Dar fruto vs. tener éxito (Meter G. Van Breemen)

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DAR FRUTO –VS– TENER ÉXITO
Meter G. Van Breemen, S.J.
El concepto “dar fruto” ocupa un lugar importante a lo largo de todo el Antiguo
Testamento. Jesús también utilizó con frecuencia esta imagen de productividad en las
parábolas del Reino de Dios. La semilla de mostaza, la más pequeña de todas las
semillas, llega a ser la más grande de las plantas en su madurez. La cizaña mezclada con
la buena semilla. El sembrador que lanza la semilla que cae en cuatro tipos diferentes de
terreno. La imagen más significativa y convincente: la de la vid y los sarmientos, muestra
que la productividad depende enteramente de la unión entre los sarmientos de la vid y el
tronco.
Creemos que comprendemos. Nos parece algo tan evidente. Dar fruto significa ser
productivo, llegar a la madurez, realizar alguna cosa, lograr una utilidad. El reverso de la
medalla nos parece igualmente evidente: una rama que no da fruto es improductiva, no es
útil, y debe ser eliminada. Sin embargo, sin darnos cuenta, interpretamos el pensamiento
bíblico de acuerdo a la forma de pensar de una sociedad basada en la eficacia. Y esto es
un error. De hecho nos resulta extremadamente difícil interpretar correctamente el
pensamiento de la Escritura en torno a este asunto.
La sociedad de la eficacia
El mundo en que vivimos experimenta una viva necesidad de realizar o cumplir algo. Este
virus nos ha sido transmitido por el aire mismo que respiramos. Hemos hecho nuestro el
axioma fundamental: “soy lo que realizo”. La ansiedad de cumplir algo se nos impone de
mil maneras y continuamente. Desde la más tierna infancia se nos ha inculcado la idea de
que todo debe conquistarse: el dinero, obviamente, y la carrera, pero también la
reputación, la afirmación de sí mismo, la gratitud y, más aún, el afecto. Tal parece que el
lograr, el conquistar, el realizar, fuera lo que justifica nuestra existencia. Aún en la edad
avanzada, esta obsesión de realizar, de conseguir, de conquistar, no deja un momento de
reposo. Los logros vienen a ser la norma para evaluarnos a nosotros mismos, o para
evaluar a los demás. Nos hemos habituado a preguntarnos constantemente: ¿Cómo va mi
rendimiento, mi desempeño? ¿Cómo van mis logros y mis éxitos?
Por desgracia esta actitud malsana también está muy extendida en el seno de la
Iglesia y de la vida religiosa Y posiblemente sea donde ha echado sus raíces más
profundas.
Podemos gustar algunos ejemplos de esta mentalidad tan extendida:
-El fundador del “Arca”, Jean Vanier, durante la visita a una escuela de su país,
Canadá, quedó impactado por un grabado en el que aparecía la expresión: “es un
verdadero crimen no ser excelente”. Quedó muy conmovido y preocupado de ver que los
niños, que son tan influenciables, fueran el objeto de ese tipo de lavado de cerebro.
Muchas personas se quejan de la cantidad de trabajo que deben realizar, del
número de entrevistas y de llamadas telefónicas que deben atender, de la importancia y el
volumen de su correspondencia, etc. Y sin embargo, siempre le queda a uno la impresión,
ante este tipo de personas, de que no les gustaría de ninguna manera que las cosas
cambiaran. Su queja más bien parece más un elogio disfrazado acerca de su propia
importancia.
En el catálogo que edita cada año la mayoría de las comunidades religiosas
aparece la lista de los miembros de cada comunidad junto con la mención de las
responsabilidades y de la misión de cada uno. Cuando llega la edad avanzada, o cuando
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una enfermedad crónica obliga a alguno a retirarse, se le asigna la misión de orar por la
Iglesia y por la comunidad “Orat pro ecclesia et communitate”. Algún superior me contaba
una ocasión cómo un padre nonagenario se oponía a recibir esa misión y expresaba
vivamente su deseo de ver su nombre asociado a un rol más activo.
Más de un hermano o una hermana me han confesado al desprenderse de alguna
responsabilidad “padre, quiero todavía ser útil para alguna cosa”. Por más loable que sea
tal tipo de deseo, se puede adivinar el mensaje sobreentendido: “yo quisiera todavía
aparecer y ser incluido y tomado en cuenta al menos como encargado de realizar o
desempeñar alguna tarea”.
Algunas personas tienden a cargarse, en su rutina cotidiana, de tareas que
superan sus fuerzas, siendo que podrían trabajar de una manera más sobria. De esta
manera se ubican conscientemente en una situación de tensión que les da la agradable
impresión de sentirse indispensables. Las comunidades religiosas no están libres de esta
tendencia, aún en los casos en que esa tendencia entra en conflicto frontal con el ideal de
vida contemplativa de la congregación.
En un libro de un monje trapista alemán encontré el ejemplo más patente de este
tipo de tentación. El monje relata la confesión que un hermano anciano hizo a su Abad:
“El mundo quedaría atónito si llegara a descubrir la cantidad de veces que he trabajado
excesivamente a lo largo de mi vida”. El monje saboreaba secretamente la satisfacción de
su desempeño como alguien que trabajaba con exceso, y que esto podría causar
admiración en el mundo si se llegara a saber.
El desempeño no siempre se identifica con la búsqueda disfrazada de utilidad, de
honor o de poder. Más bien, es muy posible que revele un verdadero y profundo sentido
de responsabilidad. En particular, las personas que son abiertas y sensibles a las
necesidades de los demás a menudo se sienten llamadas explícita o tácitamente a acudir
en su ayuda. Se trata de una actitud muy hermosa. Sin embargo, aún en estos casos, el
tipo de iniciativas que se toma debe calibrarse con cuidado debe discernirse. Hay que
estar atento a no dañar a la familia o a la comunidad. Hay que darse el descanso y el
reposo necesarios, conservar una cierta serenidad, tomar en cuenta los propios límites,
examinar con mucho cuidado y atención las propias motivaciones en torno a este asunto.
Y todo esto, teniendo cuidado de no asfixiar la generosidad y el deseo de acudir a auxiliar
a los demás.
Semejanzas
La diferencia entre producir fruto y tener éxito es mínima. De hecho, son conceptos que
se empalman, y sería muy simplista pretender que existe una oposición marcada entre
ellos. Dar fruto y tener éxito exigen un gran esfuerzo, mucha disciplina y un trabajo
verdaderamente encarnizado. Se necesita trabajar muy fuerte para cultivar un campo.
Hay que labrar la tierra, fertilizarla, rastrillar y sembrar, cultivar y cosechar. Producir fruto
exige mucho cuidado y mucha paciencia. Implica también la adquisición de una gran
sabiduría basada en la experiencia. Es innegable que dar fruto y tener éxito exigen un
esfuerzo y un trabajo cansado y laborioso. Dicho esto, señalaremos las diferencias.
Diferencias
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En el arte de dar fruto hay siempre, y se deja siempre, un espacio para el misterio
en que confiamos y al que nos sometemos. Dejamos que las cosas se produzcan.
Las dejamos avanzar. Ciertamente nos sentimos implicados, prestamos atención a
lo que adviene, sin ansiedad y sin estrés. Por el contrario, la persona que busca el
éxito trata de controlarlo todo. Se esfuerza por tener todos los hilos en la mano. Le
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urge tenerlos todos sólidamente en la mano. “No puedo permitirme un momento
de debilidad…”
Dar fruto es algo sano y natural, conforme con las leyes de la naturaleza. Esto
implica un verdadero respeto de la dignidad de la creación. En cambio, el éxito se
logra muchas veces a costa de la naturaleza. En el transcurso de los años
recientes, hemos vivido la penosa experiencia de constatar cómo la sociedad, que
ha puesto el desempeño y el rendimiento en primer lugar, ha violado la tierra en
función de obtener utilidades y ha explotado la naturaleza, nuestra madre, más allá
de los límites aceptables. Al actuar así hemos mutilado nuestro ambiente, que es
el sostén de la vida en la tierra: los suelos fértiles, el aire puro, el agua cristalina, y
la capa protectora de ozono. En el plano individual, el deseo excesivo de
rendimientos, de productividad conduce muy frecuentemente a la persona a
“quemarse”, al agotamiento. Además de todo eso, el trabajo daña a la familia y a la
comunidad. Ya no hay suficiente tiempo libre para que uno se pueda interesar
verdaderamente en las personas con quienes convive. De igual manera, el insistir
tanto en el rendimiento, la productividad y la competencia daña nuestra vida
espiritual.
La naturaleza está sujeta a los caprichos del azar. Los frutos que produce no son
perfectos, algunos son deformes o resultan raquíticos. En un campo de trigo, la
mala hierba aparece mezclada con el trigo. Y por el contrario, la ansiedad
generada por el apetito del rendimiento y del desempeño no tolera debilidades ni
imperfecciones, ni en uno mismo ni en los demás. Esa ansiedad está obsesionada
por los resultados y transforma en un ídolo el éxito y la eficiencia. Es muy
competitiva, se centra y se fija en el objetivo buscado y descarta de manera
implacable todo lo que se atraviese en su camino. Esto no tiene ningún parecido al
Evangelio.
La tensión creada por la preocupación de obtener el rendimiento y el desempeño
ahoga y atrofia el aspecto contemplativo y gratuito de nuestra vida. Nos embarga
de tal manera la preocupación por alcanzar el éxito que Dios ya no puede ocupar
el centro de nuestra vida. Al contrario de todo esto, el deseo de dar fruto puede
transformar nuestra actividad en un lugar o espacio sagrado en el que Dios puede
encontrar un lugar para El, para estar presente y activo en las mismas actividades
que se realizan. Este deseo se basa totalmente en nuestra unión con Jesús, como
el sarmiento con la vid. Esto empieza a darse en cuanto nos vamos haciendo
transparentes a la acción de Dios en nosotros, a la manera como sucede con la
oración. Así podemos llegar a ser capaces de ser contemplativos en la acción.
Producir fruto supone un espíritu de gratuidad. “Den gratuitamente, puesto que
recibieron gratuitamente…” Mt 10,8. No sólo nuestras capacidades y nuestros
talentos, sino también nuestra vida toda, son un don gratuito de Dios. No
necesitamos de ninguna manera justificarnos mediante nuestros logros, éxitos,
realizaciones y conquistas. De ninguna manera es necesario, nunca, estar “en la
punta del tren” o en la cumbre del éxito. La gratuidad es la manera sencilla de
mostrar que nuestra vida es un puro don gratuito, sin cálculo de ninguna especie.
Y esto corresponde en lo más hondo, y coincide, con el deseo profundo que habita
en el corazón humano, de reconocer y aceptar y creer profundamente que uno
vale más que lo que realiza, o hace, o logra, o conquista. La actitud de gratuidad
representa un mensaje reconfortante para todos aquellos que dentro de nuestra
sociedad del rendimiento y del desempeño son considerados como fracasados.
Para los verdaderamente pobres evangélicos, todo esto es mucho más importante
que el dinero.
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La ley fundamental de toda fecundidad es la siguiente: el grano de trigo debe
sepultarse en la tierra y morir para poder dar fruto. Evidentemente esta ley se
aplica también al rendimiento y el desempeño. Pero la sociedad del rendimiento y
del desempeño no gusta de recordar, ni mucho menos subrayar esta regla amarga
que exige el don de sí mismo. De hecho, esta regla es contraria a sus principios
fundamentales. El Evangelio enseña sin rodeos que debemos perder nuestra vida
por el Reino de Dios para poder hacer que venga.
Dar fruto supone entrar en relación con los otros. Implica una cierta receptividad,
una capacidad de acoger, de dejarse afectar y tocar por los otros. Esta ley de la
naturaleza se aplica al nivel de los vegetales. Sin la fertilización, las plantas no
pueden producir fruto. A nivel animal es mucho más evidente la necesidad de
establecer una relación con el otro ser. Lo mismo sucede con las personas. El
Reino de Dios también consiste en una red y un dinamismo de relaciones, de
relaciones íntimas y permanentes. El desempeño o rendimiento utilitario puede
servir de sustituto cuando faltan las relaciones verdaderas y auténticas. Cuando no
conocemos la profunda satisfacción humana que produce una relación auténtica
intentamos siempre reemplazarla por realizaciones, conquistas y éxitos
impresionantes y espectaculares.
En el Antiguo Testamento y en el Nuevo, la dignidad eminente de la persona
humana le viene de su papel de colaboradora en la obra de Dios. Somos llamados
a colaborar en la actividad creadora de Dios. En cierta forma somos como los
encargados de la creación. Si acentuamos demasiado nuestra preocupación por el
rendimiento, la eficacia, los logros, realizaciones y conquistas, nos exponemos a
dejar a un lado nuestro rol de colaboradores y empezaremos a centrarnos
exageradamente en nosotros mismos. Y si nos sucede esto nos privaremos de la
capacidad de dar fruto, un fruto que es de origen divino y nos someteremos a la
enfermedad y obsesión de tratar de obtener grandes realizaciones personales a
costa de nosotros mismos, de nuestra salud y de nuestra misma santidad.
Una de las tesis más importantes de Pablo consiste en decir que nuestra salvación
se realiza por la fe y no por la ley. Posiblemente en la actualidad esta antinomia
podría traducirse por esas expresiones opuestas: dar fruto y buscar el éxito. La
gran tentación de la ley está en llevarnos a pensar que uno asegura su salvación
por las propias obras. Cuando esto sucede, empezamos a aplicar a nuestra
relación con Dios el principio de: “yo soy lo que cumplo o lo que realizo”. Ahora
bien, este pensamiento es algo totalmente distorsionado. Este tipo de postura nos
lleva a imponernos una responsabilidad sobrehumana que acabará por asfixiar en
nosotros el gozo de la Buena Nueva.
Jesús nos decía que no había que preocuparse porque nuestro Padre del cielo
sabe que tenemos necesidad de alimento, de bebida, de vestido. Nuestro ABBA
sabe también que tenemos necesidad de seguridad, de sentir pertenencia, de
sentirnos acogidos, de alcanzar logros y realizaciones, de simpatía y de amor. Sin
duda que debemos intentar satisfacer todas estas necesidades con el esfuerzo de
nuestra inteligencia y nuestras capacidades de trabajo. Pero al mismo tiempo
debemos contar con que Dios tiene puesta su atención cariñosa en nosotros y
nuestras necesidades. La esencia de la alianza siempre ha consistido en que
debemos buscar a Dios con todo nuestro corazón, con toda nuestra alma y con
todas nuestras fuerzas. Y recíprocamente, Dios se compromete a ocuparse de
nosotros. Se da un cambio de visión, una modificación de los centros de gravedad.
De nuestra parte, hacemos que Dios sea nuestra prioridad. De parte de Dios,
nuestro bienestar se convierte en su preocupación… Cada uno se ocupa del otro
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en lugar de ocuparse de sí mismo. Cada uno pondrá tanta pasión en su trabajo
como antes, pero lo importante es el aliado, y esto ayuda a superar el egoísmo.
Contrariamente a lo que sucede al cosechar un campo o un viñedo, la
productividad del Reino de Dios casi nunca se puede medir. Habitualmente no es
evaluable y queda siempre oculta, conocida únicamente por el Todopoderoso “que
mira lo secreto”. Esta productividad del Reino da gloria a Dios “quien está en el
origen de todo crecimiento (I Cor. 3,6). El rendimiento, por el contrario, puede
hacerse evidente y contribuir a nuestro vano honor y gloria. Pues se trata de una
realidad tangible y verificable que atestigua nuestra valía y capacidad personales.
A medida que envejecemos, nuestro rendimiento y nuestro desempeño
disminuyen. En el caso de un atleta profesional esta experiencia se impone muy
temprano en la vida, pero si nuestra vida dura el tiempo suficiente, cada uno
tendremos esta experiencia a nuestro modo. Nuestro cuerpo y nuestro espíritu
funcionarán cada vez con mayor lentitud. En cuanto a la capacidad de dar fruto es
lo contrario, puede aumentar con el número de años. Varios salmos así lo
expresan con gozo y gratitud. El deseo de permanecer joven es algo sano y
normal, pero se convierte en un deseo enfermizo cuando se lleva demasiado lejos.
Una espiritualidad centrada en la capacidad de dar fruto puede convertirse en una
protección eficaz contra la ansiedad y acrecentará nuestra capacidad de entender
en profundidad el sentido de la vida.
Las diferencias entre la capacidad de dar fruto y el rendimiento o el desempeño,
pueden ayudar a aclarar el mensaje de la Biblia, a hacer más profunda nuestra
comprensión de la Buena Nueva y así alegrar nuestra vida.
Boletín de espiritualidad. Jesuitas de México.
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