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DIÁLOGO DE POETAS
¿A
caso hay alguien que se atreviera a pensar otra a la noche? ¿Quién, más que el poeta insomne, osaría
pensarla distinta? Sólo el poeta sabe que la noche no es perfecta bóveda
de silencio. La noche no se extiende en inmenso mar tranquilo, y en ella
el hombre no se encuentra en el exilio de los sonidos. La noche vive y
se impone sobre nosotros con su indiferente violencia: está claro que
sus criminales chirridos no apuntan como blanco al hombre. Si acaso en
eso termina la noche, con sus incansables disparos, es porque el francotirador nocturno tira impasible de su gatillo, y asesina, sin saberlo ni
quererlo, a quien tenga el desatino de cruzarse en su camino.
Para aquellos habituados a este oficio –porque, ante todo, el insomnio
es oficio y no patología ansiosa–, cultos conocedores de las tretas de la
noche, los atardeceres no se ofrecen como consolador abrazo; se sienten
más bien cual amenaza: la noche interrumpe, la noche invade. Y poco
habría de interesarle a esa oscuridad tan vasta, volverse obstáculo de
nuestros ridículos horarios. ¿A cuenta de qué deberían importarle nuestras
rutinas? ¿No es más loco quien, empecinado con los rigurosos tiempos
de descanso, grita improperios contra una oscuridad tan ancha? Sin
embargo el insomne cuenta. En su obsesivo oficio suma las horas perdidas de desvelo, acostumbrado ya a la resta de la noche. El contador
nocturno se vuelca sobre la cama, extenso campo de batalla minado de
minutos, se vuelca y se revuelca el intento de exprimirle sopor a las
sábanas.
Persiste fastidiosa la llamada de los grillos. Continúa su incomprensible canto de mensajes cifrados, acentos ocultos y desdichados secretos. El desvelado no entiende: es apenas un niño que, despierto por el
rumor de una conversación ajena, se levanta de la cama decidido a escurrirse entre paredes y puertas, enfrentado a la críptica conversación oculta
Estudios 92, vol. VIII, primavera 2010.
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BARANDA, SEGOVIA, ESPINASA
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de sus padres. Siempre descubren sus pasos pueriles, y ya despreocupados por la ignorancia del testigo, apenas le dedican un par de breves
palmaditas sobre el pecho. No es consuelo: el desvelado crece y se vuelve
extranjero que, llegado apenas a tierras ajenas, escucha el incansable
barullo de un idioma que desconoce, el idioma de los habitantes legítimos de esa patria nocturna: la llamada de los grillos.
Las noches en vela son testimonio de la debilidad de nuestro dominio. Ávidos de poder y gloria, amparados en la ingenuidad de la técnica,
descubrimos los límites del hombre y la inmensidad del mundo. ¡Tan
sencillo sería tomar un control remoto que enmudeciera la noche!
¡Tan fácil y tan rápido como presionar un botón que ahogara todos los
ruidos nocturnos! Pero no existe control de botones milagrosos, sólo la
persistente llamada que no es para nosotros y que, sin embargo, escuchamos a través del auricular. Cada noche, cada noche la condena de
levantar la bocina y atender a una conversación ajena. El mundo se habla
a sí mismo y el destinatario no es el hombre, aunque sostenga sus
diálogos en nuestra presencia. No hay intimidad con el mundo, no hay
proximidad ni manera de acercarse, no hay idioma común ni credenciales que legitimen el encuentro. Tan sólo la colisión contra el monstruoso enigma. No hay asideros, sólo ruidos; la noche no es propia y el
mundo es otro.
Ante todo nos preocupa la llamada de los grillos porque es recuerdo de un rumor más profundo: el apagado murmullo de la muerte. Esa
que llega sin anuncios, igualmente despreocupada de formalidades y
cortesías. En cualquier momento se muere: en éste o en el siguiente, sin
avisos ni advertencia. El rumor de muerte es tan incontrolable, tan incomprensible, como el murmullo de los grillos.
El curso de los días no implica más que la ilusión de una victoria brevísima. En nuestro frágil intervalo diurno, colmamos al mundo de nosotros:
de nuestros ruidos de fábricas y coches, del estruendo de nuestros poderosos motores, de estampidas de pasos y de pisadas iteradas sobre teclados.
Pero vendrá la noche y vendrá la muerte. Nos tomará ahí cuando,
rendidos por el cansancio –en una fatiga que no conoce el mundo–, nos
retiremos a la soledad de nuestros cuartos, donde testificaremos nuestra
inapelable derrota.
Estudios 92, vol. VIII, primavera 2010.
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DIÁLOGO DE POETAS
LAS CADERAS
José María Espinasa
Al César lo que es del César/
y al fémur lo que es del fémur.
La sola palabra
lleva con ella
un ritmo implícito,
las de todos
como las de Elvis
se mueven siempre
aunque estén en reposo.
Véase si no su diccionario:
fémur, el hueso más grande del ser humano,
con un eco de la prehistoria,
de la pertenencia a otra escala de medida.
Pero ese es apenas un índice
de acusadora verticalidad
antes de desembocar en la cadera.
Más que doler se quiebra,
se quiebra en todos los sentidos,
algunos graves, otros juguetones.
Sin carne parece un ser orejón,
y sus articulaciones crujen con el tiempo.
El fémur tiene, por cierto, cabeza
y se suele gastar si se la usa indebidamente.
Hoy, dicen, se opera, pero no es igual.
Centro del cuerpo:
Estudios 92, vol. VIII, primavera 2010.
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BARANDA, SEGOVIA, ESPINASA
a partir de allí se articula el caminar
sobre pies que son el reflejo fascinante
de unas alas invertidas,
de unas alas que escogieron la tierra como cielo.
No se les reconoce su condición de esqueleto,
tal vez porque más allá del plural no son pares
ni, desprendidas, se individualizan del cuerpo,
no tienen un pasado criminal (como la quijada)
ni parpadean como las rodillas o los codos.
Lo calcáreo en la cadera se vuelve suave al tacto,
se pierde bajo diferentes distancias,
es un hueso que sólo pertenece a la huesa
y aplaude con los pies lo que reprueba con las manos.
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Frente al fémur, no el húmero, tan Vallejo,
si no el cóccix, tan sonoro.
Es un hueso que suena a fósil aún vivo
y que ya cadáver se escribe con x.
Hasta dónde los flexibles ligamentos
permiten acentuar palabras esdrújulas
como la ley exige.
Hasta dónde se tuerce la cadera
y toma la vuelta de una esquina
en ángulo suicida y queda visco
de los pies y la nariz.
Habría escrito visco con b
de haberte visto a los ojos.
Estudios 92, vol. VIII, primavera 2010.
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