Libros en una era de post-alfabetismo

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Libros en una era de post-alfabetismo
George Steiner
Trabajos recientes, particularmente de Francia, pero ahora retomados por estudiosos
estadounidenses tales como Robert Darnton, nos han enseñado mucho acerca de la historia de
la publicación, del comercio, de la venta y de la distribución de los libros, del objeto físico real
que circula entre lectores. Los franceses han formado toda una escuela de investigación de la
historia de los libros y de la lectura, centros de estudio de la distribución de los libros desde
Gutenberg hasta el presente. Por ejemplo, ahora sabemos más de lo que nunca supimos en el
pasado, o de lo que pensamos que podríamos llegar a saber, acerca de la historia del negocio
del libro, tanto público como clandestino, aquella gran parte del iceberg de literaturas política o
religiosa prohibidas, que en ciertos momentos de los siglos XVII y XVIII constituyeron la
mayor parte del comercio dentro de ciertas comunidades.
Están comenzando a emerger estadísticas que están reeducando todo nuestro sentido del
libro, desde la aparición de los primeros vendedores de libros —conocidos como papeleros (la
vieja palabra, basada en el latín), habitantes de ciudad que eran tanto editores como
vendedores, que comenzaron a aparecer alrededor de 1170— hasta el presente : una larga y
soberbia historia.
El paso desde el manuscrito a la impresión en tipos móviles en la década de 1470 constituye
hoy, por sí mismo, un campo principal de estudio académico. Éste arroja la fascinante
estadística de que después de Gutenberg la producción de manuscritos bellamente caligrafiados e
iluminados se incrementó dramáticamente. En los 60 y 70 años siguientes al comienzo de la
disponibilidad del libro impreso fueron encargados más manuscritos que antes.
Y ahora podemos seguir algo de la historia de la publicación, venta, distribución y
producción de libros, desde un número estimado de 3500 nuevos títulos durante todo el siglo
XV hasta los más de 3’000.000 de nuevos títulos publicados entre 1975 y 1980.
Pero sabemos asombrosamente poco acerca de la historia de la lectura, acerca de los
cambios en la economía, en la sociología, en la psicología, en las técnicas y hábitos del
sentimiento, incluso de la actitud y la acción físicas, que rodeaban nuestra lectura de un libro.
Una de las pocas pepitas de oro, de los cristales radiantes de conocimiento que tenemos, es
aquel muy famoso comentario de las memorias de San Agustín de que su profesor y maestro
en Milán, San Ambrosio, fue la primera persona a la que vio leer sin mover los labios. El paso
de la lectura en voz alta o del seguimiento físico de las letras con la boca, incluso por los más
instruidos, por los Padres de la Iglesia, a aquella más compleja condición de lectura silenciosa,
de lectura sin remedar las acciones del ojo y los labios mientras ellos siguen el texto, es un
capítulo enorme en la historia del sentir humano. Desearíamos tener muchas de tales
observaciones : no las tenemos.
Por esta razón, la historia de cómo, cuándo y qué leían las mujeres antes de su
emancipación parcial permanece siendo un asunto misterioso e intrigante. Nos gustaría saber
mucho más de lo que sabemos acerca de la sospecha de que en el gran régimen de Europa en
el siglo XVIII la aristocracia, aun poseyendo libros, no los leía, y, aunque en un sentido técnico
eran enteramente letrados, ellos no tenían una costumbre personal inmediata o hábitos de
lectura tal como nosotros los conocemos. Estas y otras áreas continúan estando inexploradas.
La relación del hombre con los textos escritos ha sido siempre compleja y ha estado cargada
de emociones y asociaciones metafóricas que retroceden exactamente a los orígenes del
hombre y a aquella fórmula Hebraica —pero no exclusivamente Hebraica, pues también la
encontramos en otras lenguas del Medio Oriente— de "el Libro de la Vida". De alguna
manera, la vida misma está siendo representada imaginativamente como un libro que nosotros
leemos. Nosotros pensamos en el gran pasaje de Ezequiel 3, cuando la voz divina ordena al
profeta, al reticente profeta, a consumir físicamente, a poner en su boca el rollo de la ley, para
apropiarse, para personificar, para incorporar el texto en su cuerpo. Aquí la pregunta
irreverente sería : ¿es este el primer Reader’s Digest ?
Conocemos en muchas mitologías del misterio del comienzo del texto escrito. Por ejemplo
la leyenda de Belerofonte en la problemática referencia homérica. Pero de nuevo las áreas de lo
desconocido son inmensas. Leyendas, mitos, mitologías revolucionarias hablan de hombres
muriendo para preservar el texto de un libro, o como en el famoso último acto de la obra
Galileo de Brecht, de hombres arriesgando sus vidas para traer un libro o un manuscrito a
través de una frontera política o teológica. No obstante, la historia del acto de lectura es, y
continua siendo, sorprendentemente fragmentaria y conjetural.
Parece como si ahora, hoy, todos nosotros viéramos el fin gradual de la edad clásica de la
lectura. De una edad de alto y privilegiado alfabetismo, de cierta actitud hacia los libros que,
muy a grosso modo, duró desde Erasmo hasta el colapso parcial del orden mundial de la clase
media, del orden mundial burgués y de los sistemas de educación y valores que asociamos con
él durante este siglo. Ciertamente no es accidente que esta época —y yo la enmarcaría en no
más de 4 siglos, que es un período muy breve—, que estos aproximadamente 400 años
coincidan en la historia de la pintura, el grabado, la talla de madera, el dibujo, con una serie
extraordinaria de representaciones que tienen como tema a alguien leyendo. Un hombre o
mujer leyendo solo, de pie o sentado: el lecteur o liseuse, como son conocidos casi
topológicamente. Desde el Erasmo de Holbein —que alude él mismo a la manera en la que la
pintura es pintada—, hasta la figura de San Jerónimo en su estudio, San Jerónimo leyendo y
preparándose para traducir la Biblia, existe todo un recorrido hasta una de las últimas piezas
maestras del género: Mujer leyendo de Van Gogh. Los atributos decisivos de este período de 400
años, yo sugeriría, son algo como esto —y ellos resultan ser muy especiales, mucho más
especiales, supongo, de lo que nos habíamos dado cuenta. Mi nota de pie de página aquí —y
estamos profundamente en deuda cuando pensamos de esta manera—, es para la llamada
escuela de crítica sociológica de Francfort, para aquel brillantísimo y simple y consternante
comentario hecho en la década de los años 30 por el filósofo Adorno cuando dijo que no se
puede tener música de cámara sin una muy específica cámara para ella. Un comentario
apabullantemente simple que nadie había hecho, y que originó gran parte de nuestro actual
estudio y comprensión acerca de las relaciones entre ciertos tipos de música y los espacios, la
economía, las posibilidades instrumentales y la recepción del público con los cuales están
estrechamente emparentadas estas formas.
Si se observa ahora algo de este modelo, tenemos, en primer lugar, la biblioteca privada, lo
personal como distinto de lo institucional, como por ejemplo la propiedad monástica o
académica de los medios de lectura : se era propietario del libro que se leía. No se iba a la
biblioteca del monasterio por él, no se iba a una institución pública : es el libro propio.
Estamos comenzando a estudiar la economía, la condición de espacio, aquí vital, bajo las cuales
se desarrolló la biblioteca privada o sala de lectura o gabinete de lectura. Se necesitan
estanterías, un punto crucial. La historia de la arquitectura está comenzando a ayudar mucho
en este punto. ¿Cuándo llegaron a estar disponibles las estanterías privadas —en tanto distintas
otra vez, por ejemplo, de las grandes bibliotecas cerradas de los monasterios, o los libros
encerrados como aun se conservan en la parte antigua de la Bodleiana de Oxford y en los más
viejos Colleges de Cambridge ? ¿Cuándo conseguimos repisas de las cuales se pueden tomar
los libros, volverlos a dejar, cambiar su orden, aumentar su número, etc.?
El espacio es, por supuesto, más que dimensión : es silencio ; es un retiro en el ámbito
familiar, y es tiempo y ocio. A este respecto los textos clásicos son aquellos de Montaigne, en
los que se resalta la soledad autista de la lectura seria, el hecho de que incluso los que uno más
ama, la esposa y los hijos, los amigos íntimos, son intrusos cuando uno está leyendo. Todo lo
que estoy tratando de evocar tiene su más famosa imagen en la torre biblioteca circular del
Château de Montaigne, preservada hasta el presente, y en la cual podemos reconstituir uno de
los más famosos de todos los clásicos actos de lectura: la vida de Montaigne le lecteur. El
silencio que él requería, la privacidad, el tiempo, el ocio. Pero es solamente ahora que estamos
consiguiendo muy, muy gradualmente, historias del ruido e historias de la división del tiempo
en el hogar, en las profesiones, cuando nosotros podemos comenzar a hacer alguna suposición
educada sobre la cantidad de tiempo que, del día, se podía dar a la lectura; y qué órdenes de
silencio estaban disponibles para la lectura seria.
En la era clásica, el arte de la lectura era casi aquel en el que estaba vigente un contrato entre
la privacidad y el lector privilegiado por un lado, y el mundo social familiar por el otro. Las
encarnaciones esenciales de este contrato privado tenían sus relaciones directas de poder
económico. De lo que yo estoy hablando es de una clase privilegiada; privilegiada en su
espacio, privilegiada en sus relaciones temporales.
Es obvio que el fin del siglo XVIII, la Revolución Francesa y la Revolución Industrial
trajeron con ellas un cambio muy considerable en la diseminación y en la estructuración de las
artes de la lectura. Los libros se convirtieron por primera vez en un medio masivo. Las
bibliotecas públicas, los clubes y asociaciones de lectores, la fuerte evolución del comercio del
libro y la nueva alianza entre el libro y las publicaciones periódicas, los nuevos sentidos de la
misma palabra "prensa", amplió y diversificó inmensamente la cercanía de hombres y de
mujeres al material de lectura.
Nuevamente hago una pausa para anotar que cuando estudiamos cartas y diarios, incluso de
aquel período de revolución y transición, de aquella gran apertura de ventanas en un más
amplio horizonte de alfabetismo, el grupo de las mujeres permanece intensamente difícil de
medir con precisión. Sabemos que ellas son animadas a leer a los niños en un nivel muy
elemental. Tan lejos como podemos comprender, la batalla para que las mujeres tuvieran
acceso total a la biblioteca, incluso en la casa de sus maridos —quiero enfatizar esto— es una
batalla larga y fue peleada duramente. No fue un reflejo natural en los hábitos de educación de
las élites. Solamente de modo gradual las mujeres adquieren el derecho a elegir sus lecturas de
los estantes de las bibliotecas, y lo que tocamos en este momento es aquel traslapamiento
intrincado entre el sentido de las relaciones de poder masculino y todo el inmenso problema
del decoro, de qué órdenes de literatura eran juzgados aptos para ser leídos por las mujeres y
particularmente por las jóvenes, incluso aptos para las jóvenes educadas. Los ecos distantes de
este motivo vienen en las escenas iniciales de La Feria de las Vanidades y en las diferencias entre
los hábitos de lectura y las ambiciones de la notoria Becky Sharp por un lado y de la obediente
Amelia Sedley por el otro. Y aquello es en verdad muy tardío.
Yo conjeturaría que el período que va, digamos, desde la Revolución francesa hasta las
catástrofes de la guerra mundial, marca un oasis, un oasis de calidad, en el cual la gran
literatura, la más grande literatura de no ficción, alcanzó una audiencia masiva (estoy dejando
por fuera el muy difícil problema de la casi total ausencia de lectura del lado agricultural de las
cosas, el hecho de que los libros estaban escasamente disponibles y escasamente deseados por
la población campesina en Occidente). No obstante, teniendo en cuenta la audiencia urbana,
aumentando como estaba, postularía algo como lo que sigue : que entre la década de 1790 y
1914 se presentó ese momento único —honestamente lo juzgaría único—, de un
emparejamiento entre lo mejor que está siendo pensado y escrito por un lado, y una muy
amplia popularidad —grandes ventas, gran circulación, un número masivo de lectores— por el
otro. Eso incluso tiene que ver con la poesía. Figuras como Byron, Lamartine y Tennyson, y el
complicado resplandor en el fenómeno de Rudyard Kipling, habla de un tiempo en el que la
poesía —y poesía exigente— tenía ventas muy copiosas. Ahora miramos retrospectivamente
este período con un sentimiento casi peligroso de admiración y nostalgia.
Pero mientras la alta literatura se volvía contra el lector de clase media, quien había dado al
siglo XIX tanto de su elan optimista y de su hálito de sentimiento, el mundo de Balzac y
Dickens comienza a pasar. En el mundo de Mallarmé (probablemente la figura singular más
influyente en el giro del Occidente a la modernidad), el mundo de Proust y de Joyce, aquel
consenso de expectación comienza a quebrarse. Lo esotérico, lo hermético y lo experimental
comienzan a disociarse ellos mismos de —sí, llamémoslo positiva y simplemente— la energía
del lector medio.
Algo se quiebra y valores tan viejos como aquellos de Erasmo, de Bacon, de Montaigne,
quienes marcaron los comienzos de nuestra era clásica de la lectura, se desvanecieron. En otro
sentido, lo que ahora está ocurriendo es la búsqueda del libro secreto, el libro oculto, el libro
asequible sólo a los iniciados, como en Finnegans Wake, como en partes del Ulyses: un
movimiento seguramente análogo de aquel en el arte abstracto y no figurativo y posiblemente
en la música atonal.
Lo que me obsesiona es la posibilidad de que esta búsqueda por el gran libro oculto, por las
revelaciones a través de una pieza maestra esotérica, represente alguna clase de esfuerzo,
probablemente subconsciente o subliminal, para reemplazar la Biblia y la pérdida de autoridad
de la Escritura y de la escritura narrativa después del siglo XIX.
Me es trabajosamente necesario citar la evidencia de la disociación que se ahonda entre la
semi o sub-alfabetismos de los modernos medios de comunicación y los ideales de cultura en el
viejo sentido. La evidencia está toda a nuestro alrededor.
Veamos rápidamente lo que todavía es una sociedad privilegiada, élite : Gran Bretaña.
Incluso allí los signos son inconfundibles. Gran Bretaña todavía publica más títulos serios que
los Estados Unidos en cualquier período de 12 meses. Todavía mantiene en prensa títulos de
calidad muy por encima de los hábitos todavía vigentes en Estados Unidos. El espacio
reservado a las reseñas y el nivel del conjunto semanal de reseñas todavía son elogiables. La
calidad de los libros en rústica —útiles como son, los libros en rústica no constituyen una
biblioteca— es considerable. Las bibliotecas públicas todavía son importantes. Todavía hay un
gran beneficio político en la educación de referencia ; con esto quiero decir que el poder y el
prestigio todavía acompañan en gran medida a aquellos que pertenecen a una cultura de la cita,
a una cultura de referencia y de reconocimiento de la gran literatura.
Pero las librerías se están cerrando por toda Gran Bretaña ; la ficción está siendo relegada
tan rápidamente como en cualquier parte. Hay un declive catastrófico en el espacio y calidad
dados a las reseñas serias de libros de interés especializado y los estándares del oficio están en
todas partes bajo una aguda presión. Estos son, sin embargo, problemas de lujo ; todavía son
problemas de nostalgia. La situación de Estados Unidos es mucho más dramática.
Hace veinte años, lo cual no es terriblemente mucho tiempo, la venta de 2500 ejemplares de
una primera novela en los Estados Unidos, publicado a US$4.50, cubría los gastos. Las cifras
de hoy son una venta mínima de 15.000 (libros) a $13.95. En 1958 —de nuevo, no hace
mucho— el 72% de todos los libros fueron vendidos por compañías independientes con un
solo almacén. Hoy, el 52% son vendidos por cuatro grandes cadenas de libreros. En 1982 más
del 50% de todas las ventas de mercados masivos se deben a cinco editoriales continentales.
Diez editoriales dan cuenta de más del 85%. En lo que se refiere a libros de interés general,
tanto como es conocido, nueve firmas tienen el 50% de todas las ventas. Ellas incluyen
nombres como Time Inc., Gulf Western, MCA, Times Mirror Inc., the Hearst Corp., CBS y
una firma de la que he escuchado mucho los últimos días, Newhouse Publications.
La situación es casi clásicamente la propia de un análisis marxista: la concentración del
mercado y diseminación de libros no sólo en muy pocas manos, sino en manos que son
escasamente reconocibles política y sociológicamente. Cuales sean las diferencias de estilo, de
personalidad, de anécdota, ellas constituyen, en lo que respecta a la cultura, una visión casi
monolítica y monopolística.
Las cifras provistas por el Departamento de Educación en Washington son las siguientes :
se cree que 27 millones de estadounidenses no pueden leer en absoluto —lo que quiere decir,
según los estándares del Departamento, que no pueden leer (yo cito) "la advertencia de veneno
en una lata de pesticida". Otros 35 millones más leen sólo en un nivel que es menor a las
necesidades de la mera supervivencia en nuestra sociedad. El cincuenta por ciento de todos los
negros de 17 años son funcionalmente analfabetos. Y 15% de los actuales graduados de las
escuelas de bachillerato urbanas pueden leer sólo a un nivel similar al de un niño de primaria.
Los Estados Unidos, entre las 158 naciones miembros de las Naciones Unidas que han
aportado cifras y detalles sobre la distribución de libros y material de lectura, figura como el
cuadragésimo noveno (49º) en su nivel de alfabetización. Por contraste, las sociedades más
letradas son Suiza e Israel.
En Boston, el 40 % de la población adulta es ahora definida técnicamente como analfabeta.
El número actual de no lectores identificados es tres veces más grande que en 1970. La lista
podría seguir y no es citada en ningún sentido polémico —los Estados Unidos está muy
adelante de Europa en su honestidad, en su severo y sincero autoexamen.
Pero mi propia preocupación hoy aquí es menos este abrumador problema de la
alfabetización elemental que el ligeramente más lujoso problema del declive de las habilidades
de incluso el lector de clase media, de su ausencia de voluntad para proporcionar esos espacios
de silencio, esos lujos de domesticidad y tiempo y concentración que he tratado de sugerir
alrededor de la imagen del acto clásico de lectura. Una cifra —puede no ser confiable, pero
suena como si estuviera muy cerca de la verdad— sugiere que casi el 80% de los adolescentes
estadounidenses letrados, educados, y particularmente en las universidades, ya no pueden leer
sin un ruido concomitante, sin música, o un equipo de sonido, o un fenómeno muy
complicado sobre el cual es necesario pensar: una pantalla de televisión, no mirada, sino
parpadeando en el borde del campo de percepción del ojo. Ahora sabemos muy poco sobre la
corteza cerebral y sabemos muy poco de lo que hace con "entradas" simultáneas en conflicto,
pero todo presentimiento del sentido común sugiere un sentido de profunda alarma. Esto es
decir que la brecha entre concentración, silencio, soledad y esta nueva forma de medio leer, de
percepción parcial contra un ruido de fondo, lleva al mismo corazón de nuestra noción de
alfabetismo que vuelve imposible ciertos actos esenciales de aprehensión, de concentración,
por no decir aquel importantísimo tributo que cualquier ser humano puede pagar a un poema
o a una pieza de prosa que él o ella realmente ama: aprenderlo de memoria. No mentalmente:
de memoria. La expresión es vital.
Bajo estas circunstancias, la pregunta por el futuro de las artes clásicas de lectura es real.
Frente a nosotros se encuentran transformaciones técnicas, psíquicas, sociales, probablemente
mucho más dramáticas que aquellas traídas por Gutenberg. Recuerdan que mencioné esa
extraordinaria multiplicidad de los manuscritos bellamente caligrafiados e iluminados después
de la invención de la imprenta. Muchos consideraron el nuevo modo de impresión como
vulgar, desagradable para leer y de algún modo destructor del vínculo, egoísta pero extático,
entre un lector y la posesión del medio de su delectación. Ellos continuaron encargando
manuscritos para ser escritos y decorados por ellos. La revolución de Gutenberg, tal como la
conocemos ahora, tomó mucho tiempo. Fue lenta ; sus efectos todavía están siendo debatidos.
Lo que ahora parece encontrarse delante de nosotros es, con mucho, más dramático. Es lo que
se llama la revolución de la información.
Afectará toda faceta de composición, publicación y distribución y lectura. En la industria del
libro ninguno de entre nosotros puede decir con alguna confianza qué pasará al libro como lo
hemos conocido en la inminente era del procesador de palabras, la microficha, el banco de
memoria de escala escasamente concebible, las técnicas de recuperación de una precisión y
dimensión que sólo podemos imaginar, el almacenamiento y transmisión de textos por láser a
velocidades incluso muy superiores a las de los computadores de cuarta generación, y así
sucesivamente.
No hay ningún aspecto de la lectura, la escritura y la distribución de textos que no vaya a ser
modificado por estos extraordinarios procesos. Mencionar siquiera algunos pequeños ejemplos
es sólo mordisquear, por así decir, un continente de cambio. Mi propio presentimiento es que
los procesadores de palabras —y puedo estar perfectamente equivocado— son sutilmente
inflacionarios de un modo muy interesante y seductor. Ellos estimulan la locuacidad. Los
textos se alargan porque la inserción de más material en el procesador de palabras no requiere,
concomitantemente, la supresión de otro material. Y vamos a tener como textos acabados lo
que son de hecho las historias de sucesivos borradores. Cualquiera que enseñe sabe que esto ya
es verdad.
La microficha y los bancos de memoria sugieren que en los atiborrados espacios de hoy, en
los atestados espacios urbanos en los que la idea de la biblioteca privada, la sala privada de
lectura es de hecho un lujo romántico e improbable, ha habido una afortunada coincidencia
entre tecnología y constricción. En el pequeño apartamento de los altos edificios, en el espacio
reducido de oficina de los grandes conglomerados, el banco de memoria de microfichas nos
dice que no necesitamos estanterías, que no necesitamos ese objeto grueso y perecedero como
es el libro clásico, que estará usualmente empolvado y deberá ser usualmente reencuadernado.
Usted tiene a su alcance, en un botón al contacto de su dedo, medios de referencia y de
bibliografía muy lejanos a los sueños de los más grandes estudiosos. Usted tiene presente en su
casa, no el viejo lujo aristocrático o burgués de una biblioteca personal que, por más amplia
que sea, todavía es pequeña, sino, por el contrario, las fuentes de las grandes bibliotecas del
mundo a su democrática disposición.
De nuevo, desde mi estrecho punto de observación, que es el académico, los resultados
están comenzando a ser extremadamente problemáticos. Son la producción en ensayos
trimestrales, en disertaciones, en tesis cortas y largas, de bibliografías que se escapan a los
sueños de cualquier generación previa de estudiosos. Las bibliografías pueden ser instantáneas,
pueden estar actualizadas como nunca antes y, como nunca antes, pueden ser detalladas y
abrumadoramente especializadas. ¿Qué evidencia hay de que la persona que las reúne en el
monitor o en la red haya mirado un solo ítem de ellas? De nuevo, eso es una crítica demasiado
fácil. ¿Debe uno castigar a alguien por hacer disponible para una visión instantánea el status
questionis de su tema o disciplina ? ¿No nombramos todos nosotros, en nuestras bibliografías,
en una edad más lenta, incluso en la época de la escritura a mano, libros que escasamente
habíamos ojeado y que con certeza no leímos en su integridad? No sé ninguna respuesta fácil
para la cuestión, pero tendrá que ser encarada en todo el mundo científico y académico.
Las técnicas de acopio pueden conseguir grados de poder difícilmente concebibles. El
almacenamiento y la transmisión de textos vía láser ya es capítulo en avance, un capítulo en la
rapidez de la diseminación de palabras, lenguajes, pinturas, de nuevo mucho más allá de
cualquier cosa que pudiera haber sido soñada.
Bien podría ser —y esto es sólo un presentimiento— que el libro poseído en propiedad, en
un formato tal como el que conocemos, tipografiado (incluso cuando ese tipo sea diseñado y
compuesto electrónicamente), llegue a ser un objeto lujoso. Llegará a ser un artículo de uso
especial, como lo fueron los manuscritos copiados a mano que aparecieron después de
Gutenberg. Como lo es el papel tela, numerado, litografiado uno a uno o empastado como livre
d’art, que todavía es producido, particularmente en Francia, por coleccionistas especializados
en la edición comercial. Parece como si las artes de la lectura fueran a sufrir cambios
fundamentales.
Digo esto con un sentido de shock perfectamente simple y ordinario, habiendo descubierto
en mi camino hacia aquí la desaparición de Brentano’s, una librería que había conocido desde
mi infancia y cuyo decaimiento parcial hacia un emporio de tarjetas postales había seguido de
cerca. Y cuando pregunté en aquel último bastión de gente a la que en realidad le gusta leer y
comprar un poeta, el Gothman Book Mart, su propietario, un viejo amigo, me informó
sombríamente que Scribners estuvo a un milímetro de ser cerrado y sólo se había salvado por
una intervención de Europea, de Rizzoli. Una ironía extraña para la Quinta Avenida, quizás las
más rica y más representativa área comercial en todo el mundo Occidental.
Ahora parece como si las artes de lectura fueran a caer dentro de tres categorías principales
y agudamente distintas. La primera deberá continuar siendo, yo supondría, una masa vasta y
amorfa de lectura de distracción, de entretenimiento momentáneo —el libro de aeropuerto.
Uno sospecha que esta clase de lectura se llevará a cabo, más y más, ni siquiera en el libro de
bolsillo que conocemos ahora, sino por medio de la transmisión por cable a la pantalla de la
propia casa. Se seleccionará el libro que se desea, la velocidad a la que se quiere ver en la
pantalla, la velocidad a la que se desea que se pasen las páginas. Algunos, quizás un buen
número de ellos, creo, serán leídos al espectador por un lector profesional. Si el lector
profesional en la pantalla acompañará en realidad al texto —hay experimentos que a esto
conducen— de tal modo que se verá el texto mientras una voz posterior lo lee, o si él
simplemente lo lee y solamente se escucha, es una cuestión abierta. Ambas técnicas están ahora
bajo estudio. Pero el formato y las condiciones de tiempo ya están totalmente disponibles en
programas tan populares como aquellos del Servicio al Hogar de la BBC (de Londres), llamado
Un libro para la hora de acostarse, en el que el libro, capítulo a capítulo, es leído al oyente cada
noche. Este es un método derrochador y difícil comparado con las posibilidades de pregrabar
la lectura de libros, o, por ejemplo, la exposición de ilustraciones, el montaje de ilustraciones a
lo largo del texto mientras una voz declama los libros.
Es probable que seguirá presentándose una enorme proliferación de lo anterior. Es posible
que la cultura del ‘walkman’, la cultura del "ambiente de ruido total", como ciertos psicólogos
lo llaman, será uno en el cual alternarán explosiones de música con fragmentos de texto, en el
cual, posiblemente, los textos serán escuchados sobre un fondo de Muzak eterno. Todos los
medios técnicos están disponibles para esto.
El segundo tipo de lectura será el de información, conocimiento, educación; lo que Thomas
DeQuencey llamó "la literatura de conocimiento" para distinguirlo de "la literatura de poder".
La literatura de conocimiento, el micro circuito, el chip de silicona y la revolución del láser
alterarán las técnicas y los hábitos, como he tratado de sugerir, más allá de lo que cualquiera
puede ahora imaginar. Aquella gran fábula de Borges de "la Biblioteca de Babel", es decir, la
biblioteca de todas las bibliotecas posibles, la bibliografía de todas las bibliografías, estará
accesible literal y concretamente para el uso personal e institucional. Será recogida en el
monitor, y en esto, como he tratado de mostrar, las posibilidades de un cambio básico en las
estructuras de atención y de comprensión son casi inconmensurables.
¿Qué de la lectura en el sentido antiguo, arcaico, privado y silencioso? Esta llegará a ser una
habilidad y una inclinación tan especializada como lo fue en los scriptoria y bibliotecas de los
monasterios durante las así llamadas Edades Oscuras. Ahora sabemos que ellas fueron de
hecho edades clave, radiantes en su paciencia, radiantes en su sentido de lo que tenía que ser
preservado y copiado para sobrevivir. Las bibliotecas privadas pueden una vez más llegar a ser
tan notables, tan raras, como lo eran cuando Erasmo y Montaigne fueron famosos por las
suyas, como cuando de la gran colección de Montesquieu en La Brède se habló y discutió
ampliamente. La idea de tener un cuarto, posiblemente un gran cuarto, con estantes
soportando libros, no libros en rústica, sino libros encuadernados; la idea de la edición
completa de un autor, ella misma un concepto muy especial; la idea de coleccionar una primera
edición, no necesariamente el libro raro de la Biblioteca Morgan, no, sino la primera edición de
un autor moderno; la esperanza de poseer todo lo de un escritor a quien se ama —bueno,
malo, indiferente—; la habilidad, sobre todo el deseo de atender a un texto exigente, de
dominar la gramática, las artes de la memoria, las tácticas de reposo y concentración que los
grandes libros exigen de nosotros…; todo esto puede llegar a ser una vez más la práctica de
una élite, de un mandarinazgo de silencios.
Si uno tuviera el poder, si a uno se le permitiera experimentar, mi apasionado deseo
personal sería abolir por un tiempo el tejido pretencioso donde estamos atrapados en las así
llamadas humanidades y artes liberales, y hacer de nuestras universidades de pregrado muy
simplemente escuelas de lectura. Comenzar absoluta y básicamente de nuevo. Doy sólo uno o
dos mínimos ejemplos, sin pretensiones de pedantería. Cuando se comienza [a estudiar]
música, y usted fuera a decir al estudiante o a su instructor si deben realmente molestarse en
aprender escalas, aprender la diferencia entre La bemol y Si bemol, decir un acorde o una
dominante o una resolución, le pedirán que se vaya. Si se pudiera preguntar en una primera
clase de arte: "Mire, soy una persona muy sensible. ¿Debo preocuparme realmente de si
Botticelli vino antes de Renoir ? Eso es conocimiento pedante. Yo puedo pasar por encima de
eso." Aún en las escuelas más populistas lo rechazarían. Y esa es exactamente nuestra situación
actual en literatura y en las artes de la lectura. La prosodia, la métrica, por ejemplo, no son
ornamentos, son la música del significado. La razón por la que un poema es un poema es que
él está en metro. ¿Por qué diablos debería ser un poema de otra manera? No pida a un
graduado de nuestras mejores universidades hacer siquiera la más simple medición o muestreo
de una gran línea de la poesía —conocimiento que todavía estaba a mano de los estudiantes de
colegios decentes en este país en el cambio de siglo.
Yo comenzaría todo de nuevo. Yo me sentaría con la gente alrededor de una mesa y diría
que nos ocupáramos de algo que todos amemos: un gran poema, o una novela, o una obra de
teatro, y que tratáramos de aprender a leerla juntos; sin ruido, sin ayudas críticas. Que viéramos
si podríamos aprender un poco de memoria. Nos preguntaremos a nosotros mismos qué es un
yámbico, qué es un espondeo, qué es un trocaico, porque el hombre que toca piano en el
cuarto de al lado sabe que él no podría tocar la Sonata Claro de Luna en su forma más reducida
si no aprendiera qué es una síncopa.
Por tanto puede ser que por un tiempo las artes de la lectura de textos serios y exigentes
lleguen a ser posesión de una clerecía de hombres y mujeres muy entrenados, como el grupo
monástico de la alta Edad Media, sin el cual nosotros no estaríamos hoy aquí, cuya habilidad
para saber cómo escribir y re-copiar nos ha transmitido gran parte de las posibilidades de la
educación y la civilización Occidentales.
Yo creo que la gran diferencia con el pasado será ésta. Un mandarinazgo tal, una tal élite de
hombres y mujeres librescos, de amantes del texto, no tendrá el poder, el alcance político, el
prestigio que tuvo en el Renacimiento o durante la Ilustración, o casi al final de la era
Victoriana. Aquel poder pertenecerá casi inevitablemente a los iletrados. Pertenecerá a los
educados en los números. Pertenecerá crecientemente a aquellos que, mientras son
técnicamente casi incapaces de leer un libro serio, y que carecen máximamente de la voluntad
para hacerlo, pueden, como ya sabemos, comenzar en la preadolescencia a producir software
de gran delicadeza, de gran poder lógico y de gran profundidad conceptual. Las relaciones de
poder están desplazándose hacia ellos, hacia hombres y mujeres que, liberándose a sí mismos
de la pesada carga del verdadero alfabetismo literario y sus hábitos de referencia constantes, del
hecho de que casi toda gran literatura refiere a otra gran literatura, son creadores : no-lectores,
pero creadores de una nueva clase.
El clan de lectores, de lectores en el antiguo sentido, puede volverse claramente pequeño, y
por algún tiempo puede ser manifiestamente un clan de poco poder. Puede consistir de
hombres y mujeres librescos, tal y como pueden ser encontrados trabajando en las
tradicionales editoriales de libros. Consistirá de amateurs, en el sentido estricto de la palabra, de
"amantes", de hombres y mujeres quizás no sensibles al aura financiero o social. Consistirá de
gente que, curiosamente, volverá a los comienzos del período clásico de la lectura.
Dicen que volviendo a casa una noche, Erasmo vio un pedazo roto y embarrado de algo
impreso. Cuando se inclinó para recogerlo, cuentan, él profirió un grito de alegría, sorprendido
por el milagro del libro, por el puro milagro de lo que había detrás del hecho de recoger un
mensaje tal. Hoy podemos, en un gran embotellamiento, bien sea en una autopista o en las
cuadras de Manhattan, poner cassettes con la Missa Solemnis a cualquier hora del día o la noche.
Podemos, por medio de libros en rústica y pronto por televisión por cable, pedir, mandar,
obligar a que lo más grande, lo más exigente, lo más trágico o lo más delicioso de la literatura
del mundo nos sea servido, empacado, envuelto en celofán para la inmediatez. Esos son
grandes lujos. No es seguro que ayuden de verdad al milagro constante y renovado que es el
encuentro de un individuo con un gran texto.
Traducido del inglés por Alejandro y David Bayer
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