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DIÁLOGO DE POETAS
María Baranda, Francisco Segovia y José María
Espinasa∗
Si uno conversara con María Baranda,
ella probablemente contaría alguno de sus relatos en verso. Un lector
ávido de historias desoladoras se sentaría a escucharla. Ante todo, sería
un lector paciente y de mirada sosegada; los lectores consumidos por
la prisa del presente no alcanzarían a escucharla, pero Baranda sabe,
como Kafka, que “todos los errores humanos son fruto de la impaciencia”,
y que por este vicio fuimos expulsados del Paraíso –y por lo mismo no
hemos regresado. Baranda sólo confiere visas a lectores atentos. Y es
que sólo este tipo de lector estaría dispuesto a reproducir, en la soledad
de su lectura, la soledad de la escritura del poeta.
En ese exilio de mundo, Baranda le hablaría de los hombres que
tan frecuentemente pierden el rumbo. Y es que la poeta también comparte con Kafka la opinión vertida en uno de sus aforismos: “Existe una
meta, pero no un camino; lo que llamamos camino son vacilaciones”.
Así, le cantaría sobre personajes desterrados; hombres de sombra que en
su andar recorren un mundo que a todos nos resulta ajeno; este mundo
inhabitable. Tal vez sea por el anhelo de habitarlo, por el impulso primordial de volver a Casa, que Baranda construya para sus lectores-refugiados mundos sobre sueños, mundos encantados y mundos de ficciones
y recuerdos.
Así, desde los primeros versos de Ángeles de Proa, se hace presente
el abandono. Y es que la ausencia suele ser inicio de todos sus relatos.
* Sandra Barba escribió, especialmente para Estudios, cada una de las introducciones.
Estudios 92, vol. VIII, primavera 2010.
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BARANDA, SEGOVIA, ESPINASA
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En un lugar al que se vuelve en el sueño de la memoria, sólo quedan
las mujeres –los hombres han muerto en su afán de guerras y gloria.
En esa soledad, sus mujeres se acercan a Dios para poblar la honda
noche con sus rezos. Sin embargo, Baranda sabe que conocer a Dios
es conocer su ausencia. Así, las mujeres, una vez abandonadas por los
hombres, serán de nuevo abandonadas por Dios. Ya próximas al final,
descubren el rostro más desolador de nuestra divinidad errante, distante. El mismo Dios es parte de la confusión del mundo. ¿Y cómo podría
consolar a sus fieles, si entre él y ellos inaugura brechas y distancias
infranqueables? Una cosa queda en claro: todo en este mundo nos resulta
ajeno, incluso Dios. Y es éste el lado más desgarrador de su misticismo.
Queda una sola solución a tanta soledad: la poesía. Tras el abandono terrenal, a los hombres debida, y el abandono divino, Baranda salta,
como la acróbata de Yourcenar, al abismo del abandono poético. Y así se
erige heredera de la tradición griega recuperada por las tesis de Roberto
Calasso: Baranda es una posesa, no de las musas, sino de las ninfas. La
poeta sabe de un conocimiento metafórico y oracular previo al escindido
racionalismo apolíneo que tanto se ha encargado de destazar la unidad
del mundo. Espera, uno de sus lectores atentos, que en ese salto la poeta
encuentre la redención de todos.
Estudios 92, vol. VIII, primavera 2010.
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DIÁLOGO DE POETAS
JILOTEPEC
María Baranda
a mis hermanos
Todo el año esperábamos la llegada del verano
azul de las grosellas
con las bocas restregadas bajo el sol
dos veces celebrado por las garzas en sosiego.
Había un sonido de capilla entre la hierba
como si un pez murmurara
nuestros nombres en el río,
ese río de piedras abultadas,
cual una flota de ranas detenidas.
Era el tiempo de ahuyentar el miedo
como se ahuyenta a las libélulas con lámparas.
Yo siempre
al pie de aquellas zarzas,
ojos cerrados,
boca apretada,
escuchando la oscuridad y su silbido.
A veces, una rana rápida en su sombra
me asustaba,
y era mi grito entonces
los ojos rotos en el borde,
un presagio de la muerte que venía.
El corazón ceñido a los escombros
retumbando para espantar al pájaro en lo alto,
pájaro que cincelaba el árbol amarillo
donde dormíamos como en un cuarto superior
hecho de plumas horadadas en el día.
Estudios 92, vol. VIII, primavera 2010.
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BARANDA, SEGOVIA, ESPINASA
Abajo, dócilmente la noche,
nos avisaba del apogeo de los mayores
entre risas al mar
abierto de las valvas,
labios que restallaban siempre en las venas de ese río.
Y era el fétido olor de las grosellas
en esos tarros de fresca mermelada,
donde la voz a punto
establecía los ritos
ajenos a este mundo, el dominio viscoso
de nuestras lenguas enlazadas.
Yo no tenía más que una palabra sola,
abierta,
para sortear el miedo,
aquel camino oscuro de regreso
hasta llegar al día y del día a otras albas.
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Era el verano entonces,
donde un instante,
como esas ranas detenidas,
croaba un poco más y siempre,
con el sólo eco de nuestros sueños solos,
si es verdad,
si es verdad
que en el abismo
se vive resurgidos.
Estudios 92, vol. VIII, primavera 2010.
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