No era ningún día especial

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HISTORIAS DE NIÑOS.
I
No era ningún día especial. Al menos nada lo hacía presagiar. Todo lo contrario.
El cielo estaba nublado y amenazaba con dejar caer las gotas, aunque muy necesarias,
un poco molestas. Por si acaso, mi madre me puso en la mochila del colegio el paraguas
plegable de color negro. Lo puso junto al bocadillo y los zumos de naranja de esos
pequeños tan comunes entre los escolares que van a ir de excursión con el colegio. Las
excursiones eran una buena excusa para entrar más tarde, dormir un poco más y, antes
de subir al autocar que debía llevarnos a nuestro destino, jugar algún que otro partido de
fútbol.
Como eran las cosas de la vida. Siempre era el último en ser elegido. Por lo que se ve
mis dotes para el fútbol no eran apreciadas por el resto de los compañeros de clase.
Bueno, al menos no era el único. No era el único en eso de ser negado para el fútbol. La
verdad, nunca me había interesado como deporte para dedicar mi tiempo. Sólo para
pasar un buen rato con los amigos. Sí, ya lo sé. Es raro, pero yo también soy raro.
Llegó la hora de empezar el partido. Los del A contra los del B. En mi equipo había
grandes jugadores. En el otro también. Otra vez, cosas de la vida, me llegó un balón a
mí. Estaba en la banda izquierda, aunque sea derecho (sería porque era donde menos
molestaba). El balón, mejor dicho la pelota (porque era de tenis, de color amarillo con
un tono verdoso), me llegó rebotada. La controlé y puse el punto de mira en la portería.
De portero estaba otro de los “grandes”, de los grandes olvidados, claro. Y, sin saber
cómo, mi pié colisionó con la pelota (es la mejor definición que se me ocurre para
definir lo que en aquel instante sucedió) y, sin ir a una excesiva velocidad, se coló en la
portería por el poste izquierdo (según mi posición en el campo). Todo mi equipo corrió
para zarandearme por el tanto. Todavía no sabía qué es lo que había pasado. Creo que
era la falta de costumbre de marcar goles. La falta no, es que no había metido ninguno
hasta ese momento. Total, mi equipo ganó. No gracias a ese gol, pero en algo ayudé.
Bueno, la cuestión es que, dos minutos después de todo esto, me di cuenta de lo que
realmente había sucedido. Así, que en medio del partido pegué un salto de alegría. Más
vale tarde que nunca.
Llegó la hora de subir al autocar que debía llevarnos a un museo. No recordaba cual era.
La emoción del momento me embargaba. El día que tan mal aparentaba en un principio
no podía ir mejor, por el momento. Cual fue nuestra sorpresa al ver que el autocar en el
que nos trasladaríamos a la gran urbe era de dos plantas. Eran nuestros preferidos.
Siempre hacía ilusión, y creo que nos sigue haciendo a todos, el hecho de viajar en un
autocar de dos plantas. Personalmente siempre he preferido viajar en la planta de abajo.
Más que nada porque había mesas y podía jugar a cartas (sí, lo reconozco. El juego
siempre ha sido mi perdición. Pero uno es humano. Y a falta de otros vicios, ¿qué podía
hacer?) y hablar con mis amigos de forma más tranquila y relajada mientras la
muchedumbre se lo pasaba en grande en la planta de arriba. Pero bueno. Además,
siempre es mejor estar mientras más cerca del suelo, mejor.
Llegó la hora de iniciar la marcha hacia la gran urbe. Como siempre nos sentábamos los
mismos en la parte de abajo, junto a los profesores (y no era por hacer la pelota, que
conste. Nosotros siempre llegábamos primero. Eran ellos los que venían después), pues
ya nos traíamos las cartas o hablábamos de cosas de niños. Al fin y al cabo éramos sólo
eso, niños. Era una cosa que nunca me había gustado. Nunca me había gustado que me
llamaran niño. Y menos me gustaba lo que me decía mi madre. Eso de que me llamaran
hombrecito me sentaba como una patada en mi, por entonces casi imperceptible,
orgullo. Vale que somos pequeños, pero eso de hombrecito lo consideraba algo, bueno,
algo que no me gustaba. En todo caso somos hombres, con poca experiencia en la vida,
pero hombres. Hombres, un poco más bajitos, pero hombres. Nada de niños. Nada de
hombrecitos. Somos hombres y mujeres con poca experiencia en la vida y con poca
estatura. Que quede bien claro.
Creo recordar que en nuestros viajes a la gran urbe no venía nunca ninguna chica. No es
que fuéramos muy agraciados físicamente, pero tampoco éramos tan feos. Estábamos en
el término medio. Que ya es mucho. Bueno, pues ese día, para variar, no viajó en la
parte de abajo ninguna chica. Vaya, ya me estoy contradiciendo. Quería decir que no
viajaba con nosotros ninguna mujer de poca experiencia en la vida y poca estatura.
Bueno, eso de la estatura también era muy relativo. Por que, no sé como, casi siempre
estaba entre los de estatura mediana. Pero había chicas, quiero decir mujeres de poca
experiencia en la vida y poca estatura, sólo algunas, que pasaban de la media de estatura
universal. No era tan bajita como las otras ni como los otros, yo incluido. Bueno, lo
dicho, que no todos los que viajábamos teníamos la misma estatura. Sólo faltaba eso.
Bueno, que no viajaba ninguna. El viaje siempre era el mismo. Salíamos del centro
donde estudiábamos, el colegio, y bajábamos por la calle por donde cada día yo y mi
hermana subíamos. A veces con mi primo. Pero otras veces no. También es lógico. Si
ya lo he dicho una vez, ¿para qué volver a repetirlo? Pues eso, que bajábamos por la
calle y llegábamos, al cabo de un rato, a la carretera que nos tenía que llevar a la gran
urbe.
Bueno. En estos trayectos, de una duración media de media hora o unos treinta minutos
aproximadamente, siempre pasaba lo mismo. Los de arriba formaban un escándalo de
campeonato. Tenía que subir los profesores a calmar un poco los ánimos. A mí me
indignaba ese comportamiento. Nunca he entendido eso. ¿Porqué los profesores tienen
que generalizar el mal comportamiento de los que viajan en el piso de arriba? Sentía
vergüenza ajena. Nunca me había gustado que los profesores hiciesen eso. Si hay unos
pocos que se portan bien, pues que se lo reconozcan. Pero no generalicemos, por favor.
Lo encuentro muy mal. Que quede claro.
Llegamos, finalmente, a nuestro destino. Era un museo, para variar nuestro repertorio.
Era el museo de historia. Otro museo. La mayoría ya sabíamos a dónde íbamos, pero la
cuestión no era a dónde íbamos, sino en qué día íbamos. Si era Lunes, era casi perfecto.
El fin de semana se alargaba un poco más. Si era Viernes, era lo mejor. El fin de semana
empezaba un día antes. Si era Jueves, la verdad era un poco molesto. Porque después el
Viernes teníamos que volver a clase y, la verdad, no había muchas ganas de volver, y
menos para un solo día. El resto de días eran aceptables, pero teníamos cierta
preferencia por los viernes. También era lógico. Entramos en el museo y tuvimos que
realizar el mismo ritual de siempre. Dejar las mochilas con nuestros preciados tesoros,
los bocadillos, a unas señoritas o señoras muy amables pero muy feas, sinceramente.
Siempre había alguna excepción que confirmaba la norma. Recuerdo perfectamente ese
momento. Fue al ir a dejar la mochila, de color azul, y darme la vuelta para ir junto a
mis compañeros. Allí estaba ella. Quieta, inmóvil. Parecía que llevaba mucho tiempo
allí quieta, sin moverse. Como esperando algo. Tenía un cuerpo perfecto. Estilizado.
Creo que fue un flechazo. Me quedé boquiabierto admirándola. Pero ella no parecía
darse cuenta de mi presencia. Era mayor que yo, eso creo. Bastante mayor que yo.
Continuaba allí inmóvil, como si esperase algo o a alguien. Uno de mis amigos me dio
un golpecito en la espalda para que despertase del maravilloso mundo en el que estaba
inmerso. No quería salir de allí. Estaba demasiado bien observando esa belleza casi
sobrehumana que acababa de encontrar en el lugar menos esperado: un museo. Bueno,
en su caso era bastante evidente. Nuevamente uno de mis amigos me dio un golpecito
en la espalda. Muy a mi pesar desperté de aquel sueño tan real que estaba viviendo.
Nuestros caminos se separaron, pero tenía la firme convicción de que nos volveríamos a
ver.
Entramos en el museo. Ya no era lo mismo. Mi mente ya no estaba por lo que tenía que
estar. Tenía un motivo más importante por el que preocuparse. Ya no me interesaban los
escudos, las armaduras y el resto de armamento. Sólo me interesaba ella. Ella era lo más
interesante que me había pasado en mi vida. Pasé olímpicamente de las explicaciones de
la guía y del resto de mis compañeros de clase. Era casi como siempre pero un poco más
agudizado por la presencia, algo inquietante si cabe, de aquella maravilla de la
naturaleza. Nos pasamos dos horas dando vueltas por el museo de historia. Nada me
llamaba la atención. Los folios que nos dieron para rellenar con la explicación de la guía
estaban todavía en blanco. No tenía ganas de escribir nada.
Por fin llegó el momento más deseado de toda la mañana. Por fin se acabó la visita al
museo que, en otro momento me hubiese resultado mucho más agradable y entretenido,
ahora me entretenía en mis intenciones. Al oír las mágicas palabras expresadas por la
guía, no lo dudé ni un momento. Salí raudo hacia mi destino. El lugar donde aquella
belleza de la naturaleza, aquella criatura casi divina, seguramente permanecería inmóvil,
esperando algo. Pero cual fue mi sorpresa. Ya no estaba. Mi ansiado premio por
aguantar aquel tormento de visita ya no estaba en aquel lugar. No lo dudé ni un
momento. Fui a recepción y le pregunté a una de las mujeres que estaban allí por el
objeto de mis dudas. No tenían ni idea. No sabían dónde había ido. ¿ Cómo podía ser
eso? Nadie sabía dónde podía ser. Volví a entrar en el museo. Me lo recorrí de punta a
punta. Palmo a palmo. Buscando a esa criatura celestial.
Mis ánimos iban cayendo poco a poco al no encontrarla. No la volvería a ver, eso creía.
Pero fue justo antes de marcharnos cuando, como una aparición divina, se presentó ante
mí la más hermosa de las vistas posibles. Era ella. Volvía a estar en el mismo lugar de
antes. Ahora todavía estaba más bonita. Todo en ella era brillante. Creo que en aquel
momento me enamoré. Me prometí que si algún día tenía dinero suficiente la compraría.
Tenía que ser mía. Y sólo mía.
Era la espada más bonita que jamás he visto. Mereció la pena ir al museo. Y al fin y al
cabo, no fue un día tan malo. Marqué mi primer gol, fuimos de excursión en un viernes
y vi la octava maravilla del mundo. No se podía pedir más cosas. No es cuestión de
tentar la suerte.
FIN
2000 LCN Productions, LTD. Todos los derechos reservados.
©2000 Adam Fisher.
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