima de por lo menos
tres de mis novelas: “La casa verde”, “Pantaleón y las visitadoras
y [sobre todo] “El hablador”.
El pez en el agua
EL HABLADOR
Después, los hombres de la tierra echaron a andar, derecho
hacia el sol que caía. Antes, permanecían quietos ellos también. El
sol, su ojo del cielo, estaba fijo. Desvelado, siempre abierto,
mirándonos, entibiaba el mundo. Su luz, aunque fuertísima,
Tasurinchi la podía resistir. No había daño, no había viento, no
había lluvia. Las mujeres parían niños puros. Si Tasurinchi quería
comer, hundía la mano en el río y sacaba, coleteando, un sábalo;
o, disparando la flecha sin apuntar, daba unos pasos por el monte
y pronto se tropezaba con una pavita, una perdiz o un trompetero
flechados. Nunca faltaba qué comer. No había guerra. Los ríos
desbordaban de peces y los bosques de animales. Los mashcos no
existían. Los hombres de la tierra eran fuertes, sabios, serenos y
unidos. Estaban quietos y sin rabia. Antes que después.
Los que se iban, volvían, metiéndose en el espíritu de los
mejores. Así, nadie solía morir. «Me toca irme», decía Tasurinchi.
Bajaba a la orilla del río y se hacía su cama con hojas y ramas
secas y una techumbre de ungurabi. Levantaba alrededor una
empalizada de cañas filudas para que el ronsoco, en su merodeo
por la orilla, no se comiera su cadáver. Se acostaba, se iba y, poco
después, volvía, aposentándose en el que había cazado más,
peleado mejor o respetado las costumbres. Los hombres de la
tierra vivían juntos. Quietos. La muerte no era la muerte. Era irse
y regresar. En lugar de debilitarlos, los robustecía, sumando a los
que se quedaban la sabiduría y la fuerza de los idos. «Somos y
seremos, decía Tasurinchi. Parece que no vamos a morir. Los que
se van, han vuelto. Están aquí. Son nosotros.»
¿Por qué, pues, si eran tan puros, echaron a andar los
hombres de la tierra? Porque, un día, el sol empezó a caerse. Para
que no se cayera más, para ayudarlo a levantarse. Es lo que dice
Tasurinchi.
Es, al menos, lo que yo he sabido.
¿Ya había tenido el sol su guerra con Kashiri, la luna? Tal vez.
Se puso a parpadear, a moverse, su luz se apagó y apenas se lo
veía. La gente empezó a frotarse el cuerpo, temblando. Eso era el
frío. Así comenzó después, parece. Entonces, en la semioscuridad,
desacostumbrados, asustados, los hombres caían en sus mismas
trampas, comían carne de venado creyéndola de tapir y no
reconocían el camino de regreso del yucal a su casa. ¿Dónde
estoy?, se desesperaban, ambulando a ciegas, tropezando, ¿dónde
estarán mis parientes? ¿Qué está pasando en el mundo? Había
empezado a soplar el viento. Aullando, manoteando, se llevaba las
crestas de las palmeras y arrancaba de cuajo las lupunas. La lluvia
caía con estrépito, provocando inundaciones. Se veían manadas de
huanganas, ahogadas, flotando patas arriba en la corriente. Los
ríos cambiaban de curso, las palizadas reventaban las balsas, las
cochas se volvían ríos. Las almas perdieron la serenidad. Eso ya no
era irse. Era morir. Hay que hacer algo, decían. Y, mirando a
derecha y a izquierda, ¿qué cosa?, ¿qué haremos?, decían.
«Echarse a andar», ordenó Tasurinchi. Estaban en plena tiniebla,
rodeados de daño. La yuca había empezado a faltar, el agua hedía.
Los que se iban ya no volvían, ahuyentados por las calamidades,
perdidos entre el mundo de las nubes y el nuestro. Bajo el suelo
que pisaban oían correr, espeso, al Kamabiría, río de los muertos.
Como acercándose, como llamándolos. ¿Echarse a andar? «Sí, dijo
el seripigari, atorándose de tabaco en la mareada. Andar, andar.
Y, recuérdense, el día que dejen de andar, se irán del todo.
Trayéndose abajo al sol.»
Así empezó. El movimiento, la marcha. Avanzar con o sin
lluvia, por tierra o por agua, subiendo el monte o bajando la
quebrada. En los bosques, tan espesos, era noche siendo día y los
llanos parecían lagunas porque no tenían un solo matorral, como
cabeza de hombre que el diablito kamagarini dejó sin pelo. «El sol
no se ha caído todavía; los animaba Tasurinchi. Se tropieza y se
levanta. Cuidado, se está durmiendo. Despertémoslo,
ayudémoslo.» Hemos sufrido daños y muertes, pero seguimos
andando. ¿Bastarían todas las chispas del cielo para contar las
lunas que han pasado? No. Estamos vivos. Nos movemos.
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